I Domingo de
Cuaresma (ciclo A)
Gen 2,7-9;
3,1-7 -
Rom 5,12-19 - Mt 4,1-11
Jesús sale de Nazaret, donde se había criado, cuando tenía treinta años; y va hacia el río Jordán para ser bautizado por el
profeta Juan. Luego se retira al desierto, donde lleva una vida
de ayuno y oración, para ver el camino que ha de seguir en el anuncio
del Reino de Dios; desechando toda ambición económica… religiosa… y
política…
Ordena que estas piedras se conviertan en
pan
Después de un largo ayuno, Jesús tiene hambre. Sin embargo,
se resiste a utilizar a Dios para convertir las
piedras en pan, pues
no solo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de Dios.
Jesús no es
una persona egoísta que busca su propio interés,
por eso, al ver el hambre que padecen las personas
que le siguen,
pide a sus discípulos compartir el pan con los
hambrientos (Mt 14).
Quienes, hoy, tienen poderes
económicos y tecnológicos extraen
de las entrañas de nuestra madre tierra: gas…
petróleo… minerales…
y dan
trabajo (pan) a los habitantes del lugar por cierto tiempo.
Sin embargo, pocos privilegiados se aprovechan de
esas riquezas,
dejando sumergidas en la pobreza y exclusión a inmensas
mayorías.
Ante estas injusticias, ¿podemos permanecer ciegos, sordos y mudos?
Para el profeta Isaías, el ayuno
que agrada a Dios consiste en:
Romper las
cadenas de la injusticia. Dejar libres a los oprimidos.
Acabar con
toda tiranía. Compartir tu pan con el hambriento. Vestir
al desnudo.
Hospedar al forastero. Socorrer al necesitado (Is 58).
Ante el consumismo esclavizador que solo favorece a los ricos,
tiene actualidad las palabras de S. Gregorio de
Nisa (siglo IV):
Tal vez des limosna, pero ¿de
dónde la sacas si no es robando?
Si el pobre
supiera de donde viene tu limosna, lo rehusaría y te diría:
No sacies mi
sed con las lágrimas de mis hermanos. No des al pobre
el pan que
amasaste con la sangre de mis compañeros en la miseria.
Devuelve a tu
semejante lo que injustamente le has quitado. ¿Para
qué consolar
a un pobre, si por otro lado creas cien pobres más?...
Desde el templo de Jerusalén
Luego, el tentador propone a Jesús ingresar a la ciudad de Jerusalén
descendiendo
triunfalmente desde la parte más alta del templo;
y no debe tener miedo, porque los ángeles de Dios
le van a proteger.
Jesús no vino a este mundo para buscar figuración,
prestigio, honor…
Vino a entregar su vida para que nosotros tengamos
vida plena.
Acerca del templo, el profeta Jeremías hizo la siguiente denuncia:
No se engañen
diciendo: ¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor!
Si enmiendan
su conducta y sus acciones, si juzgan rectamente,
si no oprimen
a los emigrantes, a los huérfanos y a las viudas;
si no
derraman sangre inocente en este lugar,
si no dan
culto a otros dioses para desgracia de ustedes mismos;
entonces yo
les dejaré vivir en esta tierra que di a sus antepasados…
¿Creen que este templo es una cueva de
ladrones? (Jer 7,1-11).
Más tarde, en el sermón de la montaña, Jesús dirá a sus seguidores:
No el que me
diga: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos,
sino el que haga la voluntad de mi Padre del
cielo.
Aquel día
muchos me dirán: Señor, en tu nombre hemos predicado…
hemos expulsado
demonios… y hemos realizado muchos milagros…
Pero yo les
diré: No les conozco, aléjense de mí, malhechores (Mt 7).
Los reinos y las grandezas de este mundo
Finalmente, desde una montaña muy alta, Jesús contempla el mundo
con sus injusticias, corrupciones, mentiras,
opresiones, guerras…
Siguiendo la voluntad del Padre misericordioso,
Jesús vino para
introducir en
este mundo el Reino de la verdad, justicia y paz.
Sus enseñanzas no las impone con poder, las ofrece
con amor.
Toda su vida es un ejemplo de servicio a los
oprimidos: El que quiera
ser el
primero, que se haga servidor de los demás (Mt 20,20-28).
En nuestros días, los seguidores
de Jesús, debemos despojarnos
de ataduras
temporales, confabulaciones y prestigios ambiguos;
solo así nuestra
misión de servicio será más transparente y fuerte.
Son palabras de nuestros obispos en Medellín (1968)
y continúan:
Que se
presente cada vez más nítido en Latinoamérica
el rostro de
una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual,
desligada de todo poder temporal y audazmente
comprometida
en la
liberación de todo el hombre y de todos los hombres.
J. Castillo A.
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