miércoles, 27 de agosto de 2014

Ser discípulo de Jesús

XXII Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A
Jer 20,7-9  -  Rom 12,1-2  -  Mt 16,21-27

   En una ocasión, Jesús alaba a Dios porque la gente sencilla,
-los excluidos y agobiados- reciben el anuncio del Reino de Dios;
anuncio que es rechazado por los sabios y entendidos, es decir,
por las autoridades políticas, económicas y religiosas (Mt 11,25).
De estas autoridades, Jesús se lamenta y dice: ¡Jerusalén, Jerusalén,
que matas y apedreas a los profetas que Dios te envía! (Mt 23,37).

Jesús toma la decisión de ir a Jerusalén
   Después de la confesión de Simón Pedro, en Cesarea de Filipo,
Jesús explica a sus discípulos que debe ir a Jerusalén y padecer allí
por parte de los ancianos, jefes de los sacerdotes y maestros de la ley.
Les dice también que lo van a matar pero que resucitará al tercer día.
Así actúan los poderosos cuando se anuncia: vida donde hay muerte…
verdad donde hay corrupción… justicia donde hay opresión…
*Los ancianos son laicos económicamente muy ricos. Qué pensarán
cuando Jesús dice: Es más fácil a un camello pasar por el ojo
de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios (Mt 19,23s).
O cuando llama ‘necios’ a los ambiciosos que buscan ganar dinero,
pues al morir de improviso ¿para quién será sus riquezas? (Lc 12,20).
*Los jefes de los sacerdotes han hecho del templo una fuente de riqueza,
y llevan una vida lujosa a costa de tanta gente pobre y creyente.
Por eso, cuando Jesús entra en el templo y ve el negocio que se hace,
exclama: Está escrito que mi casa será casa de oración, mientras
que ustedes la han convertido en cueva de ladrones (Mt 21,12s).
*Los maestros de la ley son los estudiosos e intérpretes de la ley.
Jesús los denuncia diciendo: Hagan y cumplan lo que ellos dicen,
pero no los imiten, porque dicen y no hacen. Ponen pesadas cargas
sobre las espaldas de la gente. Buscan los primeros puestos (Mt 23).
   Todos ellos, con Herodes y Pilato, conspiran para crucificar a Jesús,
actúan de esa manera pensando que así dan culto a Dios (Jn 16,2).
En este contexto, ¿cómo reaccionan los discípulos de Jesús?

Tú piensas como los hombres, no como Dios
   Simón Pedro se resiste aceptar que Jesús sufra y muera en una cruz.
Como todo ser humano, Pedro vive un gran dilema:
confiesa, por un lado, que Jesús es el Mesías… el Hijo de Dios vivo;
y, al mismo tiempo, tiene miedo de aceptar las consecuencias,
pues se trata de un Mesías que vino a servir y no a ser servido.
   Por eso, lleva aparte a Jesús y se atreve a reprenderle diciendo:
¡Dios no lo permita, Señor, eso no te puede suceder!
La respuesta de Jesús es muy dura: ¡Ponte detrás de mí, Satanás,
tú piensas como los hombres, no piensas como Dios!
Jesús rechaza la actitud de Pedro que pretende ser piedra de tropiezo,
y, al mismo tiempo, le pide tomar su puesto de discípulo: Sígueme.
   Anunciar la Buena Noticia a los pobres y liberar a los oprimidos…
es una misión que puede ocasionarnos: odio, persecución y muerte.
Por eso, Jesús aprovecha todo momento para explicar a sus discípulos
que la resurrección pasa necesariamente por el camino de la cruz:
Si el grano de trigo que cae en la tierra muere, da mucho fruto.

El que quiera seguirme que cargue con su cruz
   Luego, Jesús les habla sobre las condiciones para ser su discípulo:
El que quiera venir detrás de mí: que se niegue a sí mismo…
que cargue con su cruz… que me siga…
   Ser discípulo de Jesús no se improvisa, es un camino de aprendizaje
que nos lleva a vivir y practicar lo que decimos, lo que predicamos.
Acoger y comer con pecadores, como lo hace Jesús, es peligroso;
sin embargo, esos gestos valen más que muchos mensajes y promesas.
He ahí, un camino concreto para llevar nuestra cruz y seguir a Jesús.
   La vida es un don, y debemos estar dispuestos a darla, a ofrecerla.
Al respecto Jesús nos dice: Si uno quiere salvar su vida, la perderá;
en cambio, el que pierda su vida por mí, la conservará.
   Se ‘habla’ de los derechos de la madre tierra, nuestra casa común,
pero se ‘hace’ muy poco para no contaminar: lagunas, ríos, mares…
concretamente, con los millones de toneladas de desechos plásticos.
Para frenar estos y otros graves problemas, que ponen en peligro
nuestra vida y la vida de las próximas generaciones, hace falta:
renunciar al consumismo esclavizador y llevar una vida sencilla,
porque, ¿de qué le vale al hombre ganar el mundo, si pierde su vida? 
J. Castillo A.  

