jueves, 29 de abril de 2021

La vid y los sarmientos (V de Pascua. 2 de Mayo)



Vivimos la “cultura del picoteo”. Jóvenes y adultos, abrumados por las inmensas posibilidades de información que llegan a través de los medios, especialmente internet, nos dedicamos a picar de aquí y de allí en un no parar estresante, pasando de un periódico digital a otro, de un tema al siguiente, de una información a otra sin apenas digerir lo leído, escuchado o recibido como noticia. Este modo de actuar ocurre también en las relaciones; no es raro hoy pasar de una a otra relación de amistad o incluso de pareja sin apenas degustar lo vivido.

No hace mucho nos concedíamos tiempo para leer reposadamente un periódico o un libro, para escuchar una y otra vez un tema musical hasta hacerlo nuestro, para gozar de la visión repetida de una película, o para cultivar y madurar sin prisas una relación. Hoy apenas pasamos sobre la epidermis de la noticia, la música, la imagen o las personas, como si participáramos en una carrera de obstáculos con obligación de llegar los primeros y estar a la última.

Queda claro que en esta cultura de la dispersión no degustamos con paciencia los platos que nos ofrece la vida Nos vivimos como si estuviéramos siempre en la antesala de la plenitud, probando esto y aquello, y pasando sin transición de la fruición al tedio de las cosas y las vivencias. “Cultura del picoteo”, del estrés sistemático, de las prisas, de la angustia obsesiva por estar a la última en el pensar, el aparentar y el disfrutar, aún a sabiendas de que cuando crees alcanzado lo último siempre hay algo más allá que no te deja disfrutar lo presente.

Pues bien, para esta época en la que lo común suele ser la “impermanencia” de todo, Jesús propone la “permanencia”, amarrar la vida a un pilar solido al que los vientos de la moda no puedan zarandear a capricho. ¿Dónde encontrar ese amarre seguro?  Aunque  parezca pretencioso, el mismo Jesús se ofrece como tal: “El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” (Jn 15,5). Como respuesta a la dispersión: la unidad con Dios en Cristo que garantiza y pasa por la unidad con la Iglesia y procura la unidad con uno mismo.
 
* * *


Unidad con Cristo

Los hombres nos pasamos la vida buscando, yendo como picaflores a la conquista del néctar perfecto, aquel del que esperamos la plenitud. Como hizo en su momento san Agustín, buscamos la vida en las cosas perecederas, en la sensualidad, en las filosofías, en los afectos humanos; nuestro corazón vive inquieto y revolotea de acá para allá esperando encontrar algo que le haga definitivamente feliz.

San Agustín, maestro ejercitado en la búsqueda de la verdad, encontró finalmente aquello (mejor a Aquél) que buscaba con tanto empeño. Dejó el picoteo y pudo al fin disfrutar del banquete de la vida con plena satisfacción. Su encuentro con Dios supuso para él un descanso, como lo es para todo el que por fin encuentra en Cristo su “estancia”.

Para muchos hombres a lo largo de la historia conocer a Jesús y aceptarlo como el amor de su vida, entrar en relación con Cristo y dejar que éste llene cada rincón de su casa (alma, corazón) ha sido una experiencia gozosa y plenificante. A partir de entonces su vida fue distinta; vivían secos y dispersos como el sarmiento separado del tronco de la vid y al unirse nuevamente a la vid han comenzado a verdear y a dar fruto abundante. De vivir estresados y obsesionados por las cosas perecederas pasaron a la serenidad y la  creatividad que da el sentirse libre de dependencias mundanas. 

Unirse a Cristo, lejos de ser para ellos una atadura, fue una liberación. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gal 5,1). Desde aquí podemos entender a G. K. Chesterton, converso en su madurez, cuando dice que el catolicismo "me liberó de la esclavitud de ser hijo de mi tiempo", porque quien permanece unido a Cristo está por encima de las modas intrascendentes.

Unidad eclesial

Pero no sólo para vivir con Dios nos libera Cristo. Para un cristiano vivir unido a Dios no es posible ni verdad sin vivir la unión con los hermanos. ¿No parece un poco ridícula una vid con un sólo sarmiento? La imagen de la vid y de la viña, tan recurrente en el Antiguo Testamento, es retomada por Jesucristo no sólo para darnos una imagen de la relación personal con Él sino también para destacar la importancia de la comunidad. Cambiando los términos: para Jesús las cepas o los sarmientos de la viña no son ya el pueblo de Israel sino los que creen en Él.

La vida del discípulo no fructifica sólo porque éste se crea unido íntimamente a Jesús. Es verdad que la experiencia personal de fe, la oración personal, el sentimiento particular de pertenencia y comunión con Dios, son importantes. Pero esa experiencia individual no apaga la ansiedad de la búsqueda. Estar unido a la vid, permanecer en ella, implica también el  sentimiento y la realidad de la permanencia y pertenencia a una comunidad. 

La savia que corre por las venas de la vid es el Espíritu Santo, agente de comunión que está en el origen de la Iglesia, comunidad de todos los que se saben unidos por un mismo Espíritu. Cuando san Pablo se encontró con Cristo camino de Damasco, tras su conversión, “trataba de juntarse con los discípulos” (Hch 9,26); sabía que su adhesión a la persona de Cristo no era completa sin su inserción en una comunidad de creyentes. Permanecer en Cristo no es posible sin abrazar también en un mismo Espíritu a su Iglesia.

