viernes, 17 de agosto de 2012

Recibir a Cristo y ser como Él (Domingo 19 de Agosto)

NOTA INFORMATIVA

Antes del comentario evangélico de este domingo, comunicar a los seguidores del blog que se une a él, con su visión desde latinoamérica, un sacerdote peruano, en concreto de la archidiócesis de Huancayo: el padre Javier Castillo Arroyo . Tuve la oportunidad de conocerlo hace unos años y le invité a colaborar en un blog que, por circunstancias ajenas a nosotros, ha sido eliminado, "San antonio de Mérida 2009". A raíz de esta circunstancia le he pedido que escriba sus reflexiones en esta página. Espero que con ello se enriquezca nuestra profundización en el Evangelio, en este caso con una visión desde la realidad peruana. El primer comentario del padre javier lo tenéis en la entrada anterior a ésta.
P. Javier,  ¡Bienvenido a este blog!

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¿Qué sucede con el pan cuando es llevado sobre el altar y es consagrado por el sacerdote? La doctrina católica lo expresa con una palabra difícil: transubs-tanciación.  Una palabra con la que se quiere decir que en el momento de la consagración el pan deja de ser pan y llega a ser cuerpo de Cristo. No se trata de una simple transformación (“cambiar de forma”, como cuando alguien cambia su imagen y decimos ¡qué transformado estás!; pero en el fondo sigue siendo la misma persona, con su misma inteligencia, su misma personalidad; en “esencia”, decimos, es la misma persona); con la palabra transubstanciación ocurre todo lo contrario: cambia la sustancia (la esencia), pero no las apariencias (forma, sabor, color, peso); se ha realizado la promesa de Jesús. “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).

Eucaristía y vida

A nuestra cultura, laica, secular y cientificista, la doctrina de que el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo, no puede menos que sonarle a fantasías y supersticiones propias de crédulos. Pero, ¿qué nos dice el misterio eucarístico a los que nos consideramos creyentes? Porque tal vez no hace mucho tiempo, el respeto a las especies consagradas era obsesivo, y sin embargo, parece que hoy pecamos de superficialidad a la hora tanto de comulgar como de considerar lo que tenemos entre manos cuando recibimos el pan eucarístico.

No hay duda de que para los primeros cristianos la participación en la eucaristía -entendida ésta no sólo como el acto de comulgar sino toda la celebración del día del Señor, que suponía la escucha de la Palabra, las oraciones,  la comida fraterna (ágape) y la participación del Pan Eucarístico- era un signo evidente de su identidad. San Justino nos cuenta cómo eran las misas de las primeras generaciones cristianas:
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“El día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina, el que hace cabeza nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos ejemplos. Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua, y el que preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes por medio de los diáconos. Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que se recoge se entrega al que hace cabeza para que socorra con ello a huérfanos y viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los encarcelados, a los forasteros que están de paso: en resumen, se le constituye en proveedor para quien se halle en la necesidad.” (San Justino, Primera apología,67).

Analizando este texto de mediados del siglo II podemos apreciar que ya para los cristianos  de entonces había una relación intensa entre lo que era el misterio eucarístico y la vida, es decir, había conexión entre la experiencia cristiana vital y la celebración dominical. La asistencia a la reunión del domingo era un signo de identidad para los creyentes en Jesús; a ella sólo podían acceder los iniciados, aquellos que habían alcanzado la fe, recibido el bautismo y que vivían conforme a lo que Cristo enseñó. Cuando se cumplían estos requisitos se consideraba que  estaban preparados para entender lo que era el “misterio” eucarístico:

“A nadie le es lícito participar (en la Eucaristía) si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó” (San Justino, Primera apología,65)


Somos lo que comemos

Hoy estamos sensibilizados acerca de los alimentos que tomamos. Hay quien se toma muy a pecho ese eslogan de la dietética que afirma que “somos lo que comemos”. Pues bien, algo así, aunque en un plano más espiritual y con matices distintos, dice san León Magno acerca de la comida eucarística: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos”. Es decir, al recibir a Cristo pasamos a ser “otros cristos”, dispuestos también para ser comidos por los hermanos. La diferencia está en que la comida material con que nos alimentamos se transforma en lo que somos, mientras que el Pan Eucarístico nos transforma a nosotros en lo que Cristo es. Por otro lado, no comer el Pan de la Vida nos aleja de Dios y nos lleva a la experiencia de hijos pródigos: "¡Cuántos jornaleros de mi Padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre" (Lc 15,17). 
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Comer la carne y beber la sangre. ¿Canibalismo y vampirismo? No. Amor. La comunión eucarística nos nutre del amor de Dios, de su vida inmortal; y cuando se recibe el amor de Dios ¿qué más se puede tener? Si el discurso del pan de vida lo leemos intercambiando las palabras “carne” y “sangre” por la del “amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” adquieren esos elementos un sentido pleno. Si comemos el “amor de Dios”, si nos llenamos de él, viviremos con Él, por Él y en Él (cf Jn 6,57). Nos transformamos en lo que comemos, en portadores de vida eterna.

