martes, 31 de enero de 2012

En memoria de Isidro Olmedo.


La tarde del Sábado 28 de Enero fallecía a los 86 años de edad en el Hospital de Mérida Isidro Olmedo Forero.  El funeral tuvo lugar en nuestra Parroquia el día siguiente. Fueron numerosas las personas que acudieron al templo a homenajear con su presencia a este buen hombre, a rezar por él y a acompañar a la familia en el dolor y la esperanza.

Isidro trabajó en, por y para esta parroquia de san Antonio de Padua desde sus inicios; primero ayudando al párroco en la gestión de todo lo necesario para la construcción del templo parroquial, luego tomando la dirección de Cáritas parroquial. Con él comenzaron a tomar cuerpo los talleres educativos, enmarcados en el Programa de Promoción de la Mujer de Cáritas Diocesana. Las personas que se acercaban a él recibieron de Isidro no sólo una bolsa de comida, sino sobre todo una acogida cálida y entrañable, pero sin memeces. Fue un hombre de acción que puso  su experiencia de años de trabajo en la administración pública al servicio del buen hacer de la caridad.

Isidro entendió bien  que la caridad asistencial es un mal menor que sólo se puede curar educando al hombre para que se valga por sí mismo y  trabajando por la justicia. Con Él Cáritas Parroquial creció y se hizo adulta. Formación de monitores, atención primaria, sesiones de autoestima, talleres (manualidades, costura, bordado,…), viajes culturales, jornadas de convivencia en el campo, etc.  han dado a nuestra  Cáritas el toque de madurez necesario para intentar afrontar la crisis económica que ahora padecemos y en la cual los más pobres son, como siempre, los más perjudicados. El impulso que Isidro dio a esos trabajos es impagable. Quisimos hacérselo saber en el homenaje que le rendimos con motivo de la visita pastoral de Marzo de 2009; pero nuestro agradecimiento es poca paga para lo que le debemos. Nos consuela la seguridad de que Dios tendrá en cuenta todo lo que lleva en sus manos.
Hace unos años, en parte por motivos de salud  (los años no perdonan) y también por su intención de dar continuidad a la tarea realizada hasta entonces, presentó su dimisión y un nuevo equipo se hizo cargo de las tareas. Tras su discreta retirada su presencia física se echó de menos entre los monitores y entre las personas que forman la gran familia de Cáritas, pero su estar ahí, tras las bambalinas, no ha cesado en ningún momento. Para el equipo ha sido siempre un punto de referencia.
No hace mucho fallecía su hija María, lo cual supuso para él un duro golpe. Agotado físicamente su vida quedó limitada a su hogar familiar. Tanto él como a su esposa Aquilina han sido  atendidos excelentemente por sus hijos y  han tenido la oportunidad de disfrutar alguna salida, entre otras cosas para compartir con nosotros la misa dominical. Cuando ello no fue posible, cada domingo han recibido  puntualmente la Eucaristía en su casa.
Desde esta página parroquial quisiéramos dar gracias a Dios por lo que nos ha regalado con Isidro. Con su buen hacer, su paciencia, su modo sencillo de ser cristiano, su sentido de Iglesia, no sólo se preocupó de colaborar en la construcción  del templo parroquial, también fue un hombre preocupado por el crecimiento de la comunidad y sensibilizado ante el reto de una Iglesia que sea verdaderamente iglesia de los pobres.  
Confiamos en Dios misericordioso. ¿No tendrá Él misericordia de quién la tuvo con los desposeídos? Como creyentes no podemos sino agradecer lo que hemos recibido de Isidro y proclamar con Cristo el gozo que nos da la fe en la  resurrección. ¡Descanse en paz!.

paduamerida@gmail.com. Enero 2012, 14476

miércoles, 25 de enero de 2012

"¡Cállate y sal de él!". Con el maligno no se dialoga.

 

Toda la vida de Jesús fue una lucha contra el mal. Así lo predicó san Pedro en casa de Cornelio: “Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo” (Hch 10,8), y así lo vemos a lo largo de su vida pública: endemoniados, enfermos, inválidos, desesperados, etc. acuden a Él como a quien les puede liberar de sus males. También hoy recurrimos a su poder de sanación, porque el hombre contemporáneo sigue poseído por el mal y limitado por la enfermedad, la desesperación y la muerte. ¿Quién que se llame cristiano no ha buscado alguna vez el favor de Jesús en los momentos de incertidumbre y sufrimiento?
 