miércoles, 20 de agosto de 2014

Conocer y amar a Jesús

XXI Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A
Is 22,19-23  -  Rom 11,33-36  -  Mt 16,13-20

   Jesús y sus discípulos están en la región de Cesarea de Filipo,
ciudad edificada por Herodes en honor del emperador César Augusto;
se trata del homenaje de un ‘rey títere’ que le debe su puesto a Roma.
    Allí, un pequeño grupo de discípulos van a confesar abiertamente
que Jesús de Nazaret es: el Profeta… el Mesías… el Hijo de Dios
que vino a este mundo para anunciar el Reino de Dios y su justicia.

Jesús es el Profeta
   Cuando Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?,
la respuesta que dan es muy variada: Unos dicen que Juan Bautista…
otros que Elías… otros que Jeremías… o uno de los profetas.
Para la gente sencilla que ha oído sus enseñanzas y ha visto sus obras,
Jesús se sitúa en la línea de los grandes profetas del Pueblo de Dios,
encarnando las principales características de todo profeta, a saber:
*Renunciar: Juan el Bautista, la voz que clama en el desierto, viste
un manto de camello, se alimenta de langostas y miel silvestre (Mt 3,4).
   Jesús, por su parte, a un escriba que quiere seguirle le dice:
Las zorras tienen madrigueras, las aves del cielo nidos,
pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8,20).
*Denunciar: El profeta Elías denuncia al rey Ajab de Samaría
por haber asesinado a Nabot para robarle sus tierras (1Re 21).
   Jesús, en varias ocasiones, denuncia a las autoridades religiosas:
por observar el descanso sabático a costa de la vida de los enfermos,
por devorar los bienes de las viudas so pretexto de largas oraciones,
o por haber convertido el templo en una cueva de ladrones (cf. Mt 23).
*Anunciar: Jeremías es consagrado profeta desde el seno materno,
para arrancar y derribar y, sobre todo, para edificar y plantar (Jer 1,10).
   Jesús, desde Galilea, anuncia que está cerca el Reino de Dios
Viviendo pobre entre los pobres, tiene autoridad moral para anunciar:
que los pobres, afligidos, misericordiosos, perseguidos… son felices;
y que son benditos los que dan de comer a los que tienen hambre.

Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios
   Después, Jesús pregunta: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?
Fue entonces cuando Simón Pedro, en nombre de todos ellos, dice:
Tú eres el Mesías… Tú eres el Hijo de Dios vivo
*Tú eres el Mesías. En esa época muchos judíos esperaban un Mesías
(=Cristo, Ungido) triunfalista que los iba a liberar del yugo romano.
Incluso sus discípulos tenían esa mentalidad, pues las veces que Jesús
anuncia su pasión y muerte, ellos le reprenden como hace Pedro…
se ponen muy tristes… o andan buscando los primeros puestos
   Muy diferente el camino que sigue Jesús: ser un Mesías-Servidor,
como lo anunció Isaías: Miren a mi Servidor, a quien sostengo;
mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi Espíritu
para que lleve la justicia a todas las naciones (Is 42,1).
Jesús sabía que poniendo su vida al servicio de los insignificantes,
iba a cuestionar los privilegios de quienes dominan y oprimen.
Sabía también que por ese camino le iban a perseguir y, de hecho,
fiel a la misión que el Padre le encomendó, muere crucificado.
Este es el precio que Jesús pagó por vivir como un simple servidor:
El Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida.
Y su resurrección es la respuesta del Padre a la fidelidad de su Hijo.
*Tú eres el Hijo de Dios. Al oír este título, en vez de mirar el cielo,
miremos la tierra y caminemos con Jesús de Belén hasta el Calvario.
   Jesús que pasó su vida haciendo el bien y sanando a los enfermos,
fue condenado a morir crucificado como un peligroso delincuente.
Colgado en la cruz, Jesús se siente abandonado incluso por el Padre:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Sin embargo, en este momento de abandono renace la esperanza;
en efecto, el centurión romano y la tropa que custodiaban a Jesús
exclaman: Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios.
   Hoy en día, si queremos encontrar a Jesús, el Hijo de Dios,
no lo ‘ocultemos’ con adornos superfluos ni con objetos preciosos;
pues, ¿de qué sirve adornar el altar con lienzos bordados de oro,
si niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez?
Busquemos a Jesús en los rostros sufrientes de hombres y mujeres,
es allí donde el Hijo de Dios está presente y puede ser encontrado.
Hay que buscarlo también en los que entregan su vida generosamente,
pues no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos (Jn 15,13).
J. Castillo A.

