domingo, 28 de junio de 2020

Pedro y Pablo (29 de Junio)





Celebramos en una sola fiesta a dos grandes de la Iglesia, incluso podríamos decir que “los dos más grandes” si no fuera porque hace solo unos días hacíamos fiesta con san Juan Bautista, del cual dijo Jesús que “no ha nacido de mujer uno más grande” (Mt 11,11). Sea como fuere, celebrar a Pedro y a Pablo es celebrar a dos santos que, debilidades aparte, dieron testimonio de fidelidad al Evangelio sufriendo por su causa persecuciones, cárcel y la misma muerte.


Pedro, Pablo, ... y el Espíritu Santo

De san Pedro sabemos bastante por los santos Evangelios; ahí se nos cuenta su vocación, sus dudas, su traición y su constante conversión a Jesús. Luego el libro de los Hechos, en su primera mitad, nos narra los principios de su ministerio como cabeza visible de la Iglesia. A partir del capítulo 13 este libro que cuenta los inicios de la Iglesia, cede el protagonismo a Pablo, el apóstol misionero por excelencia, que sin dejar de aceptar la primacía de Pedro, y siempre fiel a su primado, a pesar de los disensos (cf Hch 15), extendió la fe de la Iglesia Cristiana por todo el Mediterráneo.

Pero, no nos engañemos, el verdadero protagonista de la expansión misionera no fue Pedro, tampoco Pablo, sino el Espíritu Santo; la comunión eclesial y su empuje misionero sólo se pueden explicar desde Dios: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch, 1-8). La clave de la evangelización no está en el enviado (apóstol) sino en quien lo envía.  

A Pedro se le profetizó su entrega generosa a la tarea del evangelio y la que sería su muerte testimonial: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios” (Jn 21,18-19). Pablo no dudó en decir que “llevamos este tesoro –el Evangelio que predicamos- en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7). 

Con claridad vio San Lucas que Pedro y Pablo sólo fueron instrumentos en manos del Espíritu, por eso se percibe en el libro de los Hechos que el verdadero protagonista de la expansión misionera era el Espíritu que los iba llevando (cf Hch 10,19;11,12; 16,7;21,4); de hecho, ni siquiera se narran los martirios de Pedro y Pablo; el protagonismo del Espíritu en la vida de estos santos y en la de la misma Iglesia del comienzo parece decirnos que la Iglesia sigue siendo una tarea inconclusa y ha de vivir siempre entregada a la tarea de construir su unidad y completar su misión dejándose llevar por el soplo de Dios.



En el Evangelio que nos ofrece la liturgia en este día Pedro es proclamado por el Señor “mayordomo” de su Iglesia, poseedor de las llaves; el que tendrá el deber de administrar, de mantener la fe y la unidad en la casa de los cristianos. Pablo, por su parte, es elegido con miras a anunciar el Evangelio: “Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio” (1 Cor. 1,17; cf 9,16.23; Rm 1,9.14; 15,19; etc.). Unidad interna y testimonio externo de cara a la expansión del Reino de Dios y su Iglesia. Detengámonos en estos dos puntos:

Una Iglesia unida en la misma  fe (Pedro).

Cuando escuchamos eso de “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”(Mt 16,18) solemos referir esas palabras a Pedro; y no andamos desencaminados; pero no olvidemos que poco antes Pedro ha hecho una afirmación de fe trascendental para todos: “Tú (Jesús de Nazaret) eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Cristo, Dios Vivo)” (Mt 16,15). La piedra que hace posible la unidad en la Iglesia es la fe en Jesucristo, Hijo de Dios; fe que no es fruto de especulaciones ni de experiencias místicas subjetivas, sino regalo de la revelación de Dios: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso (el credo con que confiesas que yo soy Hijo de Dios) no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17). 

Así, pues, la persona de Pedro como cabeza de la Iglesia nos remite a la fe en Jesucristo como Dios. Y ahí debe ir nuestra primera reflexión: Mirar a Pedro es someter a crítica mi fe, preguntarme si es una fe soberbia que se quiere afirmar al margen o en contra de la comunidad, o si busca revisarse a la luz de la Iglesia presidida por Pedro. 

La fe, por otra parte, no es un asentimiento intelectual a verdades incomprensibles, sino una apuesta del corazón por aquel que te ha amado desde la eternidad. Mi vida cristiana tiene una roca: la fe en Cristo Jesús, cimiento donde se asienta la vida espiritual (cf 1 Cor 10,4). Cristo es la roca a la que Pedro me remite. 

No puedo creer a Pedro separado de Jesús; y teniendo en cuenta que el mérito de ser el primer Papa no se debe a sus cualidades físicas, intelectuales o espirituales (de las cuales parece ser que Pedro no hace gala en lo que de él sabemos por los evangelios), el valor de Pedro está en la elección de Dios, pura y simplemente en eso. Lo que da valor a la figura de Pedro no son sus obras sino la fe que se le encomienda conservar y cuidar como mayordomo. La unidad de la Iglesia se sostiene sobre esa fe; a Pedro se le da el poder de atar y desatar (cf Mt 16,19), es decir, de considerar si la fe y las correspondientes obras de quien se dice seguidor de Cristo, son las genuinas o no.


Quien cree que Jesús es el Mesías acepta también que Pedro ha sido el elegido para mantener viva la unidad del grupo de los Doce. Y Pedro no defrauda; más allá de sus debilidades fue y sigue siendo signo de unidad y motor de la evangelización. ¿Se hubiera mantenido unida la Iglesia sin una cabeza visible que aglutinara a todos como antes hizo Jesús? ¿Habría llegado a nosotros la Palabra de Dios si no hubiera sido por la Iglesia presidida por Pedro? 

