viernes, 20 de marzo de 2020

Todo irá bien (22 de Marzo)

Reflexión sobre la epidemia del covid-19 a partir del Evangelio del quinto domingo de Cuaresma, curación del ciego de nacimiento (Jn 9)

El relato de la curación del ciego de nacimiento es el relato de una visión,  ejemplo emblemático de una ceguera que es sanada, pasando así de un “modo oscuro” de ver a una “visión clara” de la realidad. 

 Algo similar  estamos necesitando estos días, una conversión, un giro que nos ayude a vivir como un tiempo de gracia lo que sólo percibimos como tiempo de desolación.

Se puede vivir la vida desde dos puntos de vista distintos, aunque no totalmente diferenciados: con los ojos abiertos a la realidad, o negándonos a verla.  Ya se sabe: no hay peor ciego que el que no quiere ver. Ésta ceguera autoimpuesta, la mayoría de las veces fruto de la manipulación o la ignorancia, es la más difícil de curar, porque la tela del engaño  que cubre los ojos se confunde interesadamente con la verdad.

Y es que la vida es como un juego de claroscuros, un espacio en el que la luz y la oscuridad, el amor y el odio, la vida y la muerte, sabiéndose mutuamente incompatibles, luchan por imponerse.  En este juego de sombras y de luces en que vivimos personal y socialmente, donde el pecado y la gracia, la luz y las tinieblas, habitan y a veces parecen fundirse, los acontecimientos nos invitan  a discernir.

Con la aparición del  contagio del coronavirus y el decreto del estado de alarma que en mayor o menor grado nos está afectando a todos, estamos viviendo la experiencia del enfrentamiento entre la luz y las tinieblas, opuestos que por definición no caben en un mismo espacio.

Estamos en lucha; una batalla cuyos partes de guerra no se plasman sólo en  estadísticas de diagnósticos, ingresos y altas hospitalarias, o decesos, sino también en situaciones dolorosas y ejemplos heroicos que nos mantienen firmes y en esperanza. Es esta una lucha física y estratégica contra la enfermedad, pero también una batalla emocional y espiritual contra todo aquello que amenaza nuestra estabilidad psíquica y nuestra fe. 
  
Por todos los medios llegan noticias, unas trágicas, otras esperanzadoras, la mayoría inciertas, muy luminosas pocas. Atravesamos un valle oscuro, una pandemia que nos ha venido por sorpresa, como nubarrones de tormenta en días diáfanos y soleados. La muerte, la enfermedad, el temor al contagio por el covid-19, se perciben como negra sombra que se abate sobre nosotros. Ciudad, pueblo, barrio, familia, trabajo, convicciones, economía, prácticas religiosas, etc., todo parece estar en peligro.

Muchas de las cosas materiales y espirituales que teníamos hábilmente encajadas en el puzzle de nuestra vida se van descolocando con los acontecimientos. Y con ello entra en crisis la fe en un sentido amplio: fe en la capacidad y eficacia de la ciencia, fe en la  fortaleza de las personas, de las instituciones sociales y políticas, fe en la posibilidad humana para afrontar comunitariamente el problema, y fe en Dios.

Ocupémonos de esta última crisis, la de la fe religiosa, aunque los otros campos no son ajenos a la misma.


¿DONDE ESTA DIOS?
¿DONDE ESTAMOS NOSOTROS?

Una pregunta necesaria: ¿Dónde está Dios en todo esto? Acostumbrados a la fe luminosa de la resurrección toca encajar ahora la fe incierta de la pasión. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento de un pueblo? ¿Dónde está el Dios Padre que nos ama? Es el grito en forma de pregunta  que  Jesús lanzó desde su Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,45).

¿Nos introduce Dios en la oscuridad para abandonarnos en ella? Las Sagradas Escrituras nos dan a entender que Dios no abandonó a su Hijo en la Cruz, que el mismo sentimiento de ausencia está preñado de presencia; un estar del Padre en el Hijo que mostrará su potencial en la resurrección.

 Aunque no lo veamos, en la cruz el Padre sigue amando, acariciando en el dolor, como madre junto al hijo enfermo: "todo irá bien". Pero a esa fe sólo se llega atravesando la noche, como llegó Abrahán subiendo con su hijo Isaac al monte Moria. Dios proveerá. "Todo irá bien" (Gn 22). 

