jueves, 24 de junio de 2021

Fe, sanación y Eucaristía (Domingo 27 de Junio)

La liturgia de la Palabra de este domingo nos habla de dos personas que logran la sanación (salvación) gracias a la fuerza y autenticidad de su fe. 

La primera es una mujer que padecía hemorragias, y que había gastado su fortuna en médicos buscando remedio a su enfermedad, símbolo ésta de tantas y tantos como gastan dinero, tiempo y esperanzas en cosas que no dan la vida.  

Y por otro lado Jairo, el jefe de la sinagoga, cuya fe llega hasta el límite; Jairo, con su hija enferma y con todo en contra cuando le anuncian su fallecimiento, sigue confiando en el Dios capaz de sacar vida donde sólo hay muerte.

La hemorroísa confía en el poder de "Jesús que pasa", y no duda en acercarse a Él esperando la sanación. Y así sucede.  La resurrección de la hija de Jairo es toda una muestra del poder de la fe incluso cuando ésta parece un absurdo.

La sanación (salvación), fruto de la fe.
 
Lo que sana y resucita no son la práctica de unos ritos, no estamos ante unos actos de magia, sino ante unos actos de fe en el poder de Jesús. "No temas, basta que tengas fe" pide Jesús a Jairo para recuperar a su hija. Del mismo modo, la mujer enferma muestra su fe con el gesto de acercarse a Jesús y tocarlo confiando en la curación.

Estamos ante personas que recurren a Dios una vez agotadas todas las salidas posibles desde las ciencias humanas; la medicina del mundo ha fallado vaciando el corazón de esperanzas. Es hora de ir más allá, de dar un paso en el vacío, de dejarse llevar por los impulsos del corazón hacia Aquel que intuimos puede evitar lo inevitable. En ambos casos se trata de una fe que “había oído hablar de Jesús” y sale a su encuentro. 

El acercamiento a Jesús y el milagro, lo hemos dicho, no son el efecto lógico de un acto de ritualismo mágico que produce automáticamente el efecto esperado tras realizar las palabras y gestos adecuados. No. En ambos casos juega un papel protagonista la fe y la esperanza de curación, creer que el poder de Dios no tiene límites. Una fe que se abre paso procesualmente. 

En el caso de Jairo, sus allegados se revelan como un obstáculo a la fe: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?” (Mc 5,35). La noticia de la muerte de su hija y las palabras disuasorias de los suyos podrían haber llevado a Jairo a desistir de su empeño, pero se fía de Jesús que le abre un margen de esperanza: “basta que tengas fe” (Mc 5,36). Y este padre sigue confiando cuando, entre el alboroto del llanto y el duelo se reían de Jesús y su supuesta ingenuidad al afirmar que “la niña no está muerta, está dormida” (Mc 5,39). Jairo había pedido a Jesús: “ven, pon las manos sobre la niña para que se cure y viva” (Mc 5,23), había reconocido en Él el poder de sanar, de salvar, y de dar la vida más allá de toda lógica; y su apuesta por Jesús no quedó frustrada.

Jairo es ejemplo correcto de cómo responder con fe a los proyectos de Dios. Se trata de mantener la confianza en su palabra aunque las risas sarcásticas de los incrédulos inviten al desánimo. Siempre encontrarás en tu camino quien no comprenda o no quiera comprender tu obstinación creyente, siempre habrá quien se ría de ti, de tu fe, de tus prácticas religiosas, de la doctrina que profesas, de tu participación en los sacramentos. Es algo con lo que tienes que contar. Cuando esto ocurre, estás viviendo la prueba de la fe, la noche en que la fe se curte y madura, la oscuridad en la que crece la luz de la esperanza. 

Es fácil creer en los momentos buenos de la vida, y podríamos decir que en estos momentos la misma fe no es necesaria por la evidencia de la luz; pero en la oscuridad de la noche, en la tormenta de los problemas, en los límites de la desesperación, cuando Dios parece ajeno y las burlas de los hombres arrecian, la afirmación-aceptación o negación-rechazo de Dios por parte del hombre revelan la verdad o falsedad de la fe.
 



Tocar a Jesús en la Eucaristía.
 

Dios se revela “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2).

Palabra y gesto. Sacramento. En las curaciones que comentamos se da la palabra (“pensando que con solo tocarle el vestido curaría” Mc 5,27; “Talitha qumi, contigo hablo, niña, levántate” Mc 5,41) y el gesto de “acercarse y tocar” por parte de la mujer y de “tomar de la mano” por parte de Jesús. Cada vez que participas en la Eucaristía te acercas y tocas el cuerpo de Jesús. Puedes hacerlo de modo rutinario, o con la conciencia despierta. Ese mismo que tocas al comulgar, viene a ti y puede hacer el milagro que esperas.