Es verdad que la Iglesia es débil y está constantemente necesitada de reforma, lo que dice san Pablo del evangelizador podemos decirlo de la Iglesia toda: “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7). Son las cosas de Dios, que de la debilidad real de una Iglesia pecadora saca fuerzas para hacerse presente; lo que se dice de los mártires lo podemos decir de la Iglesia toda: “has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio” (Prefacio de los mártires).

Cale, pues, en nuestro corazón la figura de Pedro como símbolo de la unidad de la Iglesia en la misma fe. El mismo Pablo, más culto y preparado que Pedro, no dejó de acudir a Él y de someterse a sus orientaciones. Pablo tuvo claro que el ministerio de Pedro trascendía la persona misma del pescador y le acercaba a la verdad de Dios, oculta a los sabios de este mundo y manifestada a los pobres y sencillos (cf Mt 11,25). En el colegio apostólico, presidido por Pedro, veía Pablo la garantía de la fe y la de la unidad de la Iglesia: “Un Señor, una fe, un bautismo” (Ef 4,5). 

Una Iglesia misionera (Pablo)

Pablo ha pasado a la historia como el gran misionero, aquel que logró sacar al cristianismo de los estrechos lazos del judaísmo. Y no hay duda de que su aparición en escena, llevado por san Bernabé a presencia de Pedro, fue providencial. Proveniente del judaísmo fariseo más recalcitrante, tras su conversión Pablo se volvió un defensor acérrimo de la nueva doctrina. Si a Pedro le hemos mirado como garante de la fe, a Pablo lo miramos como misionero de esa fe.


A Pablo le tocó inculturar el Evangelio en un ambiente ajeno a la cultura judía en que se había gestado; pero supo hacerlo bien, y acercó la Palabra echando mano a los recursos que la misma cultura griega le ofrecía. ¡Cuánto tendríamos que aprender de él! En estos tiempos en los que Europa parece culminar el proceso secularizador iniciado con la Ilustración ¿no es hora de aprovechar todo lo que la modernidad tiene de evangélico para acercar el mensaje del Reino a los hombres de hoy?

 Tal vez la clave de la evangelización sea, como siempre ha sido, poner a Cristo y su Evangelio en el centro; todo lo demás queda supeditado a ello (cf Mt 6,33); obrando desde este presupuesto Pablo relativizó las estructuras judías (no sin las consecuentes disputas con Pedro y los judaizantes) y abrió las puertas de Cristo a los paganos. Con Pablo la Iglesia se hace universal (católica), como Cristo fue universal.

Convendría en nuestro tiempo seguir los pasos del apóstol de los gentiles, dejar a un lado la espiritualidad legalista y hermética que los siglos han ido incrustando en la barca de la Iglesia, y lanzarse a predicar un cristianismo de rostro nuevo, el mismo rostro de Cristo que predicó san Pablo: “Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,22-25). 

Conviene a la causa del Reino dejar a un lado la idea de una Iglesia poderosa y triunfalista -hay quien confunde evangelizar el mundo con dominarlo-, y volver con san Pablo a la Iglesia de los pobres: “fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor” (1 Cor 1,26-29). Poner a Cristo en el centro de todo; “abrid de par en par las puertas a Cristo”, decía el Papa Juan Pablo II. La centralidad de Cristo y su Cruz en la predicación de Pablo debería ser para todos nosotros un referente esencial para evangelizar nuestro tiempo.

Se trata de pasar de una Iglesia acomodada a una Iglesia en diáspora, siempre en camino, resuelta a hacer presente la soberanía de Dios y del hombre sobre cualquier cosa que le oprima. Iglesia de tránsito, de debilidad, de libertad ante los ídolos de este mundo: "Para la libertad nos ha liberado Cristo" (Gal 5,1).



* * *
Celebremos a san Pedro y a san Pablo congratulándonos de la unidad y la pujanza misionera de la Iglesia, pero sin olvidar que vivimos en el “ya, pero todavía no”; ciertamente que ya hay unidad en la Iglesia, Pedro (el papa) la garantiza, pero todavía nos queda mucho por hacer al respecto, porque las divisiones internas existen en mayor o menor grado; también son muchos los esfuerzos que se hacen para seguir extendiendo el Evangelio de Dios por el mundo, y muchos son los signos que atestiguan la fuerza del Reino, pero todavía queda mucho por hacer. 

¡Que Pedro y Pablo, la unidad interna de la Iglesia y su proyección exterior, sean para nosotros motivo de alegría y compromiso misioneros! Es un deseo y una oración para este día de los santos apóstoles Pedro y Pablo. 


Casto Acedo Gómez. Junio 2020
paduamerida@gmail.com.

jueves, 25 de junio de 2020

Cruz, acogida y evangelización (28 de junio)


Familia y discipulado

La lectura del evangelio de hoy es la conclusión del capítulo diez de san Mateo, que recoge el llamado "discurso apostólico", serie de consejos dados por Jesús a sus apóstoles de cara a una misión que no será fácil. 

Jesús dirá de sí mismo que no ha venido a traer paz sino espada (v.34), y avisa de que los problemas van a surgir incluso con los más cercanos, la propia familia; se enfrentarán “el hijo con su Padre y la hija con su madre, la nuera con la suegra, los enemigos de cada uno serán los de su propia casa” (vv.34-36). 