He aquí una enseñanza y una tarea. Procurar que cada uno de los hombres y mujeres del mundo encuentren refugio en el conocimiento de Cristo y se unan a Él por el Espíritu y la fe; pero también es tarea de trabajar por la unidad de los cristianos, porque el lugar de refugio que es Cristo no se reduce a una celda solitaria sin referencia a una comunidad universal; “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. (Jn 17, 21).  La alegoría de la Vid y los sarmientos, como la del cuerpo que nos aporta la predicación de san Pablo (cf 1 Cor 12,12-31), nos hablan de unidad y comunidad, de la importancia de permanecer en Cristo y sentirnos por y en  Él unidos a  los hermanos.
 

Unidad personal

Y no podemos dejar de mencionar el hecho de que la unión con Dios (fe) y  la unidad eclesial (amor al prójimo, comunidad) es imposible y no es auténtica si la persona no vive unificada en sí misma; es decir, no hay verdadera vida cristiana si el hombre vive disperso, roto interiormente, esclavo de pasiones que le llevan a hacer el mal que no quiere (cf Rm 7,18-20). Quien está en esa situación vive en la mentira. Por eso la primera carta de san Juan apremia: “Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn 3,18).


Quien lo hace así vive con una conciencia unificada, y consecuentemente con la conciencia tranquila. Si leemos detenidamente el texto de Jn 3,18-24 podemos descubrir que aparece por cuatro veces la palabra conciencia;  a decir del Concilio Vaticano II la conciencia “es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto mas intimo de aquélla”. (GS 16). La conciencia del hombre es el núcleo de su libertad, de su grandeza, de su dignidad, la clave de su realización personal. 

Cuando un hombre es sensato, leal, cabal, decimos que tiene conciencia; cuando no es así le llamamos inconsciente. Podríamos decir que cuando uno vive dejándose guiar por una conciencia recta y bien formada es feliz, pero cuando se deja llevar por las veleidades de una conciencia acomodaticia, no haya la paz.
 
Una vida unificada por la conciencia es una vida plena que facilita el acceso al encuentro con los hermanos y con Dios: “Si la conciencia no nos condena podemos acercarnos a Dios con confianza” (1 Jn 3,21). Tener la conciencia tranquila es el mayor premio de  la vida; nos hace sentir la cercanía de Dios, del prójimo y de toda la creación. ¿No has sentido nunca esa experiencia? Pues a eso se llega con una práctica vital consecuente con la fe que se profesa, viviendo en  sinceridad y honestidad.
 
* * *
 

Si vives disperso, roto, desmalazado, y no acabas de encontrar tu sitio. Si estás enganchado a la “cultura del picoteo”, del individualismo, de las relaciones epidérmicas, si buscas a Dios y no acabas de dar con Él, ¡párate! 

San Agustín, tras su conversión, reconoce que Dios siempre estuvo a su lado, pero fue incapaz de verlo porque vivía descentrado: “Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y por fuera te buscaba … Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí  -dispersaban mi mente, mi corazón y mi conciencia- aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”. Así cuenta su conversión ese gran santo

 Ahora te toca a ti pararte, procurar sentir la unidad fundante que es Dios, la unidad militante que es la comunidad y la unidad personal que es tu conciencia unificada. ¡Que el espíritu de Jesucristo te conceda sentir estas cosas!

Casto Acedo Gómez. Mayo 2021. paduamerida@gmail.com 

martes, 20 de abril de 2021

El Buen Pastor (25 de Abril, 4º de Pascua).

El cuarto domingo de Pascua es conocido desde los tiempos del Papa Pablo VI, como el domingo del Buen Pastor. También se celebra en este día la Jornada de oración por las vocaciones. Finalmente, decir que en este domingo va adquiriendo carta de ciudadanía el "día de la parroquia", el lugar donde se concretiza la realidad, el aquí y ahora ineludible, del pastoreo eclesial. Recomiendo para completar esta entrada la lectura, o relectura en su caso, de la reflexión que incluí el pasado año bajo el título de "Apacentar, tarea de pastores" (Clickar).


La Biblia nos habla de Jesús como buen pastor. Ya en las catacumbas y en los mosaicos de las antiguas basílicas es frecuente la iconografía de Jesús como un pastor joven y fuerte, que carga una oveja sobre sus hombros, imagen que nos remite a la parábola de la oveja perdida (Lc 15,1-7) y al mismo Jesús  camino del Calvario cargando con la cruz de nuestros pecados y  librándonos así de las garras de la muerte. 

Jesús es Pastor y Cordero; ambos términos son usados en la Escritura para describir a Jesús, buen Pastor que al dar su vida por las ovejas es al mismo tiempo Cordero inmolado. Se cumple en Él aquello de que sólo quien es un buen discípulo puede ser un buen maestro.

La aplicación del símbolo-imagen del buen pastor a Cristo se va preparando en el Antiguo Testamento. Ya desde el Génesis muchos de los que luego serán reconocidos como personajes prefigurativos del Mesías se relacionan con el oficio de pastor: el justo Abel (Gn 4,2), José (Gn 37,2), David (Sam 17,15; Ez 37,24).

Y entre los profetas no solo hubo pastores (Am 7,14), sino que también están los que hablan de Dios como el supremo Pastor de Israel: “Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas” (Is 40,11); la misma imagen se  refleja en los salmos; sobre todo en el conocido precisamente como Salmo del buen pastor (cf Sal 23).