 La manifestación de Dios no se dará en la voz terrible y el fuego, sino por la predicación y la obra de un profeta cuyos labios hablarán fielmente de Dios (Dt 18, 15-18). Jesús es ese profeta que Dios prometió al pueblo en línea de continuidad con Moisés. La tradición cristiana ve en Jesús de Nazaret al profeta ante el cual se juega el todo de la vida. Las palabras del Deuteronomio, “a quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” (18,19), parecen decir en negativo lo que en positivo anuncia el evangelio de san Juan: “El que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida”. (5,24; cf 3,18.36; 6,47; 11,25.26; 12,44).
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La irrupción de la luz en el mundo pone en evidencia la oscuridad de los corazones provocando la ira del mal. La experiencia demuestra que cuando la justicia y el derecho se hacen valer, las tinieblas reaccionan violentamente buscando apagar esa luz. Herodes, los fariseos y los saduceos, incluso Pilatos, que disfrazó su rechazo de inocencia, vieron en Jesús de Nazaret un enemigo; Jesús con su evangelio de los pobres y sencillos es percibido como peligroso para banqueros y especuladores, para dictadores y poderosos, para sabios y entendidos de este mundo, para todo aquel que antepone sus intereses a los del prójimo. Los poderes oscuros de este mundo, carentes de argumentos de justicia, reaccionan violentamente contra el poder luminoso de Dios manifestado en los justos, que son despreciados y perseguidos porque su palabra y su vida suponen  una de denuncia de su pecado y una amenaza para su estatus (cf Sal 37,21.32).

Ese enfrentamiento a muerte entre Dios y el demonio, el bien y el mal, se expresa trágicamente en las numerosas narraciones de exorcismo que recogen los evangelios. San Marcos, con su estilo directo y conciso, tras narrar en su primer capítulo la predicación del Bautista, el bautismo de Jesús, las tentaciones del desierto y la llamada de los primeros discípulos, nos presenta a Jesús en Cafarnaúm enseñando en la sinagoga, donde asombra al pueblo con su Palabra, tan poderosa que un poseído por espíritu inmundo y que había oído su predicación, se puso a gritar. Su grito es, por un lado, una confesión de fe: “¡Sé quién eres, el Santo de Dios!”, y por otro una toma de postura: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros?” (Mc 1, 21-24); palabras que recuerdan aquello de que “también los demonios creen y tiemblan” (Sant 2,19). La respuesta de Jesús es contundente: “¡Cállate y sal de ese hombre!” (Mc 1,25).

¿Qué puedes aprender de este relato? Lo primero: a que situarte. ¿Recuerdas la "meditación de las dos banderas" que san Ignacio de Loyola expone en sus Ejercicios Espirituales? Pues eso. Tú ¿dónde estás? ¿Desde qué lado peleas la vida? ¿Con quién luchas? ¿Con Dios o con el diablo? Es importante saberlo. Y no basta con que digas: yo creo en Jesús; también el diablo cree. Qué lio, ¿verdad? Mejor te haces esta pregunta: ¿A mí quien me rechaza? ¿A quienes le resulto incómodo? Si tu vida y tu palabra incomoda a poderosos y aburguesados, si te desprecian por tu modo evangélico de afrontar la vida, hay indicios de que vas por el buen camino. Ya sabes el refrán: "¿Ladran? Luego cabalgamos". Cuando el bien comienza a actuar, el mal se revuelve, se conmociona y se defiende atacando porque teme por su propia existencia. Ahora bien, si vives acomodado al sistema (mundo), si ya tienes pactado contigo mismo lo que no darás nunca a Dios (demonio), y te sorprendes ricamente instalado en el consumo (carne), has elegido mal. Estás del lado de los malos.
 
