jueves, 27 de septiembre de 2018

Un problema en la Iglesia

 
Me envía mi amigo Arturo Picazo un artículo sobre el tema de la pedofilia en la Iglesia, invitándome a que, si lo considero oportuno, lo incluya en el blog. Y así lo hago. Espero que nos sirva de reflexión sobre un tema que como se indica, sufrimos todos los católicos como "cuerpo místico" y acerca del cual, por motivos más o menos fundados de prudencia pastoral,  pocas orientaciones episcopales y prédicas parroquiales se han ocupado de aclarar de manera específica.  
 
* * * * *
 
Desde hace al menos diez o doce años venimos despachándonos casi a diario con noticias sobre abusos sexuales por parte del clero. A diferencia de otras noticias que, de tanto repetirlas, terminan por perder interés ante el exceso de exposición, en el caso de estos abusos  no se registran pérdidas; al contrario, por cada nuevo caso se renueva la misma atención original, en parte, por el enorme prestigio con el que hasta ahora ha contado la Iglesia Católica a pesar de sus eventuales o continuos detractores, y, en parte, porque no deja de asombrar que una institución que tanto ha predicado por la contención sexual se vea ahora salpicada por todo lo contrario.  
Entre quienes siguen las noticias al respecto los hay de dos tipos: aquellos que la siguen por puro interés y aquellos que la siguen con preocupación. Entre los primeros, puede haber curiosos neutrales o esos detractores eventuales o continuos que tendrán ahí munición más que suficiente para arrojar a una institución que ya de por sí les irrita cuando no odian. Entre los segundos, se encuentra la multitud de católicos a la que les duele todo lo que está sucediendo y entre los que me encuentro.     
No se trata ahora de decir aquí que son casos aislados (en algunas diócesis norteamericanas no han sido tan  aislados). Tampoco se trata de ampararnos en que la gran mayoría, abrumadora mayoría diría yo, de obispos y sacerdotes  no han tenido nunca nada que ver con estos escabrosos asuntos, lo cual es una rotunda verdad incontestable.
De lo que se trata en estos momentos es de abordar (al menos por mi parte)  en cómo hasta ahora se ha llevado tan espinoso asunto, no a nivel disciplinario (los fallos en este sentido lo tendrán que decidir  jueces, policías, otros expertos y  los responsables de la  propia Iglesia) sino a nivel de práctica informativa por parte de cada diócesis particular, se hayan dado casos o no.
Un equivocado silencio. 
 Si algo tiene claro un católico es que la Iglesia es universal, catolicidad no quiere decir otra cosa. A poco que desde pequeño se haya atendido medianamente bien a las catequesis y predicaciones, la Iglesia como cuerpo compuesta de miembros le queda claro al catecúmeno u oyente. El desarrollo de la teología paulina a este respecto es muy visual y potente. Si un miembro sufre, dice Pablo, todo el cuerpo sufre.
Aquí está uno de los quid de la cuestión que el católico de a pie se ha tenido que tragar solo sin la más mínima explicación por parte de quien debería darla. No es justificación el hecho de que en mi diócesis no se haya dado un solo caso como para que, los acaecidos en otras, sean silenciados, sin duda con la buena intención de “para qué airear hechos tan lamentables”. A un católico le duele un caso, un solo caso, haya ocurrido en su diócesis, o en el otro lado del mundo, precisamente porque tiene una conciencia nítida de la universalidad y de la corporalidad de la Iglesia.
Igual que nos damos prisa para manifestar la acción buena de sacerdotes, religiosos y religiosas que se desviven en remotas parte del mundo,  también hemos de tener en cuenta los casos en los que se hace el mal, aunque solo sea por el bien de rechazarlo.
Aquí se ha perdido una oportunidad para abordarlo serenamente mediante cartas pastorales de cada obispo o por la predicación directa de los párrocos. Somos comunidad y los pastores no pueden dejar al rebaño que rumie en silencio tanta duda, tanta tristeza y tanto dolor. Aquí no hay ninguna culpabilidad ni por acción ni por omisión, quizás un inconsciente miedo a abordar el asunto. 
 
