miércoles, 30 de diciembre de 2020

La Luz brilla en las tinieblas (3 de Enero)

 

En las fiestas de Navidad, siguiendo el ritmo litúrgico de la Iglesia, no paramos de contemplar el misterio. Lo miramos "desde abajo", siguiendo las descripciones que nos ofrecen san Lucas y san Mateo: un Niño nacido en debilidad, envuelto en pañales, acostado en un pesebre; pequeñez, ternura de Dios. Y en un segundo momento se nos ensancha el corazón al tomar conciencia de que en eso tan pequeño y humano se oculte (misterio) algo tan grande y divino.

Hoy, san Juan nos pone ante el mismo misterio, pero "desde arriba", desde la visión de Dios Padre, que llegado el momento envía a su Hijo al mundo: "La palabra (Verbo, Sabiduría de Dios), que es la luz que viene a iluminar al mundo y a curar nuestras heridas, se hizo carne y acampó entre nosotros”. 

Con lenguaje distinto, nos dice lo mismo la primera carta de Juan: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados".(Jn 4,9-10). 

Y San Pablo nos lo repite: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que fuéramos hijos de Dios" (Gal 4,4).

Pero no todos aceptan la luz y la salvación que viene de Dios. Junto a los que le aceptan Juan pone en evidencia la negatividad de la humanidad que rechaza la revelación de Dios en Jesús: “La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió”... “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”. 

Lo mismo dicen los sinópticos: Las puertas de la posada se cerraron (cf Lc 2,7), los reyes de la tierra quieren eliminarlo (cf Mt 2,16), sacerdotes y letrados (los suyos) no le aceptan y terminan condenándolo a muerte con la pretensión acallar la Palabra.

El nacimiento de Jesús es percibido por todos, incluso por el mismo Herodes, pero no todos ven en ese acontecimiento una gracia, los hay que ven en ello un peligro para su vida o su consideración social. 
 
María, José, los Magos, el anciano Simeón y la profetisa Ana, como harán luego los apóstoles y demás discípulos, acogen al Salvador como un bien para sus vidas y la de su pueblo; sin embargo, personajes como Herodes, Caifás, Pilatos, y muchos fariseos y saduceos, verán en Jesús un peligro que hay que erradicar porque estorba.  La matanza de los inocentes provocada por Herodes (cf Mt 2,16-18) anuncia la muerte del Cordero Inocente en la cruz, muerte que traerá la justicia de Dios y dará luz y sentido a la muerte de los justos.

¿Por qué el rechazo a la Luz?
 
¿Qué nos impide recibir a Aquel que trae la vida? Podríamos señalar algunas causas posibles

El ruido. Y no me refiero sólo al ruido de coches, fábricas y demás aparatos electrodomésticos e informárticos. El ruido exterior es algo común en nuestra civilización, pero lo más grave no son los decibelios ambientales sino el ruido interior, el cúmulo de noticias, ideas, aspiraciones, proyectos, pensamientos, deseos … que se acumulan en nuestras neuronas atropellándose y pidiendo paso para merecer atención. 

Es lo que llamamos las prisas, la urgencia interior por alcanzar algo o llegar a algún sitio. Las prisas nos hacen vivir fura de nosotros y nos crean angustia, y esa angustia buscamos calmarla recurriendo a nuevas ideas, cosas o situaciones que nos distraigan; pero así no logramos erradicar la dispersión sino agravarla. 

A veces, en situaciones límites, solemos recurrir a Dios esperando de Él que nos libre de esto, pero Dios calla; “Dios no me habla”, decimos. Pero el problema no suele ser el emisor sino el receptor. Hay muchas interferencias; sólo en el silencio (oración, contemplación, meditación) se puede escuchar la voz de Dios.

La ceguera: no hay peor ciego que el que no quiere ver. Hay una ceguera culpable, porque no quiere ir al oftalmólogo; una miopía interesada que no quiere saber nada del oculista. Cuando el corazón no está limpio, cuando no hay mirada inocente y sencilla, no es posible ver a Dios. Jesús decía de los fariseos: “ciegos y guías de ciego” (Mt 15,14; 23,16-17.19.24)... “Vuestro pecado es mayor porque no sólo no entráis, sino que no dejáis entrar” (cf Mt 23,13). La oscuridad no es compatible con la Luz. Si nos negamos a ver estamos negándonos la salvación. 

Los intereses personales: Cuando se tiene algo que perder porque se cree que se tiene algo, cuando uno está excesivamente atado al estatus, al prestigio, a la riqueza (cf joven rico, Mt 19,16-22), tampoco se está capacitado para recibir al que nace pobre en Belén, al que viene a compartir todo. "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).


* También las tradiciones son a menudo obstáculo para percibir y recibir a la Luz. La “tradición”, que es Dios, en Jesús se hace Luz. Frente a ella están las "tradiciones" (tradicionalismo), que parecen luz pero no lo son porque no están conectadas con Dios sino con nuestros egoísmos (cf Mt 23,13-25). Es la oscuridad del hombre viejo acomodado a la rutina, y  que  ya no es ya capaz de renovar aceptando cambios. 

Aquel que se deja llevar por la fuerza de la costumbre, sin preguntarse el porqué de las cosas, tiene dificultades para reconocer a aquél que viene como “novedad”. ¿No hace la costumbre que comulguemos domingo tras domingo sin ser plenamente consciente de lo que recibimos? “Vino a los suyos” (le comulgaron) pero ¿le recibieron? Rechazamos al hermano y somos ciegos para ver que en él rechazamos al mismo Jesús. Revisemos nuestra “comunión” y nuestras relaciones con el prójimo, y démosle un cariz nuevo, de acogida consciente y total.

*Citemos finalmente el miedo como causa del rechazo de la luz. Hay miedo a lo nuevo, a vivir a la intemperie, miedo a ser crucificado con el niño-Dios. Miedo a creer. Miedo a echarse a la aventura de amar sin medida, como hace el Dios humanado en Jesús. “El que quiera venir conmigo niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34). Hay miedo al seguimiento serio del Evangelio. El miedo paraliza, cierra las puertas al salvador y su obra de gracia. Donde hay miedo hay oscuridad, el miedo no casa con la luz.

* * *

La Navidad, como el Adviento, también invita a revisar nuestras actitudes personales ante la Luz que es Jesús. ¿Somos ciegos y sordos a su llamada? ¿Nos pueden la costumbre, los intereses y el miedo? ¿”Mañana le abriremos... para lo mismo responder mañana”? 

Haz silencio en ti, abre los ojos, suelta todo lo que te atan, rompe la rutina del tradicionalismo y aplasta tus miedos. Deja que Cristo entre en tu corazón, en el secreto de tu vida, en tu intimidad, y que ahí se sienta como en su propia casa. “La Palabra se hizo carne y acampó ente nosotros”. Haz silencio, arranca el temor, olvida el brillo de las cosas del mundo, reforma tu vida desde el Evangelio, y deja que la Palabra obre en ti el milagro que obró en la Virgen María. 

