miércoles, 29 de agosto de 2012

Conversión del corazón


Domingo XXII, Tiempo Ordinario (ciclo B)

*Cumplan los mandamientos del Señor, tu Dios (Deut 4,1-8)
*No basta oír la Palabra de Dios, hay que practicarla (Stgo 1,17-27)
*¿Por qué tus discípulos comen sin lavarse las manos? (Mc 7,1-23)

La segunda lectura de hoy nos recuerda que la verdadera religión consiste en ayudar a los huérfanos y a las viudas. Y, sobre el ayuno que Dios quiere, el profeta Isaías dice: dejar libres a los oprimidos, compartir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que veas desnudo (Is 58). Se trata de prácticas religiosas que brotan de un corazón nuevo, fruto de una verdadera justicia.

Comer sin lavarse las manos
Mientras Jesús anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios, desde Jerusalén -capital del poder económico, político y religioso- han llegado a Galilea varios fariseos y letrados (maestros de la ley). Estos intérpretes oficiales de la Ley solo buscan desautorizar a Jesús. Al ver que algunos de los discípulos comen con las manos impuras (es decir, sin lavárselas), se escandalizan y preguntan a Jesús: ¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los mayores? Se preocupan por un rito externo, sin embargo no respetan la vida. Más tarde, ellos mismos, los sumos sacerdotes y autoridades romanas serán culpables de las torturas y de la muerte de Jesús en una cruz. Por éste y otros motivos, ellos tienen las manos machadas de sangre: ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas! (Mt 23,37;  27,24).
Durante el conflicto armado interno que sufrimos entre 1980 y 2000, hubo asesinatos de personas y poblaciones, ejecuciones arbitrarias, desapariciones, torturas, tratos inhumanos, violaciones sexuales (…). ¿Hasta cuándo, los que tienen las manos manchadas de sangre, gozarán de impunidad? ¿Se conocerá la verdad y habrá justicia? ¿Y qué diremos de las autoridades que incumplen sus promesas? ¿Se puede acallar ciertas manifestaciones con represión y muertes?

¡Ay de ustedes, fariseos y letrados hipócritas!
Jesús desenmascara la hipocresía de aquel grupo de ‘visitadores’ y, apoyándose en la verdadera tradición, cita el siguiente texto del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos (Is 29,13).
Muchos de nosotros con frecuencia: *Decimos con la boca una cosa, y después hacemos lo contrario. *Pedimos los tres sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía -fundamentos de toda vida cristiana- no para convertirnos, sino para quedar bien delante de la gente. *Pronunciamos el Credo, pero solo creemos lo que nos conviene. Por eso, sigamos meditando en las siguientes palabras de Jesús: No el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7,21).
Luego, Jesús hace este breve comentario: Ustedes descuidan el mandamiento de Dios y se aferran a la tradición de los hombres. Y pone el siguiente ejemplo: Si un hijo destina para el culto divino una propiedad o cierta cantidad de dinero, ya no está obligado a cumplir con el cuarto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre... Con esta manera de proceder se deja de lado la voluntad de Dios, para seguir la tradición que solo beneficia a los sacerdotes del templo.

Conversión del corazón
*Estando en casa, Jesús se dirige a sus discípulos y les dice: Lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre, porque del corazón del hombre salen los malos pensamientos:
-Fornicaciones. Se hace de la persona humana un ‘objeto’ de placer.
-Robos. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero,
  si pierde la vida? ¿Qué precio pagará por su vida? (Mc 8,36s)
-Asesinatos. Mata a su prójimo quien le quita el sustento (Eclo 34).
-Adulterios. Infidelidad a la persona a quien se le prometió amor total.
-Avaricias. Dios le dijo: Necio, esta misma noche perderás la vida,
  y lo que tienes amontonado, ¿para quién será? (Lc 12,13-21).
-Maldades. Alegrarse y gozar haciendo daño a los demás.
-Fraude. Actuar con engaño (‘viveza’) para lograr sus deseos ocultos.
-Libertinaje. El único criterio de acción es el capricho personal.
-Envidia. ¿Por qué miras con malos ojos que yo sea bueno? (Mt 20,15).
-Blasfemia. Alguien considera que no tiene nada que agradecer a Dios.
-Orgullo. Las personas soberbias, autosuficientes y arrogantes miran
  con desprecio a los demás y se consideran ‘el ombligo del mundo’.
-Insensatez. Se trata de personas sin rumbo en la vida, sin proyecto.
Todas estas maldades salen del corazón y manchan al hombre.
J. Castillo A.

jueves, 23 de agosto de 2012

Seguir a Jesús


Domingo XXI, Tiempo Ordinario (ciclo B)

*Nosotros serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios (Josué 24)
*Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (Efesios 5,21-32)
*Señor, Tú tienes palabras de vida eterna (Juan 6,60-69)

Jesús, el Buen Pastor, anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios: *A la multitud… a los judíos… a sus numerosos discípulos… *Anuncia también, de un modo especial, al grupo de los Doce… *Sin descuidar el anuncio personal, por ejemplo, a Nicodemo… a la mujer samaritana… al joven ciego de nacimiento…
Cada una de estas tres formas de atención pastoral: multitudinaria, grupal e individual; requieren de una sensibilidad y calidad pastoral, de medios específicos, conocimientos, lenguaje, pedagogía, etc. que a veces no los encontramos en los responsables de la pastoral.

Muchos de sus discípulos abandonan a Jesús
Jesús, fiel a la misión que el Padre le confió, anuncia a sus discípulos que el Hijo del Hombre va subir a donde estaba antes. Según el Evangelio de Juan, Jesús habla de su propia glorificación,
la que se va a realizar a través de su pasión, muerte y resurrección.
Recordemos que en la conversación con Nicodemo, Jesús le dijo: Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del Hombre tiene que ser levantado, para que todos los que creen en Él tengan vida eterna (Jn 3,14-15).
Más adelante, en la ciudad de Jerusalén, Jesús lo dirá abiertamente: Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre va a ser glorificado. Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde, pero el que desprecia su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga; y donde yo estoy, allí estará también mi servidor (Jn 12,23-25).
Para muchos de sus discípulos este mensaje es cuestionante, por eso: *Unos critican: Este lenguaje es duro, ¿quién podrá soportarlo? *Otros no creen, entre ellos está Judas Iscariote que lo va a traicionar. *Y no faltan los que abandonan a Jesús y tratan de olvidarlo.

