viernes, 22 de junio de 2012

Que yo disminuya para que Él crezca (San Juan Bautista. 24 de Junio)

Todos los que oían cómo Zacarías, padre de Juan, bendecía a Dios por haberle dado a su hijo  reflexionaban diciendo: “¿Qué va a ser este niño?”. Porque la mano del Señor estaba con él” (Lc 1,66).

Tras estas palabras, y antes de afirmar que “el niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; y vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80), el Evangelio de san Lucas coloca el canto del Benedictus; Zacarías, padre del Bautista bendice al Señor, Dios de Israel, porque no se olvida de su pueblo (ya se espera el nacimiento del Mesías; María estaba en su sexto mes): “Tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación, por medio del perdón de los pecados” (Lc 1,76-77). Para Zacarías el nacimiento de su hijo Juan es ya un anuncio de la llegada del Salvador: “nos visitará un sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1,78b-79a). Juan Bautista viene para disponernos a la luz, para que, cuando llegue, no nos sorprenda en la ceguera y nos perdamos sus beneficios. “Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz,… No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,6-8).

Juan Bautista, precursor de Jesús.

Son muy numerosos los textos del Nuevo Testamento que nos hablan del Bautista; incluso el mismo Jesús se dispendia en alabanzas hacia Él:  « ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre lujosamente vestido? ¡No! Los que visten con lujo están en los palacios de los reyes. ¿Qué salisteis, entonces, a ver? ¿Un profeta? Sí, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: Yo envío mi mensajero delante de ti, él te preparará el camino” (Mt 11,7b-10).

Juan Bautista no es nada sin Jesús. La grandeza de Juan, de hecho, está en su pequeñez, en su “dependencia”, en su papel de “segundón, en su apagarse para que el Otro luzca. Vino para ser “testigo de la luz”, y él mismo no es nada sin la Luz. Su vida está íntimamente unida a la de Cristo, vive por Él y para él, hasta sufrir como Cristo el martirio. Jesús, al decir que le miremos nos incita a que le imitemos: “Os digo que entre los nacidos de mujer no hay otro mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él” (Lc 7,27). La grandeza moral de Juan es tanta, a pesar de su pequeñez humana, que el mismo Jesús lo compara con el profeta Elías: “Elías tenía que venir a disponerlo todo. Pero os digo que Elías ha venido ya y no lo han reconocido, sino que han hecho con Él lo que han querido. Del mismo modo van a hacer padecer al Hijo del hombre. Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan el Bautista”. (Mt 17,11-13).

Juan, el profeta

Juan es un profeta, el último profeta de la Antigua Alianza. Invita, como todos los profetas de Israel, a la conversión; prepara los caminos para que el Señor pueda nacer en el seno de su pueblo. Son características del profetismo su vocación específica (cf relatos de vocación profética), y su predicación sin miedos anunciando la cercanía actual o la llegada inminente de Dios, y  denunciando todo aquello que impide la instauración del Reino.
-Profeta es el que ha experimentado a Dios en su vida, el que se ha encontrado con él. De Juan Bautista se dice que ya saltó de gozo en el seno de su madre cuando María la visitó (cf Lc 1,44).
-Profeta es el que Dios llama para dar la vuelta a la realidad anquilosada; con el llega la contracultura, la toma de conciencia de la marginalidad frente a los poderosos. El profeta anuncia el cambio de las estructuras de pecado por estructuras de gracia. Si de algo tiene necesidad un mundo-pueblo desorientado, aburguesado y capitalista, es de profetas como Juan que pongan en entredicho la vacuidad e injusticia que supone vivir de espaldas a Dios y al prójimo.
-Profeta es el hombre capaz de acercar a los hombres el consuelo de Dios. "...Viene el que es más fuerte que yo, Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. ... Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio" (Lc 3,16.18).

