miércoles, 29 de mayo de 2019

Jesús bendice y sube al cielo

Ascensión del Señor, ciclo C
He 1,1-11  -  Ef 1,17-23  -  Lc 24,46-53

Subrayemos el mensaje que nos transmite el texto evangélico de hoy:
   Jesús dice a sus seguidores que según la Sagrada Escritura,
Él tenía que padecer y resucitar al tercer día. Y -en su nombre-
se anunciaría a todos: la conversión y el perdón de los pecados.
   Luego añade: Ustedes deben dar testimonio de esto y, para ello,
recibirán la fuerza del Espíritu Santo que el Padre ha prometido.
   Y, cerca de Betania, mientras los bendice, es llevado al cielo.

Según la Sagrada Escritura, Jesús debía sufrir y resucitar
   Para no ser predicadores vacíos de la Palabra de Dios,
porque no la escuchamos con el corazón; necesitamos meditar
la Sagrada Escritura, y anunciarla de tal manera que: oyendo crean…
creyendo esperen… y esperando amen… (Vaticano II, DV, n.1 y 25).
   Nos hace falta oír la Palabra de Dios y el grito de los que sufren:
*Un sábado Jesús va a la sinagoga de Nazaret y lee el texto de Isaías:
He sido ungido para anunciar la Buena Noticia: a los pobres…
a los presos… a los ciegos… a los oprimidos… (Lc 4,16ss).
Desde entonces, por comprometerse con los pobres tiene problemas,
pues las autoridades políticas y religiosas buscan matarlo.
*Los fariseos, los maestros de la ley y los funcionarios del templo,
por defender sus costumbres, dejan la Palabra de Dios (Mc 7,13).
Cierto día, Jesús les narra una parábola donde un sacerdote y un levita
no hacen nada por un hombre herido… En cambio, un samaritano
tiene compasión y actúa con entrañas de misericordia (Lc 10,25ss).
*Mientras camina con los discípulos de Emaús, Jesús los reconcilia
a partir de la Sagrada Escritura: Comenzando por Moisés
y los profetas, les explica los textos que hablan de Él (Lc 24,13ss).
*Antes de separarse de sus discípulos, Jesús les dice:
Tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés,
en los profetas y en los salmos. Luego les abre la inteligencia
para que comprendan la Sagrada Escritura (Lc 24,44s).

Ustedes deben dar testimonio de esto
   El primer medio para anunciar el Evangelio es el testimonio
centrado en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Al respecto,
Paulo VI dice: El hombre contemporáneo escucha más a gusto
a los que dan testimonio que a los que enseñan…
y si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio (EN, n.41).
   Cierto día,  Jesús sube a una montaña… llama a los que quiere…
elige de entre ellos a Doce  para que le acompañen
y, después, para enviarlos a predicar… (Mc 3,13s).
Más adelante, sus seguidores/as aumentan (Lc 8,1s;  10,1;  23,27).
Todos ellos, hombres y mujeres, son testigos de Jesús, porque:
*Conocen personalmente a Jesús. Y nosotros le conocemos,
gracias al testimonio de nuestros hermanos mayores en la fe.
*Como ellos escuchemos sus enseñanzas sobre el Reino de Dios,
para anunciarlo y hacer realidad un mundo fraterno y humano.
*Saben que Jesús tiene autoridad moral para hablar de los pobres,
pues vive pobre entre los marginados, débiles, enfermos, pecadores…
Hagamos lo mismo -hoy- dando vida plena a las personas que sufren.
   Por todo esto, antes de subir al cielo, Jesús pide a sus discípulos:
ser testigos, incluso en medio de las persecuciones y calumnias…
pues quien les mate creerá que está dando culto a Dios (Jn 16,2).