Refiriéndose a la comunión eucarística san Juan Crisóstomo escribe: "Vamos, como la hemorroísa a tocar la orla de la vestidura de Jesucristo, o por mejor decir, vamos a poseerle todo entero: pues tenemos ahora su cuerpo en nuestras manos. Ya no es sólo su vestido el que permite tocar, sino que nos presenta su mismo cuerpo para que lleguemos a comerle. Acerquémonos, pues, con ardiente fe, los que estamos enfermos. Si los que entonces tocaron solamente la orla de sus vestidos sintieron tan grande efecto, ¿qué no podrán esperar los que aquí le reciben todo entero?”.

Algo parecido encontramos en santa Teresa de Ávila: “Sabemos que mientras no consume el calor natural los accidentes del pan está con nosotros el buen Jesús. Lleguémonos, pues, a Él. Si cuando andaba en el mundo, con sólo tocar sus ropas sanaba a los enfermos, ¿por qué dudar entonces, si tengo fe, de que estando tan dentro de mí hará milagros y nos dará lo que le pidamos, estando como está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje” (Camino, 34,8).


San Pablo dice a los Corintios que “quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación. Por ello hay entre vosotros muchos enfermos y no pocos han muerto” (1 Cor 11,29-30). Leído en contrario, una buena comunión ¿no podrá curar la enfermedad y librar de la muerte? “La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna (cf Jn 6,54.58) y cuya conexión con la salud corporal insinúa S. Pablo (cf 1 Co 11,30)” (Catecismo de la Iglesia, 1509).

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No tengas miedo de creer en el Señor de los milagros. Sabemos que la fe auténtica se manifiesta en las buenas obras. Pero no te quedes encerrado en la horizontalidad de la fe. Cuando los remedios humanos fallan -así ocurrió con la enfermedad incurable de la hemorroísa y con la muerte de la niña- nos queda el recurso a Jesús.
 
Y volviendo a la Eucaristía, no reduzcas a creencia etérea (irreal) tu fe en la presencia real de Cristo en el pan y el vino eucarísticos. El que curó a la hemorroísa y resucitó a la hija de Jairo ¿no es el mismo que está en la Eucaristía? ¿No curará hoy también las enfermedades de los que se acercan a Él con fe? ¿No puede despertar a la vida a quien se ha dormido? ¿Qué sentido tienen las palabras del sacerdote antes de la comunión: "una palabra tuya bastará para sanarme"?


Muchos enfermos van a Lourdes o a otros lugares a pedir la curación. ¿No deberían de acudir con mucha más fe y fervor a la Asamblea Eucarística del domingo? Muchos lugares y personas parecen tener el don de curación, y de todos los lugares acuden a ellos los que buscan ser sanados. De Jesús sabemos que tiene ese don. Trabajemos para que los que viven enfermos o desolados, los que han perdido el rumbo, los niños, y todos los hombres, conozcan y acudan a la milagrosa fuente de agua viva de la Eucaristía. 


 El día que los fieles acudan a la misa dominical con el mismo entusiasmo que a otros lugares donde buscan el milagro, el Señor hará mayores prodigios que los que hace allí. Y te dirá: "tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud" (Mc 5,34).
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Casto Acedo. junio 2021paduamerida@gmail.com.

jueves, 10 de junio de 2021

La grandeza de lo pequeño (Domingo 13 de junio)

 

Cuando Dios decidió encarnarse para remediar los males de la humanidad, pudo haber escogido el camino del poder, del espectáculo o de la riqueza deslumbrante, pero no lo hizo. Eligió un camino distinto, aparentemente menos eficaz: el de la humildad, el ocultamiento y la pobreza.
 
¿No hubiera sido más lógico haber tomado cuerpo en una poderosa familia romana y haber aprovechado las ventajas del Imperio para llevar su evangelio a todo el mundo conocido? Debes ser realista  -le diríamos hoy a Jesús- si las armas del mundo son las que son, ¿vas a renunciar a ellas para un buen fin?  La respuesta de Jesús a esa propuesta sería claramente negativa.
 
Para cerciorarse basta releer con detenimiento el pasaje de las tentaciones: no a la idolatría del dinero, no al poder, no al mesianismo espectacular (cf. Lc 4,1-13; Mt 4,1-11). Dios, para manifestarse al mundo, eligió la pobreza y la humildad, el olvido de sí y el lenguaje de los últimos De este modo pudo ser aceptado y entendido por todos, porque su Palabra no fue demagogia sino vida, y viviendo con y desde los de abajo se puede llegar a todos, porque el lenguaje de los pobres es más universal que el de los ricos.

Como la semilla que crece sin saber cómo.

Con gran sencillez describe el evangelio la parábola de la semilla que va creciendo por sí misma (Mc 4,26-29): "El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega".
 
Este texto va precedido por otro: la parábola del sembrador (cf Mc 4,1-20), donde la atención recae sobre el tipo de terreno donde cae la semilla del Reino (Palabra) y el consiguiente éxito o fracaso a la hora de germinar y dar fruto. 

