martes, 29 de septiembre de 2020

La decepción de Dios

 Ciclo AIsaías 5,1-7Salmo 79, 9.12-16.19-20Filipenses 4,6-9Mateo 21,33-43

 
Tanto el profeta Isaías con su alegoría de la viña de (Is 5,1-7) como el evangelista san Mateo con su parábola de los labradores homicidas (Mt 21,33-43), nos ofrecen un cuadro que podríamos titular la decepción de Dios. ¿Cuál sino podría ser el sentimiento de quien trabaja incansablemente mimando una tierra o a unas personas (hijos, amigos, empleados, etc.) y recibe como paga el desprecio más absoluto? La viña trabajada con esmero no fructifica, y si acaso da algún fruto, los labradores arrendatarios no sólo no pagan su renta, sino que incluso atentan contra el dueño para apropiarse el terreno.

¿Qué hacer con una propiedad así o con unos hijos, amigos o vecinos que salen respondones, maleducados, holgazanes y traidores? ¿Cómo nos sentiríamos si aquellos en quienes volcamos nuestros desvelos  respondieran con desprecio? La respuesta es: decepcionados. Tal vez por eso podemos hablar también de “la decepción de Dios” 

La viña que es el Pueblo de Israel
.
Dios, en su infinita sabiduría, crea el mundo con todas sus riquezas, y se lo entrega al hombre para que lo cultive. De entre todos los pueblos del mundo, por pura gratuidad, por puro cariño, sin mérito alguno de su parte, se escogió un pueblo, Israel (cf Dt 7,7-8). A este pueblo lo mimó haciéndolo numeroso, bendiciéndolo en los hijos (Abrahán, y su descendencia), estableció con el un pacto de protección (Gn 12,1-3), lo sacó de sus penalidades haciéndoles prosperar en Egipto y liberándolos de la esclavitud a la que después fueron sometidos, les dio una tierra que manaba leche y miel, les dio jueces, reyes y profetas que les gobernaran y orientaran, ... Pero el pueblo no siempre supo responder a tanto amor. La historia de la relación de Dios con su pueblo (historia de la salvación), se vivió y se sigue viviendo como el encuentro o desencuentro entre la misericordia amorosa de Dios y la fidelidad o infidelidad de aquellos a los que ama.
 
 La parábola de los labradores homicidas que recoge san Mateo en su evangelio pone en la muerte del Hijo el punto culminante de la tragedia de la relación de Dios con la humanidad . Dios entrega al pueblo de Israel su ley, su alianza, su amor, su mismo ser; sin embargo ese pueblo orgulloso y de dura cerviz se vuelve una y otra vez contra Dios, cerrando los oídos a sus mandatos, corriendo como idiota tras los dioses extranjeros (extraños, ajenos, alienantes), matando a los profetas, y finalmente, en el colmo del desprecio, conspirando y asesinando al Heredero, pensando así que, prescindiendo de él, pueden apropiarse la herencia.
 
Los labradores asesinos son la imagen fiel de la mayoría del Pueblo de Israel, que rechaza al Dios de sus padres y certifica su rechazo conspirando y matando al Hijo. “¡Ha blasfemado! ¿Qué más pruebas queréis? Es reo de muerte!” (Mt 26,65-66). Aceptar a Jesús hubiera supuesto un cambio de actitud: acoger al Hijo pagándole las rentas que le corresponden para que las devuelva al Padre. Pero la conversión solo se dio en unos pocos, en un resto de Israel: María, José, los Apóstoles, Nicodemo, ... ellos serán el germen del Nuevo Pueblo de Dios, porque Dios “arrendará la viña a otros viñadores que le den el fruto a su tiempo” (Mt 21,41). 
 

La viña que es la Iglesia

Llegados aquí la parábola nos invita a ser leída desde la perspectiva de la viña-Iglesia; veinte siglos de historia de la institución eclesial llevan a sospechar y confirmar en muchos casos que la parábola de la decepción sigue siendo actual.

La Iglesia está llamada a alabar y adorar a Dios con sus palabras, con sus celebraciones, con los dones que ella misma ha recibido de Dios, con su entrega al servicio del mundo. No obstante y con frecuencia se vende a dioses extraños como lo son el éxito temporal, la autosatisfacción, el triunfalismo, el dominio sobre las instancias sociales o la acomodación al sistema imperante. Con sus idolatrías la Iglesia revive hoy la tragedia de volver la espalda a Dios, de no dejarle hueco, de “matar al Hijo” y querer quedarse la viña en propiedad cuando  le ha sido dada sólo para que la administre (servicio).
 