Mientras los bendice, Jesús se separa de sus discípulos
   Los malvados usan sus manos para: Cambiar los linderos…
Apacentar rebaños robados… Llevarse el burro del huérfano…
Tomar en prenda el buey de la viuda… Arrancar al huérfano
del pecho materno… Tomar en prenda al hijo del pobre… (Job 24).
   Jesús, compasivo y misericordioso, usa las manos para dar vida:
*Pone sus manos sobre los enfermos y los sana (Lucas 4,40).
*Lo mismo hace con los leprosos, y los reintegra a la sociedad (5,13).
*Bendice los panes y da de comer a las personas hambrientas (9,16).
*Toma de la mano a una joven mujer y le devuelve la vida (8,54).
*Acoge a publicanos y pecadores, y come con ellos (15,1s).
*En la última cena toma el pan, da gracias, lo parte y se lo da (22,19).
*En Emaús, toma el pan, lo bendice, lo parte y se lo da (24,30).
*En Betania, Jesús levanta las manos, bendice a sus discípulos
y, mientras los bendice, se separa de ellos (es llevado al cielo);
para prepararnos un lugar en el corazón de Dios Padre. 
J. Castillo A.

viernes, 24 de mayo de 2019

Mirar al cielo de vez en cuando (Ascensión del Señor)


“Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso", así reza nuestro credo. ¡Subió al cielo! En la infancia me dieron a imaginar  el cielo como un lugar allá arriba, luminoso y alegre; luego me enseñaron que el cielo no es un lugar sino un estado. Se usa la palabra cielo, me dijeron, porque las limitaciones que tenemos a la hora de expresar las experiencias más profundas obligan al lenguaje a recurrir a palabras e imágenes que por su impacto emocional puedan acercarnos a las realidades inefables.

Sea como sea, lo cierto es que decir cielo es decir luz, altura, grandeza infinita, eternidad…
 
Las consecuencias de negar el cielo.
 

¿Creemos hoy en el cielo? ¿No nos hemos excedido en la importancia concedida al “suelo” en detrimento del “otro mundo”? Tras el concilio Vaticano II, una tendencia muy agudizada -y nada negativa en sí misma, dicho sea de paso- fue la de hacer una lectura “encarnada” de la fe, una religión desde abajo; el error, también hay que decirlo, es que algunos terminaron por confundir vida “encarnada” con vida exclusivamente “carnal”, ninguneando al Espíritu que ha de encarnarse. Y negada la espiritualidad del hombre el cielo quedó vacío, sin sentido, reducido a un recurso pedagógico-religioso para niños e ingenuos.

Cuando se dice que con la llegada de Cristo ya no hay distancias entre lo "profano" y "sagrado" (cf Mt 15,15-20; Hch 10,10-16), porque en Él humanidad y divinidad, espíritu y carne, se aúnan, y con y por Él las distancias han sido eliminadas (cf Col 1,15-20), muchos interpretaron que ya todo es profano (secularismo).  ¿Por qué no concluir que todo es sagrado? Porque lo que se revela en Cristo es precisamente esto, que en Cristo la historia -espacio y tiempo- se ratifica como lugar de encuentro con Dios (historia sagrada). Pero no por esto el cielo queda excluido de las realidades de la salvación,  sino que se hace más accesible al poder ser participado ya en el presente mientras se espera la posesión plena  al final de los tiempos, cuando por Cristo "Dios será todo en todos" (1 Cor 15,28).
 
Los excesos suelen tener consecuencias nefastas, y así, al negar el cielo impunemente vaciamos de sentido la tierra; porque sin trascendencia la inmanencia pierde todo su sentido, y sin inmanencia la pregunta por la trascendencia es absurda. Reducir la religión a un fenómeno que debe ocuparse exclusivamente en solucionar los problemas materiales del pueblo, reducir la religiosidad a moral, sea ésta de matiz progresista o conservadora, es hacerle un flaco favor.

Son muchos los que caen en el error de aceptar sólo un Jesús humano, un hombre excelente que murió en un acto de generosidad sin parangón; pero para afirmar su resurrección y ascensión a los cielos, su divinidad, todo son reticencias e inconvenientes. ¿Por qué? Porque para estos creyentes a ras de suelo la creencia en realidades divinas por un lado parece contradecir la mentalidad cientificista del hombre actual, y por otro parece invitar a una espiritualidad alienante de vista al cielo y golpe de pecho, corazón de la crítica marxista de la religión.
 
Ni siquiera los predicadores de sermones dominicales nos libramos  de la tentación moralista. Es más fácil y cómodo usar del púlpito para amonestar sobre la bondad o maldad de tal o cual comportamiento, -sobre todo cuando el punto de moral tratado coincide con la moral de moda- que tratar del cielo, que es la experiencia de Dios que procuran las bienaventuranzas. Lo primero es fácil por lo propensos que somos a juzgar a otros, lo segundo es más complicado, porque supone tener una experiencia de Dios que sólo es posible cuando hay de fondo una vida espiritual intensa y coherente. 
 
