sábado, 28 de marzo de 2020

¡Lázaro, sal fuera! (29 de Marzo)

Reflexión al hilo del Evangelio del domingo 29 de Marzo.
La resurrección de Lázaro (Jn 11)


“Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.” (Jn 11,21). La afirmación es contundente y pone en la mesa la cuestión clave de la fe ante acontecimientos luctuosos. Afirma el poder de Dios sobre todo, y al mismo tiempo resume la incomprensión de su voluntad por parte de quien vive en sufrimiento. 

En el caso de Marta, la hermana del difunto Lázaro, el duelo que vive por la pérdida se ve a su vez iluminado por la esperanza y el amor de Dios: “Pero aún sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá” (v.22). Marta y María son hoy la viva imagen de tantas personas de fe que dudan y se preguntan acerca del sentido que pueda tener la pérdida de seres queridos. Reflexionemos sobre esto.

* * *

MORIR

No hay que ser muy sagaz para ver que la vida es un combate entre la luz y las tinieblas, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte; realidades que de hecho no pueden fundirse porque son incompatibles, un drama en el que cada elemento busca subsistir a costa del otro. Hace unos días un amigo me enviaba una reflexión acerca de la pandemia del covid-19 presentando al “bichito” precisamente como lo que es, un ser que hace lo que sabe hacer, que no es otra cosa que buscar su propio medio ambiente para propagarse y permanecer. 

El virus está diseñado para vivir. Y en este caso su supervivencia supone la desaparición de otros. Estamos ante la naturaleza y su dinámica evolutiva de lucha, que elimina al débil y selecciona al  fuerte para perfeccionarse y pervivir. Es un combate que nosotros, que somos parte de la naturaleza, no podemos evitar. 

El ser, todos los seres, tiene vocación de vida. La creación toda tiende a la supervivencia, aspira a vivir. Hay como una rebelión natural ante el hecho inexorable del morir. 

Al acercarse la muerte la primera reacción es la de negarla. Personalmente  entramos en pánico y nos decimos que ¡esto no puede ser, esto no me puede suceder a mí! Socialmente creamos un tabú, escondiendo al dolor y el sufrimiento en la vida privada, la intimidad y la soledad. Pero la dura realidad se encarga de salir a la palestra con motivo de atentados terroristas, accidentes espectaculares, catástrofes naturales o epidemias inesperadas como la que vivimos estos días. Entonces renace en cada uno el miedo atávico a morir, miedo que forma parte del mecanismo de defensa ante el peligro, y que nos obliga a reconocer y aceptar nuestra naturaleza. 

Los tiempos modernos son especiales en esto. El sistema económico, mental y espiritual capitalista-consumista en que vivimos, tiene uno de sus pilares en la negación de la muerte. Mientras ésta se mantenga oculta no corre peligro el sistema. Pero cuando irrumpe con fuerza, como ocurre ahora, todo se desmorona. 

Para nuestros antepasados era familiar entender la vida como un tránsito, y los momentos de duelo en el ámbito familiar se encajaban en el día a día con cierta normalidad. Hoy, sin embargo, mostrar el dolor y la muerte es considerado de mal gusto. Hablamos de educar para la realidad, pero estas realidades no suelen ser parte de nuestra educación. Y cuando llegan, nos deprimen. ¿No es deprimente para nuestra sensibilidad esa exposición de ataúdes en el Palacio del Hielo? Por supuesto.

El dolor y la muerte nos despiertan del sueño en que vivíamos. Los proyectos, cálculos, planes, previsiones, ahorros, etc. pierden pie; y surgen preguntas que por comodidad o desidia nunca nos hicimos: ¿Hay algo después de la vida? ¿Existe Dios? ¿Merece la pena trabajar noche y día para acumular cuando de repente nos puede sorprender el final? ¿El dinero lo soluciona todo?

La sociedad consumista lo tiene todo bien calculado. Cuando la persona quiere darse cuenta de que se acerca su hora apenas queda tiempo para reaccionar. Descubre entonces los días que ha perdido inútilmente sometido a la  esclavitud de la hipoteca, el crédito instantáneo, los prejuicios sociales, etc. Nuestra cultura sobrevalora  la “sociedad del bienestar material” hasta hacer de ella un ídolo. Es deprimente que a la hora de salvar vidas en un hospital se hagan cálculos económicos y  planteamientos de edad para acceder a respiradores que puedan salvar una vida. ¿Dónde está nuestro corazón?

Con lo dicho hasta aquí parece que estoy invitando a una visión tanática de la existencia. Pero mi intención es otra muy distinta; es la de hacer ver que la vida adquiere un sentido nuevo cuando se le mira como contrapunto y valor desde la muerte.