Ante las dificultades externas que encontrará el apóstol (rechazo, persecuciones) Jesús aconsejará perder los miedos, ya que el Padre no les dejará de su mano (vv. 29-30)

Al apóstol se le exige una entrega total. El amor al Señor habrá de ocupar el primer puesto en su consieración: estar incluso por encima del amor a los parientes más cercanos: "El que quiera a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi. El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, nones digno de mi" (v.17). Palabras que sin un contexto adecuado parece una suprema contradicción que hayan sido pronunciadas por quien nunca negó sino que  recapituló la validez del cuarto mandamiento, que manda amar a padre y madre (cf Mt 5,17; 19,19). 


¡Cuántos líderes de grupos sectarios veces habrán utilizado estas palabras para alejar a sus seguidores de los afectos familiares y fijarlos a la causa de la secta! Pero no es esa la intención de Jesús. Leído en su contexto y aplicando el más elemental sensus fidei Jesús no está invitando a volverse contra la familia, sólo está indicando que los problemas que por su causa puedan surgir dentro de ella, han de ser dirimidos sin renunciar a la propia libertad personal. 


Elegir ser discípulo, aunque suponga rechazo por parte de los tuyos, no exige que te separes de ellos ni que los odies por no comprender tu fe. Precisamente la adscripción a las enseñanzas cristianas te exigirá una mayor delicadeza y dedicación a la propia familia. Si, como dice la primera carta de Juan “quien no ama al hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20), ¿será esto menos cierto cuando hablamos de aquellos a quienes por lazos familiares nos sentimos obligados? 

Ser discípulo de Jesús no debe contaminar sino más bien sanar las relaciones parentales. Se pide, pues, radicalidad en el seguimiento, pero ese imperativo supone acompañado de unas actitudes positivas con los tuyos, pero sin renunciar a la fe cuando entra en conflicto con ellos. Esta es una cruz que suele aparecer en la vida del cristiano y que no debe evadir sino gestionar. “El que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mi” (v,38).


Cruz y discipulado 

Partiendo de esta concreción de la cruz  y su significado en la vida familiar, podríamos preguntarnos qué significa para el discípulo la cruz. Y lo primero es constatar que en la Iglesia se habla de ella como “la señal del cristiano”. Pero ¿no es el amor la señal que nos identifica? Pues sí. “En esto conocerán que sois discípulos míos, si os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35). Amor y cruz se identifican. Por eso podemos decir que lo propio de nuestra fe es el amor en la dimensión de la cruz, el amor ágape, que no mira a sí mismo sino a los hermanos. 

Me gusta decir que los términos “cruz” y “realidad” son equivalentes para el evangelio. Cuando Jesús dice que “el que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí” (v. 38) no hace otra cosa que invitar a tomar la propia realidad histórica personal y social, vivirla y llevarla adelante con amor. Llevar la cruz es aplicar amor a la situación personal, tal vez marcada por alguna enfermedad o limitación congénita. ¡Qué lejos está esta concepción de "cargar con la cruz" de aquella que busca cruces exóticas con el uso de cilicios y otros artilugios de tortura, prácticas supuestamente  ascéticas ya que están desligadas de un amor concreto a Dios, al que considera un tirano exigente, al hermano e incluso a uno mismo!

Llevar la cruz es vivir buscando solucionar con amor los problemas que surgen en las relaciones familiares; o luchar por arreglar las situaciones laborales complicadas a menudo por la falta de un trabajo digno o por la realidad de la explotación; o afrontar con empeño una salida justa a los problemas sociales que te toca en suerte vivir. La cruces son conflictos dolorosos  que requieren mucha purificación en quienes los afrontan para encontrar soluciones. El reto está en hacerlo todo sin perder la paciencia y el amor. La referencia la tenemos en la cruz de Jesús. ¿Cómo vivió el rechazo? ¿Cuál fue su reacción ante los problemas reales que encontró en su camino? 

Jesús dio su vida por nosotros. Antes que responder con odio y venganza -lo cual hubiera supuesto la victoria del mal- en la cruz optó por no soltar la perla que da valor al madero: el amor. Este es el camino de la cruz. “El que pierda su vida por mi, la encontrará” (v,39). 

Acogida y discipulado 

Jesús termina su discurso con unas hermosas palabras que hablan de acogida. Si quienes rechazan a los discípulos están rechazando a Jesús, la otra cara de la moneda es la gratificante experiencia de quienes son acogidos por el hecho de ser discípulos. 

Mi experiencia como sacerdote, y la de muchos fieles que se dedican a la misión, es que generalmente somos acogidos por la gente con un cariño que está más allá de lo que merecemos. Las palabras de Jesús: “el que os acoge a vosotros, me recibe a mí” (v.40) las ve cumplidas sobradamente quien honradamente se dedica a la misión. 

La experiencia de ser acogidos nos lleva a valorar la acogida como una virtud fundamental. Se habla mucho de ella en el ámbito de la escucha y la ayuda, nosotros hablamos de ella como algo esencial en la labor de  Caritas. Acoger es recibir, dejar entrar en la propia casa, en la propia vida. Me he referido a la dicha que supone para el evangelizador “ser acogido”, aceptado, comprendido en su ministerio. El texto evangélico de hoy se refiere a la acogida que se da a Jesús en sus misioneros, actitud meritoria del “que recibe a un profeta, … a un justo,… a un discípulo” (v. 41). Anima así a los suyos. Ser misionero tiene también su premio. Pero a su vez, quien recibe al misionero no perderá su paga (v. 42).


Acogida y nueva evangelización 

Acoger y ser acogido. Amar y ser amado. En activa o en pasiva estos verbos conjugan todo el quehacer de la evangelización. Juntos. Digamos algo sobre la necesidad de una Iglesia acogedora. 