 Puedes acercarte a esta parábola de la semilla que crece por sí sola desde una perspectiva moral, y verás en ella una llamada a la paciencia en la esperanza de la venida del Señor; pero tal vez sería mejor que hagas de ella una lectura mística y contemples el poder de Dios, el potencial oculto del Reino, que acontece independientemente de nuestra esperanza y nuestra paciencia. Aunque no lo veas, aunque la noche parezca cerrar tus ojos a la visión de Dios, aunque los signos de los tiempos te parezcan contrarios, el Reino de Dios acontece; Dios está ahí, revelado en lo oculto, grande en su insignificancia, “sin que el hombre sepa cómo”. Es el misterio de Dios.
 
Viene a decirte esta historia que la fuerza del Reino no está en el trabajo del labrador que siembra, ni en la disposición de la tierra, sino en el potencial de la semilla. El creyente no sabe cómo crece la semilla, pero sí sabe que  el milagro del crecimiento ocurre. El cómo es conveniente que permanezca en secreto; se facilita así el respeto al misterio y la tentación de la manipulación; la semilla siempre puede germinar, incluso donde parecía imposible, porque todo es posible para Dios (cf Mt 19,26). 

Podemos concluir de aquí que no nos toca a nosotros ser programadores del Reino; a veces nos empeñamos en encerrar la semilla en esquemas de espiritualidades elitistas, o en proyectos y programas de acción pastoral muy elaborados, olvidando que el protagonismo lo tiene Dios.

El catequista y el predicador tienen el oficio de sembrar la semilla; sembrar y olvidarse, dar y retirarse, como hizo María de Nazaret. Tú recibe bien la palabra y anúnciala; y deja que sea Dios quien procure el crecimiento. ¿Quién no se ha sorprendido de que tras largos años de trabajo apostólico no ha visto crecer nada y sin embargo, en otros lugares donde apenas se ha anunciado el evangelio, florecen las conversiones? 

No acabamos de entender que los frutos no dependen de nuestro trabajo misionero sino de la potencialidad de la semilla. Como si Dios te dijera: has sembrado, has trabajado duro, ahora te toca retirarte, dejar hacer, dejar que Dios sea Dios; algo difícil de aceptar si no se es rico en humildad. Se trata de saber pasar a segundo plano y dejar que el reino progrese animado por su propia dinámica interna; y de sorprenderte por el misterio de Dios, que hace crecer la semilla “sin que el hombre sepa cómo” 


Como un grano de mostaza
 
"Dijo también: –¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas." (Mc 4,30-32.

 
Esta segunda parábola, leída a la luz de la profecía de Ezequiel  (cf 7,22-24) que se nos propone como segunda lectura, nos muestra cómo Dios, de algo pequeño -en el caso de Ezequiel, de una rama tierna del alto cedro- es capaz de sacar una planta que acoja bajo sus ramas a todas las aves y animales; tenemos nuevamente el mensaje de la grandeza de Dios, que no se apoya en la fuerza sino en la debilidad, que es capaz de sacar de lo más insignificante un significado para la vida de todos.

Dios elige lo más humilde para realizar su proyecto de grandeza. Así lo hizo al nacer de la Virgen María, una pobre muchacha de Nazaret; dejando a un lado las grandes ciudades del imperio romano, vino a nacer en una aldea de la ignota provincia de Judea. Bien podemos cantar con María que el Señor “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52).
 
Como el árbol de Ezequiel, como Jesús de Nazaret, así es el Reino de Dios, y así debería ser la Iglesia, un árbol nacido de Dios y crecido al amparo de su fuerza, que acoge bajo sus ramas a todos, incluso a esos pájaros que en su momento fueron enemigos y abortaron la Palabra sembrada en el camino. Porque lo propio de Dios no es vencer a los enemigos exterminándolos sino acogiéndolos bajo sus ramas. El reino es universal, no exclusivista, y la Iglesia debe caminar también hacia la misma universalidad.

Haciendo una lectura eclesial de esta parábola del grano de mostaza, puedes ver en ella la Iglesia-árbol, nacida de la semilla que es Cristo y que con el paso del tiempo se ha transformado en una enorme planta  con sus diversas ramificaciones. Las instituciones y sus estructuras de la Iglesia son inevitables; no nos debe escandalizar la existencia de una Iglesia institucional y estructurada orgánicamente. El pecado o la gracia de la Iglesia no están en su necesaria estructura, sino en que ésta se consagre a la razón de su ser: hacer presente el Reino de Dios. La imagen de la Iglesia como gran árbol bajo el que se acogen todos es hermosa si en ella encuentran su sitio los pobres, los débiles, los indefensos. La grandeza de la Iglesia no está en que crezca más y más en estructuras sino en que se deje ocupar cada vez más por los que buscan en ella la utopía del Reino.