El Señor viene a “los suyos” y los suyos -su Iglesia, tú mismo- ¿lo reciben? Espero que sí. Y si es que no, espero que puedas remediarlo.

Casto Acedo. Enero 2021. paduamerida@gmail.com

martes, 29 de diciembre de 2020

Madre de Dios - Paz - Año Nuevo (1 de Enero)


Nm 6,22-27; Sal 66,2-8; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21

Tres celebraciones concurren en el día de hoy. Por un lado la Solemnidad de santa María, Madre de Dios, el principal motivo de fiesta cristiana en este día; por otro lado, hoy la Iglesia nos quiere situar ante un reto que va más allá de lo confesional-cristiano: la construcción de la paz; finalmente, el 1 de Enero se inicia  un nuevo año civil, acontecimiento que no puede pasar desapercibido para los creyentes, máxime cuando lo que celebramos durante todos estos días es el hecho de que Dios se ha encarnado, es decir, ha penetrado en nuestro tiempo y nuestro espacio, en nuestra historia haciéndose hombre. Además, el cariz trágico del 2020 está haciendo añorar  el nuevo año con la secreta esperanza de que sea bueno para superar la crisis de la pandemia que sufrimos. Pero vayamos por partes.


Santa María, Madre de Dios.
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Desde el siglo VI se celebra en Roma, en la Iglesia de santa María la Antigua, la fiesta de la Virgen como Theotokos, Madre de Dios. Fiesta que hacía memoria del Concilio de Efeso (año 431) en el que se definió la maternidad divina de María y que hasta el año 1930 se celebró el día 11 de Octubre, y a partir de 1931 pasó a celebrarse el día primero de Enero. El título mayor y más importante de María, del que se derivan todos los demás títulos, es el de Madre de Dios.

La proclamación de fe en que la persona del Hijo como Dios y hombre, dos naturalezas sin confusión, sin mezcla pero también sin separación, "nacido de María madre según su humanidad", conducen a la afirmación de la maternidad divina de María. Teniendo en cuenta que  "no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen" (Concilio de Éfeso).

La fe en María y sus títulos no son autoreferenciales sino referidos a Cristo. No es grande María por sus méritos, sino por Quien la ha hecho grande. "El poderoso ha hecho obras grandes por mí" (Lc 1,49). La encarnación de Dios en el seno de la Virgen es causa de gloria para ella;  y también para nosotros, ya que el hecho de que una mujer de nuestra raza sea Madre de Dios nos engrandece; además del gozo de que María sea también  “madre nuestra”, un dato más que a sumar a esta celebración.

Es hermoso que el primer día del año la Iglesia nos invite a mirar a María, a gozar de ella. ¿Qué es lo que se esconde tras la invocación “madre”? El solo hecho de pensar en una madre, de saber que está ahí, de sentirla cercana, lleva a la experiencia de una serie de sentimientos que no son sólo útiles, sino también necesarios para vivir: amor, cariño, seguridad, confianza, calor, ternura… ¡Cuántas riquezas para gozar y hallar consuelo y descanso! Contempla por tanto hoy a María, alégrate con ella, disfruta de su maternidad.

María Madre está siempre con nosotros, nos mira y nos acompaña. Y nosotros, que esperamos y recibimos tanto de ella, no podemos negarnos la pregunta recíproca: ¿Qué espera una madre de su hijo? ¿Qué espera María de mí? ¿Qué desea recibir como regalo? Sin duda alguna espera que sea feliz, que vaya por el camino correcto, camino que tiene un nombre propio: Jesús. “Yo soy el camino” (Jn 14,5). Ella nos aconseja bien, y con pocas palabras: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Nos invita esta fiesta a gozar de la Madre y a venerarla imitando sus virtudes y siguiendo su evangelio, que no es otro que el de Jesucristo, su Hijo suyo y hermano nuestro.


La paz

Otro motivo a tener en cuenta hoy: la paz. La paz no es solo el “orden establecido”; y tampoco la podemos reducir al “silencio de las armas”. Es un don mesiánico fundado sobre la justicia y la fraternidad. La bendición de Moisés que se ha proclamado en la primera lectura del libro de los Números, desea la paz: “El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Nm 6,26). La paz es, por tanto, concesión, dádiva, don, gracia de Dios.

También se menciona en el texto el rostro de Dios, que ilumina y concede su favor (Nm 6,25). Buscar la paz, trabajar por ella, supone buscar el rostro de Dios. El salmista expresa su voluntad de conocer a Dios diciendo: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 27,8; cf 143,7). 

¿Qué rostro? El rostro del crucificado. En ese rostro contemplamos la cara de los millones de víctimas de la guerra, el terrorismo, la opresión, el desprecio; y al mismo tiempo la misericordia infinita de Dios, su perdón para los que le crucifican. Cuando con los ojos de la fe alcanzamos la visión de ese rostro, cuando logramos vislumbrar a Dios en el crucificado sufriendo y perdonando, estamos dando los primeros pasos hacia la paz; porque Él nos señala el camino de la paz, que no es la simple justicia distributiva sino la misericordia, el perdón. 

En la cruz Cristo es nuestra paz; el que respondió a la violencia con paciencia, el que aceptó morir antes que matar, el que nos enseña que vale más la paz que brota del amor que el odio que genera la violencia.

Es, por tanto, un día para dejarnos iluminar por el rostro de Dios, por su mirada, por su forma de ver el mundo y la historia; y obrar en consecuencia. Y desde ahí recibiremos la paz como un don; una paz íntegra, total. Vivir en paz no es vivir en un RIP (descanse en paz de las sepulturas), sino experimentar la propia vida como plenitud. La paz es una dimensión elemental de la vida; sin ella se pierde el sentido, porque la paz es permanecer en lo completo, lo íntegro, lo cabal, lo acabado, lo colmado… La paz es aquello que hace posible una vida lograda.

Año nuevo

Y ¿qué decir del año nuevo? Nos desearemos Feliz Año desde la experiencia de un 2020 un tanto desconcertante; pero ¿qué felicidad nos deseamos? Solemos equiparar la felicidad con la capacidad de consumo y bienestar, con el gozo de una buena salud, con la abundancia de dinero o con el hecho de que no falte el amor, entendido éste como algo “pasivo” –que se recibe-. ¿Tendremos una felicidad así de plena todo el año que ahora empieza? No somos ingenuos; sabemos que no. De momento seguiremos arrastrando la pandemia y sus consecuencias.

La felicidad no podemos reducirla a algo que nos viene de fuera. Nace de dentro. Sabemos que las cruces, los problemas, las dificultades de la vida, la crisis económica, no van a desaparecer; no viviremos un año nuevo de absoluta tranquilidad, de esa paz que hemos definido como RIP y que sólo existe en los cementerios. 

