miércoles, 26 de agosto de 2015

La "Tradición" y las "tradiciones"

Domingo XXII, Tiempo Ordinario, ciclo B
Deut 4,1-8  -  Stgo 1,17-27  -  Mc 7,1-23

   Lo fundamental en la “Tradición” de la Iglesia son las enseñanzas
y las obras de Jesús, porque Él es: el camino que nos conduce a Dios…
la verdad que nos hace libres… la vida que nos colma de alegría
   También hay en la Iglesia “tradiciones y costumbres” que surgieron
a lo largo del tiempo (ritos, lenguaje, manera de vestir, títulos, etc.);
y que pueden ser cambiadas gracias al amor creativo (1Cor 13); pues
para los cristianos no hay nada más creativo que el amor fraterno.

Tus discípulos no respetan nuestras tradiciones
   Desde que Jesús anuncia el Reino de vida -en la región de Galilea-
la gente sencilla que le escucha, comenta con entusiasmo: Habla con
autoridad y no como los maestros de la ley (Mc 1,22). En cambio,
los escribas y fariseos buscan desprestigiarlo y acabar con Él:
*Cuando Jesús come en su casa con Leví, acoge también y come
con muchos cobradores de impuestos y pecadores. Los escribas
y fariseos al ver estos gestos audaces se ponen a criticar (Mc 2,15ss).
*Estos ‘guardianes’ de  tradiciones humanas se escandalizan porque 
los discípulos de Jesús no ayunan como hacen los de Juan (Mc 2,18).
*Un sábado, Jesús sana a un hombre que tiene la mano paralizada.
De inmediato, los fariseos van a ver a los partidarios de Herodes,
y juntos buscan la manera de eliminar a Jesús (Mc 3,1-6).   
   Esta oposición crece y se convierte en una verdadera persecución.
Por eso, mientras Jesús anuncia el Reino de Dios que es vida plena,
se acercan a Él un grupo de fariseos y algunos escribas de Jerusalén,
con la única finalidad de desautorizarlo. En efecto, al ver que algunos
de los discípulos de Jesús comen sin lavarse las manos, preguntan:
¿Por qué tus discípulos no siguen las tradiciones de los mayores?
En seguida, Jesús desenmascara la hipocresía de esos “supervisores”,
y apoyado en la verdadera tradición, responde: Este pueblo me honra
con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan
es inútil y la doctrina que enseñan son preceptos humanos (Is 29,13).

Ustedes descuidan el mandato de Dios para seguir sus tradiciones
   A continuación, Jesús hace este comentario: Ustedes descuidan
el mandamiento de Dios y se aferran a la tradición de los hombres.
Y pone el siguiente ejemplo: Si un hijo da -como ofrenda sagrada-
una propiedad o cierta cantidad de dinero, ya no está obligado
a cumplir con el cuarto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre.
Con este modo de actuar, anulan la voluntad de Dios en nombre
de unas tradiciones que solo benefician a los funcionarios del templo.
   La segunda lectura nos recuerda que: La religión pura y sin mancha
a los ojos de Dios Padre consiste: en ayudar a los huérfanos y viudas
en sus necesidades, y en no contaminarse con la maldad del mundo.
   Buena oportunidad para examinar algunas costumbres y tradiciones:
*Nuestras fiestas patronales empiezan con una Misa. Lo que sigue,
nada tiene que ver con la Fracción del pan, pues se trata de consumir
licores; lo mismo sucede con ciertas peregrinaciones. Los interesados
¿comprenderán que con el precio de una botella de cerveza, pueden
comprar entre 20 ó 40 panes y dar de comer a los que tienen hambre?
Al respecto, el apóstol Pablo nos sigue reprochando cuando dice:
Mientras unos pasan hambre, otros están borrachos (1Cor 11,21).
*Hay devotos preocupados de adornar imágenes materiales, y no
hacen nada por los que sufren, que son verdaderas imágenes de Dios:
Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos
superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino;
al contrario, podría ser obligatorio vender estos bienes para dar pan,
bebida, vestido y casa a quien carece de ello (SRS, 1987, nº 31).
*Hay también primeras comuniones y matrimonios donde se da
más importancia al alquiler de vestidos y a las fotografías… ¿Llegará
el día en que compartirán sus tortas con los niños que: -tienen hambre,
-andan mal vestidos, -viven y duermen en las calles? (Is 58,7).
   Cuando Jesús entra en casa, sigue enseñando a sus discípulos y les
dice: Lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre, porque
del interior de su corazón salen: malos propósitos, fornicaciones,
robos, asesinatos, adulterios, injusticias, maldades, engaños, vicios, 
envidia, difamación, orgullo, falta de juicio… Todas estas maldades
salen del interior y son las que contaminan al hombre.
   Lo que Jesús nos pide es conversión del corazón: La gloria de Dios
consiste en que el hombre y la mujer vivan (San Ireneo).