En un mundo  técnico e industrial, donde lo rural apenas tiene incidencia, no resulta fácil entrar en la profundidad de los símbolos bíblicos relacionados con la antigua cultura agraria y ganadera. La figura del pastor, como la del sembrador, estuvo cargada de fuerza en los tiempos y los ambientes en que se escribe la Biblia. 

En la cultura en que se escribe la Biblia el pastor no era solamente un criador de ganado, sino una persona con cierta sensibilidad adquirida por su oficio; las horas dedicadas al rebaño le lleva a cultivar cualidades como la abnegación, la observación y la paciencia; esta dedicación absoluta al rebaño le lleva a conocer a todas y cada una de sus ovejas a las que procura alimento, trata con cariño y defiende de los peligros que le acechan. La relación del pastor con sus ovejas llega a ser casi personal, de tal modo que incluso pone un nombre propio a cada oveja. 

Observando el día a día del pastor los autores bíblicos extraen toda una teología, es decir, toda una visión de Dios desde los rasgos de quien se dedica a ese oficio. El evangelio de san Juan recoge un buen resumen de las características del pastor bueno aplicado a Jesús (Jn 10,1-21). Señalamos algunos rasgos:

1. “El buen pastor da la vida por las ovejas”: No es buen pastor en sentido bíblico el que se dedica a alimentar y cuidar las ovejas con ánimo de lucro; tampoco es buen Pastor el que va detrás de las ovejas azuzándolas, obligándolas a ir por donde él quiere que vayan. Más bien es el que camina entre las ovejas, ganándose el respeto y admiración de éstas; buen pastor es quien con cariño las conduce hacia fuentes tranquilas y repara sus fuerzas (Sal 23,2); o va delante de ellas con el callado de la Cruz, signo mayor del buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas, y bajo cuya protección se saben a salvo. Jesús es el buen Pastor que da la vida, realidad que celebramos en la Eucaristía, donde Cristo vuelve a dar su vida por nosotros  y repara nuestras fuerzas.


2. “Yo soy el buen pastor que conozco a las mías y las mías me conocen”. Propio del buen Pastor es “conocer”, estar abierto al ser de las ovejas. El verbo “conocer” tiene un hondo sentido bíblico: conocer es amar. Ya sabemos que sólo desde un amor muy sincero y respetuoso se puede llegar al conocimiento de otra persona. Decir “yo conozco a las mías y las mías me conocen” es decir “yo amo a las mías y las mías me aman”.

Hay un conocimiento que va más allá de lo netamente intelectual; es el conocimiento por el amor, una manera de conocer que no se apoya en la química de las neuronas, sino en un movimiento del corazón que late por alguien. Estamos ante el misterio del encuentro con Dios, : “que ni basta ciencia humana para lo saber entender, ni experiencia para lo saber decir; porque sólo el que por ello pasa sabrá sentir, mas no decir” (San Juan de la Cruz).

Conocer a Dios, dejarse conocer por Él, todo un programa de espiritualidad. Dios te conoce (ama), pero ¿conoces (amas) tú a Dios? ¿Respondes al Señor con la misma generosidad que él muestra al “conocerte”? ¿Lo buscas con el mismo empeño e interés con que Él te busca? Es este un buen día para contemplar el amor con que el Pastor me cuida y me ama, para dejarme cautivar por su mirada y entrar en el número de los seducidos por la belleza de su Cruz.

3. “Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer”. El buen Pastor tiene una preocupación evangelizadora y sacramental (mimar a sus ovejas, apacentarlas debidamente), pero no menos honda es su preocupación misionera (traer otras ovejas al redil, buscándolas de entre las que se han ido de él y entre las que nunca han estado).

La figura del buen Pastor obliga a repasar nuestra eclesiología centrada más de lo debido en una pastoral de mantenimiento y descuidada, o poco interesada, por las ovejas que no son del redil, que suelen ser la mayoría. Es cierto que debemos cultivar nuestra fe y la cohesión interna de nuestras comunidades como misión primera y necesaria, pero la comunidad, ni es fin en sí misma ni tiene sentido sin su proyección evangelizadora: “que todos sean uno para que el mundo crea” (Jn 17,21).

 La Iglesia ha de actuar su misión evangelizadora si no quiere morir ahogada en su propia incoherencia; porque el buen proselitismo (aquel que no puede guardar para sí sólo el gozo de Dios)  es inherente  al evangelio. La llamada apremiante de nuestro tiempo a  hacer cristianos auténticos tiene mucho que ver con la necesidad de pastores que alimenten a las ovejas con el pasto del conocimiento de Dios. 

Tiene, pues, perfecta cabida en este domingo la jornada especial de oración por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, y el día de la parroquia, que poco a poco se va institucionalizando en este domingo.  Parroquia, sacerdotes y consagrados que se nutren con los sacramentos y  evangelizan acercando a Dios a los hombres .
.

4. Escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor”. Termino estas reflexiones con una optimista mirada escatológica; se trata de una llamada a vivir en esperanza el futuro que nos aguarda; las dificultades de la evangelización no son pocas, pero el éxito está garantizado por la Palabra: “Habrá un solo rebaño y un solo pastor”; así, en futuro perfecto. Y desde esa visión de futuro, fiados en la promesa, nos embarcamos en la misión.