Tal vez la felicidad esté en otro lugar; no tanto en que no nos vengan problemas, sino en que sepamos encararlos con entereza, no en vernos libres de cruces sino en afrontar las que vengan con realismo y paciencia. Queda por delante un año que se presenta sanitaria y económicamente difícil. Y si en el año que se va hemos aprendido de la dificultad, tampoco el que viene dejará de invitarnos a crecer en la prueba. 

Contemplemos a Jesús, José y María como referentes para encarar este año que empieza: viven dificultades en Belén, en el templo -podemos imaginar las dificultades entre Jesús y sus padres a la hora de entenderse-, en la vida pública de Jesús, en el calvario… ¿Podemos decir que porque hubo dificultades no hubo felicidad? Por supuesto que no. “Feliz tú, que has creído” (Lc 1,45), le dijo Isabel a María. 

La felicidad no está en la ausencia de problemas sino en la fe, la esperanza y el amor que ponemos para superarlos. Esos son los mejores deseos para el año nuevo: “que el Señor se fije en ti y te conceda la paz”, que te permita no perder la fe, ni la esperanza, ni la paciencia, ni tu capacidad de amar, cuando vengan los momentos de cruz. 

Felicitémonos por María; por Jesús, príncipe de la paz; y por el año nuevo, el 2021, una nueva oportunidad para convertir nuestra vida a veces gris en arco iris de esperanza.

¡FELIZ AÑO NUEVO 2021!
Casto Acedo  paduamerida@gmail.comEnero 2021.

viernes, 25 de diciembre de 2020

Fiesta de la Sagrada Familia (27 de Diciembre)


En la fiesta de la sagrada familia hay una pregunta que nos tenemos que hacer necesariamente: ¿Qué está pasando con la familia cristiana? Porque es evidente que el modelo de familia que ha imperado en nuestra sociedad hasta hace muy poco ha sido el compuesto por una pareja casada por la Iglesia y regida según los criterios eclesiales de unidad, fidelidad, indisolubilidad y fecundidad; y da la sensación de que estas propiedades esenciales del matrimonio y familia cristianos no atraviesan momentos de mucha simpatia.

La transición democrática y la ley de divorcio aprobada en España en junio de 1981 dio paso a un nuevo estado de cosas en lo que se refiere al modelo de familia imperante hasta entonces. 

Hasta ese momento la realidad de la familia tenía como único punto de referencia el matrimonio eclesiástico. Casarse por la Iglesia no era una elección sino, en cierto modo, una obligación. Y un matrimonio sutilmente condicionado por presiones políticas o sociales no es ciertamente lo más adecuado para ser llamado cristiano, porque sin libertad no puede haber tal matrimonio. Ya apunté en una entrada muy vista de este blog, (La identidad de la familia cristiana) que una cosa es “casarse por la Iglesia” y otra muy distinta “casarse en el Señor”. Son muchas las parejas que hasta hace poco se casaban por la Iglesia, pero cada vez más escasas dentro de estas las que lo hacían con un sentido de fe y comprensión cristiana del amor y la familia. 

La opción por el contrato matrimonial como forma de vivir en pareja parece estar en franca decadencia en los últimos tiempos; basta comprobar la disminución de bodas celebradas ya sea en las Iglesias como en los juzgados. ¿Qué está pasando? Me atrevo a decir que vivimos un cambio cultural que afecta de lleno a la institución familiar. (Sobre esto puedes leer otra entrada en este blog: Familia cristiana (Reflexión).

Reseñaría como primera causa de la crisis que vivimos al individualismo y el poco interés por hallar el sentido espiritual de la vida. La vida matrimonial y familiar, se sea religioso o no, requiere una espiritualidad, un modo de entender las relaciones de pareja, en la que el amor de donación gratuita ocupe el centro. Y no suele ser este amor en gratuidad el más común entre nosotros. Es más, en una sociedad narcisista e interesada el amor tiende a ser comprendido como un elemento más del juego del “te doy para que me des” (do ut des), es decir, el valor de la gratuidad (donación sin interés, sin esperar nada cambio), tan necesario para una sana y adecuada convivencia familiar, no goza hoy de mucho prestigio. 


Amor cristiano

¿En qué consiste ese amor tan esencial a la vida en pareja y a una vida de familia sólida? La carta de san Pablo a los Colosenses (3,12-21), leída como todas teniendo en cuenta el entorno cultural en que se escribe, nos da unas claves esenciales para una intelección y renovación del matrimonio y la familia cristianos. 

Primeramente, da a entender el apóstol,  hay que tener conciencia de ser “elegidos, santos y amados”, es decir, consciencia de ser sujetos de un amor inmerecido. Hay una felicidad y alegría interior en quien se sabe “santo y amado” que le dispone de modo natural a vivirse en donación. La conciencia del amor recibido dispone al alma a dar ese amor. Bonum est diffusibum sui, el bien, por sí mismo, por su propia naturaleza, tiende a difundirse. 

Desde ese reconocimiento del valor de uno mismo al contemplarse desde la mirada amorosa de Dios, se pueden seguir las recomendaciones que a continuación se dan en la carta: “revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia”. El hombre viejo es movido por el interés, el egoísmo, las pasiones carnales,… El hombre nuevo se reviste de Cristo y nutre su vida espiritual con los dones de su amor, un amor vivido en la “dimensión de la cruz”, es decir, amor que se sobrepone a las dificultades de la convivencia. 

“Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra el otro”. Esto es llevar la cruz. ¡Como recuerda esta frase al acto por el que Jesús pide perdón en la cruz por los mismos que le ham crucificado! Este ejercicio de ascesis es básico para madurez de la vida matrimonial y familiar. Se da a entender aquí que el amor conyugal y de familia es una decisión, una “determinada determinación”, un entusiasmo por afrontar cuantos obstáculos se opongan a su realización. Sin esta decisión es imposible el éxito en la vida familiar. Dios llama y ayuda, pero no hará lo que tú puedes hacer. “El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo”; Dios no pide nada que Él mismo no haya hecho antes. 

Y la pieza clave: “Por encima de todo eso, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta”. A la ascética le sigue la mística. Si el esfuerzo por trabajar la comunicación y el entendimiento entre los miembros de la familia es importante, más lo es la meta a la que esos trabajos conducen: el amor, definido aquí como “vínculo de la unión perfecta”. Esto es precioso de saber y de vivir. Este amor es la piedra angular de todo el edificio comunitario y familiar. El vínculo capaz de hacer de dos una sola cosa no es otro que el Espíritu Santo, Dios-Amor obrando, vinculando, uniendo. 

Decía san Agustín que en la Santísima Trinidad conviven en unidad el amante (Padre), el amado (Hijo) y el amor (Espíritu Santo). Jesucristo desea esa misma unidad para todos los hombres: “que todos sean uno como tú y yo somos uno” (Jn 17, 21).  El matrimonio y la familia como comunidad (iglesia doméstica) se fundamentan en la fe de que es el Espíritu Santo el que une en el amor a sus miembros. No es mi amor el que perfecciona a mi vida conyugal y familiar, sino el amor de Dios que está en medio de ella. 