Juan Bautista es profeta cabal,
-con su estilo de vida austero, “iba vestido con pelo de camello, llevaba una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre” (Mc 1,6), muestra la relatividad de las cosas de este mundo, su transitoriedad, y su poca importancia ante la “nueva luz” que nos espera;

-con su palabra anuncia dónde está la verdadera vida: en el seguimiento de Jesús: “Juan se encontraba con dos de sus discípulos, y “de pronto vio Jesús que pasaba por allí y dijo: -Este es el cordero de Dios. Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron a Jesús” (Jn 1,36-37). Así nos lo presenta el evangelio, como el que señala a Jesús; el arte lo representa siempre o bien con un cordero en sus brazos o a su lado,  o señalando con su dedo al Cordero que quita el pecado;

-también con su palabra denuncia las situaciones injustas, los pecados, tanto sociales: “El que tenga dos túnicas que le de una al que no tiene ninguna, y el que tenga comida que haga lo mismo … a los cobradores de impuestos: no exijáis más de lo establecido… a los soldados y funcionarios: no uséis la violencia, no hagáis extorsión a nadie y contentaos con vuestra paga” cf Lc 3,10-14) como personales; y en esto chocó con Herodes, “el tetrarca, que debido a sus relaciones con Herodías, la mujer de su hermano, y a todos los crímenes que había cometido, era severamente censurado por Juan. Así que a todas las tropelías añadió Herodes la de encerrar a Juan en la cárcel” (Lc 3,19-20). Más tarde sería decapitado por Herodes a petición de Salomé y su madre, Herodías (cf Mc 6,14-19).

-como profeta, su mensaje es universal, no se cierra en los límites nacionalistas, sino que se abre a todos los hombres de todos los tiempos, ya que su fin último no fue crear escuela, hacer un grupo propio, sino abrir los ojos de todos los hombres para que puedan encontrar el camino hacia Dios.

“Es preciso que Él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30)

Patrono de nuestra archidiócesis, de su vida y de sus enseñanzas evangélicas podemos extraer pautas importantes para nuestra renovación personal y eclesial. Y tal vez la primera enseñanza evangélica que nos da Juan sea la de saber esperar. La esperanza está íntimamente relacionada con la alegría, quien espera, goza ya de lo que espera. Junto con la Virgen María, Juan es protagonista del Adviento cristiano. Ellos vivieron con intensidad y alegría los momentos previos de la venida del Mesías; María (“la primera entre las mujeres”) con la fe puesta en la promesa del angel de que en su seno vendría el Salvador del mundo, Juan Bautista con su invitación a “preparar el camino al Señor” y la llamada al cambio: “Arrepentíos, porque está llegando el reino de los cielos” (Mt 3,2-3).
Ser devoto y celebrar a san Juan Bautista supone, también, vivir en la austeridad, siendo “testigo de la luz”, profetizando en el mundo, anunciando el amor de Dios y desvelando la injusticia del hombre. Todo ello comporta, hoy como entonces, el riesgo de la persecución, e incluso el martirio. La valentía del testimonio cristiano, tan necesaria hoy como siempre.


Como Iglesia diocesana y como comunidad Parroquial, no podemos celebrar dignamente a san Juan Bautista sin sentir como nuestra su tarea de “preparar el camino al Señor”, dando testimonio de fraternidad, evangelizando sin buscar ningún protagonismo personal ni de grupo, procurando que sea la luz de Cristo la que brille en las tinieblas, aceptando que “es preciso que él (Cristo) crezca y que yo disminuya” (Juan 3,30). La Iglesia no debe caer en el error de predicarse a sí misma sino a Jesucristo. San Juan señala con su dedo la cruz de Cristo, su seguimiento, ¿hacía donde nos dirige nuestra diócesis? ¿Hacia dónde camina nuestra parroquia? ¿Hacia dónde vamos?

En esta solemnidad, deseemos fervientemente que la personalidad del Bautista cale en la Iglesia de Jesús; pidámosle que nos enseñe qué tenemos que hacer, sobre todo cuando haya peligro de división entre nosotros; Juan nos aconseja entonces que disminuyamos nosotros para que crezca Cristo, que relativicemos nuestros grupúsculos y partidos eclesiásticos y absoluticemos sólo al Salvador. Poner a Cristo en el centro de nuestra vida personal y eclesial, por encima de nuestras pertenencias a grupos o movimientos, no es signo de falta de devoción al santo, sino todo lo contrario, la señal más evidente de que hemos comprendido su misión y su mensaje.

Casto Acedo Gómez. Junio 2012.  paduamerida@gmail.com. 23561