VIVIR

Es llamativa la respuesta que Jesús daba en el evangelio del domingo pasado a quienes le preguntaban si el ciego de nacimiento lo era porque pecó él o porque pecaron sus padres. Jesús responde: “Está ciego para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). Una respuesta tan sorprendente como la que da a quienes le llevan la noticia de la postración de Lázaro:  “tu amigo, al que amas, está enfermo. Jesús al oírlo dijo: Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios. Y se quedó todavía dos días donde estaba” (Jn 11,3-4). Sólo cuando Lázaro muere se decide a ir. Da la impresión de que en el dolor y la muerte Jesús no considera  la aparente victoria del mal sino el poder de Dios sobre la muerte.

Inmersos en la niebla gris (¿es exagerado decir tinieblas?) de estos días, y buscando una salida a la cuestión de la muerte, podemos tomar como referencia las palabras de Epicuro que decía que “la muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo." Una respuesta muy ingeniosa, pero nihilista y poco convincente. No es fácil quitar de sobre nuestras cabezas la espada de Damocles que pende amenazando con descolgarse en cualquier momento. No hay filosofía ni religión alguna que haya encontrado una respuesta concluyente sobre su sentido. Y difícilmente la encontrará nadie, porque la muerte, como no-ser, ni tiene ni  puede tener sentido.

Sólo la vida tiene un sentido y, por tanto, sólo en y desde la vida se puede encajar la muerte. Esta es una convicción que se oculta en las palabras de Jesús a los suyos cuando caminan hacia Betania: “Lázaro ha muerto, y me alegro de que no hayamos estado allí para que creáis. Ahora vamos a él”. El pesimista Tomás no pudo menos que mostrar su estado de ánimo: “Vamos también nosotros y muramos con él” (vv 14-16), respuesta lógica de quién aún no mira con ojos de fe.

Contra el pesimismo ambiente nos queda el optimismo de la fe que, cuyo primer efecto es la eliminación del miedo que nos pueda embargar. El Papa Francisco, en la excelente meditación que nos dio con motivo de la bendición urbi et orbi, comentando el pasaje de la tempestad calmada (Mc 4,35-41), ponía de relieve las palabras de Jesús ante el pánico que genera la posibilidad de que la barca se hunda: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,40). La fe cristiana, y eso da a entender el pasaje de la tempestad, se consolida y adquiere solidez en la prueba.

En estos días muchos se empeñan en interpretar los acontecimientos que sufrimos  como fruto de la ira y el castigo divinos. En el río revuelto no faltarán pescadores que quieran hacer su agosto religioso. El miedo paraliza a quienes le dan cancha, y una mente asustada es más manipulable que una mente despierta y esperanzada. 

No os fiéis de quienes recurren al miedo para acercaros a Dios; no son de fiar. Os querrán sumisos y obedientes y anularán la creatividad de vuestro amor para obrar el bien. La fe genuina se expande en acciones de amor repartiendo esperanza. Lo estamos viendo. Se habla estos días de héroes, y con razón ¿qué es un héroe sino aquel que, a riesgo de su misma vida, vence el miedo y se abandona al amor?

“No tengáis miedo” (Mt 10,26.28.3; 28,5; Mc 6,50; 16,6; Lc 12,4.7). El miedo bloquea al amor. Es muy conveniente estos días recordar que el peor enemigo del amor no es el egoísmo sino el miedo que lo provoca. Acaparar alimentos, mirar con desconfianza al vecino, despreciar a quien suponemos nos puede contagiar, considerar al inmigrante como ciudadano de segundo orden en el derecho a la salud, etc., son reacciones egoístas que tienen un origen muy concreto: el miedo a la muerte. 

No tengas miedo, Marta, porque “tu hermano resucitará” (Jn 11,24). Confía, ten fe. Lázaro me importa. Tú me importas. ¡Qué hermoso comentario del Papa en la meditación citada: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?. No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: ´¿Es que no te importo?´. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie”.

A Jesús le importamos. ¡Marta, no tengas miedo, ten fe!, “tu hermano resucitará”. Y Marta responde: “Sé que resucitará en la resurrección en el último día”. Marta cree en la resurrección futura; no se percata de que para Dios no hay tiempos, el futuro es presente: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (vv23-26). El presente  de Dios obra el milagro de vivir. Cuando contemplamos su presencia todo se ilumina y cobra vida.