Tras esta lección acerca de las relaciones personales, san Pablo se prodiga en bendiciones y deseos. Como si la comprensión de ese inmenso amor de Dios llevara sin esfuerzo alguno a otros bienes inefables. “Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón; a ellas habéis sido convocados en un solo cuerpo”. La vida en común es una llamada a la paz, a la seguridad de unas relaciones fundadas en el protagonismo de Cristo. 

Y con la paz la gratitud: “Sed también agradecidos”; un corazón agradecido se fija más en lo que recibe que en lo que da, y no es exigente sino generoso Y así es quien no mira sus relaciones desde la filosofía del mundo, sino desde la sabiduría de Dios, por eso dice “La Palabra de Cristo habite en vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente”. Hermoso este último consejo que invita al diálogo, a darse mutuamente ánimos, a compartir entre esposos y familia la esperanzas y experiencias de vida aprendidas en del evangelio. 

Sigue el texto de Colosenses invitando a la alabanza: "Cantad a Dios dando gracias de corazón”, y a ser ejemplares en el hablar y el hacer: ”Que todo lo que de palabra o de obra realicéis sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios por medio de él”.


¿Autoridad del marido sobre la mujer?

Finalmente san Pablo da un giro remitiéndose a lo concreto de las relaciones familiares; y lo hace con unas palabras que han de ser leídas en el contexto cultural de una sociedad patriarcal: “Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos”. 

No pasa desapercibida para la sensibilidad feminista la afirmación “mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos”. ¿Consagra esto algún tipo de superioridad del varón sobre la mujer? ¿No hay igualdad de dignidad entre esposo y esposa? Creo que no podemos extraer de aquí conclusiones descontextualizadas. Basta prestar atención a todo lo dicho con anterioridad para no caer en una lectura fundamentalista de esta frase. 

También se dice a continuación: “maridos, amad a vuestras mujeres y nos seáis ásperos con ellas”, y si este consejo no vemos inconveniente en aplicarlo también a la mujer, ¿porqué no referir  el primero también al marido? Un cristianismo del siglo XXI no puede caer en el error que en otros tiempos se cometió de justificar supuestas superioridades por razón de sexo o género. El sensus fidei -sentido global de un texto a la luz de toda la escritura- nos remite a considerar el trato y consideración dados por Jesús a la mujer, revolucionario en su contexto. Y desde esa visión evangélica debemos leer estos últimos párrafos, que no apunta sino a que se lleve a la práctica en la convivencia familiar todo lo que se ha expuesto antes: amor, compasión, perdón.

* * *

En esta fiesta de la Sagrada familia, demos gracias por el  inmenso don de poder disfrutar de unos padres, unos hijos y unos hermanos. Y cuando no se tienen, o hay problemas de por medio, no dejemos de predicar y aspirar al “amor como vínculo de perfección”. 

En la consideración de las nuevas situaciones familiares que hoy surgen no olvidemos el “principio misericordia”; Jesús nació, creció y vivió en una familia. Se nos está diciendo con ello que la realidad familiar es algo querido por Dios y por lo que merece la pena trabajar. ¿Cómo? Esforzándonos por escuchar, acoger, animar a todas las personas que viven situaciones familiares difíciles; y siendo conscientes de que para una renovación de la vida familiar según Cristo no basta nuestra ascesis; hay que dar paso al “amor de Dios”, al Espíritu Santo como vínculo de unión, tal como hemos anotado. 

Comenzábamos diciendo que la familia cristiana, o mejor la institución familiar, está en crisis. Esa crisis es consecuencia de una crisis más amplia: la crisis de espiritualidad y de religiosidad derivada de ella. ¿Qué hacer para poner en valor la familia cristiana? Algo tan simple como poner a Cristo en el centro de tu vida personal y familiar. Los consejos que da san Pablo en la carta a los tesalonicenses bastan para nutrir una espiritualidad familiar digna del nombre de Jesucristo. 

Felicidades a todas las familias. Y gracias, Señor, por este don que a veces no sabemos valorar hasta que nos falta.

Casto Acedo. Diciembre 2020. paduamerida@gmail.com

jueves, 24 de diciembre de 2020

Vivir la Navidad (25 de Diciembre)

Ha llegado la fiesta solemne para la que nos hemos ido preparando en las semanas de Adviento. Hoy es la Natividad de nuestro Señor Jesucristo. No es la Natividad de “Jesús” a secas, sino de “de nuestro Señor” Jesús “el Cristo”, porque sentimos y sabemos que “Jesús es Señor”, es Dios. 

No estamos ante el simple recuerdo histórico de un nacimiento, estamos sobre todo ante un acontecimiento que ha marcado y sigue marcando la vida de quienes se sienten tocados por la sabiduría del “niño Dios”.

En este año tan especial, creo que no nos vendría mal palpar más atentamente la Navidad como acontecimiento, como suceso, como algo real para todos. Porque la Navidad no es un divertimento, un sueño, una ilusión propia de quienes quieren evadirse de sus noches. La Buena Nueva que trae este niño no habla de liberación de nuestras cruces (responsabilidades), sino de tomar la propia cruz (me gusta decir "la propia realidad") y llevarla adelante con entusiasmo. Y de esto tenemos que aprender mucho en este año de pandemia. 

Se nos brinda una oportunidad de pasar de una Navidad de distracción-dispersión-diversión a la auténtica Navidad de la encarnación, que no rehuye la realidad sino que la asume hallando en ella un motivo para madurar y crecer espiritualmente.

Una Navidad con sentido

Los textos litúrgicos de Adviento nos han ido señalando el camino para este día. En situaciones normales la Navidad se prestaba a hacer muchas cosas sin sentido. "Hay que… tener vacaciones, hay que cenar en familia, hay que ir a la misa del gallo, hay que cantar villancicos, etc". Estos "hay que" se suelen hacer sin un porqué, derivando así en unas “navidades” sin Navidad. 

En años anteriores era común oír a muchas personas quejarse de estas fiestas: "me ponen tristes", "me desquician", "odio estos días"… Y así era. Cuando las cosas no tienen sentido, cuando se hacen por puro mimetismo, cuando lo único que nos mueve es el seguimiento de eslóganes publicitarios que nos encierran en el “hay que”, la “esclavitud” afectiva de estos días acaba pasando factura. 

Este año las circunstancias nos han liberado de muchos "hay qué" para decirnos: ¿ahora qué?, ¡Qué Navidad más rara!, oímos decir, ¿qué será esta Navidad sin los "hay que"? Una buena pregunta y una excelente invitación a repensar el sentido íntimo, personal e histórico de la Navidad.

En este orden hay un sentido  que puede provenir de las tradiciones que desde siempre hemos vivido en nuestro entorno familiar. Llega la Navidad y cada uno conecta con el pasado vivido al abrigo de sus seres queridos. Han sido y son momentos importantes de nuestra vida, situaciones emotivas muy significativas para nosotros. 