Creer en el cielo sin desentenderse de la tierra
 
¿Puede existir una fe religiosa sin Dios? ¿Puede haber un Dios sin eternidad? ¿Puede creerse en un Dios eterno sin esperar el don de la eternidad para uno mismo? ¿Hasta dónde nos está permitido esperar?

Por muy sorprendente que parezca, cuando a Jesús le preguntan «¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Él responde: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). ¿No hubiera sido más lógico afirmar que la obra que Dios quiere es que practiquemos la misericordia con los más necesitados? Pero no, Jesús pone la fe en Dios como la premisa para una vida cristiana profunda y comprometida de veras.

 Por muy importante que sea la dimensión moral de la fe, se comete un error de bulto si negamos la dimensión teológica (experiencia de Dios). Ser cristiano no es reducible a la simpleza de “ser buena persona”; cristiano es quien  tiene fe en el Dios de la Vida Eterna; sin fe en el mundo de lo sobrenatural e imperecedero no hay religión; sin cielo, o sin vida eterna con Cristo junto al Padre, nuestra esperanza queda frustrada por el sinsentido y la muerte.
 

 
La fiesta de la Ascensión del Señor viene a coronar la obra de la redención de Jesucristo. Su ascenso a la derecha del Padre no es una retirada, porque “no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino” (Prefacio I de la Ascensión del Señor). 
 
Nuestro credo confiesa la resurrección y la ascensión al cielo, lo cual obliga a que esas verdades sean consideradas condiciones sino qua non para merecer el apellido de cristiano. Se trata de creer en el cielo como razón para no desentendernos de la tierra. Negar la dimensión de futuro interminable, rechazar la existencia de un más allá, despreciar la esperanza en la ascensión con Cristo a los cielos, es negar a Dios, que es infinito, que está más allá de nuestras posibilidades humanas; creer en el cielo invita a pisar fuerte en la tierra esperando a vivir luego para siempre en la morada del cielo (cf Jn 14,2-4).

Implicaciones de la Ascensión

¿Qué aporta al hombre creyente la verdad cristiana de la Ascensión? Lo primero, la relativización de las realidades de este mundo, finitas y supeditadas a las realidades eternas a las que apuntan. Y contemplando a Jesucristo, que descendió del cielo enviado por el Padre (cf Jn 1,17), aprendemos de su ascensión que el camino para subir es bajar, como Jesús, que “se despojó de su rango pasando por uno de tantos, y por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (cf Flp 2,1-10); descendiendo murió, resucitó y “fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad” (Prefacio II de la Ascensión).

 El misterio de la Ascensión nos invita a no ignorar lo que llamamos la dimensión escatológica de la fe, su cumplimiento pleno en una eternidad donde todo y todos recibimos la plenitud de la Vida. Sin esa meta final (llamamos a esto "cielo") la fe queda empequeñecida y simplificada de tal modo que, con permiso del marxismo, podríamos llamarla con verdad opio del pueblo, porque sólo serviría para engañarnos con unas aspiraciones revolucionarias que quedan frustradas con la muerte.

  
* * *
 “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch 1,11). Son estas unas palabras que parecen invitarnos a mirar a la tierra. Pero ¿invitan también a no mirar al cielo? Creo que la clave está en lo de no quedarse plantado. No es bueno mirar al cielo con el embelesamiento bobalicón de las falsas místicas. Pero es bueno mirar al cielo de vez en cuando, como hacía Jesús retirándose a orar con frecuencia (cf Mc 6,46; Jn 6,15), o como hizo en Getsemaní (cf Lc 22,41-42) y en la misma cruz, momento en el que encarnado y  clavado a las realidades de la tierra, no dejó de elevar sus ojos al Padre que todo lo puede (cf Lc 23,46; Hbr 5,7).
 
Casto Acedo Gómez. Junio 2019. paduamerida@gmail.com.

jueves, 23 de mayo de 2019

Dos comentarios (Domingo 26 de Mayo)

NOTA. Hoy ración doble:un primer comentario, "DIOS EN MI INTERIOR" (¿más espiritual?) a partir del Evangelio de san Juan, y otro, CONSERVADORES Y PROGRESISTAS (¿más eclesial?) desde la lectura de los Hechos de los Apóstoles. 