* * *
 

La lógica de los dinosaurios

Tenemos la idea de que para permanecer y ser eternos hemos de ser humana y socialmente grandes. Sin embargo, las promesas de Dios indican otra cosa. Lo pequeño es más hermoso y eterno que lo grandioso; eso parecen decirnos las parábolas comentadas.

¿No lo entiendes? Pues puedes aplicarte la lógica de los dinosaurios. Nadie es capaz de explicar cómo unos animales tan enormes y abundantes sucumbieron a las leyes de la evolución y desaparecieron de la faz de la tierra, mientras otras especies pequeñas e insignificantes permanecieron y siguen aún vivas. Hay quien ha sugerido muy agudamente que los dinosaurios no desaparecieron por ser débiles, sino por ser excesivamente fuertes; su desarrollo biológico derivó en una especie excesivamente grande y absurda para su entorno; y esa pudo ser la causa de su desaparición.

Toda una metáfora de lo que puede ocurrir con una institución como la Iglesia si a fuerza de crecer se transforma en una criatura enormemente absurda para el medio ambiente del Reino. ¿No ha ocurrido algo de esto en determinados momentos de la historia?  No  olvidemos que si el Reino de Dios elige la pobreza, el ocultamiento y la debilidad para manifestarse, también la Iglesia deberá  hacer lo mismo. Dios escogió lo pequeño y débil del mundo para confundir a lo grande y fuerte (cf  1 Cor 1,26-28). La pervivencia de la Iglesia está garantizada si se adapta a su misión: anunciar y hacer presente el Reino de las bienaventuranzas.

Casto Acedo GómezJunio 2021. paduamerida@gmail.com.
 
 
 

Creer que se cree (Domingo 20 de Junio)

"El hombre no hallará paz verdadera hasta los cuarenta años de edad. No será en su corazón un hombre celestial antes de haber cumplido dicha edad. ¡Tantas cosas le tienen ocupado! La naturaleza le impele de acá para allá, inestable, emprende cosas diversas, es el yo quien domina, cuando se creía que era Dios. No se pueden quemar etapas, no puede el hombre antes de tiempo llegar a la paz verdadera y perfecta y hacerse del todo celestial. Sólo es posible por gracia de Dios, dada con abundancia excepcional, como ha sucedido en muchos casos” (J. Taulero, 1300-1361).

“Creer que se cree”
 
Hubo un momento de mi vida que el citado texto de Taulero  me hizo pensar mucho acerca de la fe. En él se da entender que el crecimiento espiritual es un proceso  y que difícilmente se alcanza la madurez espiritual antes de los “cuarenta años de edad”. Y deduje: quizá hablamos de la fe con demasiada superficialidad; vivimos “creyendo que creemos", cuando la verdad de fondo es que, más que en Dios, la fe la tenemos en nosotros mismos, en nuestras posibilidades. Más que creyentes somos unos "creídos": antes de los cuarenta (madurez)“la naturaleza le impele de acá para allá, inestable, emprende cosas diversas, es el yo quien domina, cuando se creía que era Dios”.

Anselm Grün, autor espiritual benedictino, tomó el texto de Taulero como punto de referencia para escribir un pequeño tratado: La mitad de la vida como tarea espiritual; en él da a entender que no se es espiritual hasta hasta experimentar la propia insignificancia, hasta que la experiencia aprieta hasta hacer sentir la propia impotencia por la enfermedad, el agotamiento o el fracaso.  La debilidad y la muerte, que hasta entonces eran cosas de otro, pasan a ser realidades posibles para uno mismo. 

Llegados a este punto tendemos o a engañarnos creándonos una fachada de hombre exitoso y feliz, o bien acabamos por aceptar la dura realidad haciendo un ejercicio de humildad. En este segundo caso  llegamos a la conclusión de que la fe que hasta entonces parecíamos tener no era tal,  “creía  que creía en Dios", pero en realidad la fe la tenía puesta en mí mismo, en mis capacidades y poderes, en mi estatus social... la realidad de la propia indigencia física y espiritual acaba por descubrirme la verdad de lo que soy: criatura necesitada.


La experiencia de Job

Para llegar a ser un hombre de fe probada, se ha de pasar por la experiencia de la noche, algo imposible de alcanzar por  razonamientos y estudios sin vivirlo en la propia carne.  Ejemplo plástico de ello es la historia bíblica de Job, que hubo de superar la prueba de la tormenta perfecta en su vida. Lo había tenido todo: riqueza material (campos y ganados) y afectiva (esposa, hijos y amigos); y de pronto Dios aparece como tormenta perfecta que hunde el navío de su vida quedándole prácticamente sin nada. 

Su primera reacción: un grito desgarrador al cielo, ¿por qué me ha puesto Dios en esta situación, a mí, que quise ser siempre fiel a sus preceptos? (cf Job 31). Job entra en crisis. 