Hay una navidad muy humana, en el sentido más puro del término: una navidad familiar. Muchos echaremos de menos este sentido de  navidad como reunión familiar; no podremos gozar del encuentro físico con muchas de las personas más cercanas a nosotros. Podemos deprimirnos, pero también podemos aprovechar la oportunidad para aprender a valorar lo que otros años tuvimos y no llegamos a apreciar en su justa medida. 

Pero el auténtico sentido de la Navidad no se agota en algo tan humano y cristiano como el abrazo familiar. La Navidad perfecciona lo humano. Cuando hablamos del niño-Dios estamos afirmando la venida de lo Divino en lo humano, o la manifestación de lo divino en el hombre y para el hombre. Navidad viene a decirnos que nunca estamos solos, que aunque falte la familia y fallen los allegados, hay Uno que no falta nunca. Esta es la Buena Noticia de la Navidad, su sentido último.

Tal vez no lo hemos percibido nunca con claridad, pero la clave de estos días no está en nuestra "buena voluntad" y empeño por ser hombres de bien (¡cuántas veces lo intentamos y fracasamos!) sino en la voluntad de Dios que se digna venir en ayuda de nuestra débil naturaleza. Y lo hace de modo admirable: tomando Él mismo nuestra carne. Ya no es un Dios-sobre-nosotros sino Dios-con-nosotros, que camina a nuestro lado asumiendo él mismo la cruz nuestra de cada día. Lo que solos no podemos hacer, con Él es posible; "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" con su gracia o presencia, dirá san Pablo (Flp 4,13).

Tal vez el mensaje que este año nos dicta la Navidad es así de simple: A quienes preguntan donde está Dios en todo esto de la pandemia, basta decirles que está con vosotros. Alentando con su Espíritu las luchas internas que cada uno vivimos, actuando en los que se vuelcan en ayudar y sufriendo en las víctimas de la enfermedad. Vista así la Navidad no es para mirar al cielo sino para tocar tierra con Jesús, Hijo de Dios y hermano de la humanidad.

“Se hizo hombre para poder morir”.

Durante cuatro semanas hemos estado preparándonos para este Nacimiento. La liturgia de la Iglesia, con la la Palabra y los Sacramentos, nos ha ido puliendo y ablandando para que la Divinidad halle espacio en nosotros y nos empape. 

Hoy, libres de cosas que nos distraigan miramos a Jesús de Nazaret, el niño-Dios, en la no-acogida de Belén, en la precariedad de la cueva, en la humildad de quienes le visitan; contemplamos el descenso de Dios, su abajamiento en humildad y pobreza, descenso que consuma en la Pascua de la Cruz y de Resurrección. 

No en vano muchos de los iconos de la Iglesia oriental sustituyen la iconografía del pesebre por una tumba y colocan en ella al niño fajado. Como dicen los santos padres: "Se hizo hombre para poder morir", o como nos recuerda la liturgia de hoy: "Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras" (Tit 2,14).

“No temáis, os traigo una gran noticia”

La auténtica Navidad es paradójica. Nosotros queremos hacer de ella un episodio de gastos y lujos, tal vez porque se nos hace insoportable  un Dios que en su pobreza denuncia nuestras riquezas.  La salvación de Dios nos llega hoy, y para sorpresa nuestra, no ha aparecido en el poder y la riqueza, no se ha revelado en la disuasión de la fuerza, sino en la pobreza y la debilidad:

*En un mundo en pandemia, donde muchos sólo ven una oportunidad para medrar económica o políticamente, y otros se hunden en el pesimismo de la situación, Dios muestra su omnipotencia en la debilidad de un Niño cuya única riqueza es el amor y la compasión infinitas. Muchos se han encontrado ya con Dios hablándole en las situaciones que estamos viviendo. 

* Para nuestras democracias liberales,  obsesionadas por una gestión más política y económica que sanitaria el covid,  y que parecen haber olvidado el terrorismo, los secuestros y todo tipo de violencia que siguen campando a sus anchas en el mundo distraído sólo en los problemas de la pandemia y su vacuna, ha nacido un Niño pacificador, “Príncipe de la paz” (Cf Is 11,1-9), un niño fajado y acostado en un pesebre: ¿puede haber algo más pacífico, menos amenazante? “Paz en la tierra a los hombres en los que Dios se complace”(Lc 2,14)

* En una sociedad con pánico a la previsible crisis económica a causa de la pandemia. ha nacido el que invita a confiar en la providencia, el que invita a compartir y enseña “a llevar una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: Jesucristo” (Tit 2,13).

* En una Iglesia con miedo al futuro, asustada por el vacío de los templos; una Iglesia nostálgica y tentada de huir hacia atrás, una Iglesia que mira con cierta desconfianza al diferente, que no arriesga a planteamientos pastorales nuevos y que se encoge ante lo desconocido… ha nacido uno que vivirá la aventura de hacer una iglesia nueva, que confiará en los que nadie confía, uno capaz de arriesgar mirando el futuro con esperanza, uno que "será la gran alegría para todo el pueblo" (Lc 2,10), para todos.

*Ante un hombre individualista, reacio a la religión y poco propenso a valorar lo espiritual,  ha nacido el que fue capaz de poner en valor a gente como Zaqueo, María Magdalena, Mateo el Publicano, Pablo de Tarso, Francisco de Asís, Teresa de Calcuta, etc., nombres señeros de una multitud que el mundo había dado por perdidos y que el niño-Dios ha redimido. También hoy muchos pueden decir con Pablo: “todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8).

En medio de estas realidades, en el corazón de nuestras inseguridades, resuena la Palabra de Dios: “NO TEMAIS, OS TRAIGO LA BUENA NOTICIA, LA GRAN ALEGRÍA PARA TODO EL PUEBLO: HOY, EN LA CIUDAD DE DAVID, OS HA NACIDO UN SALVADOR, EL MESÍAS, EL SEÑOR. Y AQUÍ TENÉIS LA SEÑAL: ENCONTRAREIS UN NIÑO ENVUELTO EN PAÑALES Y ACOSTADO EN UN PESEBRE” (Lc 2,10-11).

La Navidad invita a posar la mirada en lo pequeño, en lo insignificante. La Navidad llama a percibir la música de Dios entre los ruidos del mundo. La Navidad invita a creer, como María, que lo que ha dicho el Señor, se cumplirá. Desde la fe la Navidad es plenamente auténtica y cristiana. 

¡Feliz Navidad!
 
Casto AcedoDiciembre 2020.  paduamerida@gmail.com.

viernes, 18 de diciembre de 2020

Adviento con María y José (20 de Diciembre)


Todos los años, a estas alturas del Adviento teníamos todo programado. Habíamos elegido dónde pasar  la nochebuena, con quién cenar, cuántos estaríamos en la mesa, … Todo preparado a nuestro gusto con minuciosidad. 