1

DIOS EN MI INTERIOR
(comentario desde Jn 14,23-29)
 
 
"El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él". Este texto recuerda aquel otro del Apocalipsis: "Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y me abre, (si me ama) entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). 
 
Hoy, como el domingo pasado, se nos está invitando al amor. Dios es amor, y amar es dejar que Dios sea Dios, que entre en tu vida dejándote inhabitar por la Trinidad. El amor abre las puertas del corazón al amado; y cuando ese amado es Dios, éste no falla en su atención al amante, porque tiene la garantía de que lo ama antes de que él le haya amado (cf 2 Tm 2,13). Por el amor Dios se hace intimidad, se hace uno contigo, entra en ti.

Dios habita en mí

 
Ser morada de Dios es lo más grande que se puede ser y desear. Santa Teresa de Ávila en Las moradas del castillo interior, describe al hombre como un castillo donde el Castellano (Dios) habita en la estancia más central; y la tarea espiritual consiste en irse adentrando en uno mismo hasta encontrarse con el Dueño del castillo, algo así como ir quitando capas a la cebolla para llegar al corazón del propio ser, donde habita el Misterio.
 
Si entrar en el cielo es entrar en la vida de Dios, ¿no es también un cielo que Dios entre en tu vida y te habite? ¿Hay algo más grande que se pueda decir de un hombre que decir "es un hombre de Dios” o que “lleva a Dios consigo”? Cuando así es, cuando Dios está dentro, ya no hace falta aspirar al cielo, porque el cielo te acompaña; ya no necesitas ir al templo ni a ningún otro lugar a encontrarte con Dios, porque el encuentro con Dios se estará realizando en lo más profundo de tu corazón, "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).
 
Parece que hablar del amor de Dios o centrarse en el Dios-interior aleja del amor como servicio exterior y del encuentro con Dios en el prójimo. Pero no es así. Tanto santa Teresa de Ávila como todos los grandes místicos cristianos nos dicen que cuando la experiencia de Dios es genuina no aleja del mundo sino que pone las bases para pisar fuerte en la tierra. Espiritualidad encarnada.
 
Los grandes santos de la historia de la Iglesia (Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Antonio de Padua, Juan de Dios, Juan de la Cruz...) fueron hombres de intensa vida interior (místicos), pero también de compromiso solidario con el mundo que les tocó vivir (profetas). Fueron hombres de Dios. Y cuando se dice de alguien que “es un hombre de Dios”, todos sabemos intuir que estamos ante una persona que aúna en sí el conocimiento de Dios que da la oración, la intimidad con Él, y el servicio a los hombres, sobre todo a los más pobres; el hombre de Dios habla de Dios y hace las obras de Dios.
 

Si Dios está contigo...

Estar inhabitado por la Santísima Trinidad tiene unas consecuencias que inevitablemente se dejan sentir y ver:
 

*Si Dios está contigo, no caigas en la tentación de sentirte  solo; aunque los hombres te abandonen Él está contigo en tu soledad, en tus trabajos y en tus decisiones.
 
* Si Dios está contigo, no hay lugar para la tristeza o la debilidad, porque Dios es tu alegría y tu fuerza. 
 
*Si Dios está contigo, no puedes quedarte quieto (¡nada de quietismos!), porque el amor de Dios es dinámico y tiende a expandirse (bonum est diffusivum sui).
 
* Si Dios está contigo, no puedes desentenderte del pobre, porque Dios, que habita en ti, te arrastra a amarlo y preferirlo como lo ama y prefiere él. También en el corazón del pobre está Dios.
 
*Si Dios está contigo, de nada te sirven las largas peregrinaciones ni los actos de culto espectaculares si ellos no te ayudan a entrar en lo secreto de tu corazón, donde tu Padre que ve en lo secreto, te escuchará (cf Mt 6,6).
 
*Si Dios está contigo, ya no puedes hacer nada por tu cuenta, sin el parecer de "los que te habitan (Trinidad); has de vivir para ellos (obediente a la voluntad de Dios) y como ellos (en comunión de amor).