Dios no ha dado la espalda a su pueblo, ni lo ha desterrado al reino de las tinieblas. ¿No habremos sido nosotros, con la torpeza que da la prepotencia, los que a ciegas y faltos de la debida luz nos hemos ido adentrando en tierras de oscuridad?  

No hay peor ceguera que la de quien no quiere ver. Hay que ser ciego para no ver que hemos elegido un modo de vivir donde, con mayor o menor intensidad, se genera sino el coronavirus al menos las condiciones propicias para su expansión. Damos alegremente la espalda al anciano, al emigrante, al débil,  y a muchas cuestiones y compromisos que, para no complicarnos la vida, nos esforzamos en situar lejos. ¿No resulta paradójico que el consejo para protegernos sea la distancia, cuando posiblemente sea la distancia la que nos ha enfermado?

Enrocados en nuestros egoísmos personales y sociales nos hemos hecho incapaces de ver la realidad que tenemos delante de la nariz. ¿Cómo no vemos la pandemia de odio que sigue expandiéndose en Siria? ¿Cuántas víctimas -muchas de ellas niños- han muerto en esa guerra? ¿Cómo suenan esas estadísticas en nuestras conciencias?  ¿Cómo es posible que no viéramos lo que ocurría en China o, más cerca, en Italia?¿Cómo no supimos ver hace sólo dos semanas, lo que ocurriría hoy en España? ¿Cómo no nos dimos cuenta de que los recortes en sanidad tarde o temprano pondrían en peligro la salud y la vida de los españoles? Tan listos como somos en tantas cosas, ¡qué torpes somos cuando no nos interesa ver!

Lo más fácil en todo esto es echar pelotas fuera: responsabilizar de todo a los políticos, a los empresarios, a los técnicos, a la suerte, o a Dios. Pero creo que la respuesta a la pregunta acerca de cómo hemos llegado hasta aquí tiene una respuesta muy simple: nos ha faltado “proximidad”, no hemos sentido a los hermanos chinos o italianos como “próximos” (prójimos). 

Es una tónica de nuestro tiempo, como una consigna, alejar el sufrimiento. Ni pensarlo queremos. ¡No me hable de la muerte, por favor! Incluso las víctimas del virus quedan en el anonimato, reducidas a un número variable. Conscientemente ocultamos todo lo que nos duele. Lo hacemos no dejándole siquiera un rinconcito en facebook o demás redes sociales;  recluimos lo feo y doloroso en hospitales, residencias para ancianos o personas con necesidades especiales, en clínicas abortistas, centros de menores, cárceles, etc. Aún más: hemos hecho de la desgracia cosa de parias, de desgraciados que no tienen cabida entre nosotros y que sólo merecen nuestra lástima. La sociedad del triunfo no admite perdedores. ¿No es vergonzoso que haya quien, por miedo al rechazo, oculte la enfermedad?

Al cerrar los ojos a la realidad, nos hemos convencido de que el sufrimiento del otro no tiene nada que ver conmigo; y a fuerza de negarla, la misma realidad se ha vuelto enemiga. Cuando la oscuridad aparece y miramos para otro lado no hacemos sino aumentarla; al final los hechos son tozudos y suelen seguir su marcha sin que lo remedien nuestras omisiones. La injusticia arraiga con fuerza donde encuentra un silencio cómplice. Tal vez la “gran sombra” del coronavirus no sea más que la suma de muchas otras sombras a las que no le dimos importancia.



¿HEMOS OLVIDADO A DIOS?
La primera lección que nos da el problema en que estamos es que nos hemos olvidado de los pobres, o en un lenguaje más propio de profetas: nos hemos olvidado de Dios (Am 2,4-6; Jr, 8,15). Sí, de Dios. Los profetas, cuando denuncian las injusticias que los poderes del momento cometen contra los pobres, no lo hacen con intenciones políticas, sino teológicas. 

El gran pecado no es la injusticia, sino el olvido de Dios, que conduce a ella. La vuelta a Dios es para los profetas el cimiento de cualquier mejora. Sin el “pegamento” que es Dios los profetas bíblicos ven difícil la restauración de un orden justo que  fundamente al pueblo en la unidad respetando la diversidad, es decir, un orden democrático (unidad del pueblo) y plural.