 
 Gian Franco Svidercoschi en su libro “Me duele la Iglesia”[1] hace un certero resumen del origen del problema. A nivel histórico afirma, quizás para sorpresa de muchos, que no se trata de un fenómeno nuevo, al contrario: es una plaga antiquísima, que siempre ha permanecido oculta en las entrañas de la sociedad humana, y especialmente en la familiar. A nivel lingüístico advierte los titubeos en el diccionario de sexología y psicología a la hora de definir el pedófilo, al intentar hacer un retrato robot. Precisamente esta entrada le sirve a Gian Franco para ajustar el siguiente nivel del diagnóstico sobre el perfil del pedófilo: “se trata de alguien psicológicamente inmaduro y que además se ve afectado por trastornos en el área de la sexualidad y de la personalidad, en general. Y que, al no percibir la gravedad del acto que lleva a cabo, es extremadamente huidizo, y por eso difícil de diagnosticar y, lo que es más, de someter a terapias pertinentes. Y como muy bien sigue diciendo a continuación: si hoy día la ciencia médica está en ese punto, imaginemos la extrema dificultad con la que se encontró la Iglesia en el pasado para aislar una patología de ese tipo en su interior.
Llegados a este punto y al hilo de lo apuntado por Svidercoschi me parece importante señalar algo que normalmente pasa desapercibido para los medios.
Cualquiera que conozca un poco los asuntos disciplinares de la Iglesia, sabe que en estos casos, en general (y subrayo lo de general porque puede haber casos aislados que lo contradigan) lo primero que se ha solido hacer es alejar al agresor de su víctima y en casos especialmente graves se les ha retirado de la “circulación” recluyendo al infractor en algún monasterio, siempre con la doble intención de apartar, como  hemos dicho,  al agresor de su víctima, por una parte y por otra, con un sentido rehabilitador de la que no creo que nadie pueda no estar de acuerdo cuando para otros convictos con cargas similares o peores se pide. De aquí se desprenden dos puntos importantes: en cierta medida, la Iglesia  incluso se adelantó a lo que hoy es práctica habitual en el ámbito civil ante algunos delitos: orden de alejamiento y rehabilitación.
Sin embargo, en la aplicación de estas prácticas, había un defecto de fondo y que el mismo Gian Franco Svidercoschi señala en su libro: en la ley eclesiástica, el delito jamás se cometía contra la dignidad y la libertad de la víctima, sino, en el primer caso, contra natura, es decir, contra una relación no abierta a la procreación…Y, por desgracia, esta posición, estrictamente jurídica pero muy poco evangélica, prevaleció durante mucho tiempo”.
A esto habría que añadir que alejar al agresor de su víctima para mandarlo a una remota parroquia de la diócesis, no aseguraba que el infractor no encontrara nuevas víctimas para depredar. Pero, como a continuación veremos, ese era un fallo más de los presupuestos en los que se asentaba el sistema para abordar el oscuro asunto.