Este año las restricciones de movilidad y los consejos sanitarios que recibimos por el covi-19, dan menos margen para la logística externa de las fiestas. Pero eso no debería afectar a la vivencia espiritual de las mismas; incluso podríamos mirar los inconvenientes que se nos presentan como una oportunidad para vivir la Navidad en una dimensión más espiritual. No podemos olvidar el motivo principal del día: nacimiento de Jesús; un acontecimiento que se dio en una situación de carencia mayor que la que nosotros vivimos hoy.

Nuestra sociedad ha ido tendiendo a celebrar una Navidad sin nacimiento, una buena noticia sin contenido espiritual alguno, sin  novedad; como si la Navidad fuera solo una construcción social espiritualmente vacua y sin sentido, y más en sintonía con  los intereses del dios-dinero. No hay que ser muy observador para comprobar que la lectura económica de estos días prima sobre cualquier otra.  

Estas navidades no pintan bien para el consumismo;  pero, sin minusvalorar la importancia de la economía en la vida de las personas, no deberíamos entristecernos por ello. Tampoco deberíamos vivir como tragedia el hecho de tomar medidas sanitarias que afecten al encuentro familiar. Ciertamente todo esto es causa de desconcierto, pero no tanto como para hundirnos. Como se viene haciendo desde el principio  de esta pandemia, se han de armonizar con la salud tanto el crecimiento económico como los encuentros familiares.  Este año hay que asimilar aquello de que "me distancio físicamente de ti porque te quiero";  el mejor abrazo en este caso es la distancia física. Por mi bien y por el de todos.

Tendremos, pues, una Navidad más vacía de folclores, pero no por eso menos relevante para nuestro gozo espiritual. Para no caer en la rutinaria Navidad de todos los años, te propongo un poco de interés por aquello que no se ve, pero se siente y se puede saborear: la presencia de Dios en Jesús y sus sacramentos, la contemplación de María y José como puntales de un buen Adviento, y la reconciliación contigo mismo, con tus hermanos y con toda la creación como aspiración navideña. 


El Niño Jesús, sacramento de Dios

En estas fiestas se va a cumplir la profecía de Isaías que habla de una “señal”: “Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (Dios con nosotros)” (Is 7,14). En la nochebuena, los pastores también recibirán del ángel una Buena Noticia: “No temáis, os traigo la Buena Noticia... hoy os ha nacido un Salvador... Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre” (cf Lc 2,10-12). 

Una señal, un signo; la teología me ha enseñado que un sacramento es un “signo de encuentro con Dios”. Y el signo por excelencia, la señal de que ha llegado Dios a nosotros, es este Niño envuelto en pañales. Cuando entendí esto se abrió para mi vida sacramental un sentido nuevo. Supe que acercarse a los sacramentos (sobre todo a la Eucaristía) es acercarse a Jesús como se acercaron los pastores al establo de Belén. Comprendí también que los Sacramentos, como Jesús, son para el hombre, y no el hombre para los sacramentos; porque Cristo, sacramento por excelencia, no vino para ser servido, sino para servir.

Lo que los pastores encontraron no fue un signo esotérico (oculto) o extravagante, sino un signo tan simple y normal como una familia: un padre (José), una madre (María) y un hijo (Jesús). Cuando pensamos en Jesús olvidamos con frecuencia que la mayor parte de su vida la pasó en el anonimato de su pueblo, sometido en obediencia de amor a sus padres, trabajando y festejando con sus vecinos. La salvación da sus primeros pasos en una sencilla familia de Nazaret. 


María y José

De la familia de Jesús forma parte JOSÉ, que acoge a María en su casa (y con ella al misterio que lleva en su seno) no sin antes poner por medio una gran dosis de misericordia. Con motivo del inesperado embarazo de su prometida se dice de él en pocas palabras lo esencial de su personalidad (santidad): “era bueno y no quería denunciarla” (Mt 1,19). 

Podría denunciar la supuesta infidelidad de María, podría haberla repudiado según la ley, pero es un hombre justo, y no quiere hacer daño. José es de los que ponen la misericordia por encima de la ley; luego, tras aclararle el ángel la situación de María la acoge con un respeto sagrado. Solo la gente sencilla y buena, como José, como los pastores, están capacitados para aceptar y vivir el misterio; sólo los limpios de corazón verán a Dios (cf Mt 5,8). Sólo donde la bondad del hombre se abre al don de Dios se produce el milagro de la encarnación, del sacramento, del “Dios-con-nosotros”. Encuentra aquí eco el salmo 23: “¿Quién puede subir al monte del Señor? / ¿Quién puede estar en el recinto sacro? / El hombre de manos inocentes / y puro corazón” (3-4). José es un buen modelo-guía para una Navidad con hondura.


Y con José, MARÍA.  El pueblo de Israel había recibido una promesa: de una virgen nacerá el Mesías (Is 7,13). La Iglesia desde sus orígenes entendió que esa virgen era María; con su “sí” hizo posible la llegada del Mesías esperado. Ella es señal donde se manifiesta Dios. Si decimos que la Iglesia es sacramento, signo de Dios en medio del mundo, ¿no lo será también María? Porque Dios refleja su gracia en ella, y su maternidad es una bendición para todos los hombres. 

María dijo “sí” a Dios y “sí” a José, su esposo. Y no hubo contradicción ni conflicto a causa del doble "sí", porque el amor a Dios no anula ni empobrece el amor matrimonial y familiar. Dios enriquece todo lo que toca. Con Dios la libertad del hombre está garantizada. Cuando el demonio entra en la vida de una persona decimos que toma posesión de esa persona; por eso a los endemoniados se les llama “posesos” o “poseídos”, que no es otra cosa que decir “esclavos del mal”. 

Dios no actúa así. No se apodera con violencia o engaño del corazón de los hombres, sino que obra con dulzura, pidiendo permiso. Así lo hizo con María en la Anunciación (cf Lc 1,26-38), y así lo hizo con José: “No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1,20). La feliz pareja se vio sorprendida por un gesto de amor inesperado de parte de Dios. Situados ante la vocación a la que Dios les invita imagino en ellos una mezcla de sentimientos de gozo, responsabilidad y temor. 

Su vida debió de cambiar mucho a partir del día en que con su matrimonio asumieron la tarea de formar una familia que acogiera al niño que ella esperaba. El “sí” de su amor mutuo se fundió con su “sí” a Dios. ¡Hermoso programa de vida familiar! Con su amor hicieron visible el amor de Dios incluso antes de que naciera Jesús; ellos mismos se hicieron sacramento de Dios, porque donde hay amor, allí está Él (cf 1 Jn 4,7-21).


Dios quiere entrar en tu vida

También hoy, ya cercana su venida, Dios pide permiso para entrar en tu vida. ¿Estás dispuesto a acogerlo? En la preparación inmediata a la Navidad no debería de faltar una buena celebración sacramental de la penitencia; celebración que no ha de quedar reducida a un rito, un “cumplimiento” (¡ay si José hubiera limitado a cumplir la ley!: María habría sido juzgada y condenada), sino que te disponga a ser bueno, acogedor, misericordioso, cercano al pobre y desvalido, abierto a Dios y a los hombres. 