Nos quejamos a menudo de que la Iglesia no es bien recibida por el mundo contemporáneo. Ahora bien, ¿es la Iglesia acogedora con el mundo? Acoger como Iglesia es “abrir las puertas”, dejar que otros entren en la vida de la comunidad con sus realidades: sus dudas, sus tropiezos, sus peculiaridades. Acoger no es pretender que quienes vengan sean uniformes con los que ya están, no es someterlos a los cánones y rituales más allá de lo que mandan los preceptos evangélicos. 

La nueva evangelización ha de estar marcada por la acogida. ¿Acaso no nos enseñó Jesús a acoger a publicanos y pecadores? Sin embargo, parece que en la Iglesia esta virtud ha de estar precedida de una purificación especial por parte de quienes se acercan a ella. Con excesiva frecuencia se demoniza a quienes no cumplen los cánones y exigencias morales para acceder a los sacramentos, y parece que reducimos la acogida de la Iglesia a los “puros”, a los ya salvados y dignos de celebrar los Misterios . Esto no deja de ser un  refinado fariseísmo.

 En la primera Iglesia hubo simpatizantes y catecúmenos, personas no bautizadas, desconocedoras del misterio de la Cruz, a las que se recibía con los brazos abiertos; personas rotas por la vida que buscaban un poco de luz, a los que se les trataba con una predilección especial, con ternura y respeto, esperando con paciencia que Dios fuera haciendo en ellos su obra. Si se pude hablar de “opción por los pobres” en la Iglesia, esta es una de sus caras más urgentes: optar por acoger y acompañar a los que tienen hambre de Dios. 

En una encuesta realizada en Canadá hace unos años se preguntaba la razón por la que la gente no se acercaba a la Iglesia. La respuesta de muchos fue que cuando entraban en ámbitos eclesiales se sentían juzgados y señalados; poco acogidos. ¡Qué distinto de la mirada de Jesús a Zaqueo, a la pecadora pública que le lavó los pies en casa de Simón, al ciego de nacimiento, a Mateo, etc. ¡Tenemos mucho que aprender del Maestro! 

Por su parte, un evangelizador que no sea acogido no tiene por qué deducir necesariamente que lo sea a causa de su valentía evangelizadora. Hay quien confunde la parresía (valentía evangélica) con la obstinación fundamentalista. El anuncio valiente del evangelio no consiste en sacar pecho e imponer doctrinas dogmatistas y cerrados criterios morales, sino en defender la causa de Dios, su amor misericordioso, por encima de cualquier otro valor. 

Si la persecución viene causada por un exceso de amor en defensa de los pobres, los débiles y los pecadores (que no es defensa de la miseria, el poder y el pecado), enhorabuena. Forma parte de la dinámica del profeta el ser perseguido y marginado por los poderes instituidos. Pero seamos cautos y no confundamos algo tan serio como el martirio con la parodia de “hacerse el mártir”. Jesús murió crucificado, pero nunca se quejó de la realidad-cruz que le tocó vivir en su momento histórico. Éste es el camino, vivir con brazos abiertos hacia todos, y, con permiso del Maestro, poner la otra mejilla cuando, ya sea desde dentro o desde fuera, vengan los palos. Mucho valor, mucho amor, mucha humildad, mucha paciencia. Cargar la cruz. Cualidades del apóstol.

* * *
Un domingo éste para evaluar nuestro discipulado desde la aceptación de la cruz según la enseñanza y la vida de Jesús. ¿Acepto la realidad de mi cruz diaria? ¿Hasta qué punto me siento acogido por Jesús? De este sentimiento depende la acogida que haces a los demás; y de la acogida que hago al hermano puedo deducir mi fe en el Dios de la misericordia. 

Casto Acedo.  Junio 2020
paduamerida@gmail.com.

miércoles, 24 de junio de 2020

Dar sin esperar nada a cambio

13º Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A
2Re 4,8-16  -  Rom 6,3-11  -  Mt 10,37-42