O sea, los hechos se ponían en relación con el sexto mandamiento. El alejamiento era más para evitar nuevas ocasiones de pecado y la reclusión en algún monasterio como una especie de penitencia por lo hecho (de ahí viene penitenciaría, nombre que todavía se conserva en algunos lugares para referirse a las cárceles). La víctima apenas si contaba.
Este error tiene como base otro que lo alimenta: la aceptación, sin más crítica, de algunas corrientes veterotestamentarias  que mantienen una concepción unilateral del pecado como ofensa hecha exclusivamente a Dios y que otras corrientes del A.T. no comparten y que aún tienen menos cabida a la luz del evangelio, donde la ofensa a Dios tiene la justa dimensión (ni más ni menos) que la hecha a los demás. 
De todos modos, como hemos visto, ante esta práctica antiquísima[2]*, el silencio por discreción, por temor o por hipocresía era el modo social de proceder habitualmente. En parte, es cierto, porque los hechos estaban dentro del ámbito sexual, y de la sexualidad no se hablaba nunca públicamente, ni para bien ni para mal. Era terreno vedado, no solo en el plano religioso sino también en el social. Si a esto le añadimos el régimen de cristiandad en que se ha vivido hasta bien entrado el siglo XVIII (en algunos lugares incluso más tarde), y en el que las propias autoridades civiles declinaban los aspectos disciplinarios de los clérigos a las autoridades eclesiásticas pertinentes, encontramos una explicación de esa especie de “omertá” (y perdón por el uso de un término mafioso) convenida por todas las partes.
Afortunadamente, en los últimos años, esta percepción ha cambiado: lo importante es la víctima (como realmente lo era para Jesús), con toda su secuela de heridas, y es el poder civil el que ha de impartir la justicia. Afortunadamente para estos casos hoy no hay reyes ni gobernantes que declinen su responsabilidad en estos asuntos para que la Iglesia los resuelva. Siendo las cosas así, la Iglesia se ha encontrado de pronto con que el balón ha cambiado de tejado, lo cual ha supuesto un desconcierto, no en el sentido que algunos creen debido a la pérdida de poder sino, principalmente, porque la práctica jurídica ha cambiado. Ahora no es el obispo quien sanciona, aunque como es lógico llame al orden al infractor, pero parte importante de ese orden que debe guardar el obispo es la de poner al agresor ante el juez correspondiente, sin detrimento de que luego la Iglesia aplique sus propias sanciones, algo que no le impide a su vez elevar oraciones y procurar ayudar con su acompañamiento a la conversión del infractor. Si precisamente la intervención de la justicia, por su aplicación justa, evita los desmanes de la venganza, la Iglesia debe colaborar con la justicia al mismo tiempo que debe mitigar con su predicación los instintos de venganza, sea el sentenciado clérigo o no lo sea, creyente o no creyente.
 