¿También ustedes quieren abandonarme?
El cuarto Evangelio narra con ciertos detalles la primera semana de la misión de Jesús en Galilea. Siguiendo esta narración, el tercer y cuarto día Jesús llama a sus primeros Apóstoles: Andrés, Juan, Simón Pedro, Felipe, Natanael o Bartolomé (Jn 1,35-51). Refiriéndose a ellos, en el Evangelio de hoy, Jesús dice: ¿No soy yo, acaso, el que los eligió a ustedes, los Doce?
Ahora bien, ante el abandono de muchos de sus discípulos, Jesús toma la iniciativa, se dirige al grupo de los Doce, y pregunta: ¿También ustedes quieren abandonarme? La respuesta de Simón Pedro es una verdadera confesión de fe: Señor, ¿a quien vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Actualmente, muchos católicos abandonan nuestra Iglesia, generalmente, porque no se han alimentado con las palabras de Jesús. Es lamentable que el mensaje de Jesús les ha llegado desfigurado, con preguntas que nadie se hace, y con respuestas que nadie entiende.
Todo ello ha impedido a muchas personas sencillas encontrarse con el Profeta de Nazaret: *Que abraza y bendice a los niños… *Que pide agua para beber, a una mujer que ha tenido cinco maridos… *Que llora por un amigo que ha muerto, y por la ciudad de Jerusalén… *Que nos da su mandamiento: Ámense  unos a otros como yo les he amado.
Por eso, el mayor servicio que puede ofrecer nuestra Iglesia, hoy, es poner al alcance de todos los hombres y mujeres de buena voluntad la misma persona de Jesús y la Buena Noticia que anunció. Los niños, jóvenes y adultos no necesitan escuchar nuestras palabras; necesitan escuchar las palabras de Jesús que son espíritu y vida. Para ello es necesario utilizar un lenguaje: *Que dé sentido a la vida. *Que nos impulse a construir una sociedad más justa y fraterna. *Que sea actual, creíble, persuasivo, entendible y auténtico.
Tratándose de un trabajo pastoral con pequeños grupos, ojalá lo que se dice en el Documento de Aparecida (2007) no sea letra muerta: Las pequeñas comunidades eclesiales son un ámbito propicio: - para escuchar la Palabra de Dios, -para vivir la fraternidad, -para animar en la oración, -para profundizar procesos de formación en la fe, -y para fortalecer el exigente compromiso de ser discípulos misioneros en la sociedad de hoy (n.308).
J. Castillo A.

martes, 21 de agosto de 2012

Elegir: o Dios o los ídolos (Domingo 26 de Agosto)

Lecturas del domingo 21º del Tiempo ordinario. Ciclo B. (Clickar)  
Hay momentos en la vida del hombre en que éste se ve forzado a tomar decisiones importantes que pueden variar el curso de su historia personal. Se ha de optar ya en la adolescencia  por estudiar o no estudiar, o escoger estos estudios o aquellos; más tarde  habrá de decidirse por casarse y formar una familia, seguir la vida religiosa o simplemente mantenerse célibe; también hay que elegir lanzarse a tal o cual negocio, o seguir un estilo de vida u otro. Son muchos los caminos que ofrece la vida, aún más en los tiempos que vivimos en los que el pluralismo de formas de entender la existencia obliga más que nunca a elegir. En otros tiempos la religión, el trabajo, el domicilio, e incluso el esposo o la esposa, te venían dados; otros, generalmente los padres o la familia  determinaban la elección. Hoy tienes que elegir tu religión, tu trabajo, tu modelo de familia,  e incluso algunos  se atreven a afirmar que tu ser masculino o femenino es objeto de elección (?). Sea como sea te encuentras ante la belleza y el riesgo de la libertad.

O Dios o los ídolos

Una vez en la tierra prometida el pueblo de Israel entra en contacto con la cultura y la religión de los que vivían en Canaán; al convivir con la cultura y la religión propias de los pueblos de su entorno muchos israelitas se deslizaron peligrosamente o incluso cayeron en la práctica de sus cultos idolátricos. Josué, sucesor de Moisés,  viendo cercana su muerte, y consciente de la situación, convoca en Siquén  en Asamblea “a todas las tribus de Israel, a los ancianos de Israel, a los jefes, a los jueces y a los magistrados” (Jos 24,1).  Allí les recuerda todo lo que Dios ha hecho por ellos desde la llamada de Abrahán hasta el momento presente (24,2-13), algo que algunos parecen haber olvidado.  Luego pone a los Israelitas en el trance de elegir: “Si os resulta duro servir al Señor, escoged a quién servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos 24,15).  ¿Dios o los ídolos? Se trata de una decisión importante para cada persona y cada tribu de Israel, porque de su respuesta dependerá su futuro.

En resumen: ante el riesgo de una pérdida de identidad como Pueblo de Yahvé, Josué invoca la experiencia histórica que les ha configurado como tal y les obliga a decidir.  Y el pueblo decide seguir al Señor: “¡lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!” (Jos 24,16).  Razones: su propia historia: “porque el Señor nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud, e hizo ante nuestros ojos grandes prodigios” (Jos 24,17); “también nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!” (24,18); “¡al Señor nuestro Dios serviremos y obedeceremos su voz!” (24,31). Con su respuesta los israelitas renuevan la alianza y nuevamente se obligan a poner los mandamientos como base de su vida personal y social.
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Es hora de decidir

En una situación similar coloca Jesús a sus seguidores. Tras el largo discurso del pan de vida, dice el evangelio que “muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?" (Jn 6,60). La dureza del mensaje de Jesús les hace entrar en crisis. Jesús les ha dicho que Él es el pan de vida, que nadie puede ir a Él si el Padre no lo envía, que -recordemos que había alimentado a una multitud y muchos le seguían por haberle dado de comer- el espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada. En definitiva, les había dicho que Él era el enviado de Dios, el Mesías, Dios encarnado para la salvación del mundo.  Muchos no fueron capaces de dar el salto a la fe: “Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él.” (Jn 6,66);  Otros sí. Pedro responde por todos ellos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y sabemos que Tú eres el Santo consagrado por Dios” (Jn 6,68-69).