Cuando nos alejamos de Dios, cuando miramos los acontecimientos en perspectiva atea, sin Dios, o con un Dios nostálgico de ayer o utópico de mañana, todo se oscurece. La fe nos hace presente a Dios tanto en los momentos difíciles como en los fáciles. Cuando vivimos la realidad haciéndonos presente a ella (tomar la cruz) y sabiendo que Dios está presente y que somos importantes para Él, entonces todo se ilumina. La Presencia de Dios es la luz que nos ilumina;  parece apagada, dormida mientras nosotros bregamos y gritamos en la oración, pero Él está presente. “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” (Jn 11,40). En su momento Jesús se alza, calma la tempestad y grita: “Lázaro, ¡sal afuera!” (11,43).

Esta llamada a salir de mis miedos y oscuridades se hace apremiante en estos días. ¡Sal, echa a andar, ten fe, ponte en camino hacia la tierra que te mostraré! (cf Gn 12,1). Son muchos los que comentan que la crisis económica y social que vendrá tras la  pandemia no puede menos que generar algo mejor. Nada será como antes, oímos decir. Esperemos que sea mejor. Muchos vivimos estos días de confinamiento como tiempo de purificación, de abandono de tonterías para aferrarnos a lo esencial. Acostumbrados a que todo se nos regale habrá que entender que el único regalo será la fe que nos fortalezca, la esperanza que nos anime y el amor que nos mueva. 

En el relato evangélico de este domingo, las tres virtudes teologales provocaron la resucitación de Lázaro, que “salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús le dijo: ´Desatadlo y dejádlo andar´”. Pido y espero del Señor, que a quienes vivimos días difíciles, atados de pies y manos, impotentes y con el pesimismo en el rostro, nos desate y nos conceda andar por caminos nuevos. Porque creemos en la resurrección,  porque creemos en el poder de Dios, todo irá bien. 

Casto AcedoMarzo 2020. paduamerida@gmail.com

miércoles, 25 de marzo de 2020

Yo soy la resurrección y la vida

5º Domingo de Cuaresma, ciclo A
Ez 37,12-14  -  Rom 8,8-11  -  Jn 11,1-45

   El Evangelio de Juan fue escrito a fines del siglo I,
y presenta a Jesús, Hijo del Padre, como poseedor de la vida eterna:
*Los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y vivirán (Jn 5,25).
*Padre, la vida eterna consiste en que te conozcan a ti,
el único Dios verdadero y a tu enviado Jesús, el Cristo (Jn 17,3).
*Estas señales milagrosas se han escrito
para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios,
y creyendo tengan vida por medio de Él (Jn 20,31).
   El texto de hoy, narra la enfermedad y la muerte de Lázaro,
en relación a la Vida plena que Jesús nos ofrece.
  
Jesús dialoga con sus discípulos
   Jesús se ha retirado a la otra orilla del río Jordán (Jn 10,40),
porque las autoridades religiosas de Jerusalén le siguen amenazando.
   *Entre tanto, en Betania (que significa casa del pobre),
un amigo de Jesús que se llama Lázaro (=Dios ayuda) está enfermo;
y sus hermanas le mandan avisar: Señor, tu amigo está enfermo.
Jesús aprovecha esta oportunidad para decir a sus discípulos:
Esta enfermedad no ha de terminar en la muerte,
ha de servir para mostrar la gloria de Dios y la gloria de su Hijo.
Sabiendo que la gloria de Dios consiste en que el ser humano viva,
es lamentable que hay personas inconscientes y sin escrúpulos,
que comercializan con los enfermos y también con los entierros.
Jesús no tiene nada que ver con esos negocios… todo lo contrario,
denuncia a quienes devoran los bienes de los pobres (Mc 12,40).
   *Cuando Jesús dice a sus discípulos: Lázaro ha muerto,
de inmediato añade: Me alegro por ustedes para que crean.
Luego, decide ir a Betania, arriesgando su propia vida.
Como sus discípulos tienen miedo, Tomás anima a sus compañeros
diciéndoles: Vamos también nosotros a morir con Él. Ciertamente,
no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos (Jn 15,13).

Jesús y sus discípulos llegan a Betania
   Cuando Jesús llega a Betania, Lázaro lleva cuatro días enterrado.
Muchos judíos han ido a la casa de Marta y de María para consolarlas.
Jesús también va, pero llevando esperanza: dar la Vida que Él posee.
*Al saber que Jesús llega, Marta (=señora) sale a recibirlo y le dice:
Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Pero lo que pidas a Dios, yo sé que Dios te lo concederá.
Jesús le anuncia: Yo soy la resurrección y la vida¿Crees tú esto?
Marta dice: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
*María (=amada de Dios), al saber que Jesús le llama: se levanta
camina de prisaal ver a Jesús se postra a sus piesy llora.
*Jesús (=Dios salva), al ver llorar a María, se conmueve y llora.
   Sobre el llanto, el Papa Francisco dijo en Lampedusa (8 jul. 2013):
¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como éste?
¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas?
¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca?
¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos
hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias?
Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar (…).
Pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia,
de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros,
también en aquellos que en el anonimato toman decisiones
socio-económicas que hacen posibles dramas como éste.