 
Dentro de las raíces del problema
¿tiene que ver algo el celibato?
 
     Soy consciente de que con solo plantear la pregunta se produce la irritación de ciertos sectores de la Iglesia, pero como decía un profesor mío, ya fallecido, “las preguntas nunca son indiscretas, indiscretas son las respuestas”.
 Atendiendo a ese principio voy a intentar ser discreto en la respuesta ya que no puedo renunciar a la pregunta.
Hace ya unos años, y en contestación a dos cartas previas bajo el título de “curas casados” que me parecieron algo ligeras respecto a una justa valoración del celibato, escribí en la sección de Cartas al Director del Diario Información de Alicante (24 -9-93) unas cuantas líneas sobre el tema. Resumo mi postura en la carta a fin de que no haya dudas del valor que otorgo a este don. 
La idea principal era esta:
El celibato ha ejercido una función de fecundidad en la Iglesia y su ejercicio, en general, ha sido fructífero a lo largo de los años. Y proseguía en la carta “y puede seguir siéndolo con tal de que no falten candidatos que sigan aportando ese existencial al ministerio”. Justo en esta última frase está otros de los quid de la cuestión  en que muchos ponen la relación del celibato con los abusos. Se trataría de una relación, en principio, indirecta.
Según apuntan algunos expertos: ante la escasez de vocaciones al ministerio, el listón de exigencia ha bajado y, los obispos, absorbidos por la propia necesidad  de sus Iglesias particulares, no han establecido unos criterios  más rigurosos en la elección de  candidatos.  Algunos amigos sacerdotes,  en conversaciones privadas, sostienen lo mismo.
Si no fuese porque se trata de personas, bien podría decirse aquello de que “a falta de pan, buenas son tortas” (como personas en ningún caso quiero menospreciar a nadie y asegurar que unos son pan y otros tortas. Eso solo lo sabe Dios), pero creo que con lo dicho se entiende lo que quiero decir.
Sin embargo, la referencia a esa situación del nivel de exigencia no sirve, a mi juicio, para englobar todo el fenómeno de los abusos. Buena parte de los casos  se remiten a 40, 50, 60 e incluso 70 años, y en esos tiempos el control estricto sobre los candidatos en general (vuelvo a subrayar lo de general) existía, al menos hasta donde yo conozco, de aquí que haya que dar una vuelta más y volverse a hacer la pregunta con más precisión ¿El celibato tiene algo que ver directamente con el problema?
Volviendo a mi postura de reconocimiento de la fecundidad del celibato para el bien de la Iglesia y del propio portador de ese don, aún hay que ser más cauteloso en la respuesta, sobre todo, porque cualquier desliz no haría justicia a los miles y miles de sacerdotes y religiosos que lo mantienen con total dignidad y cumplimiento a la promesa o voto que hicieron.
Entonces, si hay una relación directa (e intuyo que la hay) ¿de dónde viene el problema? Sinceramente, creo que de la exigencia de unir al ministerio el hecho del celibato.
Hay gente llamada al ministerio, pero no al celibato. Pero la exigencia disciplinar (que no teológica), de unión de ambas cosas puede no ser fácil de discernir en un principio para el propio candidato y que las tensiones, provocadas por un celibato mal integrado, vayan apareciendo con el tiempo, y todos sabemos cómo aspectos personales mal integrados terminan por enfermar a las personas que lo padecen. En el caso de la pulsión sexual lo enfermizo puede  llegar a sustituir  lo sano hasta niveles muy peligrosos. Los abusos son, a mi juicio, entre otras posibles causas, una muestra de ello.
El problema no es pequeño porque todas las diócesis se quejan de falta de sacerdotes. En algunas ya se proponen a celebrantes de la palabra porque no hay sacerdotes suficientes pero, como apuntan ya algunos teólogos; si solo se celebra la palabra, ¿qué distingue al católico de un protestante?”. Pero esto ya, como decía Michel Ende en “La Historia Interminable”: es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.  
 Arturo Picazo Bermejo
25-9-18


[1] Me duele la Iglesia. Editorial San Pablo. Todo lo escrito en cursiva pertenece al libro.
[2] “Son objeto de tentación los niños, a veces confiados, a los Padres que elegían el desierto. Numeroso textos ponen en guardia ante el hecho de vivir con un muchacho, como uno de ellos en que Macario afirma: Cuando veáis chicos en Scete, coged vuestras zamarras y apartaos de allí.” (Dos en una sola carne. Iglesia y sexualidad en la historia. Margherita Pelaja y Lucetta Scafaraffia. Pag. 44-45. Ediciones Cristiandad). Téngase en cuenta que estamos hablando de los Padres del desierto en el siglo IV.
 

 

 
 


miércoles, 26 de septiembre de 2018

Dialoguemos y hagamos el bien

26º Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo B
Núm 11,25-29  -  Stgo 5,1-6  -  Mc 9,38-48

   En la época de Jesús y, lamentablemente, también en nuestros días,
hay creyentes que ven a un herido abandonado en el camino,
pero no hacen nada para auxiliarle, prefieren seguir su camino.
En cambio, hay personas rechazadas por la religión oficial,
que se compadecen y hacen todo lo posible para salvarle (Lc 10,25ss).
   Al respecto, en su Tratado sobre el bautismo, San Agustín dice:
Muchos que parecen estar dentro… están fuera;
y muchos que parecen estar fuera… están dentro.

