jueves, 10 de junio de 2021

La grandeza de lo pequeño (Domingo 13 de junio)

 

Cuando Dios decidió encarnarse para remediar los males de la humanidad, pudo haber escogido el camino del poder, del espectáculo o de la riqueza deslumbrante, pero no lo hizo. Eligió un camino distinto, aparentemente menos eficaz: el de la humildad, el ocultamiento y la pobreza.
 
¿No hubiera sido más lógico haber tomado cuerpo en una poderosa familia romana y haber aprovechado las ventajas del Imperio para llevar su evangelio a todo el mundo conocido? Debes ser realista  -le diríamos hoy a Jesús- si las armas del mundo son las que son, ¿vas a renunciar a ellas para un buen fin?  La respuesta de Jesús a esa propuesta sería claramente negativa.
 
Para cerciorarse basta releer con detenimiento el pasaje de las tentaciones: no a la idolatría del dinero, no al poder, no al mesianismo espectacular (cf. Lc 4,1-13; Mt 4,1-11). Dios, para manifestarse al mundo, eligió la pobreza y la humildad, el olvido de sí y el lenguaje de los últimos De este modo pudo ser aceptado y entendido por todos, porque su Palabra no fue demagogia sino vida, y viviendo con y desde los de abajo se puede llegar a todos, porque el lenguaje de los pobres es más universal que el de los ricos.

Como la semilla que crece sin saber cómo.

Con gran sencillez describe el evangelio la parábola de la semilla que va creciendo por sí misma (Mc 4,26-29): "El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega".
 
Este texto va precedido por otro: la parábola del sembrador (cf Mc 4,1-20), donde la atención recae sobre el tipo de terreno donde cae la semilla del Reino (Palabra) y el consiguiente éxito o fracaso a la hora de germinar y dar fruto. 

 Puedes acercarte a esta parábola de la semilla que crece por sí sola desde una perspectiva moral, y verás en ella una llamada a la paciencia en la esperanza de la venida del Señor; pero tal vez sería mejor que hagas de ella una lectura mística y contemples el poder de Dios, el potencial oculto del Reino, que acontece independientemente de nuestra esperanza y nuestra paciencia. Aunque no lo veas, aunque la noche parezca cerrar tus ojos a la visión de Dios, aunque los signos de los tiempos te parezcan contrarios, el Reino de Dios acontece; Dios está ahí, revelado en lo oculto, grande en su insignificancia, “sin que el hombre sepa cómo”. Es el misterio de Dios.
 
Viene a decirte esta historia que la fuerza del Reino no está en el trabajo del labrador que siembra, ni en la disposición de la tierra, sino en el potencial de la semilla. El creyente no sabe cómo crece la semilla, pero sí sabe que  el milagro del crecimiento ocurre. El cómo es conveniente que permanezca en secreto; se facilita así el respeto al misterio y la tentación de la manipulación; la semilla siempre puede germinar, incluso donde parecía imposible, porque todo es posible para Dios (cf Mt 19,26). 

Podemos concluir de aquí que no nos toca a nosotros ser programadores del Reino; a veces nos empeñamos en encerrar la semilla en esquemas de espiritualidades elitistas, o en proyectos y programas de acción pastoral muy elaborados, olvidando que el protagonismo lo tiene Dios.

El catequista y el predicador tienen el oficio de sembrar la semilla; sembrar y olvidarse, dar y retirarse, como hizo María de Nazaret. Tú recibe bien la palabra y anúnciala; y deja que sea Dios quien procure el crecimiento. ¿Quién no se ha sorprendido de que tras largos años de trabajo apostólico no ha visto crecer nada y sin embargo, en otros lugares donde apenas se ha anunciado el evangelio, florecen las conversiones? 

No acabamos de entender que los frutos no dependen de nuestro trabajo misionero sino de la potencialidad de la semilla. Como si Dios te dijera: has sembrado, has trabajado duro, ahora te toca retirarte, dejar hacer, dejar que Dios sea Dios; algo difícil de aceptar si no se es rico en humildad. Se trata de saber pasar a segundo plano y dejar que el reino progrese animado por su propia dinámica interna; y de sorprenderte por el misterio de Dios, que hace crecer la semilla “sin que el hombre sepa cómo” 


Como un grano de mostaza
 
"Dijo también: –¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas." (Mc 4,30-32.