Mantenemos no obstante la esperanza. También en la Iglesia encontramos un resto santo, un rosario de buenos cristianos  que con su historia de santidad se han hecho merecedores del aplauso de Dios. El mismo Papa Francisco, con su decir y hacer proféticos muestra, junto a tantos y tantos fieles cristianos, que han entendido que no son los propietarios de la viña, sino labradores, obreros de Dios, administradores de sus misterios; son muchos los que han entendido que en la viña del Señor ha brotado una vid: Jesucristo, y que es posible la regeneración de la viña manteniéndose unidos a él como sarmientos suyos (Jn 15,4-6). 
 
La viña que es el mundo.
 
Pero no solo a la Iglesia podemos aplicar la parábola. También podemos hacer desde ella una lectura del mundo; éste es creación de Dios, donación amorosa a los hombres. Somos administradores de los bienes que Dios ha creado y nos ha entregado para nuestro beneficio (cf. Gn 1,27-31; Salmo 8). Meditando la parábola de los viñadores homicidas podemos preguntarnos sobre nuestra actitud ante los bienes de la tierra: cómo los percibimos: ¿conquista o don?, cómo los usamos: ¿uso sostenible o abuso destructivo?, cómo los integramos ¿bienes para “mi” disfrute individual o para el disfrute de todos en solidaridad y fraternidad?

Desde hace más de un siglo se viene hablando de la muerte de Dios; del olvido y marginación de Dios. No queremos que intervenga en la viña de nuestra historia contemporánea. Y sin Dios la persona y su quehacer en el mundo acaban por torcerse y perderse. ¿No son las guerras la consecuencia del olvido del amor de Dios? ¿No es la tremenda desigualdad entre los pueblos el fruto amargo de unos labradores que se niegan a pagar a Dios la renta de sus tierras? ¿No es la crisis de valores humanos consecuencia del rechazo de los valores divinos? La crisis económica ¿no es la consecuencia lógica de la ambición descontrolada de unos pocos que han idolatrado el dinero y matan al hermano para apropiárselo todo? ¿No están muchos de nuestros males en la no aceptación de Dios como dueño y señor? El mundo ha sido escrito (creado) en clave de amor; interpretarlo en clave de odio, ambiciones y egoísmo es un latrocinio, un crimen que acarrea su desgracia, un pecado que crea su propio infierno. Los labradores homicidas matando al Hijo pretendieron quedarse con la viña; y lo único que consiguieron fue su ruina. 

La parábola de los viñadores homicidas se sigue actualizando, porque los hombres siguen despreciando la sabiduría de Dios y se creen dueños cuando solo son administradores de los bienes de la creación; la historia no deja de repetirse: “los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: "Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia. Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron.” (Mt 21:38-39). 


La muerte de Dios

¡Matemos a Dios! Las consecuencias de la muerte de Dios han sido trágicas en los últimos cien años: dos guerras mundiales de una brutalidad desconocida hasta ahora, innumerables conflictos armados (Corea, Vietnam, Balcanes, Golfo Pérsico, Siria, Afganistán, Irak...), ascenso del comunismo y el capitalismo salvajes, genocidios sistemáticos, pérdida de valores esenciales para la convivencia y el progreso, desorientación moral y vital, etc.

 Ya nadie puede echar la culpa de estos males a instancias religiosas o eclesiales, porque al dar la espalda a Dios el mundo pone al descubierto que estos males son el producto de un mundo ateo y secularizado que ha ninguneado al Creador y Redentor. Ya son muchos los que lo reconocen abiertamente: la muerte de Dios en el corazón del hombre desemboca en la muerte del hombre: “Esperando que diese el fruto dulce de las uvas, dio el fruto amargo de los agrazones” (Is 5,2), en vez del paraíso comunista el Archipiélago Gulag, en lugar del hombre nuevo de raza aria el monstruoso genocida de Auschwitz; en lugar del respeto a la vida, la maquinaria genocida del aborto a gran escala; en lugar del hombre (espíritu), el capital (la materia); en lugar de un mundo abierto y sin fronteras, una suma de nacionalismos excluyentes; en la tierra donde debería crecer la generosidad, la cordura, la confianza y el amor entre los hombres, han crecido la avaricia, la locura, la sospecha, la conspiración, el robo y el crimen.

¿Qué hacer con unos labradores improductivos?
 
¿Qué hacer con unos labradores así? ¿Qué queda cuando se les ha mimado hasta la saciedad, se han esperado frutos hasta la última hora y no hay respuesta?: “Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le dijeron: `A esos miserables les dará una muerte miserable arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo´.” (Mt 21,40-41). La decepción de Dios parece dar lugar a su venganza, pero de hecho no es así; la viña sigue siendo para los labradores, aunque serán unos arrendatarios nuevos (renovados, convertidos) ya que los viejos se han buscado su propia ruina.  

