sábado, 7 de enero de 2012

Bautismo del Señor (fiesta; I Dom ord B)

No han pasado dos días e la celebración de la Epifanía del Señor, donde veíamos a Jesús aún niño recibiendo el homenaje de los Magos de Oriente, y hoy lo contemplamos ya adulto acercándose a recibir el bautismo de Juan.   En el pasaje de la visitación de María a su prima Isabel se da un encuentro muy especial de la Madre de Jesús con la madre del Bautista; en ese momento, san Lucas hace notar la sorpresa de Isabel por la visita inesperada de la Madre de Dios: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1,42-43). Hoy el evangelio nos ofrece el encuentro de los dos personajes, Juan y Jesús, que entonces no habían nacido, y Juan bautista se siente tan sorprendido como su madre: “Aparece Jesús, que viene para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?" (Mt 3,13-14).

El Bautismo como descenso (humildad)
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Dijo Juan: “soy yo el que necesita ser bautizado por ti” (Mt 3,14); primer mensaje importante para éste día del Bautismo de Jesús: Él no necesitaba el bautismo de Juan, un bautismo de penitencia por los pecados, porque Jesús  fue semejante en todo a nosotros menos en el pecado (cf Rm 8,3-4). “Soy yo el que necesito ser bautizado”, yo, que soy la voz y tú la Palabra, dice Juan; yo el amigo, tú el Esposo; yo el mayor de los nacidos de mujer, tú el primogénito de toda la creación... “No merezco desatarle las sandalias” (Mc 1,7). El bautismo de Jesús es un gesto insólito de Dios, que se une al grupo de los hombres pecadores y “desciende” con ellos, “se sumerge” con ellos en las aguas purificadoras del Jordán.

Su descenso a las profundidades es más que un signo. La vida misma de Jesús fue descenso. Juan presenta a Jesús a sus discípulos como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Lo señala como el siervo del cántico de Isaías: “Mirad a mi siervo a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu para que traiga el derecho a las naciones”... El siervo de Dios va a encontrar su cúlmen en su sacrificio: “Como cordero llevado al matadero... enmudecía y no abría la boca... Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas... Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53,7.11.12c). En el acontecimiento del bautismo de Jesús, los primeros cristianos vieron mucho más que un rito: vieron profetizada la obra misma de la salvación. Cristo, el Hijo de Dios que desciende al lugar de la muerte y el pecado y asciende victorioso.

La obra de la salvación no va a consistir en que Dios responda al pecado con la venganza (que también es un pecado), sino con la virtud de la humildad, con el amor paciente del Cordero de Dios. La pasión (pasar, padecer) de Cristo se va a mostrar en una paciencia divina; pero no en pasividad; la paciencia de Dios es activa, porque trabaja (obra) la salvación propia y la de los demás. La paciencia-pasión de Dios en el Cordero es ejercicio de amor, lucha contra la violencia que tienta y provoca al hombre. Contemplar a Jesús, que se acerca a la humanidad, representada hoy en Juan y sus discípulos,  es contemplar a Jesús en su encarnación y muerte, es mirarlo en la cruz, allí donde el amor de Dios, su humildad, alcanza el límite de lo comprensible: Dios descendiendo a las oscuridades del infierno donde está Adán para tomarlo de la mano y trasladarlo del lugar de las tinieblas al de la luz. El camino escogido por Jesús es el del ascenso por el descenso, hacerse uno más entre nosotros, asumir nuestra condición, incluso nuestro pecado (aunque no fuera pecador) para vencerlo. Dirá Jesús que “el que se humilla será enaltecido” (Mt 23,12), y él mismo por su humillación será glorificado: “apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido” (Mc 1,10-11).

En el acto del bautismo de Jesús podemos mirar cómo asciende de las aguas del caos y se abre el cielo que Adán había cerrado para sí y para su posteridad; queda eliminada la barrera que significa el ángel puesto con la espada a la entrada del paraíso (cf Gn 3,24). Dios ha venido y ha vencido para nosotros. Es el Espíritu el que da testimonio de la divinidad de Jesucristo; alcanzar a comprender este misterio es ya un don del Espíritu Santo. La imagen del bautismo como acto ritual por el que el pecado queda ahogado en el agua, y el catecúmeno emerge de las aguas como una nueva criatura, queda magníficamente descrito en el bautismo de Jesús, primogénito de toda criatura y el primero en todo (cf Col 1,15.18). 


Honrar a Cristo en su bautismo
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Celebrar la fiesta del bautismo de Jesús  invita a reconocerle como Salvador y remite al  bautismo propio de todo cristiano: el bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad; este bautismo no es el mismo de Juan, sino mucho más grande en significación y en realidad. “Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8). ¿Qué mejor forma de recordar el bautismo de Jesús que renovar nuestro bautismo? Con una renovación ritual (lo hacemos hoy en la misa: renuncias, profesión de fe, aspersión –se ha podido hacer tras los kyries-), y con una renovación existencial: el martirio.
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El bautismo propiamente cristiano es mucho más que un rito, porque conecta directamente con la vida. Después de la teofanía (manifestación de Dios) por la que se indica la identidad de Jesús como Dios, san Marcos dice que “a continuación el Espíritu empujó a Jesús al desierto” (Mc 1,12). También el bautismo cristiano nos identifica como cristianos, nos hace partícipes de la divinidad, hijos de Dios, y con Jesucristo quiere que, ungidos por la fuerza del Espíritu Santo, hagamos el bien y trabajemos por la liberación de los que sufren opresión (cf Hch 10, 36-38). Dios está con nosotros en esa obra.
Juan Bautista no recibió el bautismo trinitario. Pero fue bautizado con un bautismo de sangre cuando murió por la causa (por causa) de Jesús. Su martirio ratificó su fe, y su sangre lavó sus culpas y le hizo merecedor del cielo (cf Ap 7,14). También nosotros somos invitados a “renovar el bautismo” no sólo ritualmente sino por el testimonio de una vida como la de Jesús “que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo (enfermos, violentos, desperados, explotados, hambrientos...); porque Dios estaba con Él (Hch 10,38)”. No separemos el bautismo de la vida. Ser cristiano abarca toda la persona, no sólo su dimensión simbólica y ritual. Ser un bautizado es ser un mártir, un testigo de Dios en el mundo.
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No hay duda de que los dos grandes sacramentos de la Iglesia son el bautismo y la Eucaristía. Al morir Jesús en la cruz nos dice el evangelio “que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,34). Eucaristía y Bautismo. La espiritualidad básica del cristiano consiste en en vivir el propio bautismo, es decir, en renunciar a las seducciones del poder, la riqueza y los honores, y comprometerse en la causa del reino de Dios. Seguir los la persona y pasos de Jesús. La participación en la Eucaristía da fuerzas para ello, poniendo en acto el hecho de que Dios está con nosotros igual que lo estuvo con Él. El bautista, con su predicación, como hizo con sus discípulos nos orienta hacia el “Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,36); la Eucaristía también nos remite al que se “entrega por vosotros para el perdón de los pecados”. Bautismo y Eucaristía conforman los ejes sacramentales del Cristiano. Unámonos a Cristo en estos sacramentos y vivamos ya como Hijos de Dios.

Nota: Las ideas teológicas principales de este comentario puedes leerlas en  Liturgia de las horas, tomo I, 544-546. De los sermones de san Gregorio Nacianceno,  sermón 39, En las sagradas luminarias, 14-16.20; PG 36, 350-351.354.358-359.
 
Casto Acedo. Enero 201 2. paduamerida@gmail.com. 13688

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