He de confesar que cuando me veo, como ahora, en la
necesidad de comentar textos como el discurso del pan de vida (Jn 6) me siento
un tanto azorado; y creo que tal cosa no me ocurre solo a mí sino también a
todos aquellos que, debido a la educación moralista recibida, tendemos como por
inercia a extraer consecuencias prácticas de los pasajes evangélicos,
considerando su mayor o menor valor sólo a partir de su funcionalidad moral.
Parece como si sólo nos interesase el qué me manda hacer Dios,
minimizando lo que pueda aprender sobre Dios y mi condición humana. Y el
pasaje que hoy toca comentar parece prestarse más a la contemplación espiritual
que al ejercicio de extraer tareas para la acción. Basta con que releas el texto y
subrayes alguna de sus frases parándote luego en cada subrayado, repitiendo el
texto elegido, dejándote llenar del contenido al ritmo de la musicalidad de la
palabra pronunciada física o mentalmente: “Yo soy el pan
bajado del cielo” … “Nadie pude venir a mi si no lo trae el Padre que me ha
enviado” … “Yo lo resucitaré en el último día”
… “El que cree tiene vida eterna” … “Yo soy el pan de la vida” … “El pan
que yo daré es mi carne para la vida del mundo” ( Jn 6, 41.44.47.48.51).
Párate, escucha, deja que penetre en ti cada una de estas verdades de fe. Gozar
de ello es recibir la buena noticia que alimenta el espíritu.
¡Levántate, come! (1 Re 19,5)
Tres son los alimentos de los que habla san Juan en su
evangelio: la voluntad del Padre (“Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra”
Jn 4,34), la Palabra de Dios (“El que
escucha al Padre y aprende viene a mi” Jn,6,45; "Si alguno me ama,
guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en
él". Jn 14,23) y la Eucaristía (“Mi
carne es verdadera comida” Jn 6,55), tres realidades tan íntimamente unidas
entre sí que no pueden separarse y que cada domingo procuramos revitalizar. Se
trata, en definitiva, de alimentar nuestra vida de fe, que no es sólo el
aprendizaje de teorías religiosas y el goce de sentimientos místicos, aunque
también necesita de ellos. Todos sabemos que una buena teoría sin práctica es
fariseísmo, pero también es verdad que una práctica sin buena teoría que la
alimente y promueva puede ser nefasta. Decía Sócrates que “una vida sin examen
no tiene objeto vivirla”; también una vida cristiana sin inteligencia a la luz
de la Palabra y sin el merecido disfrute de la celebración eucarística y los
demás sacramentos carece de sentido y está abocada al fracaso.
El creyente necesita alimentar constantemente el espíritu y
la inteligencia. Sin ese ejercicio de manducación (rumia de la Palabra) se le hace imposible el Camino y tiende a caer
en el desánimo y la desesperación. Esa fue la situación a la que llegó Elías en
el desierto cuando huía de la reina Jezabel; llegado un punto su interioridad
pierde fuerza y confiesa su abatimiento:
“Basta ya, Señor, quítame la vida”
(1 Re 19,4). Pero aunque el sentimiento de abandono de
Dios envuelva al hombre la revelación deja entender que Dios no lo abandona
nunca. Podemos verlo restaurando las fuerzas de Elías ofreciéndole pan y
diciéndole: "Levántate, come, que el camino es superior a a tus
fuerzas" (1 Re 19,5).
Son numerosos
los textos evangélicos que contienen una invitación a levantarse.
¡Levántate! Así invita Jesús al paralítico que le llevan para ser
curado (Lc 5,24), al hombre que tenía la mano seca (Lc 6,8), al ciego Bartimeo
(Mc 10,49). al difunto hijo de una viuda (Lc 7,12), al leproso agrad,cido de su
curación (Lc 17,19) o a la fallecida hija de Jairo (Mc 5,41). ¡Levántate! Cuando
el hombre acude a Jesús en situaciones de abatimiento Jesús le da ánimos,
alienta su caminar, infunde fuerzas a su espíritu. Hay en este hombre de Nazaret
una personalidad excepcional que va más allá de las palabras, un poder que
trasciende lo humano, hay en él una fuerza que no es de los hombres sino de
Dios.