El olvido de Dios se convierte en un cáncer para quienes lo permiten. Hay un efecto bumerán cuando se rechaza a Dios; quien le da la espalda, él mismo se hace víctima de su pecado y se acarrea la ruina; le sucede  como a la viña que no da fruto: “Haré de mi viña un erial que ni se pode ni se escarde. Crecerá la zarza y el espino, y a las nubes prohibiré llover sobre ella” (Is.5-6). No es que Dios se olvide de hecho de sus hijos, algo que sería incompatible con su ser padre  y madre (cf Is 49,15); son los hijos los que libremente al repudiarle,  al negarse a aceptar el proyecto (plan) de vida que tiene para ellos, rechazan su futuro, su realización plena. 
El Hijo murió en la cruz. Y, ¡oh paradoja divina!: “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular; es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Mt 21,42). El rechazado, el condenado, el crucificado, es ahora la fuente de la vida. “Vosotros le matasteis colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó y lo exaltó a su derecha como Príncipe y Salvador, para dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados” (Hch 5,30-31). Por sus buenas obras, por su vida hecha amor, Jesucristo es la vid, el vino bueno, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su muerte a manos de los labradores pone en evidencia tu vida de pecado, pero su paciencia y misericordia te salvan si crees y te acoges a Él. 

La parábola de los viñadores homicidas, como imagen de la pasión y muerte de Jesús, no viene a condenarte sino a pedirte que te conviertas por la contemplación del amor de Dios. Pregúntate hoy por tu propia vida y la del mundo que habitas: 
*como persona ¿das buenos o malos frutos?; 
*como criatura: ¿haces un buen uso de la naturaleza o la explotas y esquilmas sin escrúpulo?; 
*como Iglesia ¿das amor o amargura, esperanza o desesperanza?; 
*como ciudadano ¿trabajas con conciencia de que la viña es del Señor y los frutos de todos sus hijos, o te crees con derecho a todo tipo de abusos y privilegios, derrochando mientras otros no tienen nada, explotando y manipulando al pobre? 

Una última pregunta: ¿vives de cara a Dios o te has olvidado de Él? ¿Eres de los que se sienten decepcionados por Dios o de los que sienten que le decepcionan? Toda una reflexión que te puede llevar de vuelta a la casa del Padre.

Casto Acedo GómezOctubre 2020.  paduamerida@gmail.com.

sábado, 26 de septiembre de 2020

No el que dice sino el que hace

26º Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A

Ez 18,25-28 - Flp 2,1-11 - Mt 21,28-32

 


 

Los que tenemos la boca llena de palabras y promesas incumplidas,

escuchemos a Jesús de Nazaret que -en el sermón del monte- anuncia:

No el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos,

sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7,21).

Y para sorpresa de muchos creyentes, Jesús nos sigue diciendo:

Los publicanos y las prostitutas van delante en el camino del Reino.

De los dos hijos, ¿quién hace la voluntad del padre?

Jesús, habiendo cumplido su misión en Galilea, ingresa a Jerusalén.

El templo que domina la ciudad es el orgullo de los judíos (Lc 21,5).

Sin embargo, ese templo: -¿Es casa de oración o cueva de ladrones?

-¿Es lugar de perdón y reconciliación o símbolo de injusticias?

-¿Acoge a los publicanos y a las prostitutas, o solo a los perfectos?

Jesús se dirige a los profesionales de la religión con una parábola,

pues ellos, de tanto hablar de Dios y de orar, se han vuelto insensibles.

Por ejemplo, dos de ellos ven a un herido, pero no hacen nada por él,

en cambio, un samaritano despreciado le salva la vida (Lc 10,25-37).

Lo anterior se aplica a muchos de nosotros que hemos sido bautizados,

hemos vuelto a nacer, pero no hacemos la voluntad del Padre celestial;

tenemos una fe vacía, sin compasión ni misericordia por el que sufre.

Algo más. Después de estar en una masiva concentración religiosa,

y de oír un discurso con palabras complicadas que pocos entienden:

-¿Trabajamos por hacer realidad el Reino de Dios y su justicia?

-¿Los pobres ocupan un lugar preferencial en nuestras comunidades?

-¿Acogemos a las personas que no tienen trabajo, vivienda y comida?

-¿Somos capaces de entrar en conflicto con los adinerados y decirles:

que los publicanos y prostitutas van delante en el camino del Reino?

De nada sirven las palabras sin el testimonio de las obras:

Este pueblo me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí.

Ofrecen un culto inútil y enseñan preceptos humanos (Mt 15,8s).

Utilizar a Dios para explotar al ser humano es contrario al Evangelio. 

Los publicanos y las prostitutas

 

En Jerusalén están los sumos sacerdotes (personas sagradas),

los maestros de la Ley (expertos en la Escritura) y los fariseos.

Si algunos de ellos dan limosna, lo hacen al sonido de las trompetas…

como ciertas personas que dan con una mano lo que roban con la otra.