Ha llegado para Job la hora de la prueba, la hora de confiar en Dios y solamente en él, porque ya no tiene nada más a qué asirse. No puede esperar nada de sus riquezas (las ha perdido), ni de sus capacidades físicas (está enfermo), ni de su familia (sus hijos han muerto), incluso su mujer se muestra hostil (“¿Todavía persistes en tu honradez? Maldice a Dios y muérete”, le dice. Jb 2,9) y sus amigos quieren solucionarlo todo con buenas palabras buscando razones que expliquen su dolor sin negar a Dios. Lo único que se les ocurre decirle al amigo es que busque en sí mismo o en los suyos la culpa; si Dios es el que premia y castiga, tiene que haberla. ¿Hay motivos para seguir confiando y esperando en una situación así? ¿Hay motivos para vivir?

A Job, finalmente, se le abrirá una luz en la noche. Pero antes habrá de reconocer que “creía que creía” en Dios cuando en realidad su confianza estaba puesta mayormente en sus bienes y sus afectos. Y así era. 

Sus primeras quejas lo ponen en evidencia -cf Cap 31, donde expone su inocencia-. De la queja pudo surgir el Job ateo; sin embargo no fue así, la experiencia de la noche oscura le llevó a la fe auténtica, la de un Dios poderoso (Job 38,1.8-11) al que no puede comprender pero sin el cual todo carece de sentido; en su desgracia no reniega de Él sino que se abandona totalmente en sus manos. ¿No es la misma experiencia de Jesús en la cruz? (cf Mt 27,46). 

Dios le hace ver a Job su inmenso poder, su soberanía universal (cf Jb 38,1.8-11), y Job reconocerá que se ha excedido en sus exigencias; su propia justicia no es suficiente para salvarle si la gracia de Dios no está de su parte. Sin Dios nada puede: ¿Quién soy yo para pedirle cuentas? “Hablé a la ligera, ¿qué puedo responderte? Hablé una vez, pero no volveré a hacerlo” (Jb 40,4-5). Sólo le queda el silencio contemplativo como respuesta de fe.
 

“¿No te importa que nos hundamos?”
 
Job “creía que creía”, pero en realidad su fe no alcanza la madurez hasta pasar por la oscuridad del dolor, la soledad y el abandono. Cuando las preguntas no encuentran respuesta, la fe se pone a prueba, y superado el obstáculo, queda purificada. El silencio de Dios pone a prueba la fe. 

Todos hemos vivido momentos difíciles, épocas o situaciones en las que Dios parece estar totalmente ausente: una enfermedad incurable propia o de un pariente, vecino o conocido al que apreciamos, un fracaso familiar, una tragedia cercana, una decepción afectiva, etc. Entonces todo parece temblar, los cimientos de nuestra existencia -la fe y los valores en que siempre hemos confiado- se resquebrajan y se ponen en riesgo de zozobra.

Crisis económica (desconfianza del mundo de las finanzas), de valores (valoración del tener y el hacer sobre el ser),  crisis social (poca fe en los políticos e instituciones públicas), eclesial (escándalos eclesiásticos) y personal (falta de sentido de la vida) ... ¿No hay en el fondo de todo esto una crisis de fe en Dios? Como previó Nietzsche, la muerte de Dios (“Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado al olvidarnos de él”) ha dado lugar a la muerte del hombre (“¿Qué haremos ahora que la tierra ha perdido su sol?”). 

En un mundo sin Dios, y con una iglesia sostenida hasta ahora sobre bases más propiamente sociológicas que religiosas, podemos decir que la institución se ve zarandeada por el mar de la agitación y está a punto de hundirse. Y en medio del oleaje ¿qué hacer? Volvernos al único que nos puede salvar:  “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” (Mc 4,38).
 
Dios parece dormir ajeno a nuestros problemas. Sin embargo Él va con nosotros en la barca. Nos deja experimentar el miedo, la impotencia ante las situaciones difíciles, pero no nos abandona. Basta volver a Él, convertirnos, hacer una lectura de nuestra historia no desde los discursos humanos (teologías retóricas, discursos ateos, datos sociológicos) sino desde la Palabra de Dios que nos habla al corazón reprochándonos nuestra falta de confianza. 

Y Dios responde. Muchos lo han experimentado en su vida cuando han dejado a Dios el timón; primeramente se han beneficiado de la acción de Dios –calma la tempestad-, luego han comprendido la causa de sus miedos y naufragios –“¿porqué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,40).


¿Está Dios conmigo?

Vamos en la barca con Jesús. Hay tempestad, tiempos difíciles, y hay miedo. Tu vida se zarandea. ¿Estará Dios conmigo? Luchas con todas tus fuerzas para evitar el naufragio. Pero ves que tus esfuerzos son inútiles. Estás a punto de abandonar la barca de la Iglesia para ahog
arte en el mar tenebroso. Es un momento crítico. Está en juego tu madurez espiritual.