J. Castillo A.

jueves, 20 de agosto de 2015

Decidir desde la propia experiencia de Dios (Domingo, 23 de Agosto)

Lecturas del domingo 21º del Tiempo ordinario. Ciclo B. (Clickar)  
Hay momentos en nuestra vida en que nos vemos forzados a tomar decisiones importantes que pueden variar el curso de la apropia historia personal. Optamos ya en la adolescencia  por estudiar o no estudiar, por escoger estos estudios o aquellos; más tarde  habrá de decidirse por casarse y formar una familia, seguir la vida religiosa o simplemente mantenerse célibe; también hay que elegir lanzarse a tal o cual negocio, o seguir un estilo de vida u otro. Son muchos los caminos que ofrece la vida, y aún más en los tiempos que vivimos en los que el pluralismo de formas de entender la existencia obliga más que nunca a elegir. En tiempos antiguos la religión, el trabajo, el domicilio, e incluso el esposo o la esposa, venían dados por la costumbre o la tradición; generalmente los padres, apoyados en la tradición social y  familiar  determinaban la elección. Hoy tienes que elegir tu religión, tu trabajo, tu modelo de familia,  e incluso algunos  se atreven a afirmar que tu ser masculino o femenino es objeto de elección (?). Sea como sea te encuentras ante la belleza y el riesgo de la libertad.

O Dios o los ídolos

Una vez en la tierra prometida el pueblo de Israel entra en contacto con la cultura y la religión de los que vivían en Canaán; al convivir con la cultura y la religión propias de los pueblos de su entorno muchos israelitas se deslizaron peligrosamente o incluso cayeron en la práctica de sus cultos idolátricos. Josué, sucesor de Moisés,  viendo cercana su muerte, y consciente de la situación, convoca en Siquén  en Asamblea “a todas las tribus de Israel, a los ancianos de Israel, a los jefes, a los jueces y a los magistrados” (Jos 24,1).  Allí les recuerda todo lo que Dios ha hecho por ellos desde la llamada de Abrahán hasta el momento presente (24,2-13), algo que algunos parecen haber olvidado.  Luego pone a los Israelitas en el trance de elegir: “Si os resulta duro servir al Señor, escoged a quién servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos 24,15).  ¿Dios o los ídolos? Se trata de una decisión importante para cada persona y cada tribu de Israel, porque de su respuesta dependerá su futuro.

Observemos que ante el riesgo de una pérdida de identidad como Pueblo de Yahvé, Josué invoca la experiencia histórica que les ha configurado como tal y les obliga a decidir.  Y el pueblo decide seguir al Señor: “¡lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!” (Jos 24,16).  Razones: su propia historia: “porque el Señor nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud, e hizo ante nuestros ojos grandes prodigios” (Jos 24,17); “también nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!” (24,18); “¡al Señor nuestro Dios serviremos y obedeceremos su voz!” (24,31). La experiencia de Dios está en la base de la decisión. Haciendo memoria de todo lo que Dios ha hecho por ellos, los israelitas renuevan la alianza y retoman los mandamientos como clave de su vida personal y social.
.
Es hora de decidir

En una situación similar coloca Jesús a sus seguidores. Tras el largo discurso del pan de vida, dice el evangelio que “muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?" (Jn 6,60). La dureza del mensaje de Jesús les hace entrar en crisis. Jesús les ha dicho que Él es el pan de vida, que nadie puede ir a Él si el Padre no lo envía, que -recordemos que había alimentado a una multitud y muchos le seguían por haberle dado de comer- el espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada. En definitiva, les había dicho que Él era el enviado de Dios, el Mesías, Dios encarnado para la salvación del mundo.  Muchos no fueron capaces de dar el salto a la fe: “Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él.” (Jn 6,66);  Otros sí. Pedro responde por todos ellos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y sabemos que Tú eres el Santo consagrado por Dios” (Jn 6,68-69).