Si oran, van a las plazas y calles para que la gente les vean (Mt 6,5).

Y algo peor, rezan para devorar los bienes de las viudas (Lc 20,47).

¿Para qué sirve proclamar a los cuatro vientos que somos “creyentes”,

cuando otros sin serlo practican la Palabra de Dios mejor que nosotros? 

Aquellos funcionarios del templo escuchan al profeta Juan Bautista,

que enseña el camino de la justicia, pero no le dan importancia;

quizás -siendo personas de buena fama- no necesitan convertirse.

En cambio, los publicanos (cobradores de impuesto) y las prostitutas

al escuchar la predicación de Juan, creen y se convierten.

Les aseguro que los publicanos y las prostitutas -añade Jesús-

les llevan la delantera en el camino del Reino de Dios.

Es una frase hiriente que Jesús dice a los profesionales religiosos. 

Hoy, ante el desafío de construir una sociedad humana y fraterna,

empecemos por los excluidos que no valen nada, pues no tienen nada,

ellos son producto de un sistema injusto, opresor, violento, corrupto.

San Pablo, refiriéndose a la sabiduría de Dios (1Cor 1,26-29), dice:

Miren hermanos, a quiénes ha llamado Dios.

Entre ustedes no hay muchos sabios humanamente hablando,

tampoco gente poderosa, ni personas de familias importantes.

Por el contrario, Dios elige a los necios para humillar a los sabios,

Dios elige a los débiles del mundo para humillar a los fuertes,

Dios elige a gente sin importancia, a los despreciados del mundo,

y a los que no valen nada, para destruir a los que valen algo.

De esta manera, nadie puede gloriarse delante de Dios.

Sobre la fe y las obras, el autor de la carta de Santiago escribe:

Hermanos, ¿de qué sirve decir que tenemos fe, si no tenemos obras?

Si a un hermano o hermana les falta la ropa y el pan de cada día,

y ustedes dicen: vayan en paz, abríguense y coman lo que quieran,

pero no les dan lo que ellos necesitan, ¿de qué sirve?

Así sucede con la fe sin obras, está completamente muerta.

Más aún, alguien dirá: tú tienes fe, yo tengo obras,

muéstrame, si puedes, tu fe sin obras,

y yo te mostraré mi fe por medio de las obras. Javier L. Castillo 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Del dicho al hecho (Domingo 27 de septiembre)

 CicloA:Ez. 18,25-28; Salmo24;Flp. 2,1-11; Mt21, 28-32

 

Vivimos una  inflación de discursos políticos, académicos, publicitarios, éticos, religiosos, etc. Abundan las palabras vacías, las arengas apelmazadas por el abuso de la jerga propia del gremio; nos invaden las charlas doctrinales, las soflamas más o menos ofensivas que se sueltan en la calle, en el bar, en la publicación escrita, en la televisión, la radio, el cine o el sitio web.
 
Basta observar unos minutos con ojo crítico algunos programas de televisión para comprobar que el diálogo de sordos en el que todos hablan y nadie escucha se ha elevado a categoría de espectáculo. ¡Bla, bla, bla, bla…! Ante tal exceso de verbo ¿quién se resiste a la tentación de cerrar el oído, de huir, antes de que la incontinencia verbal del mundo le expropie y aplaste? ¡Basta ya! No deja de producir hastío una sociedad tan habladora que, paradójicamente, tiene como dogma aquello de que “obras son amores y no buenas razones”.

La palabra y las obras.

Es la nuestra una sociedad pragmática, más amiga del hecho que de la palabra hablada o escrita, un mundo donde niños y jóvenes no solo  minimizan el valor de la letra sino también el de la imagen no interactiva. En un universo así el discurso apenas tiene valor, y menos cuando viene adobado con la jerga propia del lenguaje institucional. Es este uno de  los principales obstáculos con que topa la nueva evangelización. Si el cristianismo es  religión de palabra y de libro, y ambos están desvalorizados, ¿cómo transmitir la fe sin renunciar a ellos? 

Una palabra sin el aval y la solidez de las obras queda descolgada, vacía, carente de significado real. Incluso el niño más pequeño sabe que sólo la coherencia verifica la palabra; sólo las acciones las dan validez a las dicciones. ¿Qué valor tiene tu queja si tú mismo eres injusto con tu mujer, con tus hijos, con tus empleados, con tus vecinos...? ¿Vale parea algo la palabrería de una oración?  
"Cesad de obrar mal, aprenden a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces venid y litigaremos, dice el Señor." (Is 1,16-18). En fin, el refranero español desmonta la hipocresía de quien tiene mucha lengua y pocos actos con aquello de que "del dicho al hecho hay mucho trecho", o "una cosa es predicar y otra repartir trigo".
 