Puedes negar a Dios para afirmar tu vida de espaldas a Él. Será inútil, porque tus posesiones y poderes son limitados y están abocados a desaparecer. La otra salida está en seguir creyendo a pesar de las dudas, abrazarte a la esperanza de un Dios que no te fallará. Achicas aguas a la espera de que la mano de Dios ponga fin a la tempestad: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31,6; Lc 23,46), no te comprendo pero “aumenta mi fe” (Lc 17,5). La esperanza te mantiene en la lucha por sobrevivir.

Acude a Dios. Pero no lo hagas con la arrogancia del “¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38), sino con la humildad del que sabe que todo es gracia. “Hágase en todo tu voluntad” (Mt 6,10; 26,42).

A esta conv
icción de fe llegó Job, que a pesar del absurdo del dolor reprocha las críticas de sus amigos (enemigos) y profesa su fe en Dios más allá de la experiencia y los razonamientos humanos: “¿Por qué me perseguís como Dios y no os hartáis de escarnecerme? ¡Ojalá se escribieran mis palabras! ¡Ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y con plomo se escribieran para siempre en la roca! Yo sé que mi redentor vive y que al fin se alzará sobre el polvo; después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios”. (Jb 19,22-26).

 Esto es fe. Ahora Job, como Jesús en Getsemaní, demuestra que lejos de pertenecer al grupo de los que “creen que creen” está entre los que gozan de una fe auténtica y saludable, capaz de sufrir la noche sin hundirse.

Casto Acedo GómezJunio 2021.  paduamerida@gmail.com 

miércoles, 9 de junio de 2021

San Antonio, patrón de las llaves y perros perdidos.


Texto de  Nicolae Steinhardt, 
en  El diario de la felicidad.
 
«Los protestantes que se ríen de san Antonio de Padua me parecen muy incomprensivos. En san Antonio de Padua ven al patrón de las llaves y perros perdidos. 

Es de buen gusto encoger los hombros y sonreír cuando oyes hablar de un santo que se ha especializado en estas minucias y recluta a su clientela entre viejas sordas, desmemoriados, maniáticos y diabéticos... Incluso muchos de los fieles de la iglesia lo evitan, prefiriendo la sociedad selecta de un Agustín, un Tomás de Aquino, un Jerónimo... 

San Francisco de Asís, con todos sus rasgos contestatarios y de hippy —iba por ahí desnudo, hablaba con los pájaros, vivía de la caridad— está mejor visto porque es pintoresco (los pájaros son poéticos), ¿pero qué se puede pensar de un santo que cuida de seres tan poco apetecibles e interesantes como los viejos que no encuentran sus llaves, que han perdido el perro, que se olvidan de qué se han olvidado?

¡Cuánta ceguera y estrechez! San Antonio es especialmente digno de toda admiración porque es tan bueno que se compadece de unos pobres seres de los que todo el mundo se ríe o a los que todos miran por encima del hombro, con ironía y condescendencia. 

Pero la pérdida de unas llaves puede ser ocasión de terrible sufrimiento (más penoso porque además parece ridículo) y la muerte de un perro querido es una tragedia para quien está solo y débil en el mundo y ante la vida. Existe también un esnobismo de la compasión: sólo se compadece uno ante los héroes y los acontecimientos solemnes. Por el contrario san Antonio se atreve a enternecerse por los dolores triviales y a inclinarse compasivo sobre los sufrientes vestidos de negro, sobre los escarnecidos y los amantes de los gatos.

Yo aquí veo un exceso de bondad, una caridad sutil: un tipo de misión no en las lejanas islas de los mares del sur, sino en las regiones más modestas de la psique, en el cruce entre la torpeza y la resignación. 

¿Acaso los vencidos, los atolondrados y los desafortunados no tienen derecho a consuelo?».

* * * *
 
Si has perdido algo (?)
o sientes que te falta,
te esperamos 
del 10 al 12 de Junio
a las 9  de la tarde (triduo),
y el día 13 a las 12,30 h.
en la parroquia de san Antonio.


Casto Acedo. junio 2021

martes, 1 de junio de 2021

Amor fraterno (Corpus Christi)



Hablar del amor es como hablar de Dios, ambas son realidades que escapan a nuestra inteligencia porque la superan situándose en el ámbito del misterio. Se han escrito muchos tratados sobre el amor, unos con más éxito que otros, pero ninguno de ellos ha logrado ni logrará encerrar en letra fija y muerta lo que es cambiante y vivo. ¡Gracias a Dios! Porque cuando a Dios o al amor se les reduce y encierra en estructuras mentales o institucionales, lo único que se consigue retener es una mala parodia de los mismos.

El amor ¿sentimiento o decisión?