“El Señor es mi Pastor” (Salmo 23). En esta experiencia de Dios-Pastor (Jesucristo) que nos ama, nos cuida y nos alimenta, se forja nuestra fe. “Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan”. (Sal 23,4). La Misa es sacramento del buen Pastor, en ella Cristo nos conduce a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía y nos anima a trabajar de su lado para que haya un solo rebaño y un solo Pastor. Escucha la voz de Jesús que te dice: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro padre ha querido daros el reino” (Lc 12,32), no temas, porque el Señor resucitado te protege, te sosiega. Y estando yo contigo, dice Jesús, ¿quién estará contra ti?, ¿quién te podrá hace daño? (cf Rm 8,31). Yo estoy contigo. No temas. 

Casto Acedo GómezAbril 2021paduamerida@gmail.com.

jueves, 15 de abril de 2021

Jesús, primer catequista (18 de Abril. 3º Pascua B)

  


"¿Quién nos hará ver la dicha,
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?
Por es, haz brillar sobre nosotros
el resplandor de tu rostro" (Sal 4,7-8).

Una de las imágenes más bellas de la Pascua es la que la define como paso de las tinieblas a la luz. Vivir la Pascua es eso: abandonar la ceguera, salir de la ignorancia, despertar, descubrir el velo que cubre la verdad, y contemplar a Dios cara a cara, verlo, sentirlo; “entrar en su relación” como un tú (yo) frente a otro Tú (Él). La Pascua es contemplar el resplandor del rostro del Otro (Dios), verlo en la luz cegadora que es, porque a Dios no le podemos ver por falta de luz sino por exceso.

Eso es lo que vieron los discípulos: el rostro resplandeciente de Dios en Jesús resucitado; y tuvieron miedo, temor, pero su temor se transformó en gozo cuando el mismo Dios iluminó con la Palabra su experiencia.

Contar tu experiencia Pascual

"Contaban los discípulos lo que les había acontecido por el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan" (Lc 24,35). Así termina la narración del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús, esos dos que iban de vuelta de Jerusalén y tuvieron la suerte de que Jesús les saliera al encuentro alentándolos con su palabra y dándoles el golpe definitivo de conversión con la Eucaristía: “Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,30-31).

Ellos habían interpretado la muerte de Jesús con sus parámetros mentales y Jesús resucitado, saliéndoles al paso, cambió su percepción de las cosas. A partir de entonces miraron al mundo desde Dios. Con esa nueva perspectiva sus sentimientos de frustración y profunda tristeza también dieron un vuelco, hasta el punto de que su "ir de vuelta", su desconfianza-descreimiento, se convirtió en regreso a la confianza, a la alegría, a la fe, a la plenitud.

Los de Emaús contaban a los demás discípulos lo que les había pasado por el camino, y “mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros” (Lc 24,36). La narración de la experiencia de encuentro con el Resucitado hace presente al mismo Resucitado a la comunidad: “mientras hablaban se presentó Jesús”. Al exponer su experiencia de fe, las palabras de los conversos hacen presente a Aquel al que predican.

¡Qué importante es que también nosotros contemos lo que nos ha sucedido con Jesús! Porque al hacerlo se hace presente nuevamente.  Si de veras te has encontrado con el Señor Resucitado, debes hacerlo saber a los que, aún incrédulos y desconfiados, se han quedado en el Viernes Santo. Al relatar tu experiencia no sólo se benefician los que te escuchan en actitud de fe; también tú revives la Luz que en su momento te alumbró y vas profundizando cada vez más en el Misterio de la Resurrección.

Desde ahora estás llamado a salir también tú, como el Resucitado, al encuentro de los que vuelven desengañados o están encerrados en su desolación. En una palabra: tu experiencia Pascual, si es auténtica, te concierne tanto que de ella misma nace tu “necesidad” de contarlo; y si no es así, deberías revisar la sinceridad de tu fe.


Jesús, primer evangelizador  y catequista

Jesús calma a los suyos mostrándoles su humanidad, su cercanía. “Soy yo en persona, el que estuvo con vosotros y caminó por las tierras de Galilea, Samaria y Judea, el mismo que se reunió y cenó con vosotros el Jueves Santo en el cenáculo, el mismo que murió en la cruz".  

"¿Cómo ha podido suceder esto? ¿Por qué has tenido que morir? ¿Cómo has podido volver a la vida? ¡Nosotros mismos te dimos sepultura!". Las dudas y preguntas se agolpan en la mente y el corazón de los discípulos.

Y Jesús responde. Jesús, primer catequista, partiendo del impacto inicial, y yendo más allá, ilumina la experiencia de conversión, educa a los suyos para comprender los misterios de Dios. "Les abrió el entendimiento para comprender las escrituras" (Lc 24,45). “Y les dijo: Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí, tenía que cumplirse” (Lc 24,44). 

Igual que a los de Emaús, Jesús explica a los discípulos reunidos en Jerusalén lo que sobre él estaba escrito, para que comprendan los designios amorosos del Padre, para que vean y acepten que Él ha muerto por ellos a fin de liberarlos y liberar a la humanidad del pecado que les ata. Les dice que “sus heridas nos han curado”, que “soportó el castigo que nos trae la paz” (Is 53,5), y por eso puede darnos ahora esa paz que supera todo don: “Paz a vosotros”, dice Jesús (Lc. 24,36).