El que no está contra nosotros, está a favor nuestro
   El discípulo Juan trata de impedir la acción de un hombre
que sana a los enfermos, devolviéndoles vida, dignidad, libertad;
alega que actúa en nombre de Jesús… pero, no nos sigue
Él y los otros se consideran propietarios únicos de la misión de Jesús
y, por eso, no valoran el bien que hace aquel discípulo anónimo.
¿Para hacer el bien debemos someternos a ciertas instituciones?
¿Son rivales aquellos que trabajan por una sociedad más humana?
¿No será mejor trabajar para que todos sean profetas? (1ª lectura).
   Jesús corrige ese espíritu mezquino de sus discípulos diciéndoles:
El que hace milagros en mi nombre no puede hablar mal de mí.
El que no está contra nosotros, está a favor nuestro.
   Tengamos presente que en la construcción del Reino de Dios,
y en el anuncio de la Buena Noticia, no se excluye a nadie.
Es Jesús quien nos llama sabiendo que no somos los mejores,
y a nosotros nos corresponde responder como simples servidores.
   El Reino de Dios no crece solo dentro de la institución eclesial,
sino más allá, con los hombres y las mujeres de buena voluntad,
que trabajan por un mundo mejor, más humano, justo, fraterno.
   En esta perspectiva, hace falta dejar nuestros intereses y egoísmos,
para dialogar con los que pertenecen a otras agrupaciones,
y juntos defendamos los derechos elementales de los pequeños

¡Ay de los que escandalizan a uno de estos pequeños!
   Jesús, Profeta de Nazaret, sigue formando a sus seguidores,
para que se comprometan por el Reino de Dios y su justicia.
Nadie puede ser discípulo de Jesús si, al mismo tiempo, escandaliza
-con su manera de actuar- a los pequeños, a los creyentes más débiles;
pues, al que escandalice a uno de estos pequeños que creen,
mejor sería que lo arrojen al mar con una piedra atada al cuello.
Por ello, Jesús emplea imágenes muy duras para examinarnos,
pues lo que está en juego es nuestro destino final:
entrar en el Reino de Dios… o ser arrojados al basurero
   Hoy en día, hay un abismo escandaloso entre ricos y pobres:
El lujo de unos pocos se convierte en insulto
contra la miseria de las grandes masas (DP, 1979, n.28).
Pero hay algo más: En el contexto de pobreza y aun de miseria
en que vive la gran mayoría del pueblo latinoamericano,
los obispos, sacerdotes y religiosos tenemos lo necesario
para la vida y una cierta seguridad;
mientras los pobres carecen de lo indispensable y se debaten
entre la angustia y la incertidumbre (Medellín, Pobreza de la Iglesia).
   ¿Con nuestros ojos… pies… y manos… hacemos el bien o el mal?
*Las manos tienen relación con nuestras actividades de cada día.
Como Jesús, debemos emplear nuestras manos para:
dar de comer… acoger a los forasteros… sanar a los enfermos…
   Sin embargo, hay personas que usan sus manos para:
-incrementar sus riquezas sin pagar el salario justo a sus trabajadores,
-llevar en la tierra una vida de lujo y de placer,
-condenar y asesinar al inocente que no puede defenderse (2ª lectura).
Si tu mano te hace caer, córtatela… renuncia a ese modo de actuar.
*Los pies sirven para seguir a un maestro y caminar hacia una meta.
Como cristianos sigamos a Jesús…busquemos a las ovejas perdidas…
demos vida a las personas heridas y abandonadas en el camino…
   Diferente los que recorren mar y tierra para amontonar riquezas.
Si tu pie te hace caer, córtatelo… abandona esos caminos herrados.
*Los ojos expresan nuestros deseos y aspiraciones más profundas.
Quien tiene ojo bueno ve con el corazón, es compasivo como Jesús,
está atento para acoger, preferentemente, a los niños abandonados.
   En cambio, el que tiene ojo malo está lleno de codicia y ambición.
Si tu ojo te hace caer, sácatelo… aprende a ver con el corazón.
J. Castillo A.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Por una Iglesia pobre y servidora

25º Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo B
Sab 2,17-20  -  Stgo 3,16-4,3  -  Mc 9,30-37

   No basta decir: Opción preferencial por los pobres…
La Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres…
Iglesia pobre para los pobres
   Lo más importante es hacer, como lo dice el Papa Juan Pablo II:
Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que
su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras,
antes que por su coherencia y lógica interna (CA, 1991, n.57).

