jueves, 17 de septiembre de 2020

El amor no es envidioso (20 de Septiembre)

 

Isaías 55,6-9Salmo  144,2-3.8-9.17-18Filipenses 1, 20c-24.27ª; Mateo 20,1-16

Si nos fijamos en el origen de los desánimos y “bajones”  del ser humano (lo que solemos definir como depresiones) encontramos en el trasfondo de la mayoría de ellos la manía de mirar a los próximos con espíritu competitivo. 

Si los llamados maestros de la sospecha -Marx, Freud y Nietzsche- consiguieron que muchos hombres vieran al “Otro” (Dios) como un enemigo declarado de la libertad y autonomía del hombre, la sociedad consumista y competitiva edificada sobre el poder, el dinero y la consideración social, ha logrado que también miremos con desconfianza al “otro”, a las personas que conocemos y con quien nos relacionamos real o idealmente.
 
En los tiempos que vivimos no es tan normal como hace unas décadas  encontrar personas unidas en la lucha por cambiar un mundo que se consideraba injusto; hoy somos más individualistas y tendemos a vivirnos como contrincantes lanzados a la carrera por situarnos lo más alto posible en un mundo que consideramos acríticamente  perfecto. 

En un sistema social  tan competitivo no extraña que  resulte molesto el hecho de que muchos de los que consideramos inferiores a nosotros en méritos reciban el mismo trato que nosotros u ocupen un puesto superior en la escala social o laboral. Cuando esto sucede nace en nosotros la envidia, el pecado capital más frustrante de todos porque lleva implícita la penitencia; quien se abona al club de la envidia se recome interiormente sólo con reparar en que existen personas que tienen más poder, más riqueza, o simplemente poseen mejores condiciones físicas o intelectuales que que uno o una misma; el envidioso o envidiosa sufren en su interior el infierno merecido por su falta.

En el Reino de Dios y en su Iglesia
no hay derechos de antigüedad

El pueblo judío del tiempo de Jesús tenía un sentido muy calculador de la justicia; ésta se limitaba a ejercer una función conmutativa o distributiva; en resumen, ser justo era pedir cuentas o dar a cada uno la parte proporcional que le corresponde según sus méritos o deméritos. 

En la segunda mitad del siglo I se vive la circunstancia de algunas comunidades cristianas formadas por personas procedentes todas del judaísmo;  la incorporación de no-judíos creó recelos en ellos porque no se resignaban a aceptar que los que habían llegado más tarde tuvieran en la Iglesia la misma situación y los mismos derechos que ellos. 

San Mateo, con la parábola de los trabajadores de la viña que reciben igual paga por horas dispares de trabajo (Mt 20,1-16) invita a los cristianos procedentes del judaísmo a cambiar de mentalidad, haciéndoles comprender que la recompensa de Dios es don y no fruto de sus esfuerzos; es un regalo inmerecido y es igual para todos. Esta nueva imagen de la justicia de Dios, que la equipara a su misericordia,  confundía a los que habían sido educados en una religiosidad del “ojo por ojo y diente por diente” (Mt 5,38).
 
Cambian los tiempos, y la condición humana sigue siendo la misma. No es extraño que los habitantes del siglo XXI nos sigamos sorprendiendo con la parábola de este domingo. Desde el principio nos colocamos en la situación de los primeros trabajadores, los que están faenando desde el amanecer. ¿Hay derecho a que reciban lo mismo que los que solo han trabajado una hora? ¿No es lógico que los primeros sientan envidia? 

La parábola nos remite a otro texto muy conocido del evangelio de san Lucas: la historia del hijo pródigo; también el hermano de éste reacciona como los obreros de la primera hora: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado” (Lc 15,29-30). En ambos casos se da un pecado de solicitud de reconocimiento de méritos propios y de envidia y de rechazo del patrón o del padre por considerar injusto su modo de actuar. ¿Y no lo es desde el punto de vista humano? 

Constantemente escuchamos quejas y nos enteramos de movilizaciones que persiguen la equiparación laboral y económica y el reconocimiento de los derechos acumulados con los años. Pero en el reino de Dios no hay derechos de antigüedad.
 