Jesús: la Palabra hecha carne.
 
Un mensaje sólo tiene sentido si va respaldado por una realidad. Así es la Palabra de Dios: es una palabra “viva y eficaz, tajante como espada de doble filo” (Hb 4,12), que ”baja a la tierra y no vuelve sin cumplir su encargo” (Is 55,10). Recorriendo la historia de la salvación hallamos a un Dios que lo que dice lo hace (cf Ez 37,14); abre la boca, pronuncia su palabra y surge la creación: “Y dijo Dios..., y se hizo” (cf Gn 1,3-27), se fija en la opresión de su pueblo y dice “voy a bajar a librarlos” (Ex 3,8) y los libra por la mano de Moisés. Podríamos decir que la palabra escrita en la Biblia no es sino un comentario a los hechos de Dios.

Pero  en Jesucristo es donde la Palabra de Dios queda verificada de manera extraordinaria y definitiva: “la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Dios habla, revela su voluntad, se hace vida plenamente en el Hijo. En Jesucristo palabra y vida se confunden, su palabra es fuerza y acción, palabra capaz de expulsar demonios y de sorprender a propios y extraños: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad! ¡Manda incluso a los espíritus inmundos y éstos le obedecen!” (Mc 1,27). Jesús habla, y su prédica es atractiva porque se cimenta en hechos, no sólo por hacer obras admirables (milagros) sino también por su estilo de vida original y coherente. Su mensaje se viste de gala en el acontecimiento pascual, cuando la Palabra pasa por la prueba de la cruz y queda autentificada.

San Pablo, en su carta a los Filipenses propone ser ejemplo y testimonio al estilo de Jesucristo: “manteneos unánimes y conformes … No obréis por envidia ni ostentación … Dejaos guiar por la humildad … Considerad siempre superiores a los demás … No busquéis vuestros intereses sino el de los demás". En conclusión: “tened los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús” (Flp 2,1-5). Se pide aquí vivir en la imitación y seguimiento de Jesús; ser hombre de palabra,  coherente con la propia confesión de fe. 

Dices “creo” ¿y vas a vivir como los hombres que no creen? Anuncias a Jesús como modelo de liberación personal y social, ¿y vas a pedir que otros le sigan y aspiren a su libertad si tú mismo no lo haces? Te llamas “cofrade” (hermano) ¿y te comportarás como enemigo de los miembros de tu comunidad (familia, hermandad)? Tiene razón el Vaticano II cuando dice que en el aumento de la increencia “pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, … con los defectos de su vida religiosa, moral o social, han velado más bien que revelado, el genuino rostro de Dios y de la religión” (Gaudim et Spes,19). La coherencia de vida de los cristianos juega un papel decisivo en la estrategia de la nueva evangelización.

 
Evangelizar desde el testimonio

El evangelio se ha de anunciar a cara descubierta, desde la encarnación, para evitar el escándalo de los débiles y no oscurecer la verdad de Dios. Nos lo dice san Mateo al narrar la parábola de los dos hijos (Mt 21,28-32). Se trata de una parábola muy clara, un bofetón para los fariseos y demás autoridades religiosas del pueblo de Israel, un reto para los demagogos, un toque de atención para quien mira con lupa la la ortodoxia de la doctrina  (teoría) y minusvalora la ortopraxis (práctica). 

No basta con decir “voy a la viña” (incluso estando convencido de que eso es lo más correcto), hay que acudir al tajo, al terreno, al surco concreto donde sembrar; ahí se juega uno la cosecha; para que crezca el grano no basta el manual de agricultura ni la asistencia al cursillo impartido por el perito agrícola; si el sudor del obrero no remueve la tierra, si no la siembra ni la limpia de malas hierbas, no hay producción. 

Lo importante es ponerse manos a la obra. Si no tenemos muy sabido el manual ya iremos aprendiendo de los errores. No es muy grave ser un hereje (el hijo pequeño fue un rebelde y negó la autoridad del padre con su “no quiero”) si al final los hechos corrigen y desmienten la doctrina equivocada (“se arrepintió y fue”). Asumamos que la palabra no es lo decisivo, sino el hecho en sí, aunque haya sido precedido por una negación. Para Dios cuenta mucho el arrepentimiento; basta recordar las negaciones y la posterior y definitiva confesión de Pedro. 

“Los ladrones y las prostitutas os precederán en el Reino de los cielos” (Mt 21,31) ¿Por qué? Llevan ventaja porque no están como los fariseos acostumbrados a ver a Dios en sus normas, discursos y preceptos; ellos tienden a ver a Dios más en la vida que en las doctrinas, y ya sabemos que la conversión es más cuestión de actitudes (cambio de vida) que de conocimientos (cambio de ideas). Ladrones y prostitutas están más dispuestos a escuchar y a ver la realidad de sus vidas; son más propensos a mirarse y aceptarse como pecadores y por lo mismo más inclinados al arrepentimiento. A veces el exceso de títulos académicos y eclesiásticos o la reducción ritualista de la vida religiosa nos conducen al fariseísmo y el olvido de Dios, o lo que es peor, a la manipulación de Dios en beneficio propio.


