jueves, 29 de abril de 2021

La vid y los sarmientos (V de Pascua. 2 de Mayo)



Vivimos la “cultura del picoteo”. Jóvenes y adultos, abrumados por las inmensas posibilidades de información que llegan a través de los medios, especialmente internet, nos dedicamos a picar de aquí y de allí en un no parar estresante, pasando de un periódico digital a otro, de un tema al siguiente, de una información a otra sin apenas digerir lo leído, escuchado o recibido como noticia. Este modo de actuar ocurre también en las relaciones; no es raro hoy pasar de una a otra relación de amistad o incluso de pareja sin apenas degustar lo vivido.

No hace mucho nos concedíamos tiempo para leer reposadamente un periódico o un libro, para escuchar una y otra vez un tema musical hasta hacerlo nuestro, para gozar de la visión repetida de una película, o para cultivar y madurar sin prisas una relación. Hoy apenas pasamos sobre la epidermis de la noticia, la música, la imagen o las personas, como si participáramos en una carrera de obstáculos con obligación de llegar los primeros y estar a la última.

Queda claro que en esta cultura de la dispersión no degustamos con paciencia los platos que nos ofrece la vida Nos vivimos como si estuviéramos siempre en la antesala de la plenitud, probando esto y aquello, y pasando sin transición de la fruición al tedio de las cosas y las vivencias. “Cultura del picoteo”, del estrés sistemático, de las prisas, de la angustia obsesiva por estar a la última en el pensar, el aparentar y el disfrutar, aún a sabiendas de que cuando crees alcanzado lo último siempre hay algo más allá que no te deja disfrutar lo presente.

Pues bien, para esta época en la que lo común suele ser la “impermanencia” de todo, Jesús propone la “permanencia”, amarrar la vida a un pilar solido al que los vientos de la moda no puedan zarandear a capricho. ¿Dónde encontrar ese amarre seguro?  Aunque  parezca pretencioso, el mismo Jesús se ofrece como tal: “El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” (Jn 15,5). Como respuesta a la dispersión: la unidad con Dios en Cristo que garantiza y pasa por la unidad con la Iglesia y procura la unidad con uno mismo.
 
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Unidad con Cristo

Los hombres nos pasamos la vida buscando, yendo como picaflores a la conquista del néctar perfecto, aquel del que esperamos la plenitud. Como hizo en su momento san Agustín, buscamos la vida en las cosas perecederas, en la sensualidad, en las filosofías, en los afectos humanos; nuestro corazón vive inquieto y revolotea de acá para allá esperando encontrar algo que le haga definitivamente feliz.

San Agustín, maestro ejercitado en la búsqueda de la verdad, encontró finalmente aquello (mejor a Aquél) que buscaba con tanto empeño. Dejó el picoteo y pudo al fin disfrutar del banquete de la vida con plena satisfacción. Su encuentro con Dios supuso para él un descanso, como lo es para todo el que por fin encuentra en Cristo su “estancia”.

Para muchos hombres a lo largo de la historia conocer a Jesús y aceptarlo como el amor de su vida, entrar en relación con Cristo y dejar que éste llene cada rincón de su casa (alma, corazón) ha sido una experiencia gozosa y plenificante. A partir de entonces su vida fue distinta; vivían secos y dispersos como el sarmiento separado del tronco de la vid y al unirse nuevamente a la vid han comenzado a verdear y a dar fruto abundante. De vivir estresados y obsesionados por las cosas perecederas pasaron a la serenidad y la  creatividad que da el sentirse libre de dependencias mundanas. 

Unirse a Cristo, lejos de ser para ellos una atadura, fue una liberación. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gal 5,1). Desde aquí podemos entender a G. K. Chesterton, converso en su madurez, cuando dice que el catolicismo "me liberó de la esclavitud de ser hijo de mi tiempo", porque quien permanece unido a Cristo está por encima de las modas intrascendentes.

Unidad eclesial

Pero no sólo para vivir con Dios nos libera Cristo. Para un cristiano vivir unido a Dios no es posible ni verdad sin vivir la unión con los hermanos. ¿No parece un poco ridícula una vid con un sólo sarmiento? La imagen de la vid y de la viña, tan recurrente en el Antiguo Testamento, es retomada por Jesucristo no sólo para darnos una imagen de la relación personal con Él sino también para destacar la importancia de la comunidad. Cambiando los términos: para Jesús las cepas o los sarmientos de la viña no son ya el pueblo de Israel sino los que creen en Él.