La inhabitación de Dios en el corazón es la verdadera paz, la que el mundo no puede dar. Es la paz que Jesús nos deja como fruto de la Pascua, del paso por nuestra vida. No se trata de una paz impuesta u ofrecida desde fuera, sino desde dentro, desde lo más profundo, lo más íntimo, lo más sagrado del hombre: su interioridad. “La Paz os dejo, mi Paz os doy… Que no tiemble vuestro corazón”. ¿De qué nos sirve una paz que sólo sea fruto del miedo a la violencia? Una paz así es muy frágil. La paz de Dios es fruto de la conversión profunda del corazón a Dios desde lo más íntimo del hombre, hasta poder sentir con san Agustín que Dios es “más interior que lo más íntimo de mí mismo (interior intimo meo... ¡todo un don que agradecer!) y más grande que lo más grande de mí (superior sumo meo ... toda una tarea para llegar a Él).
 
 
* * *
 
2.
 CONSERVADORES Y PROGRESISTAS
(Comentario desde Hch 15,1-2.22-29)
 
 
Resultado de imagen de Espíritu y ley
 
División de opiniones
y unidad en Cristo.
 
"Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las necesarias” (Hch 15, 28).  Es, en síntesis, el resumen del primer Concilio del que tenemos noticias. Se celebró en Jerusalén (cf Hch 15,1-35) y es referido hoy en la primera lectura. 
 
 Hay división de criterios: ¿seguir la inspiración del espíritu? ¿Obedecer la ley?  Toca decidir; y se decide dejar que sobre el Espíritu, pero no sin el respeto a la ley y la autoridad de los apóstoles. ¿Qué concluye el Concilio? ¿Qué preceptos imponen el Espíritu Santo y los apóstoles a la comunidad? Sólo aquellos que en ese momento son necesarios porque se consideran exigencias de la caridad. 
 
Explicado con más detalle: El problema es que comienzan a surgir divisiones entre los primeros cristianos. Hay dos grupos bien diferenciados: los procedentes del judaísmo y los que vienen del paganismo. Las disensiones entre ambos bandos están creando desconcierto (cf Hch 15,24).
 
En los primeros años muchos judíos vieron en el cristianismo una nueva secta del judaísmo, un esqueje nuevo que podría salvar algo de un judaísmo que les podría parecer caduco. Muchos de aquellos judíos querían restaurar el judaísmo de siempre apoyados en la nueva mentalidad cristiana, pero sin renunciar a la primacía de la ley. Se produce así una fricción peligrosa entre éstos y los cristianos de la gentilidad, entre los que ven la nueva doctrina desde la libertad del espíritu. Los que proceden del mundo pagano, en su mayoría fruto de la predicación de san Pablo,  no están dispuestos a someterse a le ley judía como condición para ser cristianos;  los que se adhieren a la Iglesia desde el judaísmo prefieren enfocar el mensaje de Jesús desde la ley y sus los preceptos (cf Rm 6,14; 7,4; Gal 5,18.23; 1 Tm 1,9).
 
Es este un problema presente en todo el Nuevo testamento, especialmente el Evangelio de san Mateo y las cartas de san Pablo. Los judíos quieren mantener los preceptos judaicos, los otros quieren prescindir de ellos. El Concilio de Jerusalén sopesa ambas posturas y zanja la cuestión recurriendo a lo único importante: la caridad. En vistas a la unidad, y para evitar el escándalo de los más débiles "hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas (leyes) que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas" (Hch 15,29)
 
Algo queda claro: el Evangelio de Jesucristo no vino a restaurar ni a reformar nada viejo, sino que se presenta como algo “nuevo”. “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva… La nueva Jerusalén… El que estaba sentado en el trono dijo: ´Ahora hago el universo nuevo`” (Ap 21,1a.2a.5a). En el Antiguo Testamento se dice: “Lámpara es tu palabra (ley) para mis pasos, luz para mi sendero” (Sal 119,105). El Nuevo Testamento da nombre a la lámpara: “La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23).
 
A la Ley y al templo, base del judaísmo formal, le ha sustituido una nueva luz: “Ya no vivís bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rm 6,14), “templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios todopoderoso y el Cordero” (Ap 21,22). La nueva religión no se cimenta en el culto del templo ni en el cumplimiento de la ley, sino en Jesucristo, y sólo tiene un precepto: “Amaos como yo os he amado” (Jn 13,34).
 
  
Conservadores y progresistas,
y unidad en la caridad.
  