Jesús va al sepulcro de Lázaro
   Y, desde ese lugar, a través de gestos y palabras nos sigue diciendo:
*Quiten la piedraQuiten esos muros de injusticia y corrupción,
que levantan las personas y autoridades que dicen ser “creyentes”.
Quiten el abismo que hay entre los pocos ricos cada vez más ricos,
a costa de una multitud de pobres cada vez más pobres (Lc 16,19ss).
*Jesús ora: Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas…
Lo digo ahora para que la gente crea que Tú me enviaste.
*Luego dice: ¡Lázaro, sal afuera!...Salir, dejar de amontonar dinero.
Salir del negocio que se hace con la salud, la educación, el trabajo…
Salir de la industrialización salvaje y descontrolada (DA, 473).
*Cuando Lázaro sale con las manos y los pies atados, Jesús ordena:
Desátenlo y déjenlo caminarDesatar las ataduras de la indiferencia
para dar vida plena a los hermanos de Jesús (Mt 25).
J. Castillo A. 

lunes, 23 de marzo de 2020

¿La oraciones no frenan la pandemia? (23 de Marzo)

Un comentario al hilo del Evangelio de hoy: Curación del hijo del funcionario de Cafarnaúm. Jn 4,43-54.



“La oraciones no frenan la pandemia. Las monjas de Santa Teresa Jornet, a cargo de 151 ancianos en un centro de Carabanchel, están desbordadas”. Así reza, valga la palabra, un artículo publicado hace dos días en El País, periódico imparcial y modelo de tolerancia (?), cuya línea editorial es aficionada a salir a la caza de noticias que puedan desprestigiar a la Iglesia Católica. 

"La oraciones no frenan la pandemia". En este diario, cuyos ángeles se empeñan en que los católicos conozcamos nuestros pecados, no suena extraño, y tampoco inusual, el inicio de la noticia con esta constatación más o menos irónica que denuncia la inutilidad de la oración, y con ella de la religión en general y la religión católica en particular. 

De entrada se oculta el valor de cuidar a 151 ancianos (si no fueran monjas habría dicho "mayores") amparándose en que las Hermanitas de los Ancianos Desamparados rezan. Para el autor, posiblemente, lo único válido del ora et labora tan propio de la espiritualidad cristiana es el “labora”, lo del “ora” es un simple adorno. ¿Qué importa que acojan y cuiden ancianos? ¿Rezan? ¡A la hoguera! 

Pues sí, además de rezar, estas monjas cuidan a personas mayores. Lo que no sabemos es si el articulista de El País, además de practicar el noble arte de la escritura, tiene tiempo para acercarse eficazmente a la realidad sobre la que escribe. ¿O se limita a escribir? Si es así, los artículos de El País tampoco frenan la pandemia. ¿O sí? (Ahora me soltarían el royo del derecho a la información y su aportación esencial para el disfrute de los demás derechos; pero me negarán el derecho a creer y practicar mi fe). 

Hay personas con poca formación religiosa que creen que la oración es sólo un recurso mágico para casos desesperados. El Evangelio de este día (Jn 4,43-54) nos cuenta el buen recibimiento que le hacen a Jesús en Galilea; le reciben bien porque fue “donde había convertido el agua en vino”; y porque algunos de Galilea “habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta”: expulsar a los mercaderes del templo. Con este gesto había dado la razón a los Galileos, hartos de ser los paganos del sistema.


Jesús caía bien a la gente porque hacía grandes signos. Por este motivo acude a Caná un funcionario real que reside en Cafarnaúm y le pide nada menos que  un milagro. Se trata de un hombre con fe, muy distinto al articulista de El País. No obstante, Jesús le reprocha al funcionario y al pueblo su admiración interesada: “si no veis signos y prodigios no creéis”.

Hay personas que dicen que no creerán hasta que no vean. Ignoran que cuando vean no necesitarán creer, porque no necesitarán la fe. Además ¿qué es lo que tenemos que ver para creer? Nada. Creer es confiar cuando uno no las tiene todas consigo, seguir adelante, mantener la esperanza a pesar de que los datos inviten a desertar. Y esta fe en nada verificable se alimenta y fortalece en la oración. 