Ser penitente no es solo confesar tus pecados, es también ser nuevamente tierno con los miembros de tu familia (o los compañeros de trabajo, o los vecinos) con los cuales tal vez se ha endurecido tu corazón a causa de los pequeños y grandes roces de la vida cotidiana. La conversión de Adviento es reconciliación, encuentro contigo mismo, con la humanidad y con toda la creación; una vuelta a la sensibilidad personal, religiosa, social,  familiar y ecológica. Y así, con el cambio de vida que acompaña a la reconciliación, también nosotros nos hacemos sacramento-señal de Dios. 

No debemos reducir el sacramento a un simple rito mágico. Celebrar la penitencia es darle permiso a Dios para que disponga de nuestra vida y ablande las durezas de nuestro corazón. Si le dejamos será Navidad para nosotros, como lo fue para José y María; y los que sinceramente buscan a Dios podrán verlo en su Iglesia.

No dejes pasar este Adviento sin vacunarte, sin crear anticuerpos que  te curen de la dureza de corazón y de la falta de amor. Para ello nada mejor que un buen examen de la propia vida, una decisión de amar por encima de todo, y un chute de gracia de Dios recibiendo el sacramento de la reconciliación. 

Casto Acedo. Diciembre 2020.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Alegría (Domingo 13 de Diciembre)


«Mirad a los cristianos. Siguen a un resucitado, pero sus caras son de muertos. ¿Cómo voy a creer a estos cristianos que, siguiendo a un salvador, no tienen cara de redimidos?». Lo dijo Nietzsche, nihilista y ateo confeso, hace más de un siglo; ha pasado el tiempo y hace u nos años esa misma idea la volvimos a ver promovida por grupos afines al nuevo ateísmo de Oxford, que hicieron campaña anti-religiosa con un eslogan que pasearon en autobuses urbanos de algunas ciudades: «Probablemente Dios no existe. No te preocupes. Disfruta de la vida». 

Estas afirmaciones esconden una concepción de Dios y de la fe como algo oscuro y triste. No son pocos los que consideran la religión como un código de prohibiciones que limitan la felicidad del adepto. Pero ¿responde esa apreciación a la realidad del cristianismo de hoy? Muchas veces hemos escuchado aquello de que un cristiano triste es un triste cristiano, bonita frase, que expone el problema y nos obliga a pensar cómo vivimos cada uno nuestra fe personal y comunitaria. Y no solo se trata de pensarlo de cara a la galería, sino sobre todo de cara a uno mismo. ¿Merece la pena engañarnos poniendo cara sonriente si de veras la felicidad no riega nuestras entrañas?

Domingo de la alegría

El domingo tercero de Adviento es conocido como el domingo gaudete o de la alegría: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios” (Is 61,10), “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1,47). “Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16) Juan “venía como testigo, para dar testimonio de la luz” (Jn 1,7). Estos textos escogidos de entre los propios de la liturgia de este domingo ponen de manifiesto que lo propio de quien cree en el Dios de Jesucristo es el gozo, la alegría, la luz. Sin embargo ¿por qué a veces damos la impresión contraria? 

Cuando nos reunimos en asamblea (iglesia) para la misa podemos observar que para muchos de los asistentes ésta no pasa de ser un acto legalista (cumplimiento de un precepto) e individualista (justificación personal).

 Aunque las normas sanitarias con motivo del covid nos exigen estar separados en el templo, lo cierto es que, antes de la pandemia, cuando la asistencia a misa no cubre ni medio aforo, la dispersión de fieles en el templo enfría los ánimos; por otro lado los rostros serios y ademanes endurecidos dan la sensación de severidad; los asistentes intercambian alguna sonrisa de cortesía, pero sin el calor propio de quienes participan de la misma alegría pascual. Recordemos cómo los primeros discípulos al encontrarse con el Resucitado "se llenaron de alegría al ver al Señor" (Jbn 20,20).  ¡Qué poco nos parecemos al  carcelero de Pedro, que tras su bautismo y el de los suyos “llevó a Pablo y Silas a su casa, preparó un banquete y celebró con toda su familia la alegría de haber creído en Dios”! (Hch 16,33-34).

Tal vez el problema de la imagen gris que mostramos venga de la educación religiosa recibida, más centrada en el cómo (moralidad, ascética) que en el qué (teología mística, experiencia viva de Dios) de nuestra fe; rfalta vivencia interior, y como no se puede dar lo que no se tiene, no hay manera de plasmar en nuestros rostros la alegría de la Pascua.

 ¿No resulta absurdo hablar de “obligación” cuando nos referimos a la participación en el gozo de la Eucaristía? ¿Tendría sentido una ley que obligara a una madre a amar a su hijo? La religión, y dentro de ella sacramentos de gozo como la Eucaristía y la Reconciliación, más que una ayuda para encarar la vida con alegría son entendidios por muchos creyentes como una sobrecarga añadida a sus múltiples quehaceres. Por eso la impresión que damos es la de personas más encadenadas a Dios que liberadas por Él. ¿Tendrá razón Nietzsche?


La alegría nace de la esperanza

Se acerca la fiesta de la Navidad. Y en estos días de Advierto, cercana ya la Navidad, se nos invita a redescubrir y vivir la alegría como regalo de Dio y virtud del creyente. Las almas sencillas saben mejor que nadie que el nacimiento de un niño no puede generar sino alegría: “el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos” (Is 61,11). Situarse en el camino cristiano es adherirse a esta espera con alegría. 

Y nos alegramos porque si hay algo claro es que Jesús viene a traernos felicidad para la vida, no sufrimiento y dolor. Cuando nos invita a tomar la cruz no hace una llamada a tomar cruces extraordinarias, como si la renuncia y el dolor fuesen valores en sí mismos. Esto es falso. La cruz es para nosotros, como lo fue para Jesús, algo inevitable para quien dedicó y dedica su vida al servicio de la vida. Jesús no vivió para la cruz; si así fuera, la vida cristiana sería agobiante. La cruz de Jesús fue solo una consecuencia del mal que anida en el corazón del hombre, a la que dio respuesta el amor desbordante de Dios. El primer plano de la fe no lo ocupa la  muerte como derrota sino la resurrección como victoria.

El Adviento es tiempo de conversión a la alegría, una oportunidad para cambiar el chip de tu religiosidad rutinaria y aburrida. Puedes vivir como un legalista que hace del sufrimiento y el dolor la clave esencial para alcanzar la salvación; o bien puedes alinearte en el grupo de los que viven felices porque han entendido la venida de Cristo como un gozo inenarrable. Y desde esa experiencia hacen visible la enseñanza de san Pablo:  “en todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Tes 5,18).

La perfecta alegría

¿Cómo definir qué es la alegría? ¿No tendemos a confundirla con el placer efímero o la satisfacción espiritual ególatra? Hay una florecilla de san Francisco que me impresionó desde el momento en que tuve noticia de ella y que nos puede servir para entender cuál es la verdadera alegría. 