La discusión sobre las obras y la fe, la ley y la gracia, renace frecuentemente en la Iglesia. El problema que provocó el concilio de Jerusalén es el mismo desconcierto que se genera en nuestros grupos y parroquias cuando, a los de siempre, se añaden algunos miembros nuevos que invitan a renovar y cambiar viejas  inercias que ya no responden al espíritu original. El debate "fe-ley", "gracia-obras" fue el motivo principal del cisma de Occidente, y sigue siendo causa de discordia entre cristianos que solemos llamar conservadores o progresistas.
 
*Por un lado están los que llamamos conservadores, que añoran una restauración del catolicismo, o una reforma superficial, en los modos y maneras, en lo externo, pero no en el espíritu; ya se sabe: reformar el convento sin reformar al fraile. Suelen recurrir a la ley y la autoridad y ven en el marco institucional la única garantía de permanencia de la Iglesia
 
*Por otro lado tenemos a los considerados progresistas que abogan por la libertad del espíritu desligada de códigos y normas subsidiarias: abandonar el convento, ponerse en manos del Espíritu y que sea lo que Dios quiera. Estos amigos de la libertad del espíritu, en su versión más extrema, rehúyen cualquier institucionalización; para ellos lo importante es seguir en cada momento la inspiración del Espíritu, que “sopla donde quiere y no sabes ni de dónde viene ni adónde va” (Jn 3,8). Olvidan   que todos tenemos pajaritos en la cabeza y que con suma facilidad solemos confundirlos con el Espíritu Santo.
 
¿Es posible la unidad? ¿Dónde está la solución? Eclesiologías conservadoras como la que ofrecen las cartas a Timoteo y Tito, que recurren a la autoridad, y más progresistas, como la que nos sirve  el libro de los Hechos, donde el Espíritu Santo es el protagonista indiscutible, no son contradictorias, sino que están llamadas a la unidad. Porque lo definitivo, ya dijimos, no son las divergencias sino la coincidencia en el amor. En la Iglesia pueden converger en la caridad tanto los que tienen una fe más arraigada en las prácticas litúrgicas y los preceptos legales (primacía del sacerdocio) como los que privilegian las sugerencias puntuales del Espíritu (primacía del servicio profético). El secreto está en abrirse al amor de Jesucristo; en Él se da la convergencia.
 
La conclusión del Concilio de Jerusalén se hace recurriendo precisamente a la caridad, que unifica ambos principios:  “el Espíritu Santo y nosotros”. Se salva así la tarea de los apóstoles, jerarcas de la institución, cuya misión es gobernar la barca de la Iglesia sin oponerse al Espíritu sino siendo cauce por donde éste llega a los hombres (cf Jn 20,22-23); el Espíritu sopla, y la Iglesia tiende las velas para recoger el viento que la mueve.
 
Esto de “el Espíritu Santo y nosotros” resume el equilibrio necesario que nos libra tanto del legalismo autoritario (Iglesia sin Espíritu) como de una espiritualidad anárquica (Espíritu sin Iglesia). La voz de la Iglesia resulta en ocasiones molesta; pero esa molestia es consecuencia de su inevitable tarea docente, obligada a imponer a veces una “carga necesaria”, exigencia ingrata de la caridad.
 
Y ya sabemos: cuando el pronóstico habla de división entre conservadores y progresistas, entre modernos y anticuados, entre viejos y jóvenes, ... toca poner la caridad (es decir, al mismo Jesús), en el centro. Con Él es posible el entendimiento; sin Él lo veo difícil. Poner el Amor como principio es lo único capaz de evitar la ruptura en medio de los enfrentamientos "ideológicos" en el seno de la Iglesia.
 