Orar es más que “pedir milagros” (que también se pueden pedir; Dios es todopoderoso), es principalmente reconocer la propia debilidad e impotencia, pero en esperanza, es decir, sabiendo que nunca está todo perdido, porque Dios está ahí y nos  dice que "todo irá bien". En versión laicista y secular: escribir no es hacer milagros, es una forma de animar, de fortalecer, de hacer ver o hacerse ver a uno mismo que el impulso de nuestros actos no nace del vacío sino del espíritu. Orar y escribir fortalecen el espíritu; siempre que la oración y la letra no sean farisaicas. 

En el caso del Evangelio que nos ocupa, Jesús curó al hijo del funcionario. “Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea”. Signo. San Juan llama “signos” a los milagros. ¿Signos de qué? Signos que muestran que Dios no está ausente de las situaciones que vivimos.  

En estos días, recemos con y por las monjas que cuidan a mayores en necesidad y riesgo, aunque los periodistas de El país nos digan que no frenaremos la pandemia con nuestros rezos. Nosotros sabemos que la práctica de la oración, así como la práctica de la información periodística veraz, el canto de los poetas, y los símbolos y gestos solidarios aparentemente inútiles que tantos españoles están haciendo, son muy eficaces contra el virus que nos come.  Sin las armas de la oración y la palabra, el coronavirus acabaría también por matar nuestro espíritu.  Y esto si que sería grave. Un pueblo sin profetas, místicos y poetas, es un pueblo muerto.

Desde aquí nuestras oraciones por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados (recuerdo especial para la comunidad de Mérida), que en el frente de batalla están viviendo y orando su pelea contra la enfermedad y el abandono. En estos momentos de especial riesgo, ¡que Dios os bendiga! Todo irá bien.



Casto Acedo. 23 de Marzo de 2019

viernes, 20 de marzo de 2020

Todo irá bien (22 de Marzo)

Reflexión sobre la epidemia del covid-19 a partir del Evangelio del quinto domingo de Cuaresma, curación del ciego de nacimiento (Jn 9)

El relato de la curación del ciego de nacimiento es el relato de una visión,  ejemplo emblemático de una ceguera que es sanada, pasando así de un “modo oscuro” de ver a una “visión clara” de la realidad. 

 Algo similar  estamos necesitando estos días, una conversión, un giro que nos ayude a vivir como un tiempo de gracia lo que sólo percibimos como tiempo de desolación.

Se puede vivir la vida desde dos puntos de vista distintos, aunque no totalmente diferenciados: con los ojos abiertos a la realidad, o negándonos a verla.  Ya se sabe: no hay peor ciego que el que no quiere ver. Ésta ceguera autoimpuesta, la mayoría de las veces fruto de la manipulación o la ignorancia, es la más difícil de curar, porque la tela del engaño  que cubre los ojos se confunde interesadamente con la verdad.

Y es que la vida es como un juego de claroscuros, un espacio en el que la luz y la oscuridad, el amor y el odio, la vida y la muerte, sabiéndose mutuamente incompatibles, luchan por imponerse.  En este juego de sombras y de luces en que vivimos personal y socialmente, donde el pecado y la gracia, la luz y las tinieblas, habitan y a veces parecen fundirse, los acontecimientos nos invitan  a discernir.

Con la aparición del  contagio del coronavirus y el decreto del estado de alarma que en mayor o menor grado nos está afectando a todos, estamos viviendo la experiencia del enfrentamiento entre la luz y las tinieblas, opuestos que por definición no caben en un mismo espacio.

Estamos en lucha; una batalla cuyos partes de guerra no se plasman sólo en  estadísticas de diagnósticos, ingresos y altas hospitalarias, o decesos, sino también en situaciones dolorosas y ejemplos heroicos que nos mantienen firmes y en esperanza. Es esta una lucha física y estratégica contra la enfermedad, pero también una batalla emocional y espiritual contra todo aquello que amenaza nuestra estabilidad psíquica y nuestra fe. 
  
Por todos los medios llegan noticias, unas trágicas, otras esperanzadoras, la mayoría inciertas, muy luminosas pocas. Atravesamos un valle oscuro, una pandemia que nos ha venido por sorpresa, como nubarrones de tormenta en días diáfanos y soleados. La muerte, la enfermedad, el temor al contagio por el covid-19, se perciben como negra sombra que se abate sobre nosotros. Ciudad, pueblo, barrio, familia, trabajo, convicciones, economía, prácticas religiosas, etc., todo parece estar en peligro.

Muchas de las cosas materiales y espirituales que teníamos hábilmente encajadas en el puzzle de nuestra vida se van descolocando con los acontecimientos. Y con ello entra en crisis la fe en un sentido amplio: fe en la capacidad y eficacia de la ciencia, fe en la  fortaleza de las personas, de las instituciones sociales y políticas, fe en la posibilidad humana para afrontar comunitariamente el problema, y fe en Dios.