Jesús es el primer evangelizador y catequista, y hoy nos enseña qué es ser catequista. Primeramente experimentar la Pascua, vivir con Él el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la tristeza a la alegría, de la inquietud a la paz. Luego, catequizar es transmitir a los demás el propio cambio, la transformación sufrida, dando razón de que el giro de sentimientos y de visión mueva de las cosas se debe a una intervención divina. 

Un  catequista no es sino aquel que cuenta a otros su experiencia de Dios interpretada a la luz de la Palabra. Todo bautizado, toda persona que ha recibido la gracia de la Pascua,  discípulo de Jesús, todo padre de familia cristiana, es llamado a catequizar, a no guardarse para sí mismo lo que ha recibido de Dios.  


La misión comienza por los de casa.

Las apariciones del resucitado, la experiencia mística del encuentro con Dios vivo, apunta al anuncio de la Pascua a todos los pueblos: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén” (Lc 24,46-47). Hermosa y difícil tarea, porque también va a exigir a los predicadores la misma entrega y los mismos padecimientos que vivió y sufrió el predicado.

También será una exigencia añadida el hecho de que el anuncio se ha de hacer “comenzando por Jerusalén”, por los de casa, por los que normalmente creen que ya están convertidos, por los que ya han adquirido la seguridad de la salvación (empezar, si es preciso, por uno mismo:“si alguno se cree seguro, cuidado no caiga”, 1 Cor 10,12, dice san Pablo). 

Los más seguros de su fe, los más fanáticos, eran entonces los judíos; no olvidemos que Jesús era judío y los suyos fueron los primeros en poner trabas a la Palabra porque se creían en posesión de la doctrina auténtica; Pablo de Tarso, todavía no converso, era uno de ellos. La Iglesia comenzará su tarea en Jerusalén, donde sufrirá las primeras incomprensiones y persecuciones; en esa ciudad tendrá los primeros mártires: Esteban y Santiago.

El cristiano auténtico,  el que ha encontrado a Jesús en el camino de su vida, está llamado a dar testimonio de Él. Tú mismo, con y a pesar de tus miedos y tu inseguridad, has sido y eres llamado hoy a misionar, a catequizar, a dar razón de tu Pascua –tu paso de las tinieblas a luz- a los hombres.

¿Cómo? Primeramente haciendo tuyo el mandamiento del amor (cf 1 Jn 2,3-6), y desde al amor denunciando la injusticia del pecado y anunciando a toda persona que encuentres que Dios te ha dado en Jesús las claves necesarias para edificar el mundo justo -terrenal y celestial- que esperamos: “Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matásteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos” (Hch 3,14-15). "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Sal 117,22). No tengas miedo de anunciar el mensaje de la Pascua con Pedro y como Pedro (con y como Iglesia).

Casto Acedo. Abril 2021. paduamerida@gmail.com.

jueves, 8 de abril de 2021

Fe, paz, fraternidad (II Pascua. 11 de Abril)



Tres palabras entrelazadas nos pueden servir de reflexión en este segundo domingo de Pascua; tres dones pascuales: fe, paz y sentido de fraternidad (amor, caridad). Jesús había dicho a sus discípulos: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5); y si miramos bien lo que tenemos, si echamos una mirada sobrenatural a nuestra fe, a nuestra paz, a nuestra familia, a la comunidad cristiana en la que vivimos la fe, descubrimos que sólo Uno que está más allá de nosotros puede hacer posible ese milagro.

El don de la fe

Primero el don de la fe. Creer no es fácil, tal como podemos constatar tanto en tiempos pasados como en el presente. La objeción de Tomás la escuchamos constantemente: “si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creeré” (Jn 20,25); o sea, si no veo, oigo, huelo, gusto o toco, no creo. Una objeción que no es exclusiva del cientifismo positivista de nuestro siglo, sino de la incredulidad de siempre. Tomás se niega a creer por el testimonio de la Iglesia, y pide pruebas, pide experiencia material directa; y Dios se la concede, aunque no sin apostillar que la fe genuina no se funda en la experiencia sensible sino en la confianza del corazón: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29).

¡Fíjate!, a Tomás le gustaría creer. Pero no puede. Tiene que venir en su auxilio el mismo Jesús. Sin Él, nunca habría llegado a aceptar la resurrección. Pero lo mismo pasó con los demás discípulos; también ellos dudaron del testimonio de las mujeres (Lc 24,11) y recibieron la aparición del Señor el domingo anterior. En conclusión: la fe en la resurrección es don de Dios, Dios se aparece (manifiesta, reela) a quien quiere. “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mt 16,17). También nosotros, si estamos hoy aquí es porque un día hemos experimentado la presencia de Dios en nuestra vida; en cierta manera, el Señor se nos ha aparecido y le hemos aceptado en la fe.

El don de la paz

Con la fe, el Señor nos da la paz. Por tres veces se ponen en boca del Señor estas palabras: “¡Paz a vosotros!” (Jn 20,19.21.26). Cristo desea a sus discípulos la misma paz que Él mismo es. Porque “Él mismo es nuestra paz” (Ef 2,14), algo que testimonia mostrando sus heridas. El odio se desfogó contra Él, “ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas", “Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is 53,5), “Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad” (Ef 2,14-16).

Casi todos los discípulos habían huido al llegar el momento de la cruz. Habían pecado. Sin embargo, no hay en el evangelio ninguna escena explícita de reconciliación directa, en ningún momento el Señor dice: os perdono por el abandono vergonzoso y timorato que sufrí en mi pasión. Todo queda soterrado con la Pascua, todo olvidado bajo la gran paz que se ofrece ahora a los discípulos.

