jueves, 8 de abril de 2021

Fe, paz, fraternidad (II Pascua. 11 de Abril)



Tres palabras entrelazadas nos pueden servir de reflexión en este segundo domingo de Pascua; tres dones pascuales: fe, paz y sentido de fraternidad (amor, caridad). Jesús había dicho a sus discípulos: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5); y si miramos bien lo que tenemos, si echamos una mirada sobrenatural a nuestra fe, a nuestra paz, a nuestra familia, a la comunidad cristiana en la que vivimos la fe, descubrimos que sólo Uno que está más allá de nosotros puede hacer posible ese milagro.

El don de la fe

Primero el don de la fe. Creer no es fácil, tal como podemos constatar tanto en tiempos pasados como en el presente. La objeción de Tomás la escuchamos constantemente: “si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creeré” (Jn 20,25); o sea, si no veo, oigo, huelo, gusto o toco, no creo. Una objeción que no es exclusiva del cientifismo positivista de nuestro siglo, sino de la incredulidad de siempre. Tomás se niega a creer por el testimonio de la Iglesia, y pide pruebas, pide experiencia material directa; y Dios se la concede, aunque no sin apostillar que la fe genuina no se funda en la experiencia sensible sino en la confianza del corazón: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29).

¡Fíjate!, a Tomás le gustaría creer. Pero no puede. Tiene que venir en su auxilio el mismo Jesús. Sin Él, nunca habría llegado a aceptar la resurrección. Pero lo mismo pasó con los demás discípulos; también ellos dudaron del testimonio de las mujeres (Lc 24,11) y recibieron la aparición del Señor el domingo anterior. En conclusión: la fe en la resurrección es don de Dios, Dios se aparece (manifiesta, reela) a quien quiere. “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mt 16,17). También nosotros, si estamos hoy aquí es porque un día hemos experimentado la presencia de Dios en nuestra vida; en cierta manera, el Señor se nos ha aparecido y le hemos aceptado en la fe.

El don de la paz

Con la fe, el Señor nos da la paz. Por tres veces se ponen en boca del Señor estas palabras: “¡Paz a vosotros!” (Jn 20,19.21.26). Cristo desea a sus discípulos la misma paz que Él mismo es. Porque “Él mismo es nuestra paz” (Ef 2,14), algo que testimonia mostrando sus heridas. El odio se desfogó contra Él, “ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas", “Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is 53,5), “Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad” (Ef 2,14-16).

Casi todos los discípulos habían huido al llegar el momento de la cruz. Habían pecado. Sin embargo, no hay en el evangelio ninguna escena explícita de reconciliación directa, en ningún momento el Señor dice: os perdono por el abandono vergonzoso y timorato que sufrí en mi pasión. Todo queda soterrado con la Pascua, todo olvidado bajo la gran paz que se ofrece ahora a los discípulos.

El don de la fraternidad.
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Sólo desde el ideal de la paz del Señor, distinta de la del mundo (Jn 14,27), se puede construir una comunidad en donde nadie llame suyo propio nada de lo que tiene, sino que todos ponen sus recursos en común, de modo que no haya necesitados en esa comunidad, porque una vez puestos los bienes en común se reparten según la necesidad de cada uno (Hch 4,32-35). ¿Comunismo? No, cristianismo. Las delimitaciones entre lo mío y lo tuyo, ya se trate de bienes materiales o de ideas, son la causa de las disensiones, de la falsa paz entre los hombres. La fe establece una sola riqueza: Cristo (cf Ef 3,8), motivo de unión entre todos; “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2,5); “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo” (Act 3,32). No se trata de uniformidad (cuando todos son uniformes no es posible la unidad), sino de variedad de dones y carismas unidos por una misma fe -“pensaban lo mismo”- y un mismo amor -“sentían lo mismo”- (Hch 4,32).



Estamos ante el tercer don pascual que comentamos hoy: el sentido de la fraternidad, el amor. La fe, para ser verdadera, ha de estar sembrada y regada de amor. ¿De qué me sirve una fe sin obras? ¿Acaso por “saber” que compartiendo podemos comer todos ya se da de hecho el reparto de alimentos? La fe, si es verdadera, mueve a compartir poniendo en marcha el mecanismo de la fraternidad real. Fraternidad que desde la resurrección se plasma en una vida en iglesia (asamblea). ¿Qué es la Iglesia sino el grupo de los que han creído en Cristo resucitado y en torno a esa fe se han unido para llevar adelante la predicación y práctica del Reino?

En el hoy de nues
tro mundo la Iglesia de Cristo es empañada desde dentro por el escaso testimonio de los que se dicen cristianos, y desde fuera por los que la injurian al no poder soportar la realidad de comunidades gozosas, desinteresadas y generosas. La Iglesia no es un grupo de santos, sino de personas que se esfuerzan por vivir la santidad del amor a Dios y al prójimo. Nuestros ambientes son cada vez más sensibles al testimonio que damos, y en esta situación urge recuperar la Iglesia que Jesús quería: pobre, fraterna, acogedora, testimonial, comprometida con la causa de Dios y de los más pobres, débil, pecadora y la humildad suficiente para reconocerse como tal. Hemos de superar, además, el concepto institucional y funcionarial que la iglesia ofrece a menudo y adentrarnos en lo que es más genuino de ella: Iglesia Madre, de la que la Virgen María es tipo; Iglesia como lugar de encuentro con Cristo y con los hermanos.
 
Si de veras queremos servir al mundo, si lo vemos necesitado de redención, es decir, de paz, de prosperidad, de unidad, de alegría..., tenemos en nuestra Iglesia una plataforma para ello. Pero por partes. ¿Cómo? Haciendo iglesia, creando lazos de comunicación, siendo “signo y señal” en medio del mundo que testimonie el amor que Dios nos tiene. Siendo testigos no sólo individualmente sino como grupo. El testimonio ha de ser doble: por un lado “sacramental”, de sentido de pertenencia a la Iglesia, de vida comunitaria, de vivencia fuerte de los sacramentos como fuente del amor: “Este es el que vino con sangre y con agua: Jesucristo” (Jn 5,1-6); la mención del agua y de la sangre en este texto de san Juan nos remite al bautismo y la eucaristía; por otro un testimonio real de unidad y comunión fraterna, de Iglesia internamente cohesionada y proyectada hacia el mundo como servidora.



Para vivir la pascua este domingo te pide adentrarte con fe en los planes de Dios; unos planes que incluyen la aceptación de su Iglesia. También te pide ser constructor de paz; no en vano se llama a este domingo el domingo de la misericordia divina, del perdón para ti y desde ti, porque el Señor no solo te perdona sino que, además da a su Iglesia el poder de perdonar para que te acojas a él: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados” (Jn 20,23); la paz se construye desde el mismo perdón que el Señor proclama para la humanidad entera; aceptado éste perdón, que supone la sinceridad del reconocimiento de las propias culpas, queda puesto en cada cual el cimiento más seguro para construir la Iglesia de Jesucristo, y con ella una sociedad fraterna y reconciliada.

Casto AcedoAbril 2021 paduamerida@gmail.com 

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