miércoles, 25 de enero de 2012

"¡Cállate y sal de él!". Con el maligno no se dialoga.

 

Toda la vida de Jesús fue una lucha contra el mal. Así lo predicó san Pedro en casa de Cornelio: “Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo” (Hch 10,8), y así lo vemos a lo largo de su vida pública: endemoniados, enfermos, inválidos, desesperados, etc. acuden a Él como a quien les puede liberar de sus males. También hoy recurrimos a su poder de sanación, porque el hombre contemporáneo sigue poseído por el mal y limitado por la enfermedad, la desesperación y la muerte. ¿Quién que se llame cristiano no ha buscado alguna vez el favor de Jesús en los momentos de incertidumbre y sufrimiento?
 
 La manifestación de Dios no se dará en la voz terrible y el fuego, sino por la predicación y la obra de un profeta cuyos labios hablarán fielmente de Dios (Dt 18, 15-18). Jesús es ese profeta que Dios prometió al pueblo en línea de continuidad con Moisés. La tradición cristiana ve en Jesús de Nazaret al profeta ante el cual se juega el todo de la vida. Las palabras del Deuteronomio, “a quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” (18,19), parecen decir en negativo lo que en positivo anuncia el evangelio de san Juan: “El que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida”. (5,24; cf 3,18.36; 6,47; 11,25.26; 12,44).
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La irrupción de la luz en el mundo pone en evidencia la oscuridad de los corazones provocando la ira del mal. La experiencia demuestra que cuando la justicia y el derecho se hacen valer, las tinieblas reaccionan violentamente buscando apagar esa luz. Herodes, los fariseos y los saduceos, incluso Pilatos, que disfrazó su rechazo de inocencia, vieron en Jesús de Nazaret un enemigo; Jesús con su evangelio de los pobres y sencillos es percibido como peligroso para banqueros y especuladores, para dictadores y poderosos, para sabios y entendidos de este mundo, para todo aquel que antepone sus intereses a los del prójimo. Los poderes oscuros de este mundo, carentes de argumentos de justicia, reaccionan violentamente contra el poder luminoso de Dios manifestado en los justos, que son despreciados y perseguidos porque su palabra y su vida suponen  una de denuncia de su pecado y una amenaza para su estatus (cf Sal 37,21.32).

Ese enfrentamiento a muerte entre Dios y el demonio, el bien y el mal, se expresa trágicamente en las numerosas narraciones de exorcismo que recogen los evangelios. San Marcos, con su estilo directo y conciso, tras narrar en su primer capítulo la predicación del Bautista, el bautismo de Jesús, las tentaciones del desierto y la llamada de los primeros discípulos, nos presenta a Jesús en Cafarnaúm enseñando en la sinagoga, donde asombra al pueblo con su Palabra, tan poderosa que un poseído por espíritu inmundo y que había oído su predicación, se puso a gritar. Su grito es, por un lado, una confesión de fe: “¡Sé quién eres, el Santo de Dios!”, y por otro una toma de postura: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros?” (Mc 1, 21-24); palabras que recuerdan aquello de que “también los demonios creen y tiemblan” (Sant 2,19). La respuesta de Jesús es contundente: “¡Cállate y sal de ese hombre!” (Mc 1,25).

¿Qué puedes aprender de este relato? Lo primero: a que situarte. ¿Recuerdas la "meditación de las dos banderas" que san Ignacio de Loyola expone en sus Ejercicios Espirituales? Pues eso. Tú ¿dónde estás? ¿Desde qué lado peleas la vida? ¿Con quién luchas? ¿Con Dios o con el diablo? Es importante saberlo. Y no basta con que digas: yo creo en Jesús; también el diablo cree. Qué lio, ¿verdad? Mejor te haces esta pregunta: ¿A mí quien me rechaza? ¿A quienes le resulto incómodo? Si tu vida y tu palabra incomoda a poderosos y aburguesados, si te desprecian por tu modo evangélico de afrontar la vida, hay indicios de que vas por el buen camino. Ya sabes el refrán: "¿Ladran? Luego cabalgamos". Cuando el bien comienza a actuar, el mal se revuelve, se conmociona y se defiende atacando porque teme por su propia existencia. Ahora bien, si vives acomodado al sistema (mundo), si ya tienes pactado contigo mismo lo que no darás nunca a Dios (demonio), y te sorprendes ricamente instalado en el consumo (carne), has elegido mal. Estás del lado de los malos.
 
Una segunda enseñanza para hoy la podemos entresacar de la respuesta de Jesús al espíritu inmundo: “¡Cállate y sal de ese hombre!” (Mc 1,25). No se dialoga con el mal. ¡Cuántas veces, sin embargo, has entrado al trapo! Sabes de sobra que no te es lícito esto o aquello, pero tú dale que dale, buscando justificaciones, queriendo arreglar lo que no tiene arreglo, queriendo hacer posible lo que no lo es. En el seguimiento del Maestro, cuando el demonio quiera embaucarte con razonamientos artificiosos que justifiquen tus mentiras e injusticias, cuando la Palabra de Dios te alcance y te duela el corazón porque toca sus heridas, cuando la voz de Dios denuncia tu tibieza y, queriéndote justificar, te pones a gritar contra Dios y su enviado, deberías de optar por un tajante "¡cállate y sal de mi vida!" Con el mal no se dialoga, porque es más listo que tú y termina embaucándote. Lo dice otro refrán: “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.

Quien mejor que san Pablo para resumir lo que pretendo decir. Dios y el demonio, el bien y el mal están en guerra (cf Lc 12,49-53). Queremos estar de parte del bien, pero la seducción del mal es poderosa y no pocas veces nos inclinamos hacia el mal; un mal que está fuera de nosotros y es extraño a nuestra naturaleza,  pero que, como señala san Pablo, también ha puesto su semilla en nosotros y llega a poseernos y dominarnos: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rm 7,14-24).  Damos gracias porque con la autoridad y fuerza de Jesús, revestidos con las armas de Cristo (Ef 6,11-18; Rm 13,14) tenemos garantizada la victoria.
 
Casto Acedo Gómez.
Enero 2012. paduamerida@gmail.com.

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