Muchos de los tratados sobre el amor suelen reducir su esencia a “sentimiento”. Es cierto que el amor es un sentimiento, pero ¿es sólo un sentimiento? Tal vez el amor erótico (eros), entendido como experiencia del amor con que soy amado, sí sea sólo sentimiento; pero ¿se puede amar cuando el sentimiento no acompaña? Hay momentos y circunstancias en los que el sentimiento gratificante de amar o ser amado no está presente; entonces es la voluntad la que debe imponer el amor como fruto de una acción de la inteligencia que mueva a obrar el bien para el otro sin el apoyo del corazón. Podríamos hablar entonces de amor como “caridad” (ágape), totalmente gratuito, ya que ni siquiera tiene el premio de la satisfacción afectiva.

En los grupos cristianos de Encuentro Matrimonial aprendí que, más allá de los sentimientos, y sin desprecio de los mismos cuando son buenos, “amar es una decisión”. Si bien es verdad que la relación de pareja suele comenzar con un enamoramiento, es decir, con una emotiva atracción, lo que finalmente garantiza la perseverancia y perdurabilidad del amor no son los sentimientos, que suelen ser volubles e involuntarios las más de las veces, sino la decisión de amar.

J. M. Cabodevilla que expresa muy bien la idea de un amor verdaderamente humano y cristiano:
“No hay otra posible definición del amor: el amor son las obras –no las buenas razones- que acreditan el amor. ...  Nunca la Escritura entiende el amor a Dios como una efusión, sino como una observancia y sometimiento cordial a su ley. Al hablar de este amor, en su versión más tierna, la nupcial, san Pablo considera siempre a la esposa en actitud rendida de servicio a su Señor. Nadie deberá sonrojarse de no sentir ningún amor a Dios. Si fe es creer lo que no vemos, ¿no resulta lógico suponer que el amor correlativo a esa fe será amar lo que no se siente? Lo mismo que es posible una ardiente fe con dudas, una exquisita virginidad con tentaciones, una gran intrepidez en medio del temor y del pavor, así es posible también, y frecuente, un amor muy subido acompañado de extrema aridez. Los sentimientos no califican el amor; a menudo lo traicionan; sirven para enmascarar su ausencia, satisfaciendo así al alma y manteniéndola en el engaño y la esterilidad. Por el contrario, las obras ... son la única prueba fehaciente del amor, y, algo más: su única sustancia, su única viabilidad. En este mundo de aquí abajo, así como el alma no puede tener vida si no es encarnada en un cuerpo, tampoco el amor puede sobrevivir si no es encarnado en obras” (La impaciencia de Job, ed. BAC, -Madrid, 1967- 458-459).
Toca ahora aplicar este texto y su inteligencia del amor al mundo en que vivimos, y que muchos definen como tremendamente individualista (se mira todo desde y en función de uno mismo), narcisista (idólatra de la propia imagen e incapaz de ver al otro), hedonista (lo primero y principal es mi propia satisfacción) e insolidario (donde se valora mucho la solidaridad, pero siempre que sea la del otro, y si es mía a condición de que sea indolora).


Amar en la dimensión de la cruz

En otro movimiento de Iglesia, en este caso las Comunidades Neocatecumenales, oí decir que al amor vivido en la aridez, en la noche oscura de los sentidos, bien se le puede llamar “amor en la dimensión de la cruz”. ¡Buena apreciación! Porque ¿quién se atrevería a creer que el amor que Jesucristo vive en los momentos de la pasión y la cruz sea un amor emotivo y gratificante para sus sentidos? Jesús no fue un masoquista. No disfrutó el momento álgido de su entrega, sino que lo sufrió. Su amor fue un amor de decisión: “Padre mío, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Estas petición dirigida al Padre en el silencio doloroso de Getsemaní pone en evidencia la decisión de amar que Dios toma al encarnarse en Jesús de Nazaret, decisión que no ignora que la naturaleza humana lleva consigo indefectiblemente pequeñas o grandes dosis de sufrimiento y dolor.

La solemnidad del Corpus Christi es un día en que la Iglesia quiere recordarnos que el hecho de la Encarnación de Dios en Jesucristo no es sólo un misterio para contemplar, sino también un ejemplo a seguir. El hecho de que Dios se adentre en la historia de los hombres tomando un “cuerpo” (entended cuerpo como palabra abarcadora de toda la realidad del hombre) supone que habrá de pasar por los mismos avatares por los que pasamos nosotros, los humanos. Y en el lote de inconvenientes humanos entra la incertidumbre del futuro, el dolor físico y espiritual, el ocasional vacío de sentido, etc. ¿Qué sintió Jesús en los momentos de su pasión? ¿Qué le movió a no desertar cuando la lógica sentimental le hablaba de ausencia o no-existencia del Padre? Desde luego no fueron los efluvios místicos de una oración gratificante, ni el apoyo unánime de los suyos (que le abandonaron); debió de ser su voluntad decidida de llevar a cabo la obra iniciada.

