jueves, 9 de septiembre de 2021

Convertirse

En unos días de retiro espiritual cerca de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a los suyos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Tras varias respuestas en las que  le identifican con Juan Bautista o algún profeta esperado, en un arranque de lucidez espiritual (iluminación), Pedro proclama la divinidad de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y Jesús confirma su fe otorgándole un lugar de preeminencia en la Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra -la piedra de la fe en Cristo proclamada por Pedro- edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18).
 
Es importante entender que lo que hace grande a Pedro no es su persona sino la fe que confiesa  y es depositada en sus manos. Pedro es débil,  la fe que se le transmite es fuerte.

 Apoya esta tesis de la primacía de la fe sobre la persona de Pedro el hecho de que el mismo Pedro no tarda en recibir un buen varapalo del mismo Jesús: “Quítate de mi vista, Satanás; tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16,23). La osadía de Pedro al corregir al Maestro nos muestra que aún no estaba madura su respuesta de fe; aún no entraba en sus cálculos aceptar la cruz como camino para la glorificación.
 
La fe se confirma en la prueba
 
Aquello de ser la “piedra” donde se edifica la Iglesia debió parecer a Pedro algo maravilloso. Lo que no debió gustarle tanto es asumir que ser creyente y jefe de los creyentes llevara consigo sufrimientos; le costó entender que ser Papa más que un privilegio es una carga, una tarea que no siempre resulta agradable. Todavía Jesús no había “ofrecido su cuerpo como hostia (ofrenda) viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1), mostrando así, como dice el prefacio en la fiesta de la Transfiguración, que “la pasión es el camino para la resurrección”. Al final de sus días, tras una vida de conflictos y persecuciones, también Pedro pudo finalmente confirmar su fe con el martirio.
 
El pecado de Pedro, que podríamos decir que, para bien y para mal, es figura de la Iglesia -de todo discípulo-, nos viene a recordar que aunque seamos cristianos confesos no estamos exentos de ceder terreno al maligno en nuestra vida personal, social y eclesial. En una palabra: no debemos caer en la trampa de creernos convertidos del todo; y por supuesto hemos de evitar caer en la tentación de enmendar la plana al mismo Dios cuando no comprendemos su voluntad o no la queremos comprender porque no responde a nuestros intereses o expectativas.

A este respecto, conviene  revisar nuestra vida cristiana cada día, porque ésta no se da para siempre en el momento del bautismo sino que, como dice san Pablo, se ha de reafirmar día a día “por la renovación de la mente” (Rm 1,2), expresión que encierra una invitación a la conversión, una llamada propia del tiempo de Cuaresma que resuena para nosotros también en los días finales del verano. 

El camino cristiano no es de subir y nunca bajar; que lleguemos a un punto de experiencia y a la confesión de fe no implica que ya esté todo hecho. La llamada a conversión es una constante en la vida. Quien crea que ya ha llegado a la "inmovilidad", es decir, a un momento en que no tiene que cambiar nada en su vida, es que está muerto. La tarea de la conversión o cambio de mentalidad  ha de ser una contante en la vida. 
 
 
¿Qué es convertirse?
 
1.- Entender la fe como algo que está más allá de las ideas. No se trata de idealizar la vida, sino de vivir en la dimensión de la cruz; no consiste en ser fiel a la liturgia (el culto) cristiana, en ofrecer sacrificios, hacer o dar cosas para justificarnos ante Dios. No se trata de dar algo a Dios, sino de dar-me (yo mismo): “Os exhorto a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). Jesús propone esto a sus discípulos con otras palabras: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
 
2.- Convertirse es adoptar la mentalidad de Dios, mirar las cosas desde su punto de vista. “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 1,2). Envueltos por un ambiente cultural donde prima el culto al “yo”, convertirse es dar pasos hacia el Tú (con mayúsculas), algo que posibilita entender y comprender a los otros “tú” (con minúscula) que son los hermanos.

No ajustarse al mundo es una tarea ardua. Es más fácil, placentero y descansado dejarse llevar por la corriente imperante. Pero el discípulo de Jesús no vive ávido de novedades, ni busca “lo que se lleva”, busca la verdad de Dios manifestada en Jesucristo. A la hora de actuar el buen cristiano se preguntará siempre cómo habría obrado Jesús (Dios) en cada situación concreta; y siempre buscará agradar a Dios antes que a los hombres (cf Hch 5,29), aunque ello suponga contratiempos y sufrimientos.
 
3.- Convertirse es optar por la vida misma de Jesús. En Él tenemos la garantía de la victoria, la ganancia de todo. “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26) ¿Dónde está la vida? En el poder, en las riquezas, en el prestigio personal,... nos dicen. Y los hombres del siglo XXI seguimos perdiendo la vida ofuscados en el culto a esos ídolos. ¿Encontramos ellos la vida? ¿Somos realmente tan felices como pretendemos aparecer en facebook? Parece ser que no, que malogramos la vida embarcados en la alienación y el estrés que genera la carrera por “tener más”,  “ser más” y “aparentar más”; llevamos una vida acelerada que nos conduce a un inmenso y creciente vacío existencial, una vida –en definitiva- “sin Dios (Amor)”, una vida que revelará su tremenda fealdad en la hora de la muerte, porque habrá sido una vida perdida en superficialidades.

Una vida "plena", “ganada”,  es una vida “con Dios”, una vida que realiza su vocación de servicio a Dios y los hermanos. “Si uno quiere salvar su vida la perderá” (Mt 16,24). Perder la vida por Cristo y su evangelio es el signo de la identidad cristiana; el “martirio” entendido como testimonio es la prueba definitiva de la conversión. En el martirio muestra la vida cristiana toda su belleza.


 
* * *

En la Eucaristía el Señor se ofrece por ti y para ti como “hostia viva, santa, agradable a Dios”. Cuando participas en la mesa del altar comulgas la misma vida de Cristo, te haces uno con él muriendo en obediencia al Padre. Vivir la misa y seguir los pasos de una espiritualidad eucarística (“presentar vuestros cuerpos como ostia viva, santa, agradable a Dios” Rm 1,1) no es perder la vida, aunque los paganos digan lo contrario, es ganarla viviendo día a día en la belleza del amor. 

No olvides lo que dijo Jesús a Pedro: sobre esta "piedra" edificaré mi Iglesia. La piedra es Jesús, el  Cristo: "la piedra que desecharon los arquitectos es la piedra angular" (Mt 21,42); "la roca era Cristo", (1 Cor 10,4). La Iglesia se edifica sobre esta Roca; firmeza de fe que encuentras proclamando y viviendo la fe en Cristo, hijo de Dios, Verbo encarnado,... fe que proclama para ti la Iglesia de Pedro, pecadora como él, y también santa. 

No olvides que tu también eres roca, piedra que edifica la Iglesia. También depende de ti la solidez del edificio. Toca hoy de rezar  por la Iglesia y por el papa Francisco, sucesor de Pedro, débil como él, pero garante del camino que te lleva a Jesucristo. "La fuerza se muestra en la debilidad" (2 Cor 12,9). Y también, en lo personal, contempla cómo en tu debilidad arraiga la fuerza de la fe en el Evangelio. No temas. Comulga con Cristo en su Iglesia y sigue adelante.
 
Casto Acedo GómezSeptiembre 2021.  paduamerida@gmail.com.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario puede ayudar a mejorar este blog