Casto Acedo Gómez. Mayo 2019. paduamerida@gmail.com

miércoles, 22 de mayo de 2019

Jesús, amigo de la vida y de la paz

6º Domingo de Pascua, ciclo C
He 15,1-2. 22-29  -  Ap 21,10-14. 22-23  -  Jn 14,23-29

Mientras Jesús se despide de sus discípulos, Judas Tadeo le pregunta:
Señor, ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?
   Jesús que vino no para condenar al mundo sino para salvarlo,
pide a sus discípulos: -Poner en práctica sus enseñanzas y obras…
-Dejarse conducir por el Espíritu Santo que el Padre les enviará
-Ser mensajeros de la paz, pero de aquella paz que Él nos da

Amar a Jesús, poniendo en práctica sus enseñanzas
   Hay autoridades que les encanta viajar al interior y fuera del país,
para resolver -dicen- los problemas de salud, educación… del pueblo.
Sin embargo, hay niños y jóvenes, adultos y ancianos del pueblo, que
llevan sobre sus espaldas el peso intolerable de la miseria (SRS, 13).
   Además, como dicen nuestros obispos: Vemos, a la luz de la fe,
como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano,
el creciente abismo entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos
se convierte en insulto contra la miseria de las grandes mayorías.
Esto es contrario al plan de Dios (DP, 1979, n.28).
   ¿Por qué hay miseria en países con tantos recursos naturales?
¿Anunciamos la persona de Jesús, su vida, sus enseñanzas y obras?
¿Lo hacemos dando testimonio en el hogar, en el trabajo, en el barrio?
   En 1531, fray Bartolomé de las Casas dijo: Del más chiquito
y del más olvidado tiene Dios la memoria muy reciente y muy viva.   
Tengamos presente que Jesús se identifica con los insignificantes,
con los que tienen hambre, sed… llamándolos mis hermanos (Mt 25).
Y Él mismo sigue anunciando: Si alguien me ama, que practique
mis enseñanzas, entonces mi Padre le amará y vendremos a él
y habitaremos en él. Esta es la raíz de la dignidad del ser humano.
   Al respecto, el apóstol Pablo dice: ¿Acaso no saben ustedes
que son templos de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en ustedes?
Al que destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque
el templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes (1Cor 3,16-17).

El Espíritu Santo nos recuerda lo que Jesús enseñó
   Los discípulos de Jesús no se van a quedar huérfanos,
porque el Padre les enviará el Espíritu Santo que les enseñará
y les recordará todo lo que Jesús les ha enseñado.
   Es muy significativo el siguiente testimonio de Juan Bautista:
Dios que me envió a bautizar con agua me dijo: Verás al Espíritu
bajar sobre aquel que ha de bautizar con el Espíritu Santo. Yo lo vi
y, por eso, doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios (Jn 1,33s).
Actualmente, ¿somos testigos de Jesús, el Hijo de Dios?
   En el diálogo con Nicodemo, Jesús le dice: En verdad te digo:
si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar
en el Reino de Dios… lo que nace del Espíritu es espíritu (Jn 3,5ss).
¿Vivimos nuestro bautismo -cada día- como un nuevo nacimiento?
   Cuando la Samaritana le habla sobre el culto que se da a Dios,
Jesús anuncia: Ha llegado la hora, en que los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23s). ¿Amamos a Dios
en espíritu y verdad, o preferimos practicar ceremonias y ritos?
   Ante tantos problemas de corrupción, ¿nos dejamos conducir por
el Espíritu de la verdad que el mundo no puede recibir? (Jn 14,17).

La paz les dejo, mi paz les doy
   En muchos países de América Latina -concretamente en el nuestro-
crece la violencia que se manifiesta en: robos, secuestros, asesinatos,
crimen organizado, narcotráfico, abuso sexual, grupos paramilitares…
Entre las causas están: corrupción en todos los niveles, racismo,
exclusión de los pobres, consumismo (preferimos tener en vez de ser).
Señor, no me arrastres con los malvados, ni con los malhechores,
ellos saludan con la paz pero con malicia en sus corazones (Sal 28).
Cuando la sangre derramada pide a Dios que haga justicia (Gen 4,10),
¿seguiremos con los brazos cruzados, para no complicarnos la vida?
   Levantémonos para ser mensajeros de la paz y de la justicia:
Felices los que trabajan por la paz, serán hijos de Dios (Mt 5,9).
Al entrar en una casa digan primero: Paz a este casa (Lc 10,5).
La paz les dejo, les doy mi paz, pero no como la da el mundo.
Les digo todo esto para que, unidos a mí, tengan paz. En el mundo,
van a sufrir, pero tengan valor, yo he vencido al mundo (Jn 16,33).
   Desde una Iglesia pobre, construyamos un mundo fraterno donde:
La paz sea obra de la justicia y fruto del amor (GS, n.78).
J. Castillo A.