Jesús coloca a sus seguidores en un compromiso,  un punto de inflexión en la vida de la comunidad de discípulos de Jesús, un momento en el que, ante la persona de Jesucristo, le toca decidir si  seguir adelante o echarse atrás. No valen términos medios. 

También tú sigues a Jesús; has pensado que él puede colmar tus anhelos de una vida y un mundo mejores; pero llega un momento en que descubres que te estás buscando a ti mismo en Jesús; a partir de ahora sabes que el seguimiento supone renunciar a “mis sueños”, a “mis planes” para ir tras los planes de Dios (Reino). Y ante tal descubrimiento, que es una gracia de Dios, te entra el pánico por lo que supone de renuncia. La tentación de echarte atrás está servida. Sabes que si quieres crecer en espiritualidad, es decir, en vida verdadera, ya no te puedes dejar llevar por la inercia de una religiosidad tradicional o de costumbre, tienes que “optar”, elegir; hoy más que nunca sabes que no se es cristiano por nacimiento, sino por decisión. Cuando Dios te pone en esa tesitura te está llamando a revisar tu vida y a personalizar  tu fe. Es hora de renovar la Alianza, de dotar de sentido tu bautismo. Es tiempo de aligerar tu ego, de vaciarte y decidirte por un seguimiento más auténtico. Y sabes que si no lo haces irás perdiendo fuelle, te irás muriendo interiormente y caminarás sin remedio hacia atrás, a una vida gris e insípida.

El pluralismo cultural y religioso en que vivimos hace más complicado el arraigo y desarrollo de la vida cristiana; más difícil, pero también más apasionante. Nuestra fe, lo sabemos, es muchas veces vacilante, ritualista y mediocre, una fe de nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero condicionales: a condición de poder aunar mi adhesión a Jesús sin dar de baja totalmente a mis ídolos particulares. Como a los judíos del tiempo de Jesús, nos escandaliza la pretensión de absoluto que reclama Jesús. Lo pide todo, lo exige todo, y yo sólo estoy dispuesto a darle una parte. Me niego a aceptar que quien me ha dado todo tenga ahora derecho a exigirme el todo.
En tiempos de relativismo tanto “todo” resulta escandaloso. ¿Cómo romper la dinámica del escándalo?
- Primeramente recurriendo a la experiencia: haz una lista, como hizo Josué, de todo lo que el Señor ha hecho contigo, todo lo que te ha dado, tus  momentos de encuentro con el Señor, las veces que te ha tomado de la mano y te ha librado del dolor y el sinsentido. Sólo desde la memoria de tu experiencia de Dios podrás decir con Israel: lejos de mí abandonar al Señor, porque Él me sacó de la esclavitud e hizo ante mí  grandes prodigios” (cf Jos 24,16.17).
-En segundo lugar convéncete de lo que dice san Juan de la Cruz: “para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada”. Jesús es el “Todo”. Merece la pena dejarlo "todo" por Él. Decídete por su seguimiento; a fin de cuentas: ¿hay quien dé más que él?
-Finalmente, reza con Pedro y con toda la Iglesia: A ellos les mantuvo en fidelidad la experiencia de  vida con Jesús, la fe en su palabra y la decisión de dejarlo todo por Él  y esta oración   oración de abandono en sus manos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).  Repite estas palabras a Jesús en el silencio de tu meditación.

Casto Acedo. Agosto 2015. paduamerida@gmail.com

miércoles, 19 de agosto de 2015

Tú tienes palabras de vida eterna

Domingo XXI, Tiempo Ordinario, ciclo B
Jos 24,1-18  -  Ef 5,21-32  -  Jn 6,60-69

   Jesús recorre los pueblos y ciudades de la región de Galilea,
anunciando el proyecto de vida que Dios Padre le ha confiado:
que todos sus hijos e hijas tengan vida y vida en abundancia (Jn 10).
   Ahora bien, ‘los terratenientes’ que tienen proyectos de muerte
y ‘los especialistas’ en la religión que ponen pesadas cargas
a la gente sencilla, ¿aceptarán el proyecto de vida que Jesús ofrece?

