jueves, 27 de septiembre de 2018

Un problema en la Iglesia

 
Me envía mi amigo Arturo Picazo un artículo sobre el tema de la pedofilia en la Iglesia, invitándome a que, si lo considero oportuno, lo incluya en el blog. Y así lo hago. Espero que nos sirva de reflexión sobre un tema que como se indica, sufrimos todos los católicos como "cuerpo místico" y acerca del cual, por motivos más o menos fundados de prudencia pastoral,  pocas orientaciones episcopales y prédicas parroquiales se han ocupado de aclarar de manera específica.  
 
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Desde hace al menos diez o doce años venimos despachándonos casi a diario con noticias sobre abusos sexuales por parte del clero. A diferencia de otras noticias que, de tanto repetirlas, terminan por perder interés ante el exceso de exposición, en el caso de estos abusos  no se registran pérdidas; al contrario, por cada nuevo caso se renueva la misma atención original, en parte, por el enorme prestigio con el que hasta ahora ha contado la Iglesia Católica a pesar de sus eventuales o continuos detractores, y, en parte, porque no deja de asombrar que una institución que tanto ha predicado por la contención sexual se vea ahora salpicada por todo lo contrario.  
Entre quienes siguen las noticias al respecto los hay de dos tipos: aquellos que la siguen por puro interés y aquellos que la siguen con preocupación. Entre los primeros, puede haber curiosos neutrales o esos detractores eventuales o continuos que tendrán ahí munición más que suficiente para arrojar a una institución que ya de por sí les irrita cuando no odian. Entre los segundos, se encuentra la multitud de católicos a la que les duele todo lo que está sucediendo y entre los que me encuentro.     
No se trata ahora de decir aquí que son casos aislados (en algunas diócesis norteamericanas no han sido tan  aislados). Tampoco se trata de ampararnos en que la gran mayoría, abrumadora mayoría diría yo, de obispos y sacerdotes  no han tenido nunca nada que ver con estos escabrosos asuntos, lo cual es una rotunda verdad incontestable.
De lo que se trata en estos momentos es de abordar (al menos por mi parte)  en cómo hasta ahora se ha llevado tan espinoso asunto, no a nivel disciplinario (los fallos en este sentido lo tendrán que decidir  jueces, policías, otros expertos y  los responsables de la  propia Iglesia) sino a nivel de práctica informativa por parte de cada diócesis particular, se hayan dado casos o no.
Un equivocado silencio. 
 Si algo tiene claro un católico es que la Iglesia es universal, catolicidad no quiere decir otra cosa. A poco que desde pequeño se haya atendido medianamente bien a las catequesis y predicaciones, la Iglesia como cuerpo compuesta de miembros le queda claro al catecúmeno u oyente. El desarrollo de la teología paulina a este respecto es muy visual y potente. Si un miembro sufre, dice Pablo, todo el cuerpo sufre.
Aquí está uno de los quid de la cuestión que el católico de a pie se ha tenido que tragar solo sin la más mínima explicación por parte de quien debería darla. No es justificación el hecho de que en mi diócesis no se haya dado un solo caso como para que, los acaecidos en otras, sean silenciados, sin duda con la buena intención de “para qué airear hechos tan lamentables”. A un católico le duele un caso, un solo caso, haya ocurrido en su diócesis, o en el otro lado del mundo, precisamente porque tiene una conciencia nítida de la universalidad y de la corporalidad de la Iglesia.
Igual que nos damos prisa para manifestar la acción buena de sacerdotes, religiosos y religiosas que se desviven en remotas parte del mundo,  también hemos de tener en cuenta los casos en los que se hace el mal, aunque solo sea por el bien de rechazarlo.
Aquí se ha perdido una oportunidad para abordarlo serenamente mediante cartas pastorales de cada obispo o por la predicación directa de los párrocos. Somos comunidad y los pastores no pueden dejar al rebaño que rumie en silencio tanta duda, tanta tristeza y tanto dolor. Aquí no hay ninguna culpabilidad ni por acción ni por omisión, quizás un inconsciente miedo a abordar el asunto. 
 