El bienaventurado Francisco, en Santa María de la Porciúncula, llamó a fray León, que acudió a su lado y se dispuso a escuchar y escribir:

-Héme aquí preparado.

-Escribe –dijo– ¿cuál es la verdadera alegría?.

Imagina que viene un mensajero y dice que todos los maestros de la universidad de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría. 

Y que también, todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y que también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra entran a formar parte de nuestra hermandad. Escribe: No es la verdadera alegría.

Imagina también que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; o que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.

Pero, entonces, ¿cuál es la verdadera alegría? -repuso el hermano León-.

Piensa, hermano, que volvemos de Perusa y en mitad de una noche oscura llegamos aquí, a nuestra casa. Es tiempo de invierno, de lodos y de frío, hasta el punto de que se forman canelones de agua congelada en las extremidades de la túnica que hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.

Envueltos en lodo, frío y hielo, llegamos a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, molesto por lo intempestivo de la hora, acude el hermano portero y pregunta: -¿Quién es? Yo respondo: -El hermano Francisco y el hermano León. Y él dice: Fuera; no os conozco, melindres, no es una hora decente para andar mendigando por los caminos; no entraréis. E insistiendo yo de nuevo, me responde otra vez: no os conozco, no os puedo abrir a esta hora.

Y yo de nuevo de pie en la puerta le digo: Por amor de Dios, abridnos. Y él responde: No lo haré. Iros al lugar de los Crucíferos y pedid allí.

Sigo insistiendo, y el hermano portero, perdida la paciencia, con un palo nudoso en sus manos, sale afuera y nos apalea a los dos dejándonos ensangrentados, bañados en lodo y ateridos de frío en la oscuridad de la noche.

Si en esas circunstancias, hermano, hemos tenido paciencia y no nos hemos alterado ni siquiera un ápice, y no hemos proferido palabra de reproche o deseado mal alguno al hermano portero, ahí está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la verdadera caridad.

Escribe, hermano León.
En esta florecilla queda claro que la verdadera alegría no es algo que nos pueda llegar desde fuera, sino algo que nace de dentro. Hay cierto gozo en que ocurran cosas buenas, como sería el hecho de que la orden franciscana tenga éxito o que todos los infieles se conviertan; pero a esos toques de gozo externo carecen de la firmeza que pide la perfecta alegría. ¿Qué ocurre si cambian las condiciones externas y no hay ni conversión de infieles ni éxito de la orden franciscana? Si la felicidad es causada desde el exterior la alegría mostraría su imperfección. 

La explicación de Francisco va más a la raíz. La perfecta alegría no se escandaliza por las dificultades, los rechazos, las tribulaciones, porque su fuente no está en nuestros deseos sino en la adhesión a la cruz de Cristo, en la búsqueda y aceptación de la voluntad de Dios. "Considerad como perfecta alegría, hermanos -dice la carta de Santiago- el estar rodeados de pruebas de todo género. Tener en cuenta que al pasar por el crisol de la prueba vuestra fe produce paciencia, y la paciencia completará la obra de Dios, de manera que seáis perfectos y cabales, sin deficiencia alguna" (Sant 1,2-4) 

Referida esta florecilla franciscana no podemos dejar de mencionar el evangelio de las bienaventuranzas, que culmina con una afirmación aparentemente contradictoria  "Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos" (Mt 5,11-12). Ésta, como las demás bienaventuranzas, canta la perfecta alegría evangélica. ¿Cómo se puede estar alegre y feliz al tiempo que se sufren persecuciones y calumnias? Es la paradoja de la cruz; nunca se entenderá, y vivirla es un don de Dios. Quien recibe esta gracia permanece firme en las tribulaciones, su firmeza no la puede derribar ni entristecer ninguna tragedia humana, por dolorosa que sea. Quien vive en la perfecta alegría no está libre del dolor, pero el sufrimiento que pueda conllevar es absorbido por la serena alegría interior.  


"Si en esas circunstancias, hermano Leon, hemos tenido paciencia y no nos hemos alterado ni siquiera un ápice, y no hemos proferido palabra de reproche o deseado mal alguno al hermano portero, ahí está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la verdadera caridad". La alegría cristiana está arraigada en el corazón y es el fruto del abajamiento a una humildad extrema capaz de perdonar al hermano portero que te apalea en su ignorancia, y que ve en ese suceso incluso un motivo para dar gracias a Dios, que da en estas cosas la oportunidad para crecer en bondad y misericordia.



No os dejéis robar la alegría del evangelio

La alegría que el Adviento predica es la alegría abierta a la promesa de que Dios siempre está, aunque en ciertos momentos se camine por cañadas oscuras (cf Salmo 22). La alegría y la cruz caminan unidas. El misterio de Jesús en el establo y en el calvario no se puede desligar de la verdadera alegría; esa alegría que sólo es posible en el despojo de todo. "Felices los pobres" (Mt 5,3), los que han renunciado a todo para quedarse con el tesoro del Reino (cf Mt 13,44). 

Ahora bien, la cruz adquiere su sentido en la resurrección. Y la Navidad dice mucho de este misterio de vida y alegría. ¿Qué son los evangelios de la infancia sino anuncios de la resurrección? Las palabras del ángel a los ángeles Belén: “No temáis, os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo. Os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador” (Lc 2,10-11) no son el eco de otro anuncio que explica la razón última de la alegría?: “No temáis. ¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado” (Mc 16,6). 


La Navidad es fiesta de gozo y alegría porque conecta la experiencia de los magos y de los pastores en Belén con la de los apóstoles en Jerusalén; todos se llenaron  “se llenaron de alegría al ver al Señor” (Mt 2,10; Lc 2,20; Jn 20,20).

El papa Francisco, en Evangelii Gaudium habla de la tristeza que arrastra  a muchos hijos de la Iglesia a un estado de tibieza (acedia), a una "tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio". Es una realidad que debemos mirar y corregir entre nosotros. Las críticas que se hacen a la Iglesia de ser aguafiestas chocan con el carácter de su misión que es la de anunciar una buena noticia (evangelio). ¿Qué estamos haciendo mal? Hay una desgana, un desencanto, que nos está privando del gozo de ser cristianos.  ¡Es hora de despertar! Adviento nos dice con el papa que "no nos dejemos robar la alegría del evangelio! (cf EG,83). 

Contra el ateísmo e indiferentismo ambiente que mencionábamos al principio de este escrito no hay mejor arma que el testimonio del amor total y la perfecta alegría. Ese es el fruto que se espera de nosotros en Navidad, a esa meta apunta el tercer domingo de Adviento, "domingo de la alegría". Con armas de amor y alegría, y solo con éstas, podemos responder a los que hablan de un cristianismo aguafiestas y decirles:“¡Es seguro: Dios existe. Alégrate y disfruta de la vida”!.


Casto Acedo. Diciembre 2020paduamerida@gmail.com.