Lo que dice es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?
   Las enseñanzas y obras de Jesús sobre una vida plena y verdadera,
escandalizan no solo a los judíos que le escuchan en la sinagoga,
sino también a los fariseos, a los maestros de la ley, a los sacerdotes,
incluso a los ricos y a las autoridades políticas. Estos personajes,
según el evangelio de Juan, no están de acuerdo con Jesús que:
-purifica el templo de Jerusalén convertido en un mercado
-sana a un paralítico dejando de lado las observancias del sábado
-se ofrece como pan que da vida y como bebida de salvación
-libera a una mujer adúltera diciéndole: yo tampoco te condeno
-da capacidad de ver a un joven ciego, y deja ciegos a los que ven...
-llora por su amigo Lázaro que ha muerto, devolviéndole la vida
-nos pide amarnos mutuamente, dando la vida por los amigos…
   Por actuar de esta manera: sus discípulos le abandonan (Jn 6,66),
sus familiares no creen en Él (Jn 7,5), los sacerdotes y fariseos
ordenan -en nombre de la religión- denunciar el paradero de Jesús,
para arrestarlo y darle muerte (Jn 11,47-57).
   Hoy, se persigue a quienes luchan por salvar la vida de los seres
humanos y de la madre tierra, denunciando los problemas que
causa una industrialización salvaje y descontrolada (DA, nº 473).
Sin embargo, debemos ser fieles a Jesús que también fue perseguido:
Si el mundo les odia, recuerden que primero me odió a mí…
Si me han perseguido a mí, también los perseguirán a ustedes…
Quien me odia a mí, odia al Padre… Me odian sin causa (Jn 15).

Las palabras que les digo son espíritu y vida
   Cuando Jesús se da cuenta que muchos de sus discípulos le critican,
responde: las palabras que les digo son espíritu y son vida.
   Al respecto recordemos lo que Jesús dice a la samaritana:
Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén,
se dará culto al Padre. Pero se acerca la hora y ya ha llegado en que
los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad,
porque esos son los adoradores que busca el Padre. Dios es Espíritu
y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y verdad (Jn 4,21ss).
   Actualmente, ¿por qué hay católicos que abandonan la Iglesia?
¿Se alimentan con las enseñanzas y obras de Jesús que da vida plena,
o reciben un mensaje desfigurado: con temas teóricos que a nadie
le interesa… y con respuestas complicadas que nadie entiende…?
   El verdadero servicio que puede ofrecer nuestra Iglesia, hoy,
es poner al alcance de los hombres y mujeres de buena voluntad,
la misma persona de Jesús y la Buena Noticia de vida que anuncia.
Los niños, jóvenes y adultos no necesitan escuchar nuestras palabras,
necesitan escuchar las palabras de Jesús que son espíritu y vida.
   Seamos servidores del Evangelio de Jesús que: -es vida y verdad,
-es fruto de un amor apasionado a Dios y a las personas humanas,
-nos encamina a construir una sociedad humana, fraterna, justa.
  
Señor, ¿a quién acudiremos? Tú tienes palabras de vida eterna
  El mensaje de Jesús pide optar: o nos comprometemos con la vida…
o permanecemos esclavos con proyectos de explotación y muerte…
  Al ver que muchos de sus discípulos le abandonan y no andan con Él,
Jesús toma la iniciativa, se dirige al grupo de los Doce, y pregunta:
¿También ustedes quieren abandonarme?
   La respuesta de Simón Pedro es una verdadera confesión de fe:
Señor, ¿a quién acudiremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
   Desde entonces, Jesús da preferencia a los pequeños grupos y nos
dice: donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio
de ellos (Mt 18,20)… Que no se letra muerta lo que dice Aparecida:
Las pequeñas comunidades eclesiales son un ámbito propicio:
-para escuchar la Palabra de Dios, -para vivir la fraternidad,
-para animar en la oración, -para profundizar procesos de formación
en la fe, y -para fortalecer el exigente compromiso de ser discípulos
misioneros en la sociedad de hoy (DA, 2007, nº 308).    
J. Castillo A.

viernes, 14 de agosto de 2015

Asunción de María (15 de Agosto)

¡Eres grande, pequeña! Un piropo para la Virgen  María. Porque ella fue grande cuando se reconoció esclava del Señor, cuando gritó con júbilo que “Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 2,52);  grande cuando insiste ante su Hijo en las bodas de Caná: “no tienen vino” (Jn 2,3); cuando, asunta al cielo, coronada de estrellas, sigue abajándose a escuchar la plegaria de sus hijos.