Una segunda enseñanza para hoy la podemos entresacar de la respuesta de Jesús al espíritu inmundo: “¡Cállate y sal de ese hombre!” (Mc 1,25). No se dialoga con el mal. ¡Cuántas veces, sin embargo, has entrado al trapo! Sabes de sobra que no te es lícito esto o aquello, pero tú dale que dale, buscando justificaciones, queriendo arreglar lo que no tiene arreglo, queriendo hacer posible lo que no lo es. En el seguimiento del Maestro, cuando el demonio quiera embaucarte con razonamientos artificiosos que justifiquen tus mentiras e injusticias, cuando la Palabra de Dios te alcance y te duela el corazón porque toca sus heridas, cuando la voz de Dios denuncia tu tibieza y, queriéndote justificar, te pones a gritar contra Dios y su enviado, deberías de optar por un tajante "¡cállate y sal de mi vida!" Con el mal no se dialoga, porque es más listo que tú y termina embaucándote. Lo dice otro refrán: “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.

Quien mejor que san Pablo para resumir lo que pretendo decir. Dios y el demonio, el bien y el mal están en guerra (cf Lc 12,49-53). Queremos estar de parte del bien, pero la seducción del mal es poderosa y no pocas veces nos inclinamos hacia el mal; un mal que está fuera de nosotros y es extraño a nuestra naturaleza,  pero que, como señala san Pablo, también ha puesto su semilla en nosotros y llega a poseernos y dominarnos: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rm 7,14-24).  Damos gracias porque con la autoridad y fuerza de Jesús, revestidos con las armas de Cristo (Ef 6,11-18; Rm 13,14) tenemos garantizada la victoria.
 
Casto Acedo Gómez.
Enero 2012. paduamerida@gmail.com.

miércoles, 18 de enero de 2012

Unidad de los cristianos (Domingo 22 de Enero; 3º Ord B)

Durante todo el año, y especialmente durante esta semana, la Iglesia nos invita a orar por la unidad de los cristianos. Es voluntad del Señor que todos sus discípulos sean "uno": “Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.” (Jn 17,22-23). ¿Qué justificación hay, entonces, para que los cristianos andemos divididos? ¿Cómo podemos predicar el mismo evangelio y andar cada uno por nuestro lado? No hay excusa para la división, primeramente porque con ella la predicación del evangelio se debilita, y en segundo lugar porque todos seremos transformados por la victoria de nuestro señor Jesucristo, como reza el eslogan inspirado en 1 Cor 15,51-58 que este año propone como reflexión el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos y la Comisión Fe y Constitución del Consejo Mundial de las Iglesias. En nuestra búsqueda de la unidad es importante centrar nuestra mirada en la victoria de Cristo; si queremos ganar con Cristo hemos de situar su persona eterna por encima de ritos y formas de vida temporales que crean divisiones. Los cristianos de las distintas confesiones no debemos ser competidores entre nosotros, sino que juntos hemos de “mantenernos firmes e inconmovibles, trabajando sin descanso en la obra del Señor, sabiendo que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga” (1 Cor 15,58).

La semana de oración por la Unidad de los Cristianos parte de una realidad insoslayable: los discípulos de Jesús andan divididos en varias y variadas confesiones religiosas. Pero no sólo ahí hay división. Existen divisiones menos formales, pero no por eso menos reales, entre miembros de las mismas iglesias.

Sanar las propias divisiones.

En lo que toca a los católicos, es claro que hay rupturas internas más o menos sutiles, dato que nos obliga a saber que para poder alcanzar la unidad de las Iglesias hemos de comenzar por restañar las grietas de la propia casa. ¿Cómo aspirar a la unidad total si nos sentimos impotentes para mantener la unidad de los nuestros? Es verdad que no podemos renunciar a la pluralidad de carismas dentro de la comunidad, lo que provoca el surgimiento de diferentes ordenes religiosas y movimientos espirituales; somos diferentes en los modos y maneras de enfocar nuestra vida cristiana desde Jesús, pero esa diversidad no debe dar lugar a la competitividad sino que la diversidad ha de vivirse en la unidad de una sola Iglesia.