   Jesús al enviar a los apóstoles para que anuncien el Reino de Dios,
les pide que sean misioneros pobres, comprometidos con los pobres.
Escuchemos y practiquemos las últimas frases de este discurso.
*El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí
   Jesús jamás dice que no debemos amar a nuestros padres o hijos.
Recordemos que Él insiste en cumplir con el cuarto mandamiento
(Mc 7,9-13;  10,19); y Él mismo obedece a sus padres (Lc 2,51).
Lo que dice es: que no se puede amar a nadie, más que a Él. Para ello,
debemos superar los límites de la pequeña familia egoísta, y abrirnos
a la gran familia que Jesús anuncia: Cualquiera que hace la voluntad
de mi Padre, éste es mi hermano, mi hermana, mi madre (Mc 3,35).
*El que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí
   Los discípulos de Jesús deben tomar su cruz y seguirle, porque,
la cruz de Jesús es consecuencia del compromiso libre que asume:
anunciar la Buena Noticia que Dios es nuestro Padre… que todos
debemos vivir como sus hijos… y como hermanos entre nosotros.
San Pablo desde su experiencia dice: Estoy crucificado con Cristo.
Y ahora no vivo yo, sino que Cristo es quien vive en mí (Gal 2,19s).
Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de Cristo, por el cual
el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (Gal 6,14).
*El que sacrifica su vida por mi causa, la salvará
   En una sociedad mayoritariamente creyente: ¿Cuántos cristianos
anunciamos la Buena Noticia con el testimonio de nuestras obras?
¿Qué hacemos por las personas no solo pobres sino miserables,
que no tienen lo necesario para vivir dignamente?
¿Practicamos el mandamiento nuevo de Jesús que nos dice:
El amor más grande es dar la vida por sus amigos (Jn 13,34s)?
El apóstol Pablo, con su ejemplo, nos muestra un camino misionero:
Ahora me alegro de sufrir por ustedes, porque de esta manera
voy completando en mi propio cuerpo, lo que falta a los sufrimientos
de Cristo para bien de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1,24).
*El que acoge a ustedes, a mí me acoge… y acoge a mi Padre
   Hay creyentes y personas de buena voluntad, quienes para acoger
a los hermanos y a las hermanas pobres de Jesús se esfuerzan
por dejar el virus de la indiferencia… y ponen su corazón
allí donde hay personas desamparadas o que sufren injustamente:
-Los minusválidos que necesitan amistad y compañía de una persona.
-Los ancianos abandonados que sueñan que alguien se ocupe de ellos.
-Escuchar a las personas deprimidas y angustiadas.
-Tener la capacidad de ver las necesidades de tanta gente y ayudarles.
-Caminar y acercarse a los que viven solos y necesitan protección.
-Abrir la mano, no para arrojar unas cuantas monedas al mendigo,
sino para compartir el pan con el hambriento, dar de beber al sediento,
acoger al forastero-emigrante, vestir al desnudo, sanar al enfermo,
abrazar al preso, oír sus problemas y, si es posible, liberarlo (Mt 25).
   Ellos, como simples servidores, hacen eso gratuitamente (Mt 10,8).
*El que dé un vaso de agua a un discípulo mío, tendrá su recompensa
   Jesús quiere que todos vivamos como hermanos: A nadie llamen
maestro… porque todos ustedes son hermanos (Mt 23,8). Para ello,
tratemos al ser humano como hace Jesús, pues todos somos iguales.
Solo entonces, un gesto tan sencillo como es dar un vaso de agua,
tendrá su recompensa. Pero, hoy, ¿qué hacemos para dar de beber,
a millones de niños, jóvenes, hombres y mujeres que carecen de agua,
en muchos países de Asia, de África y de América Latina?
   Jamás debemos olvidar que Jesús da importancia al agua:
-En unas bodas de Caná, convierte el agua en vino (Jn 2,1-11).
-Habiendo caminado, descansa al borde de un pozo. Al llegar
una samaritana para sacar agua, le dice: Dame de beber (Jn 4,3-42).
-Valora un gesto tan sencillo: dar un vaso de agua (texto de hoy).
-Deja Nazaret y va al río Jordán para ser bautizado (Mc 1,9).
-Crucificado injustamente, exclama: Tengo sed (Jn 19,28).
-Quiere que nos identifiquemos con sus hermanos sedientos (Mt 25).
   Con el cambio climático que sufrimos, el agua ya tiene más valor
que el metal precioso amontonado por las mineras transnacionales.
¿Para qué servirá haber secado la última laguna… haber cortado
el último árbol… haber matado el último animal… si todo ese oro
no sirve para comer ni para beber?, pero ya será demasiado tarde.
   Contentándonos con lo necesario, para que los pobres vivan mejor,
y cuidando la madre tierra, habrá llegado el Reino de Dios. 
J. Castillo A.

martes, 23 de junio de 2020

San Juan Bautista (24 de Junio)


Todos los que oían cómo Zacarías, padre de Juan, bendecía a Dios por haberle dado a su hijo  reflexionaban diciendo: “¿Qué va a ser este niño?”. Porque la mano del Señor estaba con él” (Lc 1,66).

Tras estas palabras, y antes de afirmar que “el niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; y vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80), el Evangelio de san Lucas coloca el canto del Benedictus; Zacarías, padre del Bautista bendice al Señor, Dios de Israel, porque no se olvida de su pueblo (ya se espera el nacimiento del Mesías; María estaba en su sexto mes): “Tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación, por medio del perdón de los pecados” (Lc 1,76-77). 

Para Zacarías el nacimiento de su hijo Juan es ya un anuncio de la llegada del Salvador: “nos visitará un sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1,78b-79a). Juan Bautista viene para disponernos a la luz, para que, cuando llegue, no nos sorprenda en la ceguera y nos perdamos sus beneficios. “Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz,… No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,6-8).

Juan Bautista, precursor de Jesús.

Son muy numerosos los textos del Nuevo Testamento que nos hablan del Bautista; incluso el mismo Jesús se dispendia en alabanzas hacia Él: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre lujosamente vestido? ¡No! Los que visten con lujo están en los palacios de los reyes. ¿Qué salisteis, entonces, a ver? ¿Un profeta? Sí, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: Yo envío mi mensajero delante de ti, él te preparará el camino” (Mt 11,7b-10).


Juan Bautista no es nada sin Jesús. La grandeza de Juan, de hecho, está en su pequeñez, en su “dependencia”, en su papel de “segundón", en su apagarse para que el Otro luzca. Vino para ser “testigo de la luz”, y él mismo no es nada sin la Luz. Frente a los "Yo soy" de Jesús, y a pesar de que Juan se presenta como "yo soy la voz grita en el desierto" (Jn 1,8), tal vez la definición más apropiada para el bautista sea la de "Yo no soy". El precursor de quien se va a anonadar por todos sabe estar en su sitio, que no es otro que el de ser en referencia a Otro. Su vida está íntimamente unida a la de Cristo, vive por Él y para él, hasta sufrir como Cristo el martirio. Jesús, al decir que le miremos nos incita a que le imitemos: “Os digo que entre los nacidos de mujer no hay otro mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él” (Lc 7,27). 

La grandeza moral de Juan es tanta, a pesar de su pequeñez humana, que el mismo Jesús lo compara con el profeta Elías: “Elías tenía que venir a disponerlo todo. Pero os digo que Elías ha venido ya y no lo han reconocido, sino que han hecho con Él lo que han querido. Del mismo modo van a hacer padecer al Hijo del hombre. Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan el Bautista”. (Mt 17,11-13).