La grandeza de la pequeñez de María

La grandeza de María no es suya, es participada. Quien es realmente grande es Dios, y su Hijo Jesucristo. Ella no se proclama importante, no hace un elogio de sí misma, sino que su grandeza la pone en el Todopoderoso “que ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo”  (Lc 2,49). La fe hace que María se evalúe y considere a sí misma en su justa medida: como criatura, pequeña. Cumple ella lo que san Ignacio de Loyola enseña en el principio y fundamento de sus ejercicios espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor“. En todo amar y servir. Ella, mujer de nuestra raza, tuvo muy claro que su realización personal sólo era posible por el servicio a Dios, inseparable del servicio a la humanidad. Entendió con claridad María  la paradójica Palabra de su Hijo: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10, 43-44).

La auténtica grandeza no está fuera del hombre, sino dentro, en su corazón. A veces sólo Dios ve esa grandeza. Por eso, como enseña san Agustín -“yo te buscaba fuera y tú estabas dentro”-, no busques la vida fuera de ti  sino en tu interior; serás grande si tienes un corazón grande, serás grande no por tu ciencia sino por mantener la humildad en el pedestal de la ciencia, no por tener autoridad sino por ejercerla como un servicio a la justicia, no por lo que haces (una obra de arte, un premio  literario, una investigación científica de alto nivel)  por muy importante que sea,  sino por hacerlo con un corazón agradecido, de niño.

La verdadera grandeza no está reñida con la humildad, ni con la obediencia, ni con la vocación de servicio; más bien, en todo ello encuentra el cristiano su grandeza. La humildad vivida y ejercida como servicio es la base de la fe; asentada en la humildad se sabe sólida y fuerte. ¿No es María, asunta al cielo, un magnífico ejemplo de que a la verdadera grandeza se asciende bajando? ¿Acaso María, coronada reina del universo, ha renunciado a ser la esclava del Señor? María es la síntesis más perfecta de grandeza en la pequeñez y de pequeñez en la grandeza.
 
La Asunción de María, el triunfo de lo pequeño

La asunción de María es la fiesta que canta con ella y en ella  la alegría de los cristianos que siguen los pasos de Jesús, siervo de la humanidad. El triunfo de la Asunción es la victoria de los que siguen los pasos del Maestro: “ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la Asunción). Mirar a María en esta fiesta, celebrarla, es afianzarnos en el optimismo cristiano, convencernos de que merece la pena ser el último de todos, porque la humildad  es la virtud primera, y "el que se humilla será ensalzado" (Lc 14,11). 

Los cristianos sabemos lo bueno que es imitar a María para alcanzar con ella su mismo destino glorioso. Tal vez la vida no nos dé la oportunidad de realizar obras espectaculares; pasarán nuestros días en el anonimato de un trabajo poco relevante socialmente y en la rutina de una vida sin publicidad. Pero si en la sencillez de todo eso ponemos amor, habremos encontrado el quid, la esencia de la vida. ¿Qué otra cosa hizo María que poner el amor (Dios) en el centro de todos sus actos?

A santa Teresa de Lisieux la solemos citar como  “santa Teresita” (Teresa la pequeña), para diferenciarla de la otra, la gran mística y escritora:  santa Teresa de Ávila; pues bien, santa Teresita no se consideraba ella misma digna de grandes obras misioneras como la de san Francisco Javier, ni de grandes obras teológicas o doctrinales  como san Agustín o santo Tomás de Aquino. No se creyó nunca en posesión de la elocuencia de san Francisco de Sales o de san Antonio de Padua. Tampoco se veía a sí misma merecedora de  entrar en la lista de los grandes mártires de la Iglesia.  Y pidió a Dios en la oración que le indicara el camino de santidad que había elegido para ella; y lo encontró: “comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia… Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo… Entonces, ene l exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío! … por fin he hallado mi vocación: ¡mi vocación es el amor! … ¡en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!”. La mayoría de la gente de Iglesia no tendrá nunca la oportunidad de hacer  “grandes cosas” que le den reconocimientos mundanos, aunque estos sean religiosos, pero nadie les impedirá  poder amar, caminar por las sendas del amor día a día, con sencillez. ¿Acaso no fue eso lo que hizo María? Porque supo ser la última es ahora la primera, “la primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (Prefacio de la fiesta).