¿No sería más visible el Reino de Dios si nos aplicáramos a la práctica del amor cristiano con el mismo celo que a la exactitud del rito y la ortodoxia? Si bien es cierto que una buena teoría ayuda a mejorar la práctica y una celebración (oración) bien hecha da fortaleza para ello, no lo es menos el hecho de que una buena experiencia enriquece la vivencia de las celebraciones y puede corregir las deficiencias de la doctrina. El hijo primero reparó su pecado de desidia ejerciendo su obediencia con los hechos, el segundo se condenó a sí mismo por sus palabras vacías.

* * *
 
Toca hoy preguntarte: ¿No seré yo de los que se conforman con rezar sus oraciones, asistir a misa, comulgar, decir hermosas palabra sobre Dios y dar sabios consejos espirituales? ¿Formo parte del grupo de los que llevan a Dios en las ideas pero lo ha arrojado de la propia vida? Respecto a mi fe, ¿me preocupa más la ortodoxia que la práctica?
 
No olvides esto: al atardecer de la vida no te examinarán del catecismo que estudiaste y las oraciones que rezaste, sino del amor con que viviste. De nada sirven los rezos y los estudios sagrados si no das pasos para vivir al estilo de Jesús. Como el hijo que al final fue a trabajar a la viña, aún estás a tiempo de cambiar, y ya sabes que “cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida” (Ez 18,27).

 
Casto Acedo Gómez. Septiembre 2020paduamerida@gmail.com.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Los últimos y los primeros

25º Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A

Is 55,6-9 - Flp 1,20-27 - Mt 20,1-16

 

¡Qué propietario tan generoso, el que nos presenta el texto de Mateo!

Más que dueño de la viña, es dueño de su inmensa bondad. Él mismo

sale -a diversas horas- para contratar trabajadores para su viña,

ofreciéndoles un denario. Al anochecer, cuando ordena al capataz

pagar a los trabajadores… resplandece su generosidad.


Al amanecer, el dueño sale a contratar trabajadores para su viña

Al principio, o sea, al amanecer de aquel primer día de la semana,

Dios Padre crea el cielo y la tierra…ve que es bueno…y lo entrega

al ser humano para cuidarlo…cultivarlo…alimentarse…(Gen 1-2).

Pero, con el paso del tiempo, en la tierra crece la maldad,

porque los hombres y las mujeres se han corrompido (Gen 6,5-12).

 

Siglos después, Dios misericordioso ve la opresión de su pueblo,

oye sus lamentos, y baja para liberarlo de la esclavitud (Ex 3,7s).

Lamentablemente, dejando de lado las promesas que hace,

el pueblo es infiel, rechaza a Dios y adora un becerro de oro (Ex 32).

Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envía a su Hijo amado,

para liberarnos y para que seamos hijos adoptivos de Dios (Gal 4,4s).

Sin embargo, los que tienen poder económico, político y religioso,

buscan asesinarle, porque acoge y come con pecadores (Lc 15,2).

 

Al respecto, sigamos meditando en el siguiente texto de Isaías:

Mi amigo tenía una viña en un terreno muy fértil. Removió la tierra,

la limpió de piedras y puso plantas de vid de la mejor calidad.

Mi amigo esperaba uvas dulces, pero dio frutos amargos.

¿Qué más podía hacer mi amigo por su viña que no lo haya hecho?

La viña del Señor son ustedes, país de Israel, pueblo de Judá.

El Señor esperaba de ustedes derecho y solo encuentra asesinatos,

esperaba justicia y solo escucha gritos de dolor (Is 5,1-7).

Hace falta que los servidores de la viña del Señor nos convirtamos,

optemos por las personas desempleadas, y dejemos de lado los gastos

y adornos superfluos que se hacen con motivo de una fiesta patronal.

Al atardecer, el dueño ordena pagar, empezando por los últimos

 

Jesús no mira nuestros méritos sino nuestras necesidades. 


Solo quiere que amemos a todos, 

de preferencia a los que sufren injustamente.

Ahora bien, al final de los tiempos, al “atardecer” (Mt 25,31-46),

Jesús dirá a los compasivos: Vengan conmigo porque me alimentaron

y dieron de beber, me acogieron y vistieron, me sanaron y liberaron.

Y a los egoístas que no hicieron nada por Él les dirá: Apártense de mí.