Ocupémonos de esta última crisis, la de la fe religiosa, aunque los otros campos no son ajenos a la misma.


¿DONDE ESTA DIOS?
¿DONDE ESTAMOS NOSOTROS?

Una pregunta necesaria: ¿Dónde está Dios en todo esto? Acostumbrados a la fe luminosa de la resurrección toca encajar ahora la fe incierta de la pasión. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento de un pueblo? ¿Dónde está el Dios Padre que nos ama? Es el grito en forma de pregunta  que  Jesús lanzó desde su Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,45).

¿Nos introduce Dios en la oscuridad para abandonarnos en ella? Las Sagradas Escrituras nos dan a entender que Dios no abandonó a su Hijo en la Cruz, que el mismo sentimiento de ausencia está preñado de presencia; un estar del Padre en el Hijo que mostrará su potencial en la resurrección.

 Aunque no lo veamos, en la cruz el Padre sigue amando, acariciando en el dolor, como madre junto al hijo enfermo: "todo irá bien". Pero a esa fe sólo se llega atravesando la noche, como llegó Abrahán subiendo con su hijo Isaac al monte Moria. Dios proveerá. "Todo irá bien" (Gn 22). 

Dios no ha dado la espalda a su pueblo, ni lo ha desterrado al reino de las tinieblas. ¿No habremos sido nosotros, con la torpeza que da la prepotencia, los que a ciegas y faltos de la debida luz nos hemos ido adentrando en tierras de oscuridad?  

No hay peor ceguera que la de quien no quiere ver. Hay que ser ciego para no ver que hemos elegido un modo de vivir donde, con mayor o menor intensidad, se genera sino el coronavirus al menos las condiciones propicias para su expansión. Damos alegremente la espalda al anciano, al emigrante, al débil,  y a muchas cuestiones y compromisos que, para no complicarnos la vida, nos esforzamos en situar lejos. ¿No resulta paradójico que el consejo para protegernos sea la distancia, cuando posiblemente sea la distancia la que nos ha enfermado?

Enrocados en nuestros egoísmos personales y sociales nos hemos hecho incapaces de ver la realidad que tenemos delante de la nariz. ¿Cómo no vemos la pandemia de odio que sigue expandiéndose en Siria? ¿Cuántas víctimas -muchas de ellas niños- han muerto en esa guerra? ¿Cómo suenan esas estadísticas en nuestras conciencias?  ¿Cómo es posible que no viéramos lo que ocurría en China o, más cerca, en Italia?¿Cómo no supimos ver hace sólo dos semanas, lo que ocurriría hoy en España? ¿Cómo no nos dimos cuenta de que los recortes en sanidad tarde o temprano pondrían en peligro la salud y la vida de los españoles? Tan listos como somos en tantas cosas, ¡qué torpes somos cuando no nos interesa ver!

Lo más fácil en todo esto es echar pelotas fuera: responsabilizar de todo a los políticos, a los empresarios, a los técnicos, a la suerte, o a Dios. Pero creo que la respuesta a la pregunta acerca de cómo hemos llegado hasta aquí tiene una respuesta muy simple: nos ha faltado “proximidad”, no hemos sentido a los hermanos chinos o italianos como “próximos” (prójimos). 

Es una tónica de nuestro tiempo, como una consigna, alejar el sufrimiento. Ni pensarlo queremos. ¡No me hable de la muerte, por favor! Incluso las víctimas del virus quedan en el anonimato, reducidas a un número variable. Conscientemente ocultamos todo lo que nos duele. Lo hacemos no dejándole siquiera un rinconcito en facebook o demás redes sociales;  recluimos lo feo y doloroso en hospitales, residencias para ancianos o personas con necesidades especiales, en clínicas abortistas, centros de menores, cárceles, etc. Aún más: hemos hecho de la desgracia cosa de parias, de desgraciados que no tienen cabida entre nosotros y que sólo merecen nuestra lástima. La sociedad del triunfo no admite perdedores. ¿No es vergonzoso que haya quien, por miedo al rechazo, oculte la enfermedad?

Al cerrar los ojos a la realidad, nos hemos convencido de que el sufrimiento del otro no tiene nada que ver conmigo; y a fuerza de negarla, la misma realidad se ha vuelto enemiga. Cuando la oscuridad aparece y miramos para otro lado no hacemos sino aumentarla; al final los hechos son tozudos y suelen seguir su marcha sin que lo remedien nuestras omisiones. La injusticia arraiga con fuerza donde encuentra un silencio cómplice. Tal vez la “gran sombra” del coronavirus no sea más que la suma de muchas otras sombras a las que no le dimos importancia.