Casto Acedo Gómez. Agosto 2015. paduamerida@gmail.com.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Hambre y Sed de Vida plena

Domingo XX, Tiempo Ordinario, ciclo B
Prov 9,1-6  -  Ef 5,15-20  -  Jn 6,51-58

Al decir Jesús: El pan que yo doy es mi carne para la vida del mundo,
los judíos discuten entre ellos y preguntan: ¿Cómo puede este hombre
darnos a comer su carne? Jesús les responde con siete afirmaciones,
que son el núcleo central de su discurso sobre el Pan de Vida;
insistiendo en tres necesidades básicas: ComerBeberVida
   *Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del Hombre
y no beben su sangre no tendrán vida en ustedes.
   Para tener vida y vida en abundancia (Jn 10,10), es necesario pasar:
de condiciones de vida menos humanas (miseria, opresión, injusticia),
a condiciones más humanas… hasta llegar -por la fe- a creer en Jesús,
que nos llama a participar en la vida de Dios (PP, 1967, nº 20-21).
   ¿Damos vida -como Jesús- a quienes carecen de lo necesario?
¿Vale más el oro o la vida del ser humano creado a imagen de Dios?
   *El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día.
   Mientras unos viven como si nunca van a morir, y mueren como si
nunca hubieran vivido; Jesús nos ofrece el camino de una vida plena:
Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera
vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11,25).
    Al respecto, reflexionemos sobre la importancia del amor fraterno:
Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque
amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte.
Quien odia a su hermano es homicida, y ya saben que ningún
homicida posee la vida eterna (1Jn 3,14s).
   *Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
   La carne del cordero fue el alimento que dio fuerzas a los israelitas
para caminar hacia la liberación; y su sangre les salvó la vida (Ex 12).
   Cuando Jesús habla de su carne se refiere a su misma persona,
y al hablar de su sangre se refiere a su entrega total por nosotros:
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15,13).
   *Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él.
   No basta ‘decir’ que Jesús nos alimenta plenamente en la Eucaristía.
Es necesario que el creyente -al comulgar- acoja esa donación y diga
como San Pablo: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
   Solo así, al alimentarnos con la persona de Jesús, no podemos pasar
de largo, viendo que hay hombres y mujeres que sufren hambre y sed:
El que se ama a sí mismo se pierde, el que desprecia la vida en este
mundo la conserva para la vida eterna. El que quiera servirme,
que me siga, y donde yo estoy allí estará mi servidor.
Si alguien me sirve, mi Padre le premiará (Jn 12,25s).
   *Como el Padre que me ha enviado tiene vida y yo vivo por Él,
así también quien me come vivirá por mí.
   Vida -con mayúscula- es la misma Vida de Dios, presente en Jesús,
y comunicada a todos nosotros para que tengamos Vida verdadera.
   En Jesús, vamos a encontrarnos con Alguien que da Vida plena:
Padre, la vida eterna consiste en que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado (Jn 17,3).
   Sabiendo que la gloria de Dios consiste en que el hombre viva,
¿podemos permanecer ciegos, sordos y mudos, cuando hay pobres
que buscan en la basura algo que tenga valor para sobrevivir?
   *Este es el pan que ha bajado del cielo,
y no es como el pan que comieron sus antepasados, y murieron.
   En el desierto Dios alimenta a su pueblo con el pan o maná (Ex 16).
Este mismo Dios, que tanto nos ama, nos entrega a su Hijo único,
para que todos -niños, jóvenes y adultos- tengamos vida plena (Jn 10).
   Ahora bien, Jesús -que ha bajado del cielo- pertenece a los pobres,
a los hambrientos y sedientos, a los oprimidos y excluidos…
Y, desde allí, anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios que es vida.
Sin embargo, hay ‘cristianos’ que no entienden que el amor a los
pobres está al centro del Evangelio (Papa Francisco, 28, oct. 2014).  
   *Quien come de este pan, vivirá para siempre.
   En nuestra sociedad consumista, hay personas que ambicionan
dinero, placer, poder… y sin embargo no conocen la alegría de vivir.
Muy diferente, cuando buscamos a Jesús para llevar una vida sencilla,
ayudar a los que sufren, trabajar para que todos tengan una vida digna.
¿Para qué nos alimentamos con el Pan de Vida y Bebida de Salvación,
si después damos la espalda al pobre que tiene hambre y sed…? 
J. Castillo A.