Sabiendo que nuestro destino final se define en esta vida terrenal,

escuchemos a Jesús que -desde su experiencia- nos sigue diciendo:

 

*Ustedes serán perseguidos y maltratados por mi causa,

pues así también persiguieron a los profetas (Mt 5,11s; Mt 10,16ss).

*No tienen necesidad de irse, denles ustedes de comer (Mt 14,16).

*¿Por qué miras con malos ojos que yo sea bueno? (Mt 20,15).

*Fatigado… Jesús dice a la mujer samaritana: Dame de beber (Jn 4).

*Un hombre asaltado y herido es abandonado medio muerto…

Un samaritano que va de viaje lo ve y se compadece (Lc 10,30ss).

Los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos

Los cristianos debemos servir a los pobres y jamás despreciarlos:

*Entre ustedes no ha de ser así. El que quiere ser el primero,

que se haga servidor de los demás; como el Hijo del Hombre

que vino no para que le sirvan sino para servir (Mt 20,25-28).

*Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe

y herederos del reino que prometió a los que le aman.

Ustedes, en cambio, desprecian y humillan al pobre (Stgo 2,5s).

 

En “La alegría del Evangelio” (n.187) el Papa Francisco dice:

Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser

instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres,

de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad;

esto supone que seamos dóciles y atentos

para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo.


Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno

quiere escuchar el clamar de los pobres: “He visto la aflicción

de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores

y conozco sus sufrimientos. He bajado para liberarlos…” (…).

Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros

somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre,

nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto. Javier Castillo.


El amor no es envidioso (20 de Septiembre)

 

Isaías 55,6-9Salmo  144,2-3.8-9.17-18Filipenses 1, 20c-24.27ª; Mateo 20,1-16

Si nos fijamos en el origen de los desánimos y “bajones”  del ser humano (lo que solemos definir como depresiones) encontramos en el trasfondo de la mayoría de ellos la manía de mirar a los próximos con espíritu competitivo. 

Si los llamados maestros de la sospecha -Marx, Freud y Nietzsche- consiguieron que muchos hombres vieran al “Otro” (Dios) como un enemigo declarado de la libertad y autonomía del hombre, la sociedad consumista y competitiva edificada sobre el poder, el dinero y la consideración social, ha logrado que también miremos con desconfianza al “otro”, a las personas que conocemos y con quien nos relacionamos real o idealmente.
 
En los tiempos que vivimos no es tan normal como hace unas décadas  encontrar personas unidas en la lucha por cambiar un mundo que se consideraba injusto; hoy somos más individualistas y tendemos a vivirnos como contrincantes lanzados a la carrera por situarnos lo más alto posible en un mundo que consideramos acríticamente  perfecto. 

En un sistema social  tan competitivo no extraña que  resulte molesto el hecho de que muchos de los que consideramos inferiores a nosotros en méritos reciban el mismo trato que nosotros u ocupen un puesto superior en la escala social o laboral. Cuando esto sucede nace en nosotros la envidia, el pecado capital más frustrante de todos porque lleva implícita la penitencia; quien se abona al club de la envidia se recome interiormente sólo con reparar en que existen personas que tienen más poder, más riqueza, o simplemente poseen mejores condiciones físicas o intelectuales que que uno o una misma; el envidioso o envidiosa sufren en su interior el infierno merecido por su falta.

En el Reino de Dios y en su Iglesia
no hay derechos de antigüedad

El pueblo judío del tiempo de Jesús tenía un sentido muy calculador de la justicia; ésta se limitaba a ejercer una función conmutativa o distributiva; en resumen, ser justo era pedir cuentas o dar a cada uno la parte proporcional que le corresponde según sus méritos o deméritos. 

En la segunda mitad del siglo I se vive la circunstancia de algunas comunidades cristianas formadas por personas procedentes todas del judaísmo;  la incorporación de no-judíos creó recelos en ellos porque no se resignaban a aceptar que los que habían llegado más tarde tuvieran en la Iglesia la misma situación y los mismos derechos que ellos. 

San Mateo, con la parábola de los trabajadores de la viña que reciben igual paga por horas dispares de trabajo (Mt 20,1-16) invita a los cristianos procedentes del judaísmo a cambiar de mentalidad, haciéndoles comprender que la recompensa de Dios es don y no fruto de sus esfuerzos; es un regalo inmerecido y es igual para todos. Esta nueva imagen de la justicia de Dios, que la equipara a su misericordia,  confundía a los que habían sido educados en una religiosidad del “ojo por ojo y diente por diente” (Mt 5,38).
 
Cambian los tiempos, y la condición humana sigue siendo la misma. No es extraño que los habitantes del siglo XXI nos sigamos sorprendiendo con la parábola de este domingo. Desde el principio nos colocamos en la situación de los primeros trabajadores, los que están faenando desde el amanecer. ¿Hay derecho a que reciban lo mismo que los que solo han trabajado una hora? ¿No es lógico que los primeros sientan envidia? 