Estamos ante un punto de inflexión en la vida de la comunidad de discípulos de Jesús, un momento en el que situada ante Dios le toca decidirse a seguir adelante o echarse atrás. No valen términos medios. 

También tú has seguido a Jesús; has pensado que él puede colmar tus sueños de una vida y un mundo mejores; pero llega un momento en que descubres que te estás buscando a ti mismo en Jesús, te das cuenta de que el seguimiento supone renunciar a “mis sueños”, a “mis planes” para ir tras los planes de Dios (Reino). Y ante tal descubrimiento, que es una gracia de Dios, te entra el pánico por lo que supone de renuncia. ¡La tentación de echarte atrás está servida! Descubres que ya no te puedes dejar llevar por la inercia de una religiosidad tradicional o de costumbre, tienes que “optar”, elegir; no se es cristiano por nacimiento, sino por decisión. Cuando Dios te pone en esa tesitura te está llamando a revisar tu vida y a personalizar  tu fe.  Es hora de renovar la Alianza, de dotar de sentido tu bautismo.

El pluralismo cultural y religioso en que vivimos hoy hace más difícil el arraigo y desarrollo de la vida cristiana; más difícil, pero también más apasionante. Nuestra fe, lo sabemos, es muchas veces vacilante, ritualista y mediocre, una fe de nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero condicionales: a condición de que pueda aunar mi adhesión a Jesús sin dar de baja totalmente a mis ídolos particulares. Como a los judíos del tiempo de Jesús, nos escandaliza la pretensión de absoluto que reclama Jesús. Lo pide todo, lo exige todo, y yo sólo estoy dispuesto a darle una parte. Me niego a aceptar que quien me ha dado todo tenga ahora derecho a exigirme el todo.
En tiempos de relativismo tanto “todo” resulta escandaloso. ¿Cómo romper la dinámica del escándalo? Primeramente recurriendo a la experiencia: haz una lista, como hizo Josué, de todo lo que el Señor ha hecho contigo, tus  momentos de encuentro con el Señor, las veces que te ha librado del dolor y el sinsentido. Sólo desde la memoria de tu experiencia de Dios podrás decir con Israel: “lejos de mí abandonar al Señor, porque Él me sacó de la esclavitud e hizo ante mí  grandes prodigios” (cf Jos 24,16.17). En segundo lugar convéncete de lo que dice san Juan de la Cruz: “para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada”. Jesús es el “Todo”. Merece la pena dejarlo "todo" por Él. Decídete por su seguimiento; a fin de cuentas: ¿hay quien dé más que él? Reza con Pedro y con toda la Iglesia: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69). También a ellos les mantuvo en fidelidad la experiencia de fe y vida con Jesús.

Casto Acedo. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com 26748

lunes, 20 de agosto de 2012

Música, una experiencia.

No hay duda de que la música es capaz de crear emociones en el corazón humano. Subyuga nuestra voluntad racionalista y nos traslada al ámbito de los sentimientos. Ahí vivimos la experiencia del arrebato místico. ¿Qué es un éxtasis sino un "ser sacados de nosotros mismos" y trasladados a un lugar donde no hay conceptos ni ideas, sino solo vida? Descanso del corazón y de la mente. La energía que transmite el sonido invisible de los insrumentos nos redime del agobio de los días malos y de la rutina. Puedes ver esa energía musical emergiendo entre los murmullos de la plaza y aunando la respìración de la ciudad.
Merece la pena ver y escuchar este video, sentir cómo la unión de los hombres, que parecen dispersos y ensimismamdos cada uno en sus asuntos, es posible. No hacen falta palabras, bastan las emociones para comunicarnos la aspiración más sagrada del hombre.
Pon el mejor sonido que tengas en el audio.
No emitas juicios, no calcules, no evalúes...
sólo contempla y disfruta.
Click en el enlace o en la foto.
Casto Acedo. Agosto 2012.

viernes, 17 de agosto de 2012

Recibir a Cristo y ser como Él (Domingo 19 de Agosto)

NOTA INFORMATIVA

Antes del comentario evangélico de este domingo, comunicar a los seguidores del blog que se une a él, con su visión desde latinoamérica, un sacerdote peruano, en concreto de la archidiócesis de Huancayo: el padre Javier Castillo Arroyo . Tuve la oportunidad de conocerlo hace unos años y le invité a colaborar en un blog que, por circunstancias ajenas a nosotros, ha sido eliminado, "San antonio de Mérida 2009". A raíz de esta circunstancia le he pedido que escriba sus reflexiones en esta página. Espero que con ello se enriquezca nuestra profundización en el Evangelio, en este caso con una visión desde la realidad peruana. El primer comentario del padre javier lo tenéis en la entrada anterior a ésta.
P. Javier,  ¡Bienvenido a este blog!

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¿Qué sucede con el pan cuando es llevado sobre el altar y es consagrado por el sacerdote? La doctrina católica lo expresa con una palabra difícil: transubs-tanciación.  Una palabra con la que se quiere decir que en el momento de la consagración el pan deja de ser pan y llega a ser cuerpo de Cristo. No se trata de una simple transformación (“cambiar de forma”, como cuando alguien cambia su imagen y decimos ¡qué transformado estás!; pero en el fondo sigue siendo la misma persona, con su misma inteligencia, su misma personalidad; en “esencia”, decimos, es la misma persona); con la palabra transubstanciación ocurre todo lo contrario: cambia la sustancia (la esencia), pero no las apariencias (forma, sabor, color, peso); se ha realizado la promesa de Jesús. “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).