En nuestra sociedad secular se suele decir que Dios no existe, se niega su “existencia”; pero la verdadera gravedad está en olvidar su esencia, el “ser de Dios”. El olvido de Dios no esta en el hecho de que los templos estén vacíos, sino esencialmente en el hecho de haberlo expulsado del corazón del hombre y de la sociedad. 

Son muchas las personas que no quieren saber nada del “Ser” que les confiere unidad, y pretenden sustituirlo por cosas que no tienen la suficiente consistencia para mantener el esqueleto de la vida personal y comunitaria. Así, cuando llegan situaciones límites, apelamos a la solidaridad de un pueblo disperso cuyo referente esencial de unidad (todos hijos de un mismo padre, todos en Uno)  se niega. ¿Dónde encontrar la unidad? ¿En las ideas? Ya vemos cómo cada uno tiene las suyas. ¿En los sentimentalismos? No deja de ser un parche oportunista. ¿En los proyectos políticos? Más de lo mismo. ¿En la territorialidad? Más división. ¿No habrá algo que nos una? ¿Dónde hallar el Espíritu de la unidad?

La respuesta a las cuestiones fundamentales,  cuando sólo vemos división,  multiplicidad y dispersión en todo, sólo se puede dar contemplando lo que vemos  con una mirada distinta, más elevada,  una visión desde Aquel en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,8). 

Desde la mirada de Dios (contemplándonos y contemplando el mundo desde Él) observaremos que en las tinieblas del egoísmo brilla la luz de su amor. "Todo irá bien". Esa mirada y consuelo de Dios-Madre la hallamos en quienes están ofreciendo su servicio a favor de los damnificados por el virus.  Esa luz de amor no dimana del discurso intelectual, político o religioso. Los discursos -y éste mismo escrito como tal-  pueden ofrecer pistas para acercarse a la luz, pero, propiamente, la luz sólo puede venir de la vida, de la acción concreta, del amor que se compadece.

A quienes tocando suelo se preguntan dónde está Dios en esta oscuridad,  hay que decirles que está ahí, enfundando la bata, paliando la fiebre, consolando al enfermo, manteniendo vivos los engranajes de la sociedad del bienestar para que no falte lo necesario. 

A los que hacen de los problemas sólo un juego de palabras, y desde su “racionalidad fanática” se hacen la pregunta acerca de qué hace Dios para sanar esto, es de rigor responderle: ¡Claro que Dios hace algo!,  te ha hecho a ti. ¿a qué esperas? Tú puedes ser luz de Dios. ¿O vas a quedarte ahí, toda tu vida en tinieblas, ciego, como los fariseos, que como dicen que ven, no logran salir de las tinieblas? (cf Jn 9,40). 

A pesar de nuestra posible culpa, hay que decir que el Padre sigue estando con nosotros. Dios no abandona a sus hijos. Los acontecimientos que estamos viviendo, los podemos leer como  barro ungido por la saliva de Jesús que, untado en nuestros ojos ciegos, nos permite ahondar en la oscuridad en que vivimos y nos mueve a lavarnos para ver y cambiar la realidad: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé" (Jn 9,7). Dice Jesús: “He venido para abrir un proceso; para que los que no ven, vean, y los que ven queden ciegos” (Jn 9,39). Primer paso para abrir nuestros ojos a la luz de una vida nueva: creer con el Maestro que "todo irá bien".  

En una lectura creyente de los acontecimientos que vivimos, podríamos aprender mucho acerca de nosotros mismos y acerca de Dios. En la segunda carta de san Pedro se dice, aludiendo a los tiempos escatológicos (capítulo 3), que “cuando todo está a punto de derrumbarse” la pregunta pertinente debe ser  “qué clase de personas deberíais ser”. Y el mismo texto responde que deberíamos ser personas que ante todo miráramos la paciencia y misericordia que Dios tiene con  nosotros, de donde se induce que esa misma compasión de Dios por su pueblo nos debería mover a la práctica de la misericordia,  mientras esperamos de su gracia  “un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia”.