Por la participación en Cristo, por la comunión con Dios, viene la sabiduría y la vida. La participación en el banquete de la Eucaristía nos hace sensatos y equilibrados psicológica y moralmente. Frente a la superficialidad de los que “se emborrachan con vino y se dan al libertinaje” (Ef 5,18), está la profundidad de los que beben la copa de la sabiduría que es Cristo, el saber ser de los que se llenan de su Espíritu  y alcanzan aquella libertad  que nos redime de ser esclavos del mundo.  Para llegar a ello no basta una participación rutinaria y ritual en la misa, porque un sacramento no es un acto mágico  sino un encuentro entre dos: el hombre y Dios: “el que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6,57).

   Aprender, celebrar y vivir.

La Eucaristía, sacramento de encuentro con Dios, logra su plenitud si atendemos a su riqueza, de la cual podemos destacar tres dimensiones:  

1.- Una dimensión docente: La liturgia de la Palabra, nos enseña la prudencia, nos da sabiduría para sopesar las cosas de este mundo. Y lo hace primeramente con el banquete de la Palabra,que alimenta nuestra mente y a través de ella nuestro corazón; también nos da Dios en la misa la lección crucial de la entrega, muerte y resurrección de Jesús hecha acto sacramental.

2.- También tiene la misa una  dimensión celebrativa (experiencial): “Venid a comer el pan y beber el vino ... dejad la inexperiencia y viviréis”. (Prov 9,5-6). “¡Gustad y ved que bueno es el Señor!” (Sal 34,9). La experiencia es la madre de la sabiduría. Vivir la misa es revivir (sentir en mí mismo) el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesús. Nuestra experiencia de Dios determina nuestro conocimiento acerca de Él e influirá decisivamente en nuestras acciones. La Eucaristía vivida con corazón despierta nuestros sentidos espirituales y nos transforma en apasionados de  Jesús y de la causa del Reino.

3.- Finalmente no podemos olvidar la  dimensión existencial: comer la carne y beber  la sangre del Señor es vivir como él vivió, participar de su obediencia al Padre y su entrega a los más débiles, vivir sus mismas experiencias de abandono a manos de Dios. ¡No basta con repetir el gesto de la última Cena, hay que vivir lo que ella significó de entrega generosa! Vivir la misa es revivir el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesús. Para "hacer memoria" recordando (ayer), celebrando (ahora) e imitando (futuro). Junto a la misa del ritual va la misa de la vida que ofrece al Padre con Jesús todo lo que hace y vive, la que imita al Maestro  haciéndose comida y bebida para el hermano. Una vida desplegada al modo de la de Jesús de Nazaret garantiza la autenticidad de la fe y la digna participación eucarística.


“La sabiduría se ha construido su casa… Los inexpertos que vengan aquí: Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia” (Prov 9,1-2.6). Experto es “el que ha experimentado”. Experto en Jesús ¿quién es?, ¿el que sabe mucho de Él?, ¿el que ha escrito libros de cristología?, ¿quién ha llegado a entender los entresijos filosófico-teológicos de la transubstanciación?  Nada de eso. El verdadero experto en Jesucristo es el que ha gozado y sufrido en su propia carne la sabiduría del evangelio, el que ha sabido aprovechar el momento y la ocasión para acercarse a Dios demostrando así su sensatez: “No seáis insensatos, sino sensatos. Sabed comprar la ocasión, porque vienen días malos” (Ef 5,15-16). Experto es el que come y bebe la sangre de Jesús discerniendo, es decir,  encarnando el evangelio en su vida (cf 1 Cor 11,27-29); experto es el que habita en Dios y Dios en él (Jn 6,56).

El lenguaje de la posmodernidad no es el de los conceptos sino el de la imagen y los sentimientos. El misterio de la realidad de Cristo en las especies consagradas no es accesible a nuestra inteligencia racional; sólo lo podemos intuir y transmitir por las emociones, por el sentimiento hecho vida. Podemos decir que sólo desde la inteligencia emocional podemos valorar convenientemente la riqueza del sacramento. ¿Cuál es tu experiencia eucarística? ¿Cuáles tus sentimientos hacia Jesús? ¿Y tu experiencia de amor al prójimo con Cristo? ¿Qué emociones -sentimientos que estabilizan la vida y mueven a la acción- crea en ti la participación en la misa dominical? No permitas que misa y vida vayan por caminos distintos; si es así es que no has entendido nada.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 26401

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