miércoles, 29 de julio de 2020


 Hambre y sed de sentido

Hambre y sed, palabras que resumen la necesidad básica del hombre; hambre y sed de pan y de agua, de cariño, de justicia, de silencio... Dejando a un lado  su pretendida autosuficiencia, el hombre es un ser necesitado. La carencia de algo aparentemente tan simple como el alimento material, o como estamos viviendo estos días,  la aparición de un minúsculo virus, tira por tierra cualquier pretensión de grandeza. 

Tenemos cosas que exhibimos, coleccionamos  y almacenamos,  pero sabemos que no sólo de pan vive el hombre; el pan, todo lo material, es útil para sobrevivir, pero no sacia totalmente nuestras necesidades. Apenas ha comido y bebido, la persona se pregunta  por el sentido de la vida, porque como acertadamente se ha dicho el hombre es un ser que no sólo sabe que vive sino que se pregunta por la vida; el ser humano no sólo sabe que muere sino que además busca un por qué y un para qué que le ayude a asimilar la vida y la muerte. Y pide una respuesta. ¿Dónde encontrarla? ¿Dónde saciar el hambre y la sed de sentido? ¿Cómo edificarse satisfactoriamente? 

La felicidad no se puede comprar. Es cierto que el dinero ayuda a la felicidad, pero no la da, igual que una cuchara es una buena ayuda para comer, pero ella no es el alimento. Hay quien pretende comprar su felicidad pagándose caprichos y diversiones, pero ésto no llena la vida, sólo la distrae.
El profeta Isaías invitaba al pueblo de Israel a hartarse de un alimento gratuito: “Venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde” (Is 55,1). Estaba diciendo que lo que realmente vale no necesariamente ha de tener un alto precio: “¿Porqué gastáis dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura?”. Como se ha dicho,  el hombre no vive sólo de pan, también necesita de la Palabra de Dios: “Inclinad el oído, venid a mí; escuchadme y viviréis” (Is 55,2; cf Mt 4,4). 

El profeta parece decir que gastamos demasiadas energías en acumular bienes materiales, en procurarnos el alimento material y perecedero, y dedicamos poco tiempo y esfuerzos al alimento  que perdura. Para nosotros ese alimento que no perece es Jesucristo; quien le come no pasa hambre ni sed y tiene vida eterna (cf Jn 6, 35.47).


Jesús, pan de vida

Jesús pasó por el mundo saciando el hambre y la sed de sus contemporáneos; se encarnó para dar vida al mundo (cf Jn 10,10), y así, cuando ve el sufrimiento de los enfermos y el hambre de las masas, siente compasión y les socorre. 

Estamos viviendo momentos en los que la vida social, económica, sanitaria y espiritual de la humanidad están siendo afectadas por la pandemia del coronavirus. Poco a poco nos vamos adaptando a convivir con la enfermedad, pero para ello hemos debido avanzar dejando un lado los planteamientos egoístas de “sálvese quien pueda”  y aflojando la desmesurada fe en la ciencia tan arraigada está en nuestra cultura. Porque no hay duda de que somos idólatras de la ciencia cuando hacemos de ella el gran motivo de nuestra esperanza. Durante estos meses hemos escuchado y seguido fielmente los mandamientos de los científicos-sacerdotes, sin darnos cuenta de que la ciencia es tan solo un medio de salvación falible como otros tantos. Ahora, cuando los rebrotes hacen su aparición, vamos asimilando que la solución al problema no es solo científica sino también ética y espiritual.  ¿De qué nos sirven los saberes científicos si éstos no se ponen al servicio del bien y la plenitud de la humanidad? ¿Qué valor tiene conocer los medios de transmisión del virus si falla la conciencia humana que se implique?  La ciencia por sí misma no soluciona nada. Es más, la ciencia es perversa cuando yendo más allá de su función instrumental toma partido por 

La narración del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Mt 14,14ss) pone en evidencia la “humanidad” de Jesús, la ternura de su corazón. Este milagro, amén de una invitación a poner todo en común, es una parábola que señala dónde poder saciar nuestra sed y nuestras hambres: en la gracia de Dios que es Jesucristo. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,29).

Para conducirnos por la vida no basta con recibir el alimento material que sostiene al cuerpo; es preciso también comer otro alimento, porque “no sólo de pan vive el hombre” (Mt 4,4); Jesús dijo que su alimento es  hacer la voluntad de su Padre (cf Jn 3,34), es decir, conducirse según Dios. Pues bien, para “bien vivir” también nosotros tenemos el alimento que es el mismo Jesús, la voluntad del Padre hecha persona y alimento en el mismo Jesús. Escucharle y  seguirle, además de gratis, es más satisfactorio que vivir instalados en lo material y sensual. Como dice el salmo: “Más valen para mi tus enseñanzas que mil monedas de oro y plata" (Sal 119,72).
Gracias a Dios, en nuestra sociedad del bienestar tenemos suficientemente asegurado el pan; en el caso de muchos con exceso, lo cual impide valorarlo en su justa medida. Derrochamos, y buscamos en el alimento unas exquisiteces que no son sino la manifestación externa de nuestras insatisfacciones. Me gusta decir que una sociedad es decadente cuando sus diseñadores de moda, perfumistas y cocineros adquieren un reconocimiento público mayor que el de sus filósofos y santos. Y esto está ocurriendo en nuestro norte desnortado. 