La vida del discípulo no fructifica sólo porque éste se crea unido íntimamente a Jesús. Es verdad que la experiencia personal de fe, la oración personal, el sentimiento particular de pertenencia y comunión con Dios, son importantes. Pero esa experiencia individual no apaga la ansiedad de la búsqueda. Estar unido a la vid, permanecer en ella, implica también el  sentimiento y la realidad de la permanencia y pertenencia a una comunidad. 

La savia que corre por las venas de la vid es el Espíritu Santo, agente de comunión que está en el origen de la Iglesia, comunidad de todos los que se saben unidos por un mismo Espíritu. Cuando san Pablo se encontró con Cristo camino de Damasco, tras su conversión, “trataba de juntarse con los discípulos” (Hch 9,26); sabía que su adhesión a la persona de Cristo no era completa sin su inserción en una comunidad de creyentes. Permanecer en Cristo no es posible sin abrazar también en un mismo Espíritu a su Iglesia.

He aquí una enseñanza y una tarea. Procurar que cada uno de los hombres y mujeres del mundo encuentren refugio en el conocimiento de Cristo y se unan a Él por el Espíritu y la fe; pero también es tarea de trabajar por la unidad de los cristianos, porque el lugar de refugio que es Cristo no se reduce a una celda solitaria sin referencia a una comunidad universal; “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. (Jn 17, 21).  La alegoría de la Vid y los sarmientos, como la del cuerpo que nos aporta la predicación de san Pablo (cf 1 Cor 12,12-31), nos hablan de unidad y comunidad, de la importancia de permanecer en Cristo y sentirnos por y en  Él unidos a  los hermanos.
 

Unidad personal

Y no podemos dejar de mencionar el hecho de que la unión con Dios (fe) y  la unidad eclesial (amor al prójimo, comunidad) es imposible y no es auténtica si la persona no vive unificada en sí misma; es decir, no hay verdadera vida cristiana si el hombre vive disperso, roto interiormente, esclavo de pasiones que le llevan a hacer el mal que no quiere (cf Rm 7,18-20). Quien está en esa situación vive en la mentira. Por eso la primera carta de san Juan apremia: “Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn 3,18).


Quien lo hace así vive con una conciencia unificada, y consecuentemente con la conciencia tranquila. Si leemos detenidamente el texto de Jn 3,18-24 podemos descubrir que aparece por cuatro veces la palabra conciencia;  a decir del Concilio Vaticano II la conciencia “es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto mas intimo de aquélla”. (GS 16). La conciencia del hombre es el núcleo de su libertad, de su grandeza, de su dignidad, la clave de su realización personal. 

Cuando un hombre es sensato, leal, cabal, decimos que tiene conciencia; cuando no es así le llamamos inconsciente. Podríamos decir que cuando uno vive dejándose guiar por una conciencia recta y bien formada es feliz, pero cuando se deja llevar por las veleidades de una conciencia acomodaticia, no haya la paz.
 
Una vida unificada por la conciencia es una vida plena que facilita el acceso al encuentro con los hermanos y con Dios: “Si la conciencia no nos condena podemos acercarnos a Dios con confianza” (1 Jn 3,21). Tener la conciencia tranquila es el mayor premio de  la vida; nos hace sentir la cercanía de Dios, del prójimo y de toda la creación. ¿No has sentido nunca esa experiencia? Pues a eso se llega con una práctica vital consecuente con la fe que se profesa, viviendo en  sinceridad y honestidad.
 
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Si vives disperso, roto, desmalazado, y no acabas de encontrar tu sitio. Si estás enganchado a la “cultura del picoteo”, del individualismo, de las relaciones epidérmicas, si buscas a Dios y no acabas de dar con Él, ¡párate! 

San Agustín, tras su conversión, reconoce que Dios siempre estuvo a su lado, pero fue incapaz de verlo porque vivía descentrado: “Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y por fuera te buscaba … Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí  -dispersaban mi mente, mi corazón y mi conciencia- aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”. Así cuenta su conversión ese gran santo

 Ahora te toca a ti pararte, procurar sentir la unidad fundante que es Dios, la unidad militante que es la comunidad y la unidad personal que es tu conciencia unificada. ¡Que el espíritu de Jesucristo te conceda sentir estas cosas!

Casto Acedo Gómez. Mayo 2021. paduamerida@gmail.com 

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