¿HEMOS OLVIDADO A DIOS?
La primera lección que nos da el problema en que estamos es que nos hemos olvidado de los pobres, o en un lenguaje más propio de profetas: nos hemos olvidado de Dios (Am 2,4-6; Jr, 8,15). Sí, de Dios. Los profetas, cuando denuncian las injusticias que los poderes del momento cometen contra los pobres, no lo hacen con intenciones políticas, sino teológicas. 

El gran pecado no es la injusticia, sino el olvido de Dios, que conduce a ella. La vuelta a Dios es para los profetas el cimiento de cualquier mejora. Sin el “pegamento” que es Dios los profetas bíblicos ven difícil la restauración de un orden justo que  fundamente al pueblo en la unidad respetando la diversidad, es decir, un orden democrático (unidad del pueblo) y plural.

En nuestra sociedad secular se suele decir que Dios no existe, se niega su “existencia”; pero la verdadera gravedad está en olvidar su esencia, el “ser de Dios”. El olvido de Dios no esta en el hecho de que los templos estén vacíos, sino esencialmente en el hecho de haberlo expulsado del corazón del hombre y de la sociedad. 

Son muchas las personas que no quieren saber nada del “Ser” que les confiere unidad, y pretenden sustituirlo por cosas que no tienen la suficiente consistencia para mantener el esqueleto de la vida personal y comunitaria. Así, cuando llegan situaciones límites, apelamos a la solidaridad de un pueblo disperso cuyo referente esencial de unidad (todos hijos de un mismo padre, todos en Uno)  se niega. ¿Dónde encontrar la unidad? ¿En las ideas? Ya vemos cómo cada uno tiene las suyas. ¿En los sentimentalismos? No deja de ser un parche oportunista. ¿En los proyectos políticos? Más de lo mismo. ¿En la territorialidad? Más división. ¿No habrá algo que nos una? ¿Dónde hallar el Espíritu de la unidad?

La respuesta a las cuestiones fundamentales,  cuando sólo vemos división,  multiplicidad y dispersión en todo, sólo se puede dar contemplando lo que vemos  con una mirada distinta, más elevada,  una visión desde Aquel en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,8). 

Desde la mirada de Dios (contemplándonos y contemplando el mundo desde Él) observaremos que en las tinieblas del egoísmo brilla la luz de su amor. "Todo irá bien". Esa mirada y consuelo de Dios-Madre la hallamos en quienes están ofreciendo su servicio a favor de los damnificados por el virus.  Esa luz de amor no dimana del discurso intelectual, político o religioso. Los discursos -y éste mismo escrito como tal-  pueden ofrecer pistas para acercarse a la luz, pero, propiamente, la luz sólo puede venir de la vida, de la acción concreta, del amor que se compadece.

A quienes tocando suelo se preguntan dónde está Dios en esta oscuridad,  hay que decirles que está ahí, enfundando la bata, paliando la fiebre, consolando al enfermo, manteniendo vivos los engranajes de la sociedad del bienestar para que no falte lo necesario. 

A los que hacen de los problemas sólo un juego de palabras, y desde su “racionalidad fanática” se hacen la pregunta acerca de qué hace Dios para sanar esto, es de rigor responderle: ¡Claro que Dios hace algo!,  te ha hecho a ti. ¿a qué esperas? Tú puedes ser luz de Dios. ¿O vas a quedarte ahí, toda tu vida en tinieblas, ciego, como los fariseos, que como dicen que ven, no logran salir de las tinieblas? (cf Jn 9,40). 

A pesar de nuestra posible culpa, hay que decir que el Padre sigue estando con nosotros. Dios no abandona a sus hijos. Los acontecimientos que estamos viviendo, los podemos leer como  barro ungido por la saliva de Jesús que, untado en nuestros ojos ciegos, nos permite ahondar en la oscuridad en que vivimos y nos mueve a lavarnos para ver y cambiar la realidad: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé" (Jn 9,7). Dice Jesús: “He venido para abrir un proceso; para que los que no ven, vean, y los que ven queden ciegos” (Jn 9,39). Primer paso para abrir nuestros ojos a la luz de una vida nueva: creer con el Maestro que "todo irá bien".  

En una lectura creyente de los acontecimientos que vivimos, podríamos aprender mucho acerca de nosotros mismos y acerca de Dios. En la segunda carta de san Pedro se dice, aludiendo a los tiempos escatológicos (capítulo 3), que “cuando todo está a punto de derrumbarse” la pregunta pertinente debe ser  “qué clase de personas deberíais ser”. Y el mismo texto responde que deberíamos ser personas que ante todo miráramos la paciencia y misericordia que Dios tiene con  nosotros, de donde se induce que esa misma compasión de Dios por su pueblo nos debería mover a la práctica de la misericordia,  mientras esperamos de su gracia  “un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia”.