jueves, 14 de agosto de 2014

El grito de una madre

XX Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A.
Is 56,1.6-7  -  Rom 11,13-15.29-32  -  Mt 15,21-28

Despreciada por ser mujer, pagana y extranjera; aquella madre no puede olvidar ni dejar de amar a la hija de sus entrañas (Is 49). Por eso, con una fe sencilla pero firme, se acerca a Jesús gritando: Señor, ten compasión de mí, mi hija es atormentada por un demonio. Al final, Jesús que es el rostro de Dios compasivo y misericordioso, le dice: Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas

Despídela, que viene detrás gritando
   Jesús y sus discípulos están en el país fronterizo de Tiro y Sidón.
Es allí, donde una madre pagana va al encuentro de Jesús.
A partir del diálogo que sigue, aparentemente muy duro, Jesús educa
a sus discípulos, para que se liberen de aquellas murallas históricas
que separan a hijos de Abraham y paganos, a israelitas y extranjeros.
   A pesar de estos y otros problemas, ella como madre angustiada,
pide a Jesús que tenga compasión de ella pues su hija está enferma.
Jesús guarda silencio… esperando la reacción de sus discípulos.
Éstos, como anteriormente (Mt 14,15), optan por el camino más fácil
y dicen a Jesús: Despídela, que viene detrás gritando. Como siempre,
lo más fácil es despedir, Jesús en cambio pide acoger y compartir.
   Después, para superar el muro entre hijos de Abraham y paganos,
Jesús le dice: He sido enviado solo a las ovejas perdidas de Israel.
Algo semejante lo dice al enviar a los primeros misioneros: No vayan
a países de paganos, ni entren en pueblos de samaritanos (Mt 10).
Sin embargo, más adelante evangelizarán todos los pueblos (Mt 28).
   Luego, para acabar con el maltrato de llamar ‘perros’ a los paganos,
Jesús dice a la mujer: No es bueno dar a los perros el pan de los hijos.
Ante esta dura comparación: hijos-israelitasperros-paganos
aquella madre no busca quitar el pan a los hijos, solo pide compartir:
También los perros comen las migajas que caen de la mesa del amo.
Por ahora, ella que representa a los paganos se contenta con migajas,
pero llegará el día en que habrá pan en abundancia (Mt 15,32ss).

Mujer, ¡qué grande es tu fe!
   Jesús, a través de aquel diálogo, en presencia de sus discípulos,  
hizo aflorar lo más valioso que hay en el corazón de aquella madre.
Es un diálogo ejemplar para que sus seguidores hagamos lo mismo.
Luego, reconociendo con alegría la fe de esta madre, Jesús le dice:
Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas.
Ella que rogó sin cesar ve cumplido su deseo, su hija queda sana.
Algo semejante sucede con el centurión romano, de él dice Jesús:
No he encontrado una fe tan grande en el pueblo de Israel (Mt 8,10).
Pero, tratándose de sus discípulos, Jesús les reprocha su falta de fe:
-¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? (Mt 8,26).
-¡Hombre de poca fe! -le dice a Pedro- ¿por qué dudas? (Mt 14,31).
   Hoy, hace falta: -Dejarnos evangelizar por las personas sencillas,
que animadas por una fe firme en Dios, viven de una manera honrada.
-Apoyar la esperanza de hombres y mujeres que, sin desanimarse,
se enfrentan a los problemas y sufrimientos de cada día.
-Animar a los que realizan un servicio sencillo y callado al necesitado,
motivados por un verdadero amor a Dios y al prójimo.
   Escuchando el grito de aquella madre extranjera, preocupada por
la enfermedad de su hija y que pide compartir el pan; preguntemos:
¿Somos capaces de oír los lamentos de niños, jóvenes y adultos,
que en la Sierra son despojados de sus tierras para enriquecer a otros;
y en la Selva beben aguas contaminadas por derrames petroleros?
   Y ampliando nuestra mirada, ¿quiénes son los verdaderos culpables
del conflicto armado interno que sufren los habitantes de Siria?
¿Qué intereses hay en la reciente intervención militar de Israel en Gaza,
que ha causado: cerca de 2,000 palestinos muertos, entre ellos 460 niños;
unos 10 mil heridos, 500 mil desplazados, 100 mil hogares destruidos?
   Frente a estos y otros problemas, escuchemos a Dios que nos dice:
Cuando un extranjero se establezca en el país de ustedes,
no lo opriman será como uno nacido allí, lo amarás como a ti mismo
porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto (Lev 19,33-34). 
   Tampoco debemos olvidar las palabras que Jesús nos dirá aquel día:
Vengan, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me alimentaron,
era extranjero y me acogieron, estaba enfermo y me sanaron…
Apártense de mí, malditos, porque tuve hambre, era extranjero,
estaba enfermo y no me socorrieron (Mt 25,31-46).
J. Castillo A.