Eucaristía y vida

A nuestra cultura, laica, secular y cientificista, la doctrina de que el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo, no puede menos que sonarle a fantasías y supersticiones propias de crédulos. Pero, ¿qué nos dice el misterio eucarístico a los que nos consideramos creyentes? Porque tal vez no hace mucho tiempo, el respeto a las especies consagradas era obsesivo, y sin embargo, parece que hoy pecamos de superficialidad a la hora tanto de comulgar como de considerar lo que tenemos entre manos cuando recibimos el pan eucarístico.

No hay duda de que para los primeros cristianos la participación en la eucaristía -entendida ésta no sólo como el acto de comulgar sino toda la celebración del día del Señor, que suponía la escucha de la Palabra, las oraciones,  la comida fraterna (ágape) y la participación del Pan Eucarístico- era un signo evidente de su identidad. San Justino nos cuenta cómo eran las misas de las primeras generaciones cristianas:
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“El día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina, el que hace cabeza nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos ejemplos. Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua, y el que preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes por medio de los diáconos. Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que se recoge se entrega al que hace cabeza para que socorra con ello a huérfanos y viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los encarcelados, a los forasteros que están de paso: en resumen, se le constituye en proveedor para quien se halle en la necesidad.” (San Justino, Primera apología,67).

Analizando este texto de mediados del siglo II podemos apreciar que ya para los cristianos  de entonces había una relación intensa entre lo que era el misterio eucarístico y la vida, es decir, había conexión entre la experiencia cristiana vital y la celebración dominical. La asistencia a la reunión del domingo era un signo de identidad para los creyentes en Jesús; a ella sólo podían acceder los iniciados, aquellos que habían alcanzado la fe, recibido el bautismo y que vivían conforme a lo que Cristo enseñó. Cuando se cumplían estos requisitos se consideraba que  estaban preparados para entender lo que era el “misterio” eucarístico:

“A nadie le es lícito participar (en la Eucaristía) si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó” (San Justino, Primera apología,65)


Somos lo que comemos

Hoy estamos sensibilizados acerca de los alimentos que tomamos. Hay quien se toma muy a pecho ese eslogan de la dietética que afirma que “somos lo que comemos”. Pues bien, algo así, aunque en un plano más espiritual y con matices distintos, dice san León Magno acerca de la comida eucarística: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos”. Es decir, al recibir a Cristo pasamos a ser “otros cristos”, dispuestos también para ser comidos por los hermanos. La diferencia está en que la comida material con que nos alimentamos se transforma en lo que somos, mientras que el Pan Eucarístico nos transforma a nosotros en lo que Cristo es. Por otro lado, no comer el Pan de la Vida nos aleja de Dios y nos lleva a la experiencia de hijos pródigos: "¡Cuántos jornaleros de mi Padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre" (Lc 15,17). 
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Comer la carne y beber la sangre. ¿Canibalismo y vampirismo? No. Amor. La comunión eucarística nos nutre del amor de Dios, de su vida inmortal; y cuando se recibe el amor de Dios ¿qué más se puede tener? Si el discurso del pan de vida lo leemos intercambiando las palabras “carne” y “sangre” por la del “amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” adquieren esos elementos un sentido pleno. Si comemos el “amor de Dios”, si nos llenamos de él, viviremos con Él, por Él y en Él (cf Jn 6,57). Nos transformamos en lo que comemos, en portadores de vida eterna.

Por la participación en Cristo, por la comunión con Dios, viene la sabiduría y la vida. La participación en el banquete de la Eucaristía nos hace sensatos y equilibrados psicológica y moralmente. Frente a la superficialidad de los que “se emborrachan con vino y se dan al libertinaje” (Ef 5,18), está la profundidad de los que beben la copa de la sabiduría que es Cristo, el saber ser de los que se llenan de su Espíritu  y alcanzan aquella libertad  que nos redime de ser esclavos del mundo.  Para llegar a ello no basta una participación rutinaria y ritual en la misa, porque un sacramento no es un acto mágico  sino un encuentro entre dos: el hombre y Dios: “el que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6,57).

   Aprender, celebrar y vivir.

La Eucaristía, sacramento de encuentro con Dios, logra su plenitud si atendemos a su riqueza, de la cual podemos destacar tres dimensiones:  

1.- Una dimensión docente: La liturgia de la Palabra, nos enseña la prudencia, nos da sabiduría para sopesar las cosas de este mundo. Y lo hace primeramente con el banquete de la Palabra,que alimenta nuestra mente y a través de ella nuestro corazón; también nos da Dios en la misa la lección crucial de la entrega, muerte y resurrección de Jesús hecha acto sacramental.

2.- También tiene la misa una  dimensión celebrativa (experiencial): “Venid a comer el pan y beber el vino ... dejad la inexperiencia y viviréis”. (Prov 9,5-6). “¡Gustad y ved que bueno es el Señor!” (Sal 34,9). La experiencia es la madre de la sabiduría. Vivir la misa es revivir (sentir en mí mismo) el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesús. Nuestra experiencia de Dios determina nuestro conocimiento acerca de Él e influirá decisivamente en nuestras acciones. La Eucaristía vivida con corazón despierta nuestros sentidos espirituales y nos transforma en apasionados de  Jesús y de la causa del Reino.

3.- Finalmente no podemos olvidar la  dimensión existencial: comer la carne y beber  la sangre del Señor es vivir como él vivió, participar de su obediencia al Padre y su entrega a los más débiles, vivir sus mismas experiencias de abandono a manos de Dios. ¡No basta con repetir el gesto de la última Cena, hay que vivir lo que ella significó de entrega generosa! Vivir la misa es revivir el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesús. Para "hacer memoria" recordando (ayer), celebrando (ahora) e imitando (futuro). Junto a la misa del ritual va la misa de la vida que ofrece al Padre con Jesús todo lo que hace y vive, la que imita al Maestro  haciéndose comida y bebida para el hermano. Una vida desplegada al modo de la de Jesús de Nazaret garantiza la autenticidad de la fe y la digna participación eucarística.