TODO IRÁ BIEN

Muchas personas buscan una luz que les ayude a encajar  lo que está pasando. Hace unos días me decía una persona que viendo las calles vacías y el silencio que se palpa, le daba la impresión de estar viviendo en la irrealidad. Y yo creo que no es así, sino que se nos está dando la oportunidad de ver la realidad que se esconde tras la celeridad de la vida. 

La multiplicidad de actividades que agobian cuerpo, mente y espíritu, no nos deja ver la unidad que las sostiene. En el trasfondo de nuestras prisas y ruidos está la quietud y el silencio. La multitud de cosas que nos ocupan sólo encuentra solidez en la unidad que somos. También esto lo podemos aprender estos días. Cuando la exterioridad nos abandona nos queda el tesoro de vida que tenemos dentro. 

Acostumbrados a vivir hacia fuera nos cuesta estar con nosotros mismos. A la pregunta sobre qué está pasando, siempre le sigue otra: y yo ¿qué pinto en esto? 

A esta pregunta se le pueden dar respuestas de fe y respuestas de razón. Y ambas son totalmente necesarias y complementarias. La fe no es irracional; tampoco la razón es por definición negadora de la fe. Nuestro mundo ha generado una tremenda confusión al oponer fe y razón, como si la fe fuera irracional y la razón el único consuelo de la persona; lo contrario de la razón no es la fe sino la irracionalidad, y lo opuesto a la fe no es la razón sino la increencia.

Ambas, fe y razón, pueden entenderse perfectamente cuando convergen en un tercer elemento: la vida, al servicio de la cual están. En estos días de oscurecimiento, tal vez nos vendría bien no olvidar que lo importante no son nuestras ideas y creencias sino la vida que tenemos entre manos. Esta es la prioridad, este el punto de encuentro con Dios y con los no-creyentes. Se necesita en estos momentos echar mano de la razón científica, filosófica y política; pero no menos de la fe. Eso sí, se mire como se mire, desde la fe o desde la razón,  lo que no debe fallarnos es el culto a la vida, con la seguridad de que, invirtiendo la frase de la carta primera de san Juan, quien ama su hermano a quien ve ama a Dios al que no ve (cf 1 Jn 4,20). 
Muchos cristianos habituados a las prácticas religiosas en los templos, especialmente aquellas personas “que han hecho de su fe una costumbre atávica” (la expresión es de D. Antonio G. Cantero, obispo de Teruel), andan desconcertados estos días. No hay motivos para ello. El optimismo nos dice que tal vez sea esta una oportunidad para dar cabida en nosotros a una fe más cercana a la vida. Una fe que no va a venirnos por un camino fácil y barato.

Aunque nuestra cultura –y damos gracias por ello- está erradicando mucho dolor, sin embargo, no conseguirá erradicar totalmente el sufrimiento. Éste no reacciona a fármacos o vacunas sin que se pierda algo de la esencia humana. El sufrimiento es un misterio. No logramos explicarlo ni racional ni teológicamente. Lo único que nos queda es la fe en que “si el grano de tierra no cae en tierra y muere” no puede fructificar (Jn 12,23). Maduramos en la experiencia de la noche.

Días atrás recibí uno de esos memes de wasap en los que se decía que durante el confinamiento con motivo de un estado de alarma intuyó A. Einstein la teoría de la relatividad. Me sonó a falso, pero me recordó que san Juan de la Cruz compuso su Cántico Espiritual en una dolorosa y oscura cárcel. ¿Cómo logró eso? Él mismo da a entender que eso sólo puede ser fruto de la fe; no de una fe infantil interesada, sino la fe madura que entronca con la Cruz e intuye que por muy oscura que sea la noche, no tardará en llegar la aurora. "Todo irá bien".


¡Que esta sea hoy nuestra esperanza! ¡Yo me quedo en casa!. Y no hablo de una vivienda con muros de hormigón, sino en la casa del Padre, donde encuentro luz para mi oscuridad. Como decía la mística inglesa Juliana de Nordwich, en expresión que he ido citando en este texto, All shall be well, todo irá bien. Esta  expresión  se ha hecho viral en Italia y parece que también entre nosotros. "Todo irá bien"; lo dice el salmo 23: aunque camines por cañadas oscuras Dios no te abandona, porque está contigo. Confía, con Él "todo irá bien".

Casto Acedo. Marzo 2019

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario puede ayudar a mejorar este blog