Resulta iluminador la cantidad de negocios que están cerrando estos días  a causa de la epidemia del coronavirus. La inmensa mayoría de los negocios que quiebran están relacionados con la producción y venta de vienes superfluos (moda, diversión, turismo, ...). Acosados por la pandemia estamos descubriendo que muchas de las cosas que creíamos  esenciales parea vivir son prescindibles; si tienen algún valor es solamente porque generan un empleo necesario que facilita la redistribución de la riqueza. Pero a costa de una dinámica consumista despersonalizadora. Hemos hecho de lo superfluo un negocio y la dura realidad nos dice que si abandonamos el consumo de estos bienes innecesarios se produce un desajuste y una desigualdad tremenda entre nosotros. Ante esto sólo queda una solución: el retorno a la austeridad solidaria, el partir los panes y los peces siguiendo una política social que puede que sea menos glamurosa pero más fraternal. 

La situación que vivimos podríamos vivirla como una invitación, una llamada, a abrirnos a un nuevo modo de vivir donde el objetivo no sea la recuparación de la economía sino de la persona.   

Tenemos mucho pero, a pesar de ello, ¿podemos decir que somos felices?, ¿cómo explicar que los mayores índices de depresión anímica se hallen entre los hombres del primer mundo? El motivo está en la fe con que se vive,  en la manera en que se  enfoca la vida. Quien vive en la pobreza material cree que hallará la felicidad una vez salga de ella; quien ha salido de ella suele experimentar la decepción de sus expectativas. Ya comemos y bebemos, ¿y ahora qué? El hombre no está satisfecho con vivir si no encuentra un por qué y un para qué a la vida, una fe que le sostenga cuando decae la esperanza.

El por qué y el para qué de vivir nosotros los creyentes cristianos lo hemos encontrado en Jesucristo. Por él hemos venido a la vida (existir es ya obra del Hijo, palabra creadora de Dios cf Col 1,16), y por él hemos sido redimidos: no sólo porque nos ha dado un ejemplo-testimonio de cómo lograrnos como personas, sino porque con su Pascua dió y nos sigue dando su gracia que nos fortalece y nos hace crecer en santidad; “Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación” (Concilio Vaticano II, GS 10).

En otras palabras: Cristo da sentido a nuestras vidas. Cuando Jesús y su Evangelio entran en nuestra historia, cuando le dejamos ser el eje de nuestro sentir, pensar y actuar, podemos afirmar con san Pablo que somos inconmovibles en nuestra felicidad, porque nada, ni aflicción ni angustia, ni hambre, ni desnudez, ni peligro alguno, nada absolutamente, puede derribar a quien se ha asentado en la roca que es Jesús (cf Rm 8,35.37-39; Mt 7,24-27).

El mundo vive insatisfecho. Los pobres, acuciados por el hambre y las deficientes condiciones de vida, claman ante todo por el pan material; la falta de éste les lleva al sufrimiento y la desesperación. Los ricos, insatisfechos en su abundancia, no acaban de ver la razón de su infelicidad cuando en lógica mundana lo tienen todo para ser felices.

¿Dónde encontrarán la vida? Una oración de bendición de la mesa reza así: “Señor, da pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan”. Cuando los que tienen pan sientan en sus entrañas el hambre de justicia, los que tienen hambre de pan serán saciados. Entonces todos ganaremos; los pobres porque saldrán del abismo de la pobreza, los ricos porque habrán encontrado que la clave de la auténtica felicidad está en compartir los panes y los peces que se tienen. Cuando esto ocurra, todos los hombres quedarán saciados, e incluso sobrará más de lo que sospechamos (cf Mt 14,16-20). Para entonces habremos entendido que lo que gratis (inmerecidamente) hemos recibido, gratis (con amor incondicional) hemos de darlo (cf Mt 10,8). 

¡No dejes ni que se pudran los peces en tu cesta, ni que se endurezcan los panes en tus alforjas! Si eso ocurre, ni los pobres comerán, ni tu estarás satisfecho de tu vida. Cuando tu das y te das, el Señor abre la mano y sacia a su pueblo de favores (cf Sal 144,16).  Es el milagro de la fe en Jesucristo.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2017paduamerida@gmail.com.

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