“La sabiduría se ha construido su casa… Los inexpertos que vengan aquí: Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia” (Prov 9,1-2.6). Experto es “el que ha experimentado”. Experto en Jesús ¿quién es?, ¿el que sabe mucho de Él?, ¿el que ha escrito libros de cristología?, ¿quién ha llegado a entender los entresijos filosófico-teológicos de la transubstanciación?  Nada de eso. El verdadero experto en Jesucristo es el que ha gozado y sufrido en su propia carne la sabiduría del evangelio, el que ha sabido aprovechar el momento y la ocasión para acercarse a Dios demostrando así su sensatez: “No seáis insensatos, sino sensatos. Sabed comprar la ocasión, porque vienen días malos” (Ef 5,15-16). Experto es el que come y bebe la sangre de Jesús discerniendo, es decir,  encarnando el evangelio en su vida (cf 1 Cor 11,27-29); experto es el que habita en Dios y Dios en él (Jn 6,56).

El lenguaje de la posmodernidad no es el de los conceptos sino el de la imagen y los sentimientos. El misterio de la realidad de Cristo en las especies consagradas no es accesible a nuestra inteligencia racional; sólo lo podemos intuir y transmitir por las emociones, por el sentimiento hecho vida. Podemos decir que sólo desde la inteligencia emocional podemos valorar convenientemente la riqueza del sacramento. ¿Cuál es tu experiencia eucarística? ¿Cuáles tus sentimientos hacia Jesús? ¿Y tu experiencia de amor al prójimo con Cristo? ¿Qué emociones -sentimientos que estabilizan la vida y mueven a la acción- crea en ti la participación en la misa dominical? No permitas que misa y vida vayan por caminos distintos; si es así es que no has entendido nada.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 26401

miércoles, 15 de agosto de 2012


Domingo XX, Tiempo Ordinario (ciclo B)

*Coman el pan y beban el vino que he preparado (Prov 9,1-6)
*Den siempre gracias a Dios Padre por todas las cosas (Ef 5,15-20)
*Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (Jn 6,51-58)

En la sinagoga de Cafarnaún, Jesús sigue enseñando a los judíos, diciéndoles: El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne. Al escuchar estas palabras, los judíos se ponen a discutir y preguntan: ¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne? Fue entonces cuando Jesús responde con siete afirmaciones, que vienen a ser el núcleo central de todo el discurso eucarístico. En cada afirmación no falta la palabra comer que significa: asimilar, alimentarnos de Jesús, comulgar, encarnar en nosotros a Jesús.

*Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre no tendrán vida en ustedes.
Para tener vida y vida en abundancia (Jn 10,10), es necesario pasar: de condiciones de vida menos humanas (multiplicación de los panes), a condiciones más humanas, hasta llegar a creer en Jesús, quien nos llama a participar en la vida de Dios (PP, 1967, n.20-21). Los cristianos/as necesitamos alimentarnos de Jesús, Hijo de Dios, que se hizo carne -hombre- y vivió entre nosotros (Jn 1,14).

*Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día.
Los cristianos vivimos solidarios con todos los hombres y mujeres, y también con los que murieron en la esperanza de la resurrección: Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. Al respecto, recordemos lo que dijo Jesús a Marta: Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11,25).

*Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
Para el ser humano pan significa: alimento, vida, trabajo, educación… Por eso, al ofrecer sobre el altar el pan y el vino, agradecemos a Dios porque el pan y el vino -fruto de la tierra y del trabajo del hombre- se van a convertir en pan de vida y en cáliz de salvación. Los cristianos, cada vez que participamos en la Eucaristía, encontramos ahí: verdadera comida y verdadera bebida. Por eso, estamos obligados a cuidar la tierra, mejorarla, trabajarla… y jamás explotar a los trabajadores con salarios de hambre.

*Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él.
Hace algunos años, eran pocos los que se acercaban a comulgar. Actualmente, en cambio, son pocos los que se quedan sin hacerlo. Este cambio no producirá vida y vida plena en nosotros los creyentes, si no renovamos nuestra fe en la presencia de Jesús: -en la Eucaristía… -cuando dos o tres nos reunimos en su nombre (Mt 18,20)… y, sobre todo, -en los hermanos de Jesús: los que tienen hambre y sed, los forasteros y desnudos, los enfermos y encarcelados (Mt 25,31-46).

*Como el Padre que me ha enviado tiene vida y yo vivo por Él, así también quien me come vivirá por mí.
En Jesús, el enviado del Padre que tiene vida, no vamos a encontrar: -la doctrina enseñada por los maestros de la Ley o por los fariseos; -ni aquel culto convertido en negocio por parte de los sacerdotes. En Jesús, vamos a encontrarnos con Alguien que da Vida plena: Padre, la vida eterna consiste en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado (Jn 17,3).

*Este es el pan que ha bajado del cielo, y no es como el pan que comieron sus antepasados, y murieron.
Hay una gran diferencia entre el pan bajado del cielo que es Jesús, y el pan o maná que comió el pueblo de Dios en el desierto (Ex 16). Hoy, cuando se celebran ‘misas’ como si fuera negocio (Cn 947), cuando predominan los adornos superfluos en vez de ayudar al pobre, ¿podemos decir que la Eucaristía es sacramento de amor y de entrega?

*Quien come de este pan, vivirá para siempre.
Sobre esta afirmación, recordemos lo que dijo Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien cree en Él no muera, sino tenga vida eterna (Jn 3,16). Por eso, alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Jesús, digamos con San Pablo: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
J. Castillo A.

martes, 14 de agosto de 2012

¡Eres grande, pequeña! (15 de Agosto. Asunción de Ma´ría)

¡Eres grande, pequeña! Un piropo para la Virgen  María. Porque ella fue grande cuando se reconoció esclava del Señor, cuando gritó con júbilo que “Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 2,52);  grande cuando insiste ante su Hijo en las bodas de Caná: “no tienen vino” (Jn 2,3); cuando, asunta al cielo, coronada de estrellas, sigue abajándose a escuchar la plegaria de sus hijos.

La grandeza de María no es suya, es participada. Quien es realmente grande es Dios, y su Hijo Jesucristo. Ella no se proclama importante, no hace un elogio de sí misma, sino que su grandeza la pone en el Todopoderoso “que ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo”  (Lc 2,49). La fe hace que María se evalúe y considere a sí misma en su justa medida: como criatura. Cumple ella lo que san Ignacio de Loyola enseña en el principio y fundamento de sus ejercicios espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor“. En todo amar y servir. Ella, mujer de nuestra raza, tuvo muy claro que su realización personal sólo era posible por el servicio a Dios, inseparable del servicio a la humanidad. Entendió María con claridad la paradójica Palabra de su Hijo: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10, 43-44).