En los tiempos del covid,  de desánimo y crisis económica para muchos, todos nos sentimos invitados a tomar conciencia de la situación de dificultad que atraviesan muchas familias y muchas personas. De hecho, la mayoría estamos sentimentalmente concienciados del problema, pero falta la decisión firme de actuar. ¿Quién se está moviendo de verdad ante la crisis? ¿Quién está dando pasos decisivos –“decisivo” viene de “decisión”- hacia una austeridad personal y social de hecho? ¿Quién se preocupa acompañar a quien sufre a fin de que halle un sentido para su vida?  ¿Quién mira por los que se sienten solos y humanamente perdidos en su vida? ¿Quién abraza la cruz de Cristo viviente en los hermanos?

Cada día acuden a los comedores sociales de Cáritas multitud de indigentes, gente sin techo o sin los suficientes recursos económicos para vivir dignamente; son numerosas las familias que acuden a Cáritas solicitando ayuda primaria: pan, leche para los niños, pago de recibos de luz, gas, medicinas, etc. También son muchos los que demandan "escucha y atención", personas que les acojan y les ayuden a salir de su desorientación y su soledad.

Los voluntarios de Cáritas, personas sencillas y decididas a amar, hacen lo que pueden; pero “hacen”. Eso es amar: obrar. Sin embargo, se echa de menos la respuesta social general a la situación generada por la crisis. Parece como si los bancos, las grandes empresas de comunicación y los propagandistas del hedonismo hubiesen anestesiado las conciencias. Como si interesaran pobres que faciliten una mano de obra barata, y personas de baja autoestima que no griten solicitando sus derechos.

El amor tiene una dimensión profética, de denuncia social, a la que le sigue casi segura la cruz de la persecución y el desprecio. Es el precio del amor genuino a los más pobres, el precio de la libertad; "amor en la dimensión de la cruz".



Ver, iluminar con el evangelio y actuar.

De otro movimiento eclesial, la Acción Católica, aprendí que no basta analizar las causas de los problemas; tampoco se solucionan haciendo una crítica evangélica de los mismos, sólo cuando al ver y al enjuiciar evangélico prosigue una acción adecuada para solucionar las situaciones de injusticia (pecado) habremos cerrado el círculo de la vida cristiana auténtica.

Los jóvenes han expulsado de su vocabulario la palabra “sacrificio” como sinónimo de amor, algo que las viejas generaciones tuvieron siempre muy presente. Nuestros mayores tenían asumido que el amor es algo más que un sentimiento gratificante; amar supone sacrificios. Creo que eso es lo que caracteriza la madurez humana; se es maduro cuando se comienza a entender que la vida, y todo lo que trae consigo, no se te da sino que la tienes que trabajar tú mismo. Es decir, una persona alcanza la madurez cuando abandona el infantilismo de un amor de conveniencia (eros) y empieza de veras a vivir el amor de donación (ágape), a pesar de los inconvenientes, a menudo dolorosos y molestos, que éste tiene.

Cuando en algunos foros se dice que nuestra crisis económica es una crisis de valores espirituales tal vez se esté apuntado esto mismo: hay crisis de amor maduro. Tal vez la renovación de nuestra Iglesia y la renovación de la sociedad pase por reformarnos en el sentido auténtico del amor.

En Jesús de Nazaret tenemos un modelo de amor pleno. Los evangelios dan a entender que Jesús nunca usó de su poder a favor suyo, ni en los momentos más críticos de su vida: “Que baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mt 27,42). No bajó de la Cruz, siguió siendo fiel a su decisión de amar; murió como vivió: molestándose por los demás sin tener en cuenta su propio bienestar. Su realización personal se certifica procurando la realización de los otros. Una lección para nuestra cultura que a veces justifica su negativa a ayudar al prójimo amparándose en aquello de "no voy a echar a perder mi vida".

Con su vida entregada al servicio de Dios y del prójimo (amor a Dios y al prójimo) Jesús dio a entender que mientras vivamos preocupados solo por nuestros intereses particulares no tendremos remedio. Hasta que no comprendamos que quien quiera ganar su vida ha de perderla antes (cf Lc 17,33), que el bien de los hermanos es nuestro propio bien, que ayudar al otro es ayudarse a sí mismo, no habrá el verdadero amor, y no tendremos futuro.

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En el día del amor fraterno, día de caridad, que es la fiesta de Corpus Christi, déjate empapar por el sentido de amor y donación que tiene la Eucaristía. Participa de ella hasta el fondo, implicándote en una mor efectivo, porque la practica el culto eucarístico sólo tiene validez si la decisión de amar se corona con actos de amor. No basta con que veas llorar al que sufre y que llores con él su dolor, no basta informarte de sus derechos y meditar en el amor que Dios le tiene, sólo el amor activo es una digna respuesta a las preguntas que te haces sobre Dios y sobre el hombre. Es la enseñanza fundamental de Jesús en la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37). ¡Vete y haz tú lo mismo! 

Casto Acedo. paduamerida@gmail.com. Junio 2017.