Dios no piensa como nosotros

Tal vez la queja de los obreros madrugadores sea humanamente lógica; esa actitud tan desprendida del propietario podría llegar a tener consecuencias nefandas para la economía. Al día siguiente, dada la debilidad moral del ser humano, casi nadie se presentaría a trabajar a la primera hora, y la escasa rentabilidad de los jornales obligaría a cerrar el negocio. Es lógico suponer que Jesús, en este caso, no está dando un cursillo de dirección de empresa; la parábola no pretende ilustrar sobre planes empresariales, sino acerca de los planes (mentalidad) de Dios. "Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes que vuestros planes” (Is 55,8-9). ¿Cuáles son los planes de Dios? ¿Cuál su mentalidad?
 
Lo primero es asumir que la relación de Dios con el hombre no se mueve en los parámetros de un patrón con sus obreros, sino en los de un padre con sus hijos, de un buen maestro con su discípulo o de un buen pastor de almas con sus ovejas (cf Lc 15,4-7: parábola de la oveja descarriada). En estos casos el criterio correcto de actuación no es la justicia conmutativa o distributiva sino el amor incondicional que rompe con lo política y económicamente correcto, un amor nada calculador sino escandalosamente divino que es capaz de entender el hecho de que haya más alegría por un pecador que se convierte al atardecer que por noventa y nueve justos de primera hora que no necesitan conversión (cf Lc 15,7). Cuando hablamos de relaciones humanas sobran las miradas partidistas, económicas e interesadas; lo primero y determinante es la persona y su dignidad.
 
Cuando alguien tiene buenas condiciones de vida, lo justo sería que desee a todos sus vecinos que tengan esa misma prosperidad; cuando alguien tiene a Dios aspira a que todos los hombres le tengan; cuando se goza de una vida familiar satisfactoria se desea que la tengan también todos los que te rodean; desear lo contrario sería cruel y rastrero; y desgraciadamente hay muchas personas crueles y bajas; personas que sufren cuando ven que a sus vecinos les va bien y se acercan a su mismo nivel de vida; incluso en la Iglesia hay también personas (sacerdotes, catequistas, feligreses) que se molestan cuando al que ha llegado el último, al “converso o conversa del atardecer”, se le den los mismos privilegios y los mismos cargos que a los “fieles de toda la vida”. En estos casos hace falta conversión, cambio de mentalidad, pasar de los pensamientos humanos a los de Dios.
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La parábola de los obreros de la viña invita  a tener sobre el mundo y la historia la mirada de Dios, su filosofía; una mirada y filosofía más altas que la tuya como el cielo es más alto que la tierra (Is 55,9). 

Dios mira al hombre con amor de Padre; se acerca a las personas  al amanecer, a media mañana, al mediodía, a media tarde y al anochecer; a todas las acoge, a todas las quiere. ¿No tiene el obrero de la tarde bastante desgracia con haberse perdido la oportunidad de permanecer en Dios desde el amanecer? Si Dios te da la vida ¿te va a dar envidia porque la de también a otras personas? Dios no te hace ninguna injusticia porque otorgue la salvación también a quienes a veces has considerado no merecedores de ella: ladrones, prostitutas...; estos -lo dice el evangelio- te precederán en el reino de los cielos (Mt 21,31), “porque los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” (Mt 20,16ª). 

"El amor no es envidioso", dice san Pablo (1 Cor 13,4). Imita, pues, el espíritu evangélico y actúa en tus relaciones con criterios de misericordia; busca la justicia que permite que todos los pueblos y todas las personas puedan gozar de la prosperidad que tú has alcanzado. Trabaja para que la mentalidad de Dios sea prioritaria en las relaciones humanas. Si así lo haces no debes temer nada, o tal vez sólo la crítica de quienes siguen anclados en su religiosidad añeja y calculadora; pero a esos les puedes decir con Dios: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque soy bueno?” (Mt 20,16).

Casto Acedo Gómez. Septiembre 2020. paduamerida@gmail.com

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