La auténtica grandeza no está fuera del hombre, sino dentro, en su corazón. A veces sólo Dios ve esa grandeza. Por eso, como enseña san Agustín -“yo te buscaba fuera y tú estabas dentro”-, no busques la vida fuera de ti  sino en tu interior; serás grande si tienes un corazón grande, serás grande no por tu ciencia sino por mantener la humildad en el pedestal de la ciencia, no por tener autoridad sino por ejercerla como un servicio a la justicia, no por lo que haces (una obra de arte, un premio  literario, una investigación científica de alto nivel)  por muy importante que sea,  sino por hacerlo con un corazón agradecido, de niño.

La verdadera grandeza no está reñida con la humildad, ni con la obediencia, ni con la vocación de servicio. Más bien, en todo ello encuentra la excelencia cristiana su pedestal y la base auténtica del humanismo cristiano. ¿No es María, asunta al cielo, un magnífico ejemplo de la verdadera grandeza? ¿Acaso María, coronada por reina del universo, ha renunciado a ser la esclava del Señor? María es la síntesis más perfecta de grandeza en la pequeñez y de pequeñez en la grandeza.

La asunción de María es la fiesta que canta con ella y en ella  la grandeza de los cristianos que siguen los pasos de Jesús, siervo de la humanidad. El triunfo de la Asunción es la victoria de los que siguen los pasos de Jesús: “ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la Asunción). Mirar a María en esta fiesta, celebrarla, es afianzarnos en el optimismo cristiano, convencernos de que merece la pena ser el último de todos, porque la humildad  es la virtud primera, y "el que se humilla será ensalzado" (Lc 14,11). 

Los cristianos, tenemos mucho en qué imitar a María para alcanzar con ella su mismo destino glorioso. Tal vez la vida no nos dé la oportunidad de realizar obras espectaculares; pasarán nuestros días en el anonimato de un trabajo poco relevante socialmente y en la rutina de una vida sin publicidad. Pero si en la sencillez de todo eso ponemos amor, habremos encontrado el quid, la esencia de la vida. ¿Qué otra cosa hizo María que poner el amor (Dios) en el centro de todos sus actos?

A santa Teresa de Lisieux la solemos citar como  “santa Teresita” (Teresa la pequeña), para diferenciarla de la otra, la gran mística y escritora:  santa Teresa de Ávila; pues bien, santa Teresita no se consideraba ella misma digna de grandes obras misioneras como la de san Francisco Javier, ni de grandes obras teológicas o doctrinales  como san Agustín o santo Tomás de Aquino. No se creyó nunca en posesión de la elocuencia de san Francisco de Sales o de san Antonio de Padua. Tampoco se veía a sí misma merecedora de  entrar en la lista de los grandes mártires de la Iglesia.  Y pidió a Dios en la oración que le indicara el camino de santidad que había elegido para ella; y lo encontró: “comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia… Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo… Entonces, ene l exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío! … por fin he hallado mi vocación: ¡mi vocación es el amor! … ¡en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!”. La mayoría de la gente de Iglesia no tendrá nunca la oportunidad de hacer  “grandes cosas” que le den reconocimientos mundanos, aunque estos sean religiosos, pero nadie les impedirá  poder amar, caminar por las sendas del amor día a día, con sencillez. ¿Acaso no fue eso lo que hizo María? Porque supo ser la última es ahora la primera, “la primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (Prefacio de la fiesta).

Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 26222

jueves, 9 de agosto de 2012

"Yo soy el pan de vida" (Domingo 12 de Agosto)

He de confesar que cuando me veo, como ahora, en la necesidad de comentar textos como el discurso del pan de vida (Jn 6) me siento un tanto azorado; y creo que tal cosa no me ocurre solo a mí sino también a todos aquellos que, debido a la educación moralista recibida, tendemos como por inercia a extraer consecuencias prácticas de los pasajes evangélicos, considerando su mayor o menor valor sólo a partir de su funcionalidad moral. Parece como si sólo nos interesase el qué me manda hacer Dios, minimizando lo que pueda aprender sobre Dios y mi condición humana. Y el pasaje que hoy toca comentar parece prestarse más a la contemplación espiritual que al ejercicio de extraer tareas para la acción. Basta con que releas el texto y subrayes alguna de sus frases parándote luego en cada subrayado, repitiendo el texto elegido, dejándote llenar del contenido al ritmo de la musicalidad de la palabra pronunciada física o mentalmente: Yo soy el pan bajado del cielo” … “Nadie pude venir a mi si no lo trae el Padre que me ha enviado” … “Yo lo resucitaré en el último día” … “El que cree tiene vida eterna” … “Yo soy el pan de la vida” … “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” ( Jn 6, 41.44.47.48.51). Párate, escucha, deja que penetre en ti cada una de estas verdades de fe. Gozar de ello es recibir la buena noticia que alimenta el espíritu.

¡Levántate, come! (1 Re 19,5)

Tres son los alimentos de los que habla san Juan en su evangelio: la voluntad del Padre (“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Jn 4,34), la Palabra de Dios (“El que escucha al Padre y aprende viene a mi” Jn,6,45; "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él". Jn 14,23) y la Eucaristía (“Mi carne es verdadera comida” Jn 6,55), tres realidades tan íntimamente unidas entre sí que no pueden separarse y que cada domingo procuramos revitalizar. Se trata, en definitiva, de alimentar nuestra vida de fe, que no es sólo el aprendizaje de teorías religiosas y el goce de sentimientos místicos, aunque también necesita de ellos. Todos sabemos que una buena teoría sin práctica es fariseísmo, pero también es verdad que una práctica sin buena teoría que la alimente y promueva puede ser nefasta. Decía Sócrates que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”; también una vida cristiana sin inteligencia a la luz de la Palabra y sin el merecido disfrute de la celebración eucarística y los demás sacramentos carece de sentido y está abocada al fracaso.