Juan, el profeta

Juan es un profeta, el último profeta de la Antigua Alianza. Invita, como todos los profetas de Israel, a la conversión; prepara los caminos para que el Señor pueda nacer en el seno de su pueblo. Son características del profetismo su vocación específica (cf relatos de vocación profética), y su predicación sin miedos anunciando la cercanía actual o la llegada inminente de Dios, y  denunciando todo aquello que impide la instauración del Reino.

-Profeta es el que ha experimentado a Dios en su vida, el que se ha encontrado con él. De Juan Bautista se dice que ya saltó de gozo en el seno de su madre cuando María la visitó (cf Lc 1,44).

-Profeta es el que Dios llama para dar la vuelta a la realidad anquilosada; con el llega la contracultura, la toma de conciencia de la marginalidad frente a los poderosos. El profeta anuncia el cambio de las estructuras de pecado por estructuras de gracia. Si de algo tiene necesidad un mundo-pueblo desorientado, aburguesado y acomodado, es de profetas como Juan que pongan en entredicho la vacuidad e injusticia que supone vivir de espaldas a Dios y al prójimo.

-Profeta es el hombre capaz de acercar a los hombres el consuelo de Dios. "...Viene el que es más fuerte que yo, Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. ... Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio" (Lc 3,16.18).


Juan Bautista es profeta cabal,

-con su estilo de vida austero, “iba vestido con pelo de camello, llevaba una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre” (Mc 1,6), muestra la relatividad de las cosas de este mundo, su transitoriedad, y su poca importancia ante la “nueva luz” que nos espera;

-con su palabra anuncia dónde está la verdadera vida: en el seguimiento de Jesús: “Juan se encontraba con dos de sus discípulos, y “de pronto vio Jesús que pasaba por allí y dijo: -Este es el cordero de Dios. Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron a Jesús” (Jn 1,36-37). Así nos lo presenta el evangelio, como el que señala a Jesús; el arte lo representa siempre o bien con un cordero en sus brazos o a su lado,  o señalando con su dedo al Cordero que quita el pecado;

-también con su palabra denuncia las situaciones injustas, los pecados, tanto sociales: “El que tenga dos túnicas que le de una al que no tiene ninguna, y el que tenga comida que haga lo mismo … a los cobradores de impuestos: no exijáis más de lo establecido… a los soldados y funcionarios: no uséis la violencia, no hagáis extorsión a nadie y contentaos con vuestra paga” cf Lc 3,10-14) como personales; y en esto chocó con Herodes, “el tetrarca, que debido a sus relaciones con Herodías, la mujer de su hermano, y a todos los crímenes que había cometido, era severamente censurado por Juan. Así que a todas las tropelías añadió Herodes la de encerrar a Juan en la cárcel” (Lc 3,19-20). Más tarde sería decapitado por Herodes a petición de Salomé y su madre, Herodías (cf Mc 6,14-19).

-como profeta, su mensaje es universal, no se cierra en los límites nacionalistas: se abre a todos los hombres de todos los tiempos; el fin último no Juan no fue crear escuela, hacer un grupo propio, sino abrir los ojos de todos para encontrar al Todo, presente históricamente en Cristo.


“Es preciso que Él crezca 
y yo disminuya” 
(Jn 3,30)

Patrono de nuestra archidiócesis, de su vida y de sus enseñanzas evangélicas podemos extraer pautas importantes para nuestra renovación personal y eclesial. Y tal vez la primera enseñanza evangélica que nos da Juan sea la de saber esperar. La esperanza está íntimamente relacionada con la alegría, quien espera, goza ya de lo que espera. Junto con la Virgen María, Juan es protagonista del Adviento cristiano. Ellos vivieron con intensidad y alegría los momentos previos de la venida del Mesías; María, “la primera entre las mujeres”, con la fe puesta en la promesa del ángel de que en su seno vendría el Salvador del mundo, Juan Bautista con su invitación a “preparar el camino al Señor” y la llamada al cambio: “Arrepentíos, porque está llegando el reino de los cielos” (Mt 3,2-3).

Ser devoto y celebrar a san Juan Bautista supone, también, vivir en la austeridad, siendo “testigo de la luz”, profetizando en el mundo, anunciando el amor de Dios y desvelando la injusticia del hombre. Todo ello comporta, hoy como entonces, el riesgo de la persecución, e incluso el martirio. La valentía del testimonio cristiano, tan necesaria hoy como siempre.

Como Iglesia diocesana y como comunidad Parroquial, no podemos celebrar dignamente a san Juan Bautista sin sentir como nuestra su tarea de “preparar el camino al Señor”, dando testimonio de fraternidad, evangelizando sin buscar ningún protagonismo personal ni de grupo, procurando que sea la luz de Cristo la que brille en las tinieblas, aceptando que “es preciso que él (Cristo) crezca y que yo disminuya” (Juan 3,30). 

La Iglesia no debe caer en el error de predicarse a sí misma sino a Jesucristo. San Juan señala con su dedo la cruz de Cristo, su seguimiento, ¿hacía donde nos dirige nuestra diócesis? ¿Hacia dónde camina nuestra parroquia? ¿Hacia dónde vamos?


* * *

En esta solemnidad, desea fervientemente que la personalidad del Bautista cale en la Iglesia de Jesús; pídele que te enseñe qué tienes que hacer, sobre todo cuando haya peligro de división entre hermanos; Juan te aconseja entonces disminuir para que crezca Cristo, que relativices los grupúsculos y partidos eclesiásticos y absolutices sólo al Salvador. Poner a Cristo en el centro de tu vida personal y eclesial, por encima de tu pertenencia a un grupo o movimiento,  es un signo evidente de que has comprendido la misión y el mensaje del Bautista.