TODO IRÁ BIEN

Muchas personas buscan una luz que les ayude a encajar  lo que está pasando. Hace unos días me decía una persona que viendo las calles vacías y el silencio que se palpa, le daba la impresión de estar viviendo en la irrealidad. Y yo creo que no es así, sino que se nos está dando la oportunidad de ver la realidad que se esconde tras la celeridad de la vida. 

La multiplicidad de actividades que agobian cuerpo, mente y espíritu, no nos deja ver la unidad que las sostiene. En el trasfondo de nuestras prisas y ruidos está la quietud y el silencio. La multitud de cosas que nos ocupan sólo encuentra solidez en la unidad que somos. También esto lo podemos aprender estos días. Cuando la exterioridad nos abandona nos queda el tesoro de vida que tenemos dentro. 

Acostumbrados a vivir hacia fuera nos cuesta estar con nosotros mismos. A la pregunta sobre qué está pasando, siempre le sigue otra: y yo ¿qué pinto en esto? 

A esta pregunta se le pueden dar respuestas de fe y respuestas de razón. Y ambas son totalmente necesarias y complementarias. La fe no es irracional; tampoco la razón es por definición negadora de la fe. Nuestro mundo ha generado una tremenda confusión al oponer fe y razón, como si la fe fuera irracional y la razón el único consuelo de la persona; lo contrario de la razón no es la fe sino la irracionalidad, y lo opuesto a la fe no es la razón sino la increencia.

Ambas, fe y razón, pueden entenderse perfectamente cuando convergen en un tercer elemento: la vida, al servicio de la cual están. En estos días de oscurecimiento, tal vez nos vendría bien no olvidar que lo importante no son nuestras ideas y creencias sino la vida que tenemos entre manos. Esta es la prioridad, este el punto de encuentro con Dios y con los no-creyentes. Se necesita en estos momentos echar mano de la razón científica, filosófica y política; pero no menos de la fe. Eso sí, se mire como se mire, desde la fe o desde la razón,  lo que no debe fallarnos es el culto a la vida, con la seguridad de que, invirtiendo la frase de la carta primera de san Juan, quien ama su hermano a quien ve ama a Dios al que no ve (cf 1 Jn 4,20). 
Muchos cristianos habituados a las prácticas religiosas en los templos, especialmente aquellas personas “que han hecho de su fe una costumbre atávica” (la expresión es de D. Antonio G. Cantero, obispo de Teruel), andan desconcertados estos días. No hay motivos para ello. El optimismo nos dice que tal vez sea esta una oportunidad para dar cabida en nosotros a una fe más cercana a la vida. Una fe que no va a venirnos por un camino fácil y barato.

Aunque nuestra cultura –y damos gracias por ello- está erradicando mucho dolor, sin embargo, no conseguirá erradicar totalmente el sufrimiento. Éste no reacciona a fármacos o vacunas sin que se pierda algo de la esencia humana. El sufrimiento es un misterio. No logramos explicarlo ni racional ni teológicamente. Lo único que nos queda es la fe en que “si el grano de tierra no cae en tierra y muere” no puede fructificar (Jn 12,23). Maduramos en la experiencia de la noche.

Días atrás recibí uno de esos memes de wasap en los que se decía que durante el confinamiento con motivo de un estado de alarma intuyó A. Einstein la teoría de la relatividad. Me sonó a falso, pero me recordó que san Juan de la Cruz compuso su Cántico Espiritual en una dolorosa y oscura cárcel. ¿Cómo logró eso? Él mismo da a entender que eso sólo puede ser fruto de la fe; no de una fe infantil interesada, sino la fe madura que entronca con la Cruz e intuye que por muy oscura que sea la noche, no tardará en llegar la aurora. "Todo irá bien".


¡Que esta sea hoy nuestra esperanza! ¡Yo me quedo en casa!. Y no hablo de una vivienda con muros de hormigón, sino en la casa del Padre, donde encuentro luz para mi oscuridad. Como decía la mística inglesa Juliana de Nordwich, en expresión que he ido citando en este texto, All shall be well, todo irá bien. Esta  expresión  se ha hecho viral en Italia y parece que también entre nosotros. "Todo irá bien"; lo dice el salmo 23: aunque camines por cañadas oscuras Dios no te abandona, porque está contigo. Confía, con Él "todo irá bien".

Casto Acedo. Marzo 2019