Si los distintos grupos o movimientos, los distintos carismas, se enfrentan entre sí en una competencia desleal que mira al propio protagonismo con menosprecio de los otros grupos, y si dentro de las mismas parroquias y diócesis (realidades eclesiales por excelencia) existen dificultades para la unidad, estamos en Nínive, necesitados de conversión personal y reforma institucional. Y todo ello desde la raíz, desde lo profundo del corazón (conciencia, sagrario) del hombre y de la comunidad. No hay unidad porque no hay conversión al Señor, porque no dejamos que Él sea el verdadero protagonista de nuestra historia y la de nuestra Iglesia. Sólo si cada cristiano y cada grupo católico deja de mirar su propio ombligo y se vuelve a Jesucristo será posible plantearse las reformas necesarias y dar el paso de acercamiento a los hermanos separados. No pretendamos arreglar la casa del vecino si nuestra casa está destrozada; ¿cómo edificar una ciudad unida si las mismas familias y los barrios están debilitados por divisiones internas? No se puede construir la unidad desde la división.

Unidad al servicio del Reino e inspirada en la Trinidad.


El Señor llamó y sigue llamando al seguimiento de su persona, para la edificación del Reino de Dios. No olvidemos que lo primero es el Reino. “Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,23). El Señor llama a convertirnos al Reino. Jonás predicó esa conversión en Nínive -prototipo de comunidad pecadora-, y al oír su predicación “creyeron en Dios”, se volvieron a Él, y Dios tuvo piedad de ellos (Jn 5,10). Jesús hace la misma llamada: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: convertíos y creed la buena noticia” (Mc 1,15). 


No hay duda de que el camino hacia la unidad exige responder a la llamada de Jesús haciendo cambios en nosotros y en nuestras Iglesias. Un elemento importante a transformar ha de ser el convencimiento de que el fin último de la predicación y la causa de Jesús no está en que los hombres entren a formar parte de una Iglesia determinada participando en unos actos de culto definidos y teniendo unas ideas muy concretas. Jesús no predica la Iglesia sino el Reino de Dios. La Iglesia es algo subsidiario, lo definitivo es el Reino. La Iglesia pertenece a la representación de este mundo, que se termina (cf 1 Cor 7,31). Por tanto, hemos de vivir la Iglesia como transitorio; lo apremiante es el Reino y su justicia, la unidad de todos los hombres en el amor. Mientras estamos esencialmente preocupados por la permanencia de nuestras iglesias, idolatrando las estadísticas de bautismos, primeras comuniones, bodas, etc., descuidamos lo fundamental: olvidamos a Dios; nos miramos a nosotros mismos, a nuestros grupos e iglesias, y damos la espalda a lo único definitivo: Dios y su Reino. Convertirse a la unidad no es otra sino volverse a Él, acogerse a su Misterio de amor. Para quien cree en la Santísima Trinidad vivir la unidad no es una elección, ni una obligación, sino una “necesidad”, una condición sin la que no se puede ser cristiano. 
Por mucho que nos empeñemos en poner sobre la mesa lo que nos separa, siempre será más lo que nos une; la Iglesia tiende por su misma vocación a ser “Una”. Es verdad que somos muchos, y “hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos" (1 Cor 9,4-6). Las divisiones vienen cuando nos “descentramos”, cuando Dios deja de ser el eje de nuestra vida. Caminar hacia la unidad es convertirnos a Dios, colocar a Dios en el centro, despojarnos de nuestros cargos, nuestras sabidurías, nuestros ritos, nuestras teologías, etc., y girar en torno a lo primero y principal: nuestro Señor Jesucristo y su Reino.
Estamos en el siglo XXI, en un mundo secularizado e hipersensible ante el testimonio, donde prima el gesto sobre la palabra. Con una sociedad así los que decimos que creemos en el Dios trinitario no podemos permitirnos el lujo de vivir separados. Hay que dar pasos de acercamiento ¡ya! ¿Cómo? Unos consejos:

* Tener clara la propia identidad cristiana; ahondar en la propia fe; la unidad no se construye desde la uniformidad de lo superficial sino a partir de la profundidad de las personas y las instituciones. 
* Orar por los cristianos separados, y hacerlo reunidos y unidos a ellos.
* Sentir como Cristo sintió dolorosamente la ruptura de la unidad. Nos debe doler el Cristo roto que ofrecemos.
* Entender las razones que llevaron a la separación y que la mantienen. La separación tiene una historia que hay que conocer. No podemos mantenernos separados por simple visceralismo (fanatismo). Crear ámbitos de estudio común.
* Hemos de superar los prejuicios históricos, la mayoría infundados, con relación a las otras iglesias cristianas.
* Comprender y valorar los valores positivos, evangélicos y culturales, de todas las iglesias.
* Perdonarnos mutuamente: reconociendo errores y pecados de unos y de otros.
* Amarnos como Cristo ama. Si no estamos unidos en los mismos ritos, que lo estemos en el mismo amor.
* Unirse en la acción y en el compromiso solidario a favor de los pobres. Hay necesidades tan urgentes que sería blasfemo rivalizar sobre matices doctrinales y formas de celebrar.