jueves, 7 de agosto de 2014

La fe, susurro de Dios, apoyo del hombre (Domingo 10 de Agosto)

"Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. La frase es de Arquímedes, y quiere poner en evidencia la fuerza que puede llegar a desarrollar una palanca. Y es cierto, cuando encuentra un buen punto de apoyo una palanca puede mover cualquier cosa. Pues bien, trasladando la frase y su exégesis al campo de la religión, podemos decir que el punto de apoyo capaz de moverlo todo es la fe. Encontramos en los evangelios una afirmación muy cercana a la de Arquímedes: “Si tuvierais fe aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a este árbol: ‘Arráncate y trasplántate en el mar’, y os obedecería” (Lc 17, 1–10).
En Europa nos preguntamos el porqué de tanto laicismo. ¿Por qué disminuye la asistencia la misa dominical? ¿Por qué los jóvenes abandonan la Iglesia? ¿Por qué la religión baja no solo en cantidad sino en calidad (poca influencia la vida personal y social de los que se dicen católicos)? ¿Por qué el descenso tan brutal de vocaciones? ¿Qué pasa con la Iglesia que parece incapaz de mover los corazones, las conciencias y la vida? Tal vez la razón esté en que a la palanca le falta el punto de apoyo: la fe.
 
¿Qué es la fe?

La fe es capaz de mover al mundo. Pero ¿qué es la fe? Mucha gente que se considera muy cristiana dice: “tengo mucha fe en tal o cual santo”, pero eso también lo dicen los paganos que ponen su fe en amuletos, sortilegios y embrujos. Todos creen que realizando tal o cual oración o rito mágico conseguirán lo que piden. Pero ¿es eso la fe? Desde luego no es esa la fe a la que se refiere Jesús cuando habla de mover montañas, la que pide a los que le siguen y la que alaba en quienes acudieron a él pidiendo el milagro. La fe que pide Jesús no es la confianza ciega en un rito mágico que procura unos beneficios infalibles; eso no es la fe evangélica; en la fe auténtica no se trata confiar en algo (un rito, un objeto sagrado, una imagen, una doctrina, una convicción) sino en alguien, y este alguien es Jesucristo.

Ante situaciones de injusticia y sufrimiento y ante la duda que ellas provocan, la fe te dice que hay Alguien,  Jesús es el Señor, que está ahí y no te va a desamparar nunca, aunque la encrucijada en que te estés moviendo parezca no tener salida; así le ocurrió a Marta: “Jesús le dijo: tu hermano resucitará. Marta respondió: sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,23-27). Y a Pedro, que dijo de Jesús: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” (Mt 16,16). Pedro confió en Jesucristo, aunque también dudó de Él, como cuando le negó en la pasión (cf Mt 26,69-75) o aquella madrugada en la que, yendo hacia Él sobre las aguas “al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: Señor, sálvame” (Mt 14,30). La fe de Pedro fue débil también cuando quiso enmendarle la plana al Maestro; Jesús acababa de decirle “tú eres Pedro y sobre ésta Piedra construiré mi Iglesia” (Mt 16,18) y a vuelta de página el recién nombrado primer Papa se escandaliza de la cruz de Cristo y pretende disuadirle de su misión, tan es así que Jesús le recrimina: “Apártate, Satanás. Quieres hacerme caer. Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16,23). El episodio pone al descubierto que hay una distancia considerable entre como entienden los hombres la fe  y como la entiende Dios.
 