jueves, 6 de agosto de 2015

¡Levántate y come! (Domingo 9 de Agosto)

He de confesar que cuando me veo, como ahora, en la necesidad de comentar textos como el discurso del pan de vida (Jn 6) me siento un tanto azorado; y creo que tal cosa no me ocurre solo a mí sino también a todos aquellos que, debido a la educación moralista recibida, tendemos como por inercia a extraer consecuencias prácticas de los pasajes evangélicos, considerando su mayor o menor valor sólo a partir de su funcionalidad moral. Parece como si sólo nos interesase el qué me manda hacer Dios, minimizando lo que pueda aprender sobre Dios y mi condición humana. Y el pasaje que hoy toca comentar parece prestarse más a la contemplación espiritual que al ejercicio de extraer tareas para la acción. Basta con que releas el texto y subrayes alguna de sus frases parándote luego en cada subrayado, repitiendo el texto elegido, dejándote llenar del contenido al ritmo de la musicalidad de la palabra pronunciada física o mentalmente: Yo soy el pan bajado del cielo” … “Nadie pude venir a mi si no lo trae el Padre que me ha enviado” … “Yo lo resucitaré en el último día” … “El que cree tiene vida eterna” … “Yo soy el pan de la vida” … “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” ( Jn 6, 41.44.47.48.51). Párate, escucha, deja que penetre en ti cada una de estas verdades de fe. Gozar de ello es recibir la buena noticia que alimenta el espíritu. 

¡Levántate, come! (1 Re 19,5)

Tres son los alimentos de los que habla san Juan en su evangelio: la voluntad del Padre (“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Jn 4,34), la Palabra de Dios (“El que escucha al Padre y aprende viene a mi” Jn,6,45; "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él". Jn 14,23) y la Eucaristía (“Mi carne es verdadera comida” Jn 6,55), tres realidades tan íntimamente unidas entre sí que no pueden separarse y que cada domingo procuramos revitalizar. Se trata, en definitiva, de alimentar nuestra vida de fe, que no es sólo el aprendizaje de teorías religiosas y el goce de sentimientos místicos, aunque también necesita de ellos. Todos sabemos que una buena teoría sin práctica es fariseísmo, pero también es verdad que una práctica sin buena teoría que la alimente y promueva puede ser nefasta. Decía Sócrates que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”; también una vida cristiana sin inteligencia a la luz de la Palabra y sin el merecido disfrute de la celebración eucarística y los demás sacramentos carece de sentido y está abocada al fracaso.

El creyente necesita alimentar constantemente el espíritu y la inteligencia. Sin ese ejercicio de manducación (rumia de la Palabra) se le hace imposible el Camino y tiende a caer en el desánimo y la desesperación. Esa fue la situación a la que llegó Elías en el desierto cuando huía de la reina Jezabel; llegado un punto su interioridad pierde fuerza y confiesa su abatimiento: “Basta ya, Señor, quítame la vida” (1 Re 19,4). Pero aunque el sentimiento de abandono de Dios envuelva al hombre la revelación deja entender que Dios no lo abandona nunca. Podemos verlo restaurando las fuerzas de Elías ofreciéndole pan y diciéndole: "Levántate, come, que el camino es superior a a tus fuerzas" (1 Re 19,5).

Son numerosos los textos evangélicos que contienen una invitación a levantarse. ¡Levántate! Así invita Jesús al paralítico que le llevan para ser curado (Lc 5,24), al hombre que tenía la mano seca (Lc 6,8), al ciego Bartimeo (Mc 10,49). al difunto hijo de una viuda (Lc 7,12), al leproso agradecido de su curación (Lc 17,19) o a la fallecida hija de Jairo (Mc 5,41). ¡Levántate! Cuando el hombre acude a Jesús en situaciones de abatimiento Jesús le da ánimos, alienta su caminar, infunde fuerzas a su espíritu. Hay en este hombre de Nazaret una personalidad excepcional que va más allá de las palabras, un poder que trasciende lo humano, hay en él una fuerza que no es de los hombres sino de Dios.
 