Creer y recibir el poder de
Dios
Lo que
diferencia al creyente cristiano del simple admirador de su enseñanza y su vida
es que se ha adentrado en la excepcional personalidad de Jesús. A Jesús los
judíos le critican porque lo consideran como un maestro o profeta entre muchos, pero no llegan a aceptar el
misterio de su divinidad. Sólo conocen de Dios su origen terreno: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No
conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo
dice ahora que ha bajado del cielo?” (Jn 6,42). La pretensión inaudita de Jesús, su
insistencia en igualarse a Dios, les resultaba tan escandalosa a los judíos de
su tiempo Jesús como a los hombres de nuestro tiempo, dispuestos a transigir con
un Jesús profeta de la misericordia pero reacios a postrarse ante Él como Dios.
¿Qué decir de arrodillarse ante el Sacramento Eucarístico? ¿Dios en el pan y el
vino? ¡Escándalo también para el hombre contemporáneo! Es una suerte haber sido
elegido por Dios para ser introducidos en este misterio del Dios humanado: “Nadie puede venir a mi, si no lo trae el
Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). Ninguno de nosotros estaría aquí en este
momento, celebrando la Eucaristía, si Dios no nos hubiera traído; tampoco
creeríamos en la divinidad de Jesús, ni en su presencia en el Sacramento, si no
se nos hubiera revelado, porque “nadie
conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mt,11,27; cf
Mt 16,17).
Lo normal es que preguntemos qué tenemos que hacer para ser
buenos cristianos. ¿Qué pasos concretos hemos de dar en nuestra vida? Es la
pregunta que le dirigieron varios oyentes al Bautista (Lc 3,10-14), la misma que
el joven rico hizo a Jesús, aunque con matices, porque éste no tenía mucha
intención de seguir a Jesús sino de “ganar la vida eterna” como si de un negocio
se tratara (Lc 18,18 ). ¿Qué hemos de hacer? La respuesta es tan complicada y
tan simple como lo es el signo del pan. Puesto en la mesa tiene como función el
servir de alimento para los comensales, sin ese pan morirían. El destino del pan
es ser engullido, desaparecer para que otros sigan viviendo. Ese mismo fue el
destino de Jesús: morir para dar vida. Y ese es el Camino cristiano: ser pan con
Cristo, hacerse Eucaristía con Él, darse
como alimento a los demás. Contemplar a Jesús como pan de vida, celebrar la misa
y comulgar con Cristo es, pues, un
deleite porque comemos un alimento inmerecido, y una responsabilidad porque al participar del “cuerpo de Cristo” nos
hacemos uno con él y aceptamos el seguirle en su
destino.
Al final, como siempre, me ha salido la vena moral, el
compromiso deducido del texto: seguir a Jesús en su destino de amor. La carta de
san Pablo a los Efesios (4,30-5,2), proclamada también hoy, va más a lo
concreto: “Desterrad de vosotros la
amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos,
comprensivos, personándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.
Brevemente se describen dos modos de enfocar la existencia muy distintos y
opuestos: el primero, repudiado por el evangelio, viene dado por el deseo de
imponerse a los demás, y conduce a la amargura, la violencia y la maldad, a la
excomunión con Cristo y la muerte; el segundo, acorde a las enseñanzas de Jesús,
invita a la comprensión y el perdón mutuo, y nos lleva a la felicidad, la
comunión con Cristo y la vida. Hay que elegir. Vivir en comunión, comulgar
con Cristo en el amor o darle de lado siguiendo la senda de la maldad. Para esto
último basta con dejarnos llevar por la corriente de las pasiones (ira, gula,
soberbia, lujuria, avaricia, pereza, envidia), tan humanas que nuestro mundo en
cierto modo las considera justificables. Pero si queremos seguir los pasos de
Jesús podemos hacerlo. Y no estamos
solos para ello. A Elías le socorre Dios: “Se levantó Elías, comió y bebió, y con la
fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb,
el monte de Dios” (1 Re 19,8). La Iglesia, desde antiguo, ha visto en la
comida ofrecida a Elías una imagen de la Eucaristía. En ayuda nuestra viene
nuestro Señor Jesucristo, Palabra y Pan de Vida. Con Él podemos ser “imitadores de Dios, como hijos queridos
y vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y
víctima de suave olor” (Ef 5,1-2). Con Él. Sin Él lo veo difícil, por no
decir imposible.
Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 56061
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