 
Esta segunda parábola, leída a la luz de la profecía de Ezequiel  (cf 7,22-24) que se nos propone como segunda lectura, nos muestra cómo Dios, de algo pequeño -en el caso de Ezequiel, de una rama tierna del alto cedro- es capaz de sacar una planta que acoja bajo sus ramas a todas las aves y animales; tenemos nuevamente el mensaje de la grandeza de Dios, que no se apoya en la fuerza sino en la debilidad, que es capaz de sacar de lo más insignificante un significado para la vida de todos.

Dios elige lo más humilde para realizar su proyecto de grandeza. Así lo hizo al nacer de la Virgen María, una pobre muchacha de Nazaret; dejando a un lado las grandes ciudades del imperio romano, vino a nacer en una aldea de la ignota provincia de Judea. Bien podemos cantar con María que el Señor “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52).
 
Como el árbol de Ezequiel, como Jesús de Nazaret, así es el Reino de Dios, y así debería ser la Iglesia, un árbol nacido de Dios y crecido al amparo de su fuerza, que acoge bajo sus ramas a todos, incluso a esos pájaros que en su momento fueron enemigos y abortaron la Palabra sembrada en el camino. Porque lo propio de Dios no es vencer a los enemigos exterminándolos sino acogiéndolos bajo sus ramas. El reino es universal, no exclusivista, y la Iglesia debe caminar también hacia la misma universalidad.

Haciendo una lectura eclesial de esta parábola del grano de mostaza, puedes ver en ella la Iglesia-árbol, nacida de la semilla que es Cristo y que con el paso del tiempo se ha transformado en una enorme planta  con sus diversas ramificaciones. Las instituciones y sus estructuras de la Iglesia son inevitables; no nos debe escandalizar la existencia de una Iglesia institucional y estructurada orgánicamente. El pecado o la gracia de la Iglesia no están en su necesaria estructura, sino en que ésta se consagre a la razón de su ser: hacer presente el Reino de Dios. La imagen de la Iglesia como gran árbol bajo el que se acogen todos es hermosa si en ella encuentran su sitio los pobres, los débiles, los indefensos. La grandeza de la Iglesia no está en que crezca más y más en estructuras sino en que se deje ocupar cada vez más por los que buscan en ella la utopía del Reino.

* * *
 

La lógica de los dinosaurios

Tenemos la idea de que para permanecer y ser eternos hemos de ser humana y socialmente grandes. Sin embargo, las promesas de Dios indican otra cosa. Lo pequeño es más hermoso y eterno que lo grandioso; eso parecen decirnos las parábolas comentadas.

¿No lo entiendes? Pues puedes aplicarte la lógica de los dinosaurios. Nadie es capaz de explicar cómo unos animales tan enormes y abundantes sucumbieron a las leyes de la evolución y desaparecieron de la faz de la tierra, mientras otras especies pequeñas e insignificantes permanecieron y siguen aún vivas. Hay quien ha sugerido muy agudamente que los dinosaurios no desaparecieron por ser débiles, sino por ser excesivamente fuertes; su desarrollo biológico derivó en una especie excesivamente grande y absurda para su entorno; y esa pudo ser la causa de su desaparición.

Toda una metáfora de lo que puede ocurrir con una institución como la Iglesia si a fuerza de crecer se transforma en una criatura enormemente absurda para el medio ambiente del Reino. ¿No ha ocurrido algo de esto en determinados momentos de la historia?  No  olvidemos que si el Reino de Dios elige la pobreza, el ocultamiento y la debilidad para manifestarse, también la Iglesia deberá  hacer lo mismo. Dios escogió lo pequeño y débil del mundo para confundir a lo grande y fuerte (cf  1 Cor 1,26-28). La pervivencia de la Iglesia está garantizada si se adapta a su misión: anunciar y hacer presente el Reino de las bienaventuranzas.

Casto Acedo GómezJunio 2021. paduamerida@gmail.com.
 
 
 

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