Creer y recibir el poder de Dios

Lo que diferencia al creyente cristiano del simple admirador de su enseñanza y su vida es que se ha adentrado en la excepcional personalidad de Jesús. A Jesús los judíos le critican porque lo consideran como un maestro o profeta entre muchos, pero no llegan a aceptar el misterio de su divinidad. Sólo conocen de Dios su origen terreno: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” (Jn 6,42). La pretensión inaudita de Jesús, su insistencia en igualarse a Dios, les resultaba tan escandalosa a los judíos de su tiempo Jesús como a los hombres de nuestro tiempo, dispuestos a transigir con un Jesús profeta de la misericordia pero reacios a postrarse ante Él como Dios. ¿Qué decir de arrodillarse ante el Sacramento Eucarístico? ¿Dios en el pan y el vino? ¡Escándalo también para el hombre contemporáneo! Es una suerte haber sido elegido por Dios para ser introducidos en este misterio del Dios humanado: “Nadie puede venir a mi, si no lo trae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). Ninguno de nosotros estaría aquí en este momento, celebrando la Eucaristía, si Dios no nos hubiera traído; tampoco creeríamos en la divinidad de Jesús, ni en su presencia en el Sacramento, si no se nos hubiera revelado, porque “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mt,11,27; cf Mt 16,17).

Lo normal es que preguntemos qué tenemos que hacer para ser buenos cristianos. ¿Qué pasos concretos hemos de dar en nuestra vida? Es la pregunta que le dirigieron varios oyentes al Bautista (Lc 3,10-14), la misma que el joven rico hizo a Jesús, aunque con matices, porque éste no tenía mucha intención de seguir a Jesús sino de “ganar la vida eterna” como si de un negocio se tratara (Lc 18,18 ). ¿Qué hemos de hacer? La respuesta es tan complicada y tan simple como lo es el signo del pan. Puesto en la mesa tiene como función el servir de alimento para los comensales, sin ese pan morirían. El destino del pan es ser engullido, desaparecer para que otros sigan viviendo. Ese mismo fue el destino de Jesús: morir para dar vida. Y ese es el Camino cristiano: ser pan con Cristo, hacerse Eucaristía con Él, darse como alimento a los demás. Contemplar a Jesús como pan de vida, celebrar la misa y comulgar con Cristo es, pues, un deleite porque comemos un alimento inmerecido, y una responsabilidad porque al participar del “cuerpo de Cristo” nos hacemos uno con él y aceptamos el seguirle en su destino.

Al final, como casi siempre, me ha salido la vena moral, el compromiso deducido del texto: seguir a Jesús en su destino de amor. La carta de san Pablo a los Efesios (4,30-5,2), proclamada también hoy, va más a lo concreto: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, personándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”. Brevemente se describen dos modos de enfocar la existencia muy distintos y opuestos: el primero, repudiado por el evangelio, viene dado por el deseo de imponerse a los demás, y conduce a la amargura, la violencia y la maldad, a la excomunión con Cristo y la muerte; el segundo, acorde a las enseñanzas de Jesús, invita a la comprensión y el perdón mutuo, y nos lleva a la felicidad, la comunión con Cristo y la vida. Hay que elegir. Vivir en comunión, comulgar con Cristo en el amor o darle de lado. Para esto último basta con dejarnos llevar por la corriente de las pasiones (ira, gula, soberbia, lujuria, avaricia, pereza, envidia), tan humanas que nuestro mundo en cierto modo las considera justificables. Pero si queremos seguir los pasos de Jesús podemos hacerlo. Y no estamos solos para ello. A Elías le socorre Dios: “Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re 19,8). La Iglesia, desde antiguo, ha visto en la comida ofrecida a Elías una imagen de la Eucaristía. En ayuda nuestra viene nuestro Señor Jesucristo, Palabra y Pan de Vida. Con Él podemos ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,1-2). Con Él. Sin Él lo veo difícil, por no decir imposible.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2015. paduamerida@gmail.com.