El don de la fraternidad.
.
Sólo desde el ideal de la paz del Señor, distinta de la del mundo (Jn 14,27), se puede construir una comunidad en donde nadie llame suyo propio nada de lo que tiene, sino que todos ponen sus recursos en común, de modo que no haya necesitados en esa comunidad, porque una vez puestos los bienes en común se reparten según la necesidad de cada uno (Hch 4,32-35). ¿Comunismo? No, cristianismo. Las delimitaciones entre lo mío y lo tuyo, ya se trate de bienes materiales o de ideas, son la causa de las disensiones, de la falsa paz entre los hombres. La fe establece una sola riqueza: Cristo (cf Ef 3,8), motivo de unión entre todos; “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2,5); “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo” (Act 3,32). No se trata de uniformidad (cuando todos son uniformes no es posible la unidad), sino de variedad de dones y carismas unidos por una misma fe -“pensaban lo mismo”- y un mismo amor -“sentían lo mismo”- (Hch 4,32).



Estamos ante el tercer don pascual que comentamos hoy: el sentido de la fraternidad, el amor. La fe, para ser verdadera, ha de estar sembrada y regada de amor. ¿De qué me sirve una fe sin obras? ¿Acaso por “saber” que compartiendo podemos comer todos ya se da de hecho el reparto de alimentos? La fe, si es verdadera, mueve a compartir poniendo en marcha el mecanismo de la fraternidad real. Fraternidad que desde la resurrección se plasma en una vida en iglesia (asamblea). ¿Qué es la Iglesia sino el grupo de los que han creído en Cristo resucitado y en torno a esa fe se han unido para llevar adelante la predicación y práctica del Reino?

En el hoy de nues
tro mundo la Iglesia de Cristo es empañada desde dentro por el escaso testimonio de los que se dicen cristianos, y desde fuera por los que la injurian al no poder soportar la realidad de comunidades gozosas, desinteresadas y generosas. La Iglesia no es un grupo de santos, sino de personas que se esfuerzan por vivir la santidad del amor a Dios y al prójimo. Nuestros ambientes son cada vez más sensibles al testimonio que damos, y en esta situación urge recuperar la Iglesia que Jesús quería: pobre, fraterna, acogedora, testimonial, comprometida con la causa de Dios y de los más pobres, débil, pecadora y la humildad suficiente para reconocerse como tal. Hemos de superar, además, el concepto institucional y funcionarial que la iglesia ofrece a menudo y adentrarnos en lo que es más genuino de ella: Iglesia Madre, de la que la Virgen María es tipo; Iglesia como lugar de encuentro con Cristo y con los hermanos.
 
Si de veras queremos servir al mundo, si lo vemos necesitado de redención, es decir, de paz, de prosperidad, de unidad, de alegría..., tenemos en nuestra Iglesia una plataforma para ello. Pero por partes. ¿Cómo? Haciendo iglesia, creando lazos de comunicación, siendo “signo y señal” en medio del mundo que testimonie el amor que Dios nos tiene. Siendo testigos no sólo individualmente sino como grupo. El testimonio ha de ser doble: por un lado “sacramental”, de sentido de pertenencia a la Iglesia, de vida comunitaria, de vivencia fuerte de los sacramentos como fuente del amor: “Este es el que vino con sangre y con agua: Jesucristo” (Jn 5,1-6); la mención del agua y de la sangre en este texto de san Juan nos remite al bautismo y la eucaristía; por otro un testimonio real de unidad y comunión fraterna, de Iglesia internamente cohesionada y proyectada hacia el mundo como servidora.



Para vivir la pascua este domingo te pide adentrarte con fe en los planes de Dios; unos planes que incluyen la aceptación de su Iglesia. También te pide ser constructor de paz; no en vano se llama a este domingo el domingo de la misericordia divina, del perdón para ti y desde ti, porque el Señor no solo te perdona sino que, además da a su Iglesia el poder de perdonar para que te acojas a él: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados” (Jn 20,23); la paz se construye desde el mismo perdón que el Señor proclama para la humanidad entera; aceptado éste perdón, que supone la sinceridad del reconocimiento de las propias culpas, queda puesto en cada cual el cimiento más seguro para construir la Iglesia de Jesucristo, y con ella una sociedad fraterna y reconciliada.

Casto AcedoAbril 2021 paduamerida@gmail.com 

sábado, 3 de abril de 2021

Luz, Palabra, Agua, Pan (Vigilia Pascual)

La celebración de la Pascua es toda una explosión de Vida. Los signos e la liturgia hablan por sí mimos. Por eso sobran las palabras. Cada parte de la celebración lleva en sí misma la fuerza de Dios. Me limito, pues a señalar algo sobre los símbolos centrales que en la celebración que nos invitarán esta noche (la pandemia nos obligará a adelantar la hora) a entrar con Jesús en la Vida. 


1.      El rito de la luz  abre nuestros ojos a una nueva realidad, a la visión de un mundo distinto en el que  los hijos de las tinieblas no tienen la última palabra.  Dios ha ido preparando desde el principio la llegada del Salvador; incluso el hecho del pecado es visto como algo providencial, no tanto por su esencia, que es siempre mala, sino porque su aparición provocará la misericordia de Dios: “Sin el pecado de Adán, Cristo no nos habría rescatado; ¡oh feliz culpa, que mereció tan gran redentor” (Pregón Pascual). La victoria de Cristo sobre la muerte se transforma en el eje que explica y justifica todo. Cristo es la luz, y todo queda iluminado.