 
 Gian Franco Svidercoschi en su libro “Me duele la Iglesia”[1] hace un certero resumen del origen del problema. A nivel histórico afirma, quizás para sorpresa de muchos, que no se trata de un fenómeno nuevo, al contrario: es una plaga antiquísima, que siempre ha permanecido oculta en las entrañas de la sociedad humana, y especialmente en la familiar. A nivel lingüístico advierte los titubeos en el diccionario de sexología y psicología a la hora de definir el pedófilo, al intentar hacer un retrato robot. Precisamente esta entrada le sirve a Gian Franco para ajustar el siguiente nivel del diagnóstico sobre el perfil del pedófilo: “se trata de alguien psicológicamente inmaduro y que además se ve afectado por trastornos en el área de la sexualidad y de la personalidad, en general. Y que, al no percibir la gravedad del acto que lleva a cabo, es extremadamente huidizo, y por eso difícil de diagnosticar y, lo que es más, de someter a terapias pertinentes. Y como muy bien sigue diciendo a continuación: si hoy día la ciencia médica está en ese punto, imaginemos la extrema dificultad con la que se encontró la Iglesia en el pasado para aislar una patología de ese tipo en su interior.
Llegados a este punto y al hilo de lo apuntado por Svidercoschi me parece importante señalar algo que normalmente pasa desapercibido para los medios.
Cualquiera que conozca un poco los asuntos disciplinares de la Iglesia, sabe que en estos casos, en general (y subrayo lo de general porque puede haber casos aislados que lo contradigan) lo primero que se ha solido hacer es alejar al agresor de su víctima y en casos especialmente graves se les ha retirado de la “circulación” recluyendo al infractor en algún monasterio, siempre con la doble intención de apartar, como  hemos dicho,  al agresor de su víctima, por una parte y por otra, con un sentido rehabilitador de la que no creo que nadie pueda no estar de acuerdo cuando para otros convictos con cargas similares o peores se pide. De aquí se desprenden dos puntos importantes: en cierta medida, la Iglesia  incluso se adelantó a lo que hoy es práctica habitual en el ámbito civil ante algunos delitos: orden de alejamiento y rehabilitación.
Sin embargo, en la aplicación de estas prácticas, había un defecto de fondo y que el mismo Gian Franco Svidercoschi señala en su libro: en la ley eclesiástica, el delito jamás se cometía contra la dignidad y la libertad de la víctima, sino, en el primer caso, contra natura, es decir, contra una relación no abierta a la procreación…Y, por desgracia, esta posición, estrictamente jurídica pero muy poco evangélica, prevaleció durante mucho tiempo”.
A esto habría que añadir que alejar al agresor de su víctima para mandarlo a una remota parroquia de la diócesis, no aseguraba que el infractor no encontrara nuevas víctimas para depredar. Pero, como a continuación veremos, ese era un fallo más de los presupuestos en los que se asentaba el sistema para abordar el oscuro asunto.
O sea, los hechos se ponían en relación con el sexto mandamiento. El alejamiento era más para evitar nuevas ocasiones de pecado y la reclusión en algún monasterio como una especie de penitencia por lo hecho (de ahí viene penitenciaría, nombre que todavía se conserva en algunos lugares para referirse a las cárceles). La víctima apenas si contaba.
Este error tiene como base otro que lo alimenta: la aceptación, sin más crítica, de algunas corrientes veterotestamentarias  que mantienen una concepción unilateral del pecado como ofensa hecha exclusivamente a Dios y que otras corrientes del A.T. no comparten y que aún tienen menos cabida a la luz del evangelio, donde la ofensa a Dios tiene la justa dimensión (ni más ni menos) que la hecha a los demás. 
De todos modos, como hemos visto, ante esta práctica antiquísima[2]*, el silencio por discreción, por temor o por hipocresía era el modo social de proceder habitualmente. En parte, es cierto, porque los hechos estaban dentro del ámbito sexual, y de la sexualidad no se hablaba nunca públicamente, ni para bien ni para mal. Era terreno vedado, no solo en el plano religioso sino también en el social. Si a esto le añadimos el régimen de cristiandad en que se ha vivido hasta bien entrado el siglo XVIII (en algunos lugares incluso más tarde), y en el que las propias autoridades civiles declinaban los aspectos disciplinarios de los clérigos a las autoridades eclesiásticas pertinentes, encontramos una explicación de esa especie de “omertá” (y perdón por el uso de un término mafioso) convenida por todas las partes.
Afortunadamente, en los últimos años, esta percepción ha cambiado: lo importante es la víctima (como realmente lo era para Jesús), con toda su secuela de heridas, y es el poder civil el que ha de impartir la justicia. Afortunadamente para estos casos hoy no hay reyes ni gobernantes que declinen su responsabilidad en estos asuntos para que la Iglesia los resuelva. Siendo las cosas así, la Iglesia se ha encontrado de pronto con que el balón ha cambiado de tejado, lo cual ha supuesto un desconcierto, no en el sentido que algunos creen debido a la pérdida de poder sino, principalmente, porque la práctica jurídica ha cambiado. Ahora no es el obispo quien sanciona, aunque como es lógico llame al orden al infractor, pero parte importante de ese orden que debe guardar el obispo es la de poner al agresor ante el juez correspondiente, sin detrimento de que luego la Iglesia aplique sus propias sanciones, algo que no le impide a su vez elevar oraciones y procurar ayudar con su acompañamiento a la conversión del infractor. Si precisamente la intervención de la justicia, por su aplicación justa, evita los desmanes de la venganza, la Iglesia debe colaborar con la justicia al mismo tiempo que debe mitigar con su predicación los instintos de venganza, sea el sentenciado clérigo o no lo sea, creyente o no creyente.
 