El Hijo del hombre va a morir y resucitar
   Al emprender su viaje a Jerusalén, Jesús sabe a lo que se expone.
Por ello, se dedica a formar a sus discípulos, anunciándoles
que el Reino de Dios se hace realidad dando la propia vida:
El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres,
lo matarán, y después de morir, a los tres días resucitará.
Para Jesús, el triunfo de la Vida pasa por su pasión y su muerte:
El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10,11).
   Sin embargo, sus discípulos le escuchan pero tienen otros intereses.
Ellos esperan, no a un Mesías servidor sino a un “Mesías victorioso”,
ambicionan ser superiores a los demás… y ocupar puestos de honor…
Más tarde, cuando Jesús es encarcelado, todos ellos le abandonan.
Esto cambiará al recibir el Espíritu Santo. A partir de entonces,
no temerán ser perseguidos y morir por causa del Reino de Dios.
   En este contexto recordemos el testimonio de san Pablo, quien
-después de su conversión- se identifica con Jesús crucificado:
He servido al Señor con toda humildad, con lágrimas y pruebas
que me han causado las intrigas de los judíos…
Les prediqué y enseñé tanto en público como en sus casas,
dando testimonio a judíos y a griegos para que se conviertan…
No he codiciado la plata, ni el oro, ni los vestidos de nadie.
Ustedes saben que trabajé con mis manos para conseguir
lo necesario para mí y para mis compañeros (Hch 20, 17ss).

El que acoge a un niño como éste, a mí me acoge
   Habiendo llegado a Cafarnaún y, ya en casa, Jesús les pregunta:
¿De qué hablaban por el camino? Ellos se quedan callados,
porque han estado discutiendo quién es el más importante.
Jesús se sienta, llama a los Doce, y les da una lección revolucionaria:
Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos.
Luego, acoge y abraza a un niño, lo pone en medio de ellos y les dice:
Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge.
En adelante, el centro de la comunidad no son Pedro, Santiago, Juan...
sino los insignificantes, los que no valen según los criterios humanos.
   Siguiendo estas enseñanzas de Jesús, revisemos nuestra historia,
y encontraremos el testimonio y compromiso de muchos obispos:
que se expusieron totalmente, se comprometieron hasta el fracaso,
la expulsión de sus diócesis, la prisión, la expatriación y la muerte,
por sus indios violentamente maltratados por los colonos.
Sus vidas deben ser ejemplo para el obispo de nuestra época,
donde la mayor violencia la ejercen los poderosos
y, como en el tiempo de los conquistadores, “los hombres de armas”.
Por ello, Bartolomé de las Casas decía “evangelización sin armas”,
lo que significa hoy: liberación no como lucha contra la subversión,
sino como humanización del injustamente tratado:
el indio, mestizo, campesino, obrero, pueblo simple, pobre, analfabeto
(Enrique Dussel: Historia de la Iglesia en América Latina, 1967).
   Actualmente, hay millones de personas que sufren hambre,
que piden limosna -en las calles y plazas- para comer cualquier cosa
y, con frecuencia, se van a dormir sin probar un pedazo de pan.
Entre estas personas, lo que duele más, son los niños y las niñas
que nacen para vivir, pero mueren antes de tiempo;
son víctimas inocentes de un sistema político y económico injusto.
   Si seguimos destruyendo la tierra, ¿qué futuro tendrán los niños?
Al respecto, comparemos la madre tierra con un avión de pasajeros,
que solo tiene alimento, agua y combustible limitados.
El 1% viaja en 1ª clase, 5% en ejecutiva, y 94% en clase económica.
Pero llega un momento en que todos los recursos se agotan.
Entonces, el avión planea un poco, se precipita y todos mueren.
¿Queremos este destino para nosotros y para nuestro planeta?
Solo tenemos una alternativa: o cambiamos nuestros hábitos,
o iremos desapareciendo lentamente (L. Boff, 4 sept 2015).  
J. Castillo A.