La fe  es susurro de Dios al corazón del hombre

A los hombres nos gustan los triunfalismos; y a esta tendencia no escapa la fe. Nos contagiamos de la farándula política y mediática e imitando sus métodos nos obsesionamos por poner en escena la fe recurriendo a las masas.  ¡Que se vea! Nos sorbe el seso la obsesión por celebrar grandes y ruidosos eventos que hagan visible la presencia de Dios. ¿Son buenas estas dramatizaciones religiosas? Yo diría que ni tan buenas como dicen los que las promueven, ni tan malas como denuncian los que las proscriben; la bondad o malicia está en el lugar que le asignemos. Cuando Elías fue iniciado en la fe se le ordenó aguardar en el monte Horeb; refugiado en una gruta fueron pasando ante él fenómenos naturales espectaculares: un viento huracanado (no olvidemos que el viento es signo del Espíritu), un terremoto (signo de presencia de Dios en algunos salmos), fuego (como el de la zarza ardiendo, o la columna que acompañaba a los israelitas en su camino). Todos estos signos magníficos fueron precursores de la llegada de Dios, pero no su presencia misma. “Allí no estaba el señor” (1 Re 19,11-12). Dios llegó luego, en el susurro, en el silencio, en la “música callada” diría san Juan de la Cruz. La brisa es signo del Mesías, el Siervo, que “no gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará” (Is 42,2-3). El susurro es el Siervo de Dios que viene, Jesucristo; en Él pone el Padre su complacencia (fe), y en él también nosotros hemos de poner la confianza (fe).

Pedro se dejó fascinar por lo extraordinario que supone el hecho de poder andar sobre el agua. Asustado por la presencia extraordinaria de Jesús pidió un signo para creer: “Si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Y, sin dejar de fijar sus ojos en Él se echa al agua; pero cuando el ruido y la fuerza del viento distraen su atención empieza a hundirse, y grita: “Señor, sálvame”. Su oración es un retorno a la mirada de Jesús, que enseguida extendió la mano, lo agarró y le dijo: “¡Qué poca fe!”. ¡Qué poca confianza tienes en mí! ¿De veras creías que iba a dejar que te hundieras? Cuando Jesús, con Pedro de su mano, subió a la barca, amainó el viento. (Mt 14,28-31). ¡Que magnífica imagen de la Iglesia! A los que se amedrentan por las tormentas que envuelven y amenazan hundir la barca de la Iglesia, decirles que la barca se hundirá si no va Cristo en ella; o en otros términos: las cosas no marcharán bien para la Iglesia si no hay fe, si no escuchamos confiados la voz de Dios (“¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” Mt 14,27) y si no nos postramos ante Jesús como los de la barca haciendo una profesión vital de fe: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14,33).

La fe es el susurro de Dios al corazón del hombre. Si has sentido que Jesús está ahí, a tu lado; si te ha fascinado su forma “callada” de hacer las cosas, si tu dicha está en ver cómo crece su presencia, su sabiduría, su Reino, mientras tú disminuyes, es que tienes fe. Estás en el desierto, esperando en la gruta del Horeb. Asómate con Elías a la salida de la cueva y mira. Delante ti han pasado hoy muchas cosas, muchos acontecimientos. Revisa tu vida y pregúntate dónde y cuándo hoy Dios te ha susurrado su Palabra: en tu trabajo, en el encuentro con tus amigos o vecinos, en tu familia, en el rato de oración, en tu tarea y compromiso parroquial o social, en el servicio concreto que has prestado…. Los sucesos más puntuales, espectaculares y ruidosos han cautivado más tu atención; otros hechos de vida fueron más silenciosos, más cotidianos, aparentemente más insignificantes e intrascendentes, pero no por ello menos significativos. Si descubres la presencia de Dios en alguno de ellos, si al caer en la cuenta nacen en ti deseos de cubrirte el rostro y de póstrate ante Él diciendo ¡qué grande eres, Señor!, felicítate porque tienes fe. No sabrás explicarla, pero al sentirla advertirás que los vientos y tormentas que amenazaban tu vida han perdido peso y ya no ocupan el centro de la barca. Has encontrado el punto de apoyo que necesitaba la palanca de tu vida para poder moverse ella misma y mover el mundo.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2014 paduamerida@gmail.com 

miércoles, 6 de agosto de 2014

Ánimo, soy yo, no teman

XIX Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A
1Re 19,9-13  -  Rom 9,1-5  -  Mt 14,22-33