El creyente necesita alimentar constantemente el espíritu y la inteligencia. Sin ese ejercicio de manducación (rumia de la Palabra) se le hace imposible el Camino y tiende a caer en el desánimo y la desesperación. Esa fue la situación a la que llegó Elías en el desierto cuando huía de la reina Jezabel; llegado un punto su interioridad pierde fuerza y confiesa su abatimiento: “Basta ya, Señor, quítame la vida” (1 Re 19,4). Pero aunque el sentimiento de abandono de Dios envuelva al hombre la revelación deja entender que Dios no lo abandona nunca. Podemos verlo restaurando las fuerzas de Elías ofreciéndole pan y diciéndole: "Levántate, come, que el camino es superior a a tus fuerzas" (1 Re 19,5).

Son numerosos los textos evangélicos que contienen una invitación a levantarse. ¡Levántate! Así invita Jesús al paralítico que le llevan para ser curado (Lc 5,24), al hombre que tenía la mano seca (Lc 6,8), al ciego Bartimeo (Mc 10,49). al difunto hijo de una viuda (Lc 7,12), al leproso agrad,cido de su curación (Lc 17,19) o a la fallecida hija de Jairo (Mc 5,41). ¡Levántate! Cuando el hombre acude a Jesús en situaciones de abatimiento Jesús le da ánimos, alienta su caminar, infunde fuerzas a su espíritu. Hay en este hombre de Nazaret una personalidad excepcional que va más allá de las palabras, un poder que trasciende lo humano, hay en él una fuerza que no es de los hombres sino de Dios.


Creer y recibir el poder de Dios

Lo que diferencia al creyente cristiano del simple admirador de su enseñanza y su vida es que se ha adentrado en la excepcional personalidad de Jesús. A Jesús los judíos le critican porque lo consideran como un maestro o profeta entre muchos, pero no llegan a aceptar el misterio de su divinidad. Sólo conocen de Dios su origen terreno: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” (Jn 6,42). La pretensión inaudita de Jesús, su insistencia en igualarse a Dios, les resultaba tan escandalosa a los judíos de su tiempo Jesús como a los hombres de nuestro tiempo, dispuestos a transigir con un Jesús profeta de la misericordia pero reacios a postrarse ante Él como Dios. ¿Qué decir de arrodillarse ante el Sacramento Eucarístico? ¿Dios en el pan y el vino? ¡Escándalo también para el hombre contemporáneo! Es una suerte haber sido elegido por Dios para ser introducidos en este misterio del Dios humanado: “Nadie puede venir a mi, si no lo trae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). Ninguno de nosotros estaría aquí en este momento, celebrando la Eucaristía, si Dios no nos hubiera traído; tampoco creeríamos en la divinidad de Jesús, ni en su presencia en el Sacramento, si no se nos hubiera revelado, porque “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mt,11,27; cf Mt 16,17).


Lo normal es que preguntemos qué tenemos que hacer para ser buenos cristianos. ¿Qué pasos concretos hemos de dar en nuestra vida? Es la pregunta que le dirigieron varios oyentes al Bautista (Lc 3,10-14), la misma que el joven rico hizo a Jesús, aunque con matices, porque éste no tenía mucha intención de seguir a Jesús sino de “ganar la vida eterna” como si de un negocio se tratara (Lc 18,18 ). ¿Qué hemos de hacer? La respuesta es tan complicada y tan simple como lo es el signo del pan. Puesto en la mesa tiene como función el servir de alimento para los comensales, sin ese pan morirían. El destino del pan es ser engullido, desaparecer para que otros sigan viviendo. Ese mismo fue el destino de Jesús: morir para dar vida. Y ese es el Camino cristiano: ser pan con Cristo, hacerse Eucaristía con Él, darse como alimento a los demás. Contemplar a Jesús como pan de vida, celebrar la misa y comulgar con Cristo es, pues, un deleite porque comemos un alimento inmerecido, y una responsabilidad porque al participar del “cuerpo de Cristo” nos hacemos uno con él y aceptamos el seguirle en su destino.

Al final, como siempre, me ha salido la vena moral, el compromiso deducido del texto: seguir a Jesús en su destino de amor. La carta de san Pablo a los Efesios (4,30-5,2), proclamada también hoy, va más a lo concreto: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, personándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”. Brevemente se describen dos modos de enfocar la existencia muy distintos y opuestos: el primero, repudiado por el evangelio, viene dado por el deseo de imponerse a los demás, y conduce a la amargura, la violencia y la maldad, a la excomunión con Cristo y la muerte; el segundo, acorde a las enseñanzas de Jesús, invita a la comprensión y el perdón mutuo, y nos lleva a la felicidad, la comunión con Cristo y la vida. Hay que elegir. Vivir en comunión, comulgar con Cristo en el amor o darle de lado siguiendo la senda de la maldad. Para esto último basta con dejarnos llevar por la corriente de las pasiones (ira, gula, soberbia, lujuria, avaricia, pereza, envidia), tan humanas que nuestro mundo en cierto modo las considera justificables. Pero si queremos seguir los pasos de Jesús podemos hacerlo. Y no estamos solos para ello. A Elías le socorre Dios: “Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re 19,8). La Iglesia, desde antiguo, ha visto en la comida ofrecida a Elías una imagen de la Eucaristía. En ayuda nuestra viene nuestro Señor Jesucristo, Palabra y Pan de Vida. Con Él podemos ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,1-2). Con Él. Sin Él lo veo difícil, por no decir imposible.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 56061

jueves, 2 de agosto de 2012

Creer en Jesucristo (Domingo, 15 de Agosto)


Cuando la Iglesia gozaba en España de poder e influencia social no le faltaron acólitos que se arrimaran a ella en busca de beneficios que iban más allá de lo religioso. Los tiempos han cambiado, y la Iglesia no goza hoy de una buena apreciación por parte de la sociedad española. El fenómeno de la secularización, con las secuelas del ateísmo e indiferentismo religioso, sitúan a la Iglesia en la lista de instituciones menos valoradas. Como consecuencia de ello, son muchos los advenedizos de antes que han desertado de sus filas. Sin embargo, no podemos ver en esto un motivo para el desánimo, sino más bien para la reflexión y la esperanza. El Concilio Vaticano II al promover la separación entre la Iglesia y los poderes fácticos sentó las bases para una reforma. El primer paso es el desmonte de todo lo viejo, de lo superficial, de lo podrido que hay en el edificio. Todo proceso de purificación trae consigo el despojo de lo superfluo. Es condición necesaria ir ligero de equipaje para salir de Egipto y adentrase en el desierto. Allí, en la purificación de la travesía, vive el creyente “la noche oscura del sentido”, noche del dolor y del vacío, cuando surgen las preguntas más dolorosas: ¿Por qué nos haces pasar por esto? ¿Nos has traído a este desierto para hacernos morir de hambre y sed? (cf Ex 16,2). Detrás del hambre se esconde un problema de fe.