Son consejos que podemos resumir en uno: buscar la unidad en Dios y no en los intereses personales y de las Iglesias. En la Santísima. Trinidad tenemos el modelo de unidad. Un solo Dios, varias personas. Cuando el amor prevalece, se revela el Misterio.

Casto Acedo Gómez. Enero 2012.  paduamerida@gmail.com. 13950

sábado, 7 de enero de 2012

Bautismo del Señor (fiesta; I Dom ord B)

No han pasado dos días e la celebración de la Epifanía del Señor, donde veíamos a Jesús aún niño recibiendo el homenaje de los Magos de Oriente, y hoy lo contemplamos ya adulto acercándose a recibir el bautismo de Juan.   En el pasaje de la visitación de María a su prima Isabel se da un encuentro muy especial de la Madre de Jesús con la madre del Bautista; en ese momento, san Lucas hace notar la sorpresa de Isabel por la visita inesperada de la Madre de Dios: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1,42-43). Hoy el evangelio nos ofrece el encuentro de los dos personajes, Juan y Jesús, que entonces no habían nacido, y Juan bautista se siente tan sorprendido como su madre: “Aparece Jesús, que viene para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?" (Mt 3,13-14).

El Bautismo como descenso (humildad)
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Dijo Juan: “soy yo el que necesita ser bautizado por ti” (Mt 3,14); primer mensaje importante para éste día del Bautismo de Jesús: Él no necesitaba el bautismo de Juan, un bautismo de penitencia por los pecados, porque Jesús  fue semejante en todo a nosotros menos en el pecado (cf Rm 8,3-4). “Soy yo el que necesito ser bautizado”, yo, que soy la voz y tú la Palabra, dice Juan; yo el amigo, tú el Esposo; yo el mayor de los nacidos de mujer, tú el primogénito de toda la creación... “No merezco desatarle las sandalias” (Mc 1,7). El bautismo de Jesús es un gesto insólito de Dios, que se une al grupo de los hombres pecadores y “desciende” con ellos, “se sumerge” con ellos en las aguas purificadoras del Jordán.

Su descenso a las profundidades es más que un signo. La vida misma de Jesús fue descenso. Juan presenta a Jesús a sus discípulos como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Lo señala como el siervo del cántico de Isaías: “Mirad a mi siervo a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu para que traiga el derecho a las naciones”... El siervo de Dios va a encontrar su cúlmen en su sacrificio: “Como cordero llevado al matadero... enmudecía y no abría la boca... Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas... Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53,7.11.12c). En el acontecimiento del bautismo de Jesús, los primeros cristianos vieron mucho más que un rito: vieron profetizada la obra misma de la salvación. Cristo, el Hijo de Dios que desciende al lugar de la muerte y el pecado y asciende victorioso.

La obra de la salvación no va a consistir en que Dios responda al pecado con la venganza (que también es un pecado), sino con la virtud de la humildad, con el amor paciente del Cordero de Dios. La pasión (pasar, padecer) de Cristo se va a mostrar en una paciencia divina; pero no en pasividad; la paciencia de Dios es activa, porque trabaja (obra) la salvación propia y la de los demás. La paciencia-pasión de Dios en el Cordero es ejercicio de amor, lucha contra la violencia que tienta y provoca al hombre. Contemplar a Jesús, que se acerca a la humanidad, representada hoy en Juan y sus discípulos,  es contemplar a Jesús en su encarnación y muerte, es mirarlo en la cruz, allí donde el amor de Dios, su humildad, alcanza el límite de lo comprensible: Dios descendiendo a las oscuridades del infierno donde está Adán para tomarlo de la mano y trasladarlo del lugar de las tinieblas al de la luz. El camino escogido por Jesús es el del ascenso por el descenso, hacerse uno más entre nosotros, asumir nuestra condición, incluso nuestro pecado (aunque no fuera pecador) para vencerlo. Dirá Jesús que “el que se humilla será enaltecido” (Mt 23,12), y él mismo por su humillación será glorificado: “apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido” (Mc 1,10-11).