La parábola nos remite a otro texto muy conocido del evangelio de san Lucas: la historia del hijo pródigo; también el hermano de éste reacciona como los obreros de la primera hora: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado” (Lc 15,29-30). En ambos casos se da un pecado de solicitud de reconocimiento de méritos propios y de envidia y de rechazo del patrón o del padre por considerar injusto su modo de actuar. ¿Y no lo es desde el punto de vista humano? 

Constantemente escuchamos quejas y nos enteramos de movilizaciones que persiguen la equiparación laboral y económica y el reconocimiento de los derechos acumulados con los años. Pero en el reino de Dios no hay derechos de antigüedad.
 
Dios no piensa como nosotros

Tal vez la queja de los obreros madrugadores sea humanamente lógica; esa actitud tan desprendida del propietario podría llegar a tener consecuencias nefandas para la economía. Al día siguiente, dada la debilidad moral del ser humano, casi nadie se presentaría a trabajar a la primera hora, y la escasa rentabilidad de los jornales obligaría a cerrar el negocio. Es lógico suponer que Jesús, en este caso, no está dando un cursillo de dirección de empresa; la parábola no pretende ilustrar sobre planes empresariales, sino acerca de los planes (mentalidad) de Dios. "Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes que vuestros planes” (Is 55,8-9). ¿Cuáles son los planes de Dios? ¿Cuál su mentalidad?
 
Lo primero es asumir que la relación de Dios con el hombre no se mueve en los parámetros de un patrón con sus obreros, sino en los de un padre con sus hijos, de un buen maestro con su discípulo o de un buen pastor de almas con sus ovejas (cf Lc 15,4-7: parábola de la oveja descarriada). En estos casos el criterio correcto de actuación no es la justicia conmutativa o distributiva sino el amor incondicional que rompe con lo política y económicamente correcto, un amor nada calculador sino escandalosamente divino que es capaz de entender el hecho de que haya más alegría por un pecador que se convierte al atardecer que por noventa y nueve justos de primera hora que no necesitan conversión (cf Lc 15,7). Cuando hablamos de relaciones humanas sobran las miradas partidistas, económicas e interesadas; lo primero y determinante es la persona y su dignidad.
 
Cuando alguien tiene buenas condiciones de vida, lo justo sería que desee a todos sus vecinos que tengan esa misma prosperidad; cuando alguien tiene a Dios aspira a que todos los hombres le tengan; cuando se goza de una vida familiar satisfactoria se desea que la tengan también todos los que te rodean; desear lo contrario sería cruel y rastrero; y desgraciadamente hay muchas personas crueles y bajas; personas que sufren cuando ven que a sus vecinos les va bien y se acercan a su mismo nivel de vida; incluso en la Iglesia hay también personas (sacerdotes, catequistas, feligreses) que se molestan cuando al que ha llegado el último, al “converso o conversa del atardecer”, se le den los mismos privilegios y los mismos cargos que a los “fieles de toda la vida”. En estos casos hace falta conversión, cambio de mentalidad, pasar de los pensamientos humanos a los de Dios.
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La parábola de los obreros de la viña invita  a tener sobre el mundo y la historia la mirada de Dios, su filosofía; una mirada y filosofía más altas que la tuya como el cielo es más alto que la tierra (Is 55,9). 

Dios mira al hombre con amor de Padre; se acerca a las personas  al amanecer, a media mañana, al mediodía, a media tarde y al anochecer; a todas las acoge, a todas las quiere. ¿No tiene el obrero de la tarde bastante desgracia con haberse perdido la oportunidad de permanecer en Dios desde el amanecer? Si Dios te da la vida ¿te va a dar envidia porque la de también a otras personas? Dios no te hace ninguna injusticia porque otorgue la salvación también a quienes a veces has considerado no merecedores de ella: ladrones, prostitutas...; estos -lo dice el evangelio- te precederán en el reino de los cielos (Mt 21,31), “porque los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” (Mt 20,16ª). 

"El amor no es envidioso", dice san Pablo (1 Cor 13,4). Imita, pues, el espíritu evangélico y actúa en tus relaciones con criterios de misericordia; busca la justicia que permite que todos los pueblos y todas las personas puedan gozar de la prosperidad que tú has alcanzado. Trabaja para que la mentalidad de Dios sea prioritaria en las relaciones humanas. Si así lo haces no debes temer nada, o tal vez sólo la crítica de quienes siguen anclados en su religiosidad añeja y calculadora; pero a esos les puedes decir con Dios: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque soy bueno?” (Mt 20,16).

Casto Acedo Gómez. Septiembre 2020. paduamerida@gmail.com