La obra que Dios quiere es que creais (Jn 6,29).

Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6,26). Jesús conoce el corazón del hombre, sabe de su infantilismo que le lleva buscar el placer sin esfuerzo, la satisfacción sin mortificación. Y en la dimensión religiosa no está exento de esa tendencia a inclinarse por un dios funcional. Dios en función de mis necesidades. Jesús sabe de eso, y nos previene: no ha venido a darnos de comer sino a enseñarnos a compartir; no está la fe en servirse de Dios sino en servirle. “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre” (Jn 6,27). Jesús dará un sentido nuevo a la vida, una lección que no conviene olvidar

A pocos meses del inicio del “año de la fe” viene muy bien la llamada de Jesús a renovar nuestra adhesión a su persona. Tal vez hemos caído ingenuamente en la trampa de definir nuestra identidad cristiana con una vaga referencia al mandamiento del amor: ser un buen cristiano es amar, obrar el bien, ayudar al necesitado, etc… palabras fáciles y hermosas que también definen al buen musulmán, al buen judío, budista o hindú. Con esa reducción moral del cristianismo (ser cristiano es “obrar el bien”) hemos disuelto la identidad propia de nuestra religión. ¿No lo notáis? Cualquiera se llama hoy cristiano apelando simplemente a lo bueno que se considera a sí mismo. Incluso se atreve a juzgar a los que practican los ritos católicos tildándolos de falsos.

El evangelio, sin negar la centralidad del amor para la vida del cristiano, nos pone en guardia ante el riesgo de querer vivir un cristianismo sin Cristo. Los que le buscaban dijeron a Jesús: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios? (Jn 6,28). Y no les contestó que “hay que ser buenos”, sino algo más sorprendente: “la obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado”. Palabras que suenan un tanto extrañas a nuestra religiosidad funcional y práctica, pero que revelan el meollo de la identidad cristiana: ser cristiano es ante todo creer en Jesucristo, creer que es el Hijo de Dios, Dios encarnado; lo que el Padre queire es que pongas a Jesús en el centro de tu vida, que seas un apasionado de su persona; es desde el misterio de Jesús desde donde ama el cristiano. La moral cristiana no viene motivada por una imposición legal (mandamientos), ni por simple altruismo (termina uno por cansarse de ayudar al prójimo cuando no hay reciprocidad) o empatía (“no quieras para los demás lo que no quieres para ti”, ¿no es un poco egoísta esta motivación?); la moral cristiana tiene su fuente en la fe; quien es cristiano es ante todo quien cree en la persona divina-humana de Jesús.

El sentido cristiano de la vida

“Yo soy el pan de vida. El que viene a mi no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6,35). Hay un pan material, como el maná que los israelitas recibieron en el desierto (Ex 16,12-15); pero ese pan es sólo un anuncio, un adelanto, del pan espiritual que es Jesús. El pan material es necesario para la vida; pero no basta. La experiencia nos dice que el hombre, amén de pan, necesita también un sentido para vivir. Y ahí es donde entra en juego la fe. Mientras no tenemos alimentos para sostener el cuerpo solemos vivir buscándolo desesperadamente con el trabajo o recurriendo mágicamente a la religión para conseguirlo. Sin embargo, cuando nuestro cuerpo está saciado -como ocurre en las sociedades desarrolladas y capitalistas- tendemos a la soberbia de la opulencia y el derroche. Descubrimos entonces que el pan no lo es todo.
En su travesía del desierto los Israelitas terminaron por cansarse del maná que tanto apetecieron en un primer momento: “Nos da nauseas ese pan sin sustancia” (Núm 21,5). ¡Qué hermosa descripción de la vida cuando cae en el sinsentido! La rutina de la eterna repetición de lo mismo provocan el hastío, la depresión, la muerte interior. Harto de todo lo deseable materialmente, el hombre sigue insatisfecho. Y es ahí donde se enraíza la importancia de la fe. “No fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”. ... Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. … Yo soy el plan vivo bajado del cielo, el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,32.48.51). Sin Jesús todo se dispersa y pierde sentido, con Él como eje de la vida, todo se unifica.

"No sólo de pan vive el hombre"(Lc 4,4). El hombre necesita también del cariño, de la ternura, de la comprensión, del sentido de las cosas, del amor. Leche y miel. No basta la leche, también la dulzura es imprescindible para el desarrollo de la persona. La fe da sentido a la vida. El creyente, tan débil y limitado como el no creyente, se puede sentir orgulloso del plus de haberes y posibilidades que le ofrece la fe. La fe es el punto de apoyo que necesita la palanca de la vida para desarrollar sus potencialidades (cfd Lc 17,6). Siguiendo a Jesús, poniendo su fe en Él, son muchos los que han realizado grandes obras sin perder ellos mismos la esperanza a pesar de las dificultades. Se acercaron a la Eucaristía, comulgaron con la Palabra y con el Pan de vida. Comprendieron que con la venida de Jesús el Padre “hizo llover sobre ellos maná y les dio pan del cielo”. La clave para edificar la Iglesia del futuro, ¿no está en redescubrir la fe en Jesús como Hijo de Dios? El retorno a Jesús, la importancia que ha adquirido la cristología en la vida de la Iglesia es un motivo de esperanza.
Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 25671