En el acto del bautismo de Jesús podemos mirar cómo asciende de las aguas del caos y se abre el cielo que Adán había cerrado para sí y para su posteridad; queda eliminada la barrera que significa el ángel puesto con la espada a la entrada del paraíso (cf Gn 3,24). Dios ha venido y ha vencido para nosotros. Es el Espíritu el que da testimonio de la divinidad de Jesucristo; alcanzar a comprender este misterio es ya un don del Espíritu Santo. La imagen del bautismo como acto ritual por el que el pecado queda ahogado en el agua, y el catecúmeno emerge de las aguas como una nueva criatura, queda magníficamente descrito en el bautismo de Jesús, primogénito de toda criatura y el primero en todo (cf Col 1,15.18). 


Honrar a Cristo en su bautismo
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Celebrar la fiesta del bautismo de Jesús  invita a reconocerle como Salvador y remite al  bautismo propio de todo cristiano: el bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad; este bautismo no es el mismo de Juan, sino mucho más grande en significación y en realidad. “Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8). ¿Qué mejor forma de recordar el bautismo de Jesús que renovar nuestro bautismo? Con una renovación ritual (lo hacemos hoy en la misa: renuncias, profesión de fe, aspersión –se ha podido hacer tras los kyries-), y con una renovación existencial: el martirio.
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El bautismo propiamente cristiano es mucho más que un rito, porque conecta directamente con la vida. Después de la teofanía (manifestación de Dios) por la que se indica la identidad de Jesús como Dios, san Marcos dice que “a continuación el Espíritu empujó a Jesús al desierto” (Mc 1,12). También el bautismo cristiano nos identifica como cristianos, nos hace partícipes de la divinidad, hijos de Dios, y con Jesucristo quiere que, ungidos por la fuerza del Espíritu Santo, hagamos el bien y trabajemos por la liberación de los que sufren opresión (cf Hch 10, 36-38). Dios está con nosotros en esa obra.
Juan Bautista no recibió el bautismo trinitario. Pero fue bautizado con un bautismo de sangre cuando murió por la causa (por causa) de Jesús. Su martirio ratificó su fe, y su sangre lavó sus culpas y le hizo merecedor del cielo (cf Ap 7,14). También nosotros somos invitados a “renovar el bautismo” no sólo ritualmente sino por el testimonio de una vida como la de Jesús “que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo (enfermos, violentos, desperados, explotados, hambrientos...); porque Dios estaba con Él (Hch 10,38)”. No separemos el bautismo de la vida. Ser cristiano abarca toda la persona, no sólo su dimensión simbólica y ritual. Ser un bautizado es ser un mártir, un testigo de Dios en el mundo.
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No hay duda de que los dos grandes sacramentos de la Iglesia son el bautismo y la Eucaristía. Al morir Jesús en la cruz nos dice el evangelio “que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,34). Eucaristía y Bautismo. La espiritualidad básica del cristiano consiste en en vivir el propio bautismo, es decir, en renunciar a las seducciones del poder, la riqueza y los honores, y comprometerse en la causa del reino de Dios. Seguir los la persona y pasos de Jesús. La participación en la Eucaristía da fuerzas para ello, poniendo en acto el hecho de que Dios está con nosotros igual que lo estuvo con Él. El bautista, con su predicación, como hizo con sus discípulos nos orienta hacia el “Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,36); la Eucaristía también nos remite al que se “entrega por vosotros para el perdón de los pecados”. Bautismo y Eucaristía conforman los ejes sacramentales del Cristiano. Unámonos a Cristo en estos sacramentos y vivamos ya como Hijos de Dios.

Nota: Las ideas teológicas principales de este comentario puedes leerlas en  Liturgia de las horas, tomo I, 544-546. De los sermones de san Gregorio Nacianceno,  sermón 39, En las sagradas luminarias, 14-16.20; PG 36, 350-351.354.358-359.
 
Casto Acedo. Enero 201 2. paduamerida@gmail.com. 13688