2.      La liturgia de la Palabra narra la historia de la Salvación hasta llegar al momento culminante en que Cristo, con su resurrección recapitula todo en Él.  La historia sagrada no es una concatenación de hechos acaecidos al azar; Dios ha estado desde el comienzo alentando la vida del hombre  y sus avatares. Recordar las acciones de Dios, repasar como protege y alienta a su pueblo en las distintas etapas de su historia (creación, patriarcas, exodo, reyes, prfoetas), es  una proclamación de fe para hoy, porque “¡este es el día en que actuó el Señor”; El día de la Pascua es el de la acción de Dios; Cristo pasa hoy para todos. "Si alguno me abre, entraré y cenaré con él".


3.      La liturgia bautismal nos remite al camino personal y eclesial de la fe.  Por el agua del bautismo fuimos introducidos en los misterios de Cristo. Por el bautismo ingresamos en la Iglesia. Participando hoy en las celebraciones pascuales actualizamos de modo especial el propio bautismo; hoy nos despojamos del hombre viejo (renuncias) y vestirnos la novedad de Cristo (profesión de fe). La celebración de Cristo resucitado supone un  impulso del Espíritu hacia adelante; este Espíritu  nos hace caminar erguidos, nos devuelve el orgullo de ser Hijos de Dios Padre y hermanos de Jesucristo. El Reino de Dios sigue su marcha con cada uno de nosotros.


4.      Finalmente, la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección del Señor, nos introduce en el banquete de los elegidos. Dios nos hace participes de su misma vida; sus ser se allega a nosotros, y nosotros nos injertamos en Él.  Al comer el pan eucarístico  nos transformamos en lo que recibimos. Somos lo que comemos; si nuestro alimento es Cristo, y éste resucitado, participar de su mesa es participar de su misma resurrección como adelanto, hasta que un día lleguemos a Dios, claridad eterna, luz sin medida, pan que sacia eternamente. Luego, cada domingo del año haremos nuestra esta Pascua de manera especial, anunciando la muerte y resurrección del Señor hasta que vuelva.

* * * *
Para todos los que seguís este blog de San Antonio de Padua, de Mérida (España)
¡¡¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCION!!!
 
Casto Acedopaduamerida@gmail.comAbril 2021

jueves, 1 de abril de 2021

Felicidad y cruz (Reflexión para el Viernes santo)


Hablar de cruz en los tiempos que corren es tabú, porque hablar de cruz es hablar de dolor y de muerte, realidades que escandalizan a toda persona que sacraliza el “estado del bienestar” como fin último de la existencia. La experiencia de un año de pandemia nos ha mostrado hasta qué punto se ocultan el sufrimiento y la muerte. No son realidades rentables. Mejor dejarlas en simples estadísticas, números sin rostro. Mostrar la realidad de la cruz se considera indecente, o en todo caso morboso. 

Parece una consigna de nuestra cultura: todo aquello que produzca sentimientos de pena o tristeza ha de ser tapado y borrado de la mente. Así, se ocultan las realidades que no gustan y pueden crear malestar. Y es que la posmodernidad parece obsesionada por el tema de la felicidad hasta el punto de negar el valor a todo aquello que no conduzca directamente al paraíso


Felicidad y salvación

Toda persona busca la “felicidad”, palabra talismán que poco a poco ha ido sustituyendo a la de “salvación”. Lo dijo el cardenal Ratzinger, luego Papa Bendicto XVI, allá por los años sesenta: 

“El término «felicidad» ha sustituido progresivamente, en el sentimiento y en el habla común del área teológica, al término clásico «salvación». Eso ha implicado la pérdida del fuerte sentido cósmico contenido en el concepto cristiano de salvación. Con el término «salvación» se aludía a la salvación del mundo, dentro de la cual se realiza la salvación personal. En cambio, ahora felicidad reduce el contenido de la salvación a una especie de bienestar individual, a una «cualidad» del vivir del hombre entendido como individuo; en esta perspectiva el «mundo» ya no se considera por sí mismo y globalmente, sino sólo en función individualista”.

La “salvación” es mucho más que un estado subjetivo de bienestar; tiene un sentido más global y amplio. El hombre individualista puede tener la “sensación de felicidad”, pero eso no implica que haya llegado al mundo la salvación. Sin embargo, el hombre con sentido comunitario puede vivir momentos concretos de sufrimiento, que mirados con ojos rastreros y egoístas serían motivo de desesperanza, pero desde la altura de miras de la fe adquieren un plus de sentido porque se ven en función del bienestar de los hermanos; la satisfacción personal tiene en este caso su fuente en la felicidad del otro, felicidad que se hace propia.


Jesús, el Salvador.