Casto Acedo. Junio 2020.  paduamerida@gmail.com.

sábado, 20 de junio de 2020

No tengáis miedo (Domingo 21 de Junio)


Poderoso caballero es don dinero

Dicen que el mundo lo mueve el dinero. Sostienen muchos, siguiendo las pautas culturales del ambiente, que todas las relaciones fueron, son y serán  económicas. Un artículo  no escrito del credo marxista, y también del  capitalismo liberal, confiesa que detrás de cualquier encuentro personal o acuerdo social se esconde un interés económico más o menos consciente.  

La gente se hace preguntas: ¿Por qué se apuntan tantos a la carrera política? ¿Por qué y para qué trabaja la gente? ¿Por qué se casa la gente? ¿Por qué no se casa? ¿A qué se debe el descenso de vocaciones a la vida consagrada? ¿Qué fuerza es capaz de sacar santos en procesión a la calle en nuestro siglo y en nuestros ambientes descreídos? ¿Qué intereses priman en las celebraciones religiosas más populares: Semana Santa, romerías, fiestas patronales, etc? Y la primera y casi exclusiva respuesta que hallan los mundanos analistas de fenómenos tales se corresponde con el famoso verso de don Francisco de Quevedo: “poderoso caballero es don dinero”. 

¿Hay algo más que mueva el mundo y los corazones? Si lo hay se ve poco, porque las gafas de la economía determinan tanto la visión de las cosas que resulta difícil ver más allá del Euro.

El dinero y otros intereses crematísticos  pueden servirnos de  respuesta a la pregunta sobre las razones que mueven a actuar a las personas de nuestro entorno; incluidos los creyentes en lo que tenemos de hijos de nuestro tiempo. El problema no es el dinero en sí, sino en convertir la afirmación de que el dinero  “puede servir a la vida” en "no hay más vida que el dinero". Cuándo éste se transforma en ídolo (cf Mt 6,24; Ef 5,6), caemos en el fundamentalismo económico, religión del mundo globalizado. Es una pena que la preocupación mayoritaria de las instituciones y de quienes no se ven directamente afectados por la enfermedad del Covid-19 no sean las personas, sino la economía. ¡Cuántos inocentes hemos sacrificado estos meses  en el altar de la diosa Fortuna!

Cuando todo se mira desde el polo materialista, valores como la solidaridad, la fraternidad, la familia, la salud, e incluso el amor, quedan desvirtuados y cosificados. La pregunta es: ¿Habrá en el mundo alguien que ponga el valor de una vida por encima de todas las riquezas? ¿De veras no hay nadie que actúe por pura generosidad? ¿Nadie practica algo  tan sagrado como es el amor gratuito? No perdamos la esperanza. Yo creo que sí. Porque si bien el amor con matiz interesado (eros) parece común a los hombres, no es del todo imposible  hallar personas que, traspasando los límites de su ego narcisista, amen a cambio de nada (ágape),  un amor que traspasa las fronteras de la mera carnalidad y se apoya en valores espirituales.

La cultura occidental  se ha ido distanciando de los valores espirituales que anidan en el centro de la persona, y se ha lanzado hacia el exterior potenciando el culto al dinero; eso sí, suavizando la devoción al becerro de oro con el cinismo de una estética teórica y mediática almibarada que canta y escenifica alabanzas a una solidaridad, fraternidad e igualdad que se adora más como utopía que como realidad. Se pretende un mundo con esas cualidades tan loables, pero por decreto ley y sin que suponga cambios en el estatus personal de los pretendientes.

Para que se produzca una auténtica revolución espiritual, humana y democrática, habría de darse un previo cambio de paradigma: situar como centro y eje de la sociedad los valores espirituales quitando el protagonismo a los materiales. Y como la sociedad en abstracto no existe, ese cambio de paradigma requiere de una conversión en las personas concretas. Mientras no se dé un giro hacia los valores interiores, un descubrimiento de la espiritualidad,  los vanidosos discursos  de políticos y curas, por muy hermosos y deseables que sean, solo serán cantos de sirena en el viaje hacia la Itaca del Reino. 

Sin lo espiritual, la realidad material es un cadáver; y sin lo material, la espiritualidad sólo es un espejismo. Ambas realidades se necesitan mutuamente; ahora bien, el crecimiento humano sólo se da cuando una sana espiritualidad informa y conforma las relaciones sociales y económicas. Hablamos de una espiritualidad comprometida, no de un espiritualismo evasivo. 


No tengáis miedo

 El Evangelio de hoy nos invita a evitar prejuicios y perder el miedo a la espiritualidad poniéndola  como clave duradera y necesaria para el concierto de la existencia; "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? (Mc 8,36). Esta enseñanza evangélica choca de frente tanto con el sistema liberal-capitalista como con el materialista-comunista. Porque ambos sistemas ponen el interés material (unos de manera más individualista y otros de modo más colectivista) como lo único verdadero.  

Los primeros cristianos debieron sorprender a sus coetáneos por su mentalidad antisistema que consideraba la vida terrena como tránsito para una vida eterna, lo cual relativizaba las cosas del mundo. “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Esta frase es toda una invitación a la libertad. Este “no tengáis miedo” nos recuerda a las apariciones del resucitado, cuando el miedo paralizó y confinó en un encierro voluntario a los, en otro tiempo, osados discípulos y discípulas de Jesús. 