 
Dentro de las raíces del problema
¿tiene que ver algo el celibato?
 
     Soy consciente de que con solo plantear la pregunta se produce la irritación de ciertos sectores de la Iglesia, pero como decía un profesor mío, ya fallecido, “las preguntas nunca son indiscretas, indiscretas son las respuestas”.
 Atendiendo a ese principio voy a intentar ser discreto en la respuesta ya que no puedo renunciar a la pregunta.
Hace ya unos años, y en contestación a dos cartas previas bajo el título de “curas casados” que me parecieron algo ligeras respecto a una justa valoración del celibato, escribí en la sección de Cartas al Director del Diario Información de Alicante (24 -9-93) unas cuantas líneas sobre el tema. Resumo mi postura en la carta a fin de que no haya dudas del valor que otorgo a este don. 
La idea principal era esta:
El celibato ha ejercido una función de fecundidad en la Iglesia y su ejercicio, en general, ha sido fructífero a lo largo de los años. Y proseguía en la carta “y puede seguir siéndolo con tal de que no falten candidatos que sigan aportando ese existencial al ministerio”. Justo en esta última frase está otros de los quid de la cuestión  en que muchos ponen la relación del celibato con los abusos. Se trataría de una relación, en principio, indirecta.
Según apuntan algunos expertos: ante la escasez de vocaciones al ministerio, el listón de exigencia ha bajado y, los obispos, absorbidos por la propia necesidad  de sus Iglesias particulares, no han establecido unos criterios  más rigurosos en la elección de  candidatos.  Algunos amigos sacerdotes,  en conversaciones privadas, sostienen lo mismo.
Si no fuese porque se trata de personas, bien podría decirse aquello de que “a falta de pan, buenas son tortas” (como personas en ningún caso quiero menospreciar a nadie y asegurar que unos son pan y otros tortas. Eso solo lo sabe Dios), pero creo que con lo dicho se entiende lo que quiero decir.
Sin embargo, la referencia a esa situación del nivel de exigencia no sirve, a mi juicio, para englobar todo el fenómeno de los abusos. Buena parte de los casos  se remiten a 40, 50, 60 e incluso 70 años, y en esos tiempos el control estricto sobre los candidatos en general (vuelvo a subrayar lo de general) existía, al menos hasta donde yo conozco, de aquí que haya que dar una vuelta más y volverse a hacer la pregunta con más precisión ¿El celibato tiene algo que ver directamente con el problema?
Volviendo a mi postura de reconocimiento de la fecundidad del celibato para el bien de la Iglesia y del propio portador de ese don, aún hay que ser más cauteloso en la respuesta, sobre todo, porque cualquier desliz no haría justicia a los miles y miles de sacerdotes y religiosos que lo mantienen con total dignidad y cumplimiento a la promesa o voto que hicieron.
Entonces, si hay una relación directa (e intuyo que la hay) ¿de dónde viene el problema? Sinceramente, creo que de la exigencia de unir al ministerio el hecho del celibato.
Hay gente llamada al ministerio, pero no al celibato. Pero la exigencia disciplinar (que no teológica), de unión de ambas cosas puede no ser fácil de discernir en un principio para el propio candidato y que las tensiones, provocadas por un celibato mal integrado, vayan apareciendo con el tiempo, y todos sabemos cómo aspectos personales mal integrados terminan por enfermar a las personas que lo padecen. En el caso de la pulsión sexual lo enfermizo puede  llegar a sustituir  lo sano hasta niveles muy peligrosos. Los abusos son, a mi juicio, entre otras posibles causas, una muestra de ello.
El problema no es pequeño porque todas las diócesis se quejan de falta de sacerdotes. En algunas ya se proponen a celebrantes de la palabra porque no hay sacerdotes suficientes pero, como apuntan ya algunos teólogos; si solo se celebra la palabra, ¿qué distingue al católico de un protestante?”. Pero esto ya, como decía Michel Ende en “La Historia Interminable”: es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.  
 Arturo Picazo Bermejo
25-9-18


[1] Me duele la Iglesia. Editorial San Pablo. Todo lo escrito en cursiva pertenece al libro.
[2] “Son objeto de tentación los niños, a veces confiados, a los Padres que elegían el desierto. Numeroso textos ponen en guardia ante el hecho de vivir con un muchacho, como uno de ellos en que Macario afirma: Cuando veáis chicos en Scete, coged vuestras zamarras y apartaos de allí.” (Dos en una sola carne. Iglesia y sexualidad en la historia. Margherita Pelaja y Lucetta Scafaraffia. Pag. 44-45. Ediciones Cristiandad). Téngase en cuenta que estamos hablando de los Padres del desierto en el siglo IV.
 

 

 
 


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