 Jesús pasó aquel día sanando a los enfermos y compartiendo el pan. Después, obliga a sus discípulos embarcarse y pasar a la otra orilla, mientras Él despide a la gente y, luego, sube a la montaña a orar. Jesús ruega a Dios por sus seguidores de todos los tiempos, para que: -sepan compartir los bienes de la creación… -pasen a la otra orilla llevando el mensaje del Reino de vida a los excluidos y marginados… -no tengan miedo ante las dificultades, conflictos, persecuciones…

Pasar a la otra orilla
   Pasar a la otra orilla no es fácil, sobre todo, cuando es de noche,
con las olas del mar que sacuden la barca y con el viento en contra.
El contraste es grande: Jesús junto a su Padre orando en la montaña,
y sus discípulos temerosos en medio de un mar embravecido.
   Pasar a la otra orilla es todo un aprendizaje de fe y solidaridad,
pues, tratándose de tantos Lázaros excluidos de la mesa de los ricos,
no basta hablar de los pobres sino hacer obras, como hace Jesús
que manda a la multitud sentarse en la hierba para compartir el pan.
   Pasar a la otra orilla significa que los gozos y las esperanzas,
las tristezas y angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son también gozos
y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (GS,1).
   Pasar a la otra orilla es estar presente y actuar solidariamente allí
donde los trabajadores son explotados con bajos salarios, y donde
hermanos nuestros sufren pobreza, miseria y hambre: La Iglesia
está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera
como su misión, servicio, y verificación de su fidelidad a Cristo,
para poder ser verdaderamente la Iglesia de los pobres (LE, n.8).
   Pasar a la otra orilla para que el Evangelio, anunciado por Jesús,
se encarne en las diversas culturas de nuestra sociedad.
Para ello, debemos adentrarnos en dichas culturas: descalzos…
en silencio… escuchando… respetando… valorando

¡No tengan miedo!
   A la madrugada, Jesús va al encuentro de sus discípulos.
La barca/comunidad es agitada por la tormenta pero no se hunde.
Jesús se acerca caminando sobre las aguas, pero no le reconocen
y, pensando que es un fantasma, se asustan y gritan de miedo.
Jesús los tranquiliza diciéndoles: ¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!
   Sobre el miedo, San Juan Crisóstomo (350-407) en su homilía
antes de partir al exilio, dice: Díganme, ¿qué podemos temer?
-¿La muerte?, para mí la vida es Cristo y una ganancia la muerte.
-¿El destierro?, del Señor es la tierra y cuanto lo llena.
-¿La confiscación de los bienes?, sin nada venimos al mundo
y sin nada nos iremos. Yo me río de todo lo que es temible en este
mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas.
No tengo deseos de vivir, si no es para el bien espiritual de ustedes.
   Hoy, es preocupante que muchos creyentes llevan todavía el peso
de una evangelización deficiente: el miedo a un Dios castigador.
Ellos, motivados por la oferta y la demanda, es decir, dar para recibir,
hacen promesas o realizan ceremonias costosas para evitar castigos.
¡Muy diferente el Dios, Padre misericordioso, anunciado por Jesús!

Jesús extiende la mano a Pedro
   Pedro le pide a Jesús ir hacia Él caminando sobre el agua.
Camina un trecho, pero al sentir la fuerza del viento, tiene miedo,
y, como empieza a hundirse, grita: ¡Señor, sálvame!
Esta petición de ayuda parece estar inspirada en el Salmo 69:
Sálvame, Dios mío, porque estoy a punto de ahogarme.
Me hundo en un pantano profundo y no tengo donde apoyar los pies.
Jesús le tiende la mano y le dice: Hombre de poca fe, ¿por qué dudas?
   Si optamos por la mediocridad, sin hacer nada por cambiar las cosas
y si nos fijamos solo en la fuerza del mal, podemos hundirnos.
En cambio, si sabemos levantar hacia Dios nuestras manos vacías,
y si sabemos gritar a tiempo como Pedro: ¡Señor, sálvanos!,
viviremos una experiencia de fe; pues Jesús que es Dios-con-nosotros,
está a nuestro lado con la mano extendida pronto para salvarnos.
   Luego, Jesús sube a la barca, el viento se calma, y sus discípulos
se postran ante Él y le dicen: Verdaderamente eres el Hijo de Dios.
Se trata de Jesús de Nazaret, despreciado y perseguido por unos,
pero reconocido como el Hijo de Dios por otros (cf. Mt 27,54). 
J. Castillo A.