"No hay miedo en el amor, el amor perfecto expulsa el miedo" (1 Jn 4,18). Cuando todos pensamos que lo contrario al amor es el odio, resulta que lo es el miedo. Suelo quejarme en mi fuero interno de que el mundo, o yo mismo, no amamos lo suficiente. Pero lo que realmente ocurre es que tengo o tenemos miedo a amar; me da miedo dejar la vida de comodidad que llevo (¡sería la muerte de lo que soy, porque mi vida se asienta en esa comodidad!); me da miedo cambiar mis opciones políticas, porque, aunque creo que no son las mejores para todos, el cambio puede tener consecuencias menos buenas para mi; tengo miedo a vivir como creo que debo poniendo en práctica mis propias convicciones, porque sospecho que, además de la ruina de mi imagen personal y de mi economía, se puedan volver contra  mi el cuchicheo de la gente, y las críticas mordaces de quienes esperan  mí  traspiés ansiosos por empujarme al abismo.

No tengáis miedo, … No tengáis miedo, … No tengáis miedo” (Mt 10, 26.28.31). Por tres veces se repite la llamada en el texto evangélico de hoy. Apartar el miedo del corazón se convierte en la primera tarea de quien aspira a ser espiritual. Es la primera tarea, ya que  por regla general las ataduras más fuertes que nos impiden volar suelen ser apegos materiales. Estamos demasiado atados al cuerpo, al vestido, a la vivienda, el salario, el seguro del coche, de la casa y de la vida; vivimos las realidades exteriores como si fuéramos eternos. Nos da miedo "soltar", liberarnos de los pesos que nos impiden volar.

Y por otro lado, el temor nos lleva a no invertir tiempo, energía y espacio a las cosas del espíritu, que es lo inmortal. “No tengáis miedo … a los que no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Una invitación a perder el miedo a edificar la vida sobre las realidades espirituales, es decir, amar la interioridad como la parte más valiosa, por imperecedera, del propio ser.

El Evangelio de hoy me dice: no tengas miedo a la verdad; ya sabes que tarde o temprano aparece, porque “nada hay encubierto que no llegue a saberse” (Mt 10,26). Vive con transparencia: ¡qué tranquila es la vida cuando no se tiene nada que ocultar, cuando no hay nada de qué avergonzarse!. No vayas contando tu vida a cualquiera, pero tampoco ocultes lo que eres; no tengas miedo siquiera a que tus deficiencias sean conocidas; cuando las aceptas creces en humildad, y ganas el respeto de los hermanos.


Y lo que Jesús te dice no lo escondas.  “Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea” (Mt 10,27). Sé que a menudo vivir como Jesús nos dice es complicado. Puede ser que el hecho de predicar el misterio de Dios (el modo de ser y vivir de Jesucristo) desde los balcones te acarree la persecución y la muerte social, como ya  le ocurrió a tantísimos mártires, que no sólo sufrieron marginación personal por su fe sino que llegaron incluso a perder la vida por causa de ella. No obstante, en esta batalla, ten siempre presente que Dios no deja solo a quien se deciden a amar la verdad y la vida. “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y sin embargo, ninguno de ellos cae al suelo sin que lo disponga mi Padre. Pues vosotros, hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” (Mt 10,29-3).
Despojarnos de los miedos

Perder el miedo es el primer paso para crecer en el espíritu, la primera condición para “amar”. Por eso conviene que te preguntes: ¿A qué tengo miedo? ¿Qué me impide amar como quisiera? ¿Qué me quita la libertad para poseerme y poder darme del todo a Dios y a los demás? Son preguntas que no se responden con la palabra sino con la vida concreta. ¿Has probado alguna vez a hacerlo?


Son muchos los que, con motivo de la pandemia del Covid-19 viven  instalados en el miedo. Hay quien se ha encerrado a cal y canto para escapar a la pandemia, y se han acostumbrado a vivir aislados; ahora les da pereza salir de la burbuja en la que han vivido estos dias. A otros les paraliza y les sume en la tristeza la imprevisión del futuro, la pérdida de trabajo, el horizonte gris que vislumbra para él y los suyos. A todos ellos les viene bien la llamada de Jesús: “No tengáis miedo”.  Vivid dentro,  cultivando la interioridad, pero no temáis salir. 

El paso de la pandemia nos puede ayudar a despojarnos de cosas que a la larga van generando miedos en nosotros, “esas certezas falsas y superfluas en torno a las cuales hemos construido nuestros horarios diarios", dice el Papa Francisco. Hemos visto cómo han caído a puestos muy bajos en la escala de valores cosas que hasta entonces considerábamos de suma importancia. Muchos agarres pierden valor  cuando viene la tempestad y todo parece derrumbarse. El Papa, en la impresionante oración que se emitió desde la vacía plaza de san Pedro, recordaba como los discípulos que,  con la barca en peligro de irse a pique, gritaban a Jesús: "¡No te importa que nos hundamos! Jesús les reprende: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe" (Lc 8,16). 

Salir a flote es cuestión de fe. No tengas miedo a nada en la vida. Puedes sufrir desgracias, persecuciones, críticas descarnadas, rechazo y olvido de quienes creías amigos tuyos, … Entonces pregúntate: ¿dónde estoy yo? ¿dónde está mi alma? ¿cómo anda de verdad, de bondad y de coherencia? Lo importante es que tu alma no se acobarde y se eche atrás en el seguimiento del Evangelio. Lo que importa es la fe. Cuando tú eres fiel no te quepa la menor duda de que Dios, que no deja caer al suelo al gorrión sin que Él lo disponga, también te sostendrá a ti en momentos de persecución y amenazas.

Canta al Señor, alaba al Señor, que libera la vida del pobre de las manos de la gente perversa, de las ideas, sentimientos y deseos que se apoderan de tu corazón y conceden más valor a lo perecedero que a lo eterno. No tengas miedo, porque Dios va contigo.


Casto acedo. Junio 2020