Algo así debió suceder a Jesús. Su sentido comunitario,consecuencia lógica de la Encarnación, debió de alcanzar un grado tan alto que su persona pasó a un segundo plano; más que a sí mismo Jesús buscó agradar a Dios Padre sirviendo a la humanidad, a sus hermanosy hermanas: por eso podemos decir que es “Salvador”, porque hizo posible un sentido nuevo para la vida: el amor en la dimensión de la cruz; en ella Jesús puso en evidencia la futilidad de la felicidad propia cuando no mira por la ajena (pecado). Los que se burlaban de Jesús crucificado dijeron: “a otros ha salvado y a sí mismo no puede salvarse!” (Mc 31). ¡Ignorantes!,  precisamente salvando a otros estaba Jesús  salvándose a sí mismo. Sólo amando se puede alcanzar el amor. 

En las actuales circunstancias de crisis –económica y de valores-, convendría que despertemos del narcotizante sueño del bienestar individual para afrontar la “salvación” de la comunidad. 

La felicidad no es posible en solitario; la realización personal es una falacia si la comunidad no crece en justicia, lo cual sólo es posible cuando cada individuo toma la cruz que le toca y la lleva hacia adelante con sentido comunitario. 

Acostumbrados a una solidaridad indolora, la pasión de Jesús, a un mundo en crisis le está gritando que la fraternidad, a menudo dolorosa,  es el camino para la felicidad común (salvación), que el auténtico estado del bienestar sólo es posible si cada cual pone al hermano antes que a sí mismo, que el mayor obstáculo a los problemas que nos acucian es el individualismo extremo que nos posee. Sin cruz, es decir, sin la molestia que supone dejar a un lado mis caprichos y mis intereses, no es posible un mundo mejor.



¿Una felicidad sin cruz? 

Uno de los mayores errores de nuestra sociedad contemporánea occidental es la ocultación de la cruz. Presumimos de educar a las jóvenes generaciones con un sentido de la realidad mucho mayor que el que nosotros tuvimos. Pero no es totalmente cierto,  porque les ocultamos el dolor y la muerte amparados en la creencia de que son hechos traumáticos que pueden dañar la sensibilidad. Así, la aceptación del dolor y el sufrimiento no forman parte de los programas educativos, y la vejez, la enfermedad y la muerte se ocultan tras los muros de asilos, hospitales y tanatorios, lejos de la mirada de la comunidad. ¿No dejan ocultado imágenes dolorosas durante la pandemia? Como si negar la realidad ayudará a superar el dolor, cuando eso solo es posible asumiendo los hechos. 

Ajenos a la existencia de todo lo molesto, nuestros niños y jóvenes parecen vivir en el país de Jauja. Queremos ahorrarles sufrimientos y con ello no hacemos sino debilitarles ante el futuro que les aguarda: competitivo, implacable, cruel, producto de una suma de egoísmos. El miedo a afrontar la realidad los llevará a querer vivir en la utopía de una infancia interminable, recurriendo para ello a todo tipo de drogas o experiencias que evadan de la realidad. 

Educar en la búsqueda de la felicidad sin cruz es un engaño. Todos los sabemos. Pero nos cuesta reconocerlo de veras, porque eso nos llevaría a cambiar de vida, a dejar atrás esas cosas en las que erróneamente hemos puesto la esperanza, y a caminar afrontando valientemente y de modo inseparable nuestros problemas y  los de nuestros hermanos.



La señal del cristiano

La cruz es para el cristiano el signo de su propia realidad mirada con ojos de amor. “El que quiera venirse conmigo que cargue con su cruz -su vida, su realidad personal y social- y me siga”, dice Jesús (Mc 8,34). La cruz es camino de salvación, y también de felicidad personal, siempre que ésta se supedite a aquella y no al revés. Además, la cruz pone en evidencia la mentira sobre la que se construye nuestro mundo. Avaricia, soberbia, envidia, lujuria, gula, inacción y violencia, son algo omnipresente en nuestra sociedad de consumo y bienestar personal, ídolos que nos seducen con su enorme atractivo y nos esclavizan haciéndonos dependientes. 

Cuando un seguidor o seguidora de Jesús se muestra dispuesto a “resistir”, a no rendirse ante los envites del consumo y la insolidaridad, cuando se desafecta de la avaricia, la soberbia y las demás seducciones, los cimientos corruptos de nuestra sociedad comienzan a ceder; entonces, los banqueros y los aseguradores, los promotores del consumo y los manipuladores, los estilistas y diseñadores de moda, los cocineros de diseño y los perfumistas sofisticados,… entran en crisis, ¡bendita crisis que puede ser la salvación de todos! Asumida la realidad de la cruz, la “resistencia” a los envites (tentación) del mal, con la ayuda de Dios, puede alcanzar el objetivo de un mundo más justo y mejor. Aquí y más allá.
Cuando el Viernes Santo adoramos la cruz, no estamos endiosando al dolor. Propiamente la cruz es una metonimia, tropo literario que consiste en tomar el efecto por la causa; la causa de la muerte Jesús fue el odio del hombre y el amor de Dios que no responde a sus crímenes con la venganza, el efecto fue la victoria sobre los que quisieron doblegar la voluntad de vida y justicia de Jesús. 

En la cruz, pues, adoramos a Aquel al que ni el dolor ni la muerte fueron capaces de torcer en su voluntad de justicia y bienestar para todos los hombres. Adorando la cruz (propiamente, al Crucificado) manifestamos nuestra voluntad de resistencia a todo y a todos los que quieren secuestrar nuestra libertad con promesas de una felicidad indecentemente indolora. Adorar la cruz es decir sí a la vida, aunque nos cueste la misma vida. “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. (Mc 8,35).

Casto Acedo. Abril 2021paduamerida@gmail.com.