¡Eres grande, pequeña! Un piropo para la Virgen María. Porque ella fue grande cuando se
reconoció esclava del Señor, cuando gritó con júbilo que “Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 2,52); grande cuando insiste ante su Hijo en las
bodas de Caná: “no tienen vino” (Jn 2,3); cuando,
asunta al cielo, coronada de estrellas, sigue abajándose a escuchar la plegaria
de sus hijos.
La
grandeza de María no es suya, es participada. Quien es realmente grande es
Dios, y su Hijo Jesucristo. Ella no se proclama importante, no hace un
elogio de sí misma, sino que su grandeza la pone en el Todopoderoso “que ha hecho obras grandes por mí, su
nombre es santo” (Lc 2,49). La fe hace que María se evalúe y considere a sí misma en
su justa medida: como criatura. Cumple ella lo que san Ignacio de Loyola enseña
en el principio y fundamento de sus ejercicios espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer
reverencia y servir a Dios nuestro Señor“. En todo amar y servir. Ella,
mujer de nuestra raza, tuvo muy claro que su realización personal sólo era
posible por el servicio a Dios, inseparable del servicio a la humanidad.
Entendió María con claridad la paradójica Palabra de su Hijo: "El
que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que
quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc
10, 43-44).
La
auténtica grandeza no está fuera del hombre, sino dentro, en su corazón. A
veces sólo Dios ve esa grandeza. Por eso, como enseña san Agustín -“yo te buscaba fuera y tú estabas dentro”-,
no busques la vida fuera de ti sino en
tu interior; serás grande si tienes un corazón grande, serás grande no por tu
ciencia sino por mantener la humildad en el pedestal de la ciencia, no por
tener autoridad sino por ejercerla como un servicio a la justicia, no por lo
que haces (una obra de arte, un premio
literario, una investigación científica de alto nivel) por muy importante que sea, sino por hacerlo con un corazón agradecido,
de niño.
La
verdadera grandeza no está reñida con la humildad, ni con la obediencia, ni con
la vocación de servicio. Más bien, en todo ello encuentra la excelencia
cristiana su pedestal y la base auténtica del humanismo cristiano. ¿No es
María, asunta al cielo, un magnífico ejemplo de la verdadera grandeza? ¿Acaso
María, coronada por reina del universo, ha renunciado a ser la esclava del
Señor? María es la síntesis más perfecta de grandeza en la pequeñez y de
pequeñez en la grandeza.
La
asunción de María es la fiesta que canta con ella y en ella la grandeza de los cristianos que
siguen los pasos de Jesús, siervo de la humanidad. El triunfo de la
Asunción es la victoria de los que siguen los pasos de Jesús: “ella es
figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la Asunción). Mirar a María en
esta fiesta, celebrarla, es afianzarnos en el optimismo cristiano, convencernos
de que merece la pena ser el último de todos, porque la humildad es la virtud primera, y "el que se humilla será ensalzado" (Lc 14,11).
Los
cristianos, tenemos mucho en qué imitar a María para alcanzar con ella su mismo
destino glorioso. Tal vez la vida no nos dé la oportunidad de realizar obras
espectaculares; pasarán nuestros días en el anonimato de un trabajo poco relevante
socialmente y en la rutina de una vida sin publicidad. Pero si en la sencillez
de todo eso ponemos amor, habremos encontrado el quid, la esencia de la vida. ¿Qué otra cosa hizo María que poner el
amor (Dios) en el centro de todos sus actos?
A santa Teresa de Lisieux la solemos citar como “santa Teresita” (Teresa la pequeña), para
diferenciarla de la otra, la gran mística y escritora: santa Teresa de Ávila; pues bien, santa
Teresita no se consideraba ella misma digna de grandes obras misioneras como la
de san Francisco Javier, ni de grandes obras teológicas o doctrinales como san Agustín o santo Tomás de Aquino. No
se creyó nunca en posesión de la elocuencia de san Francisco de Sales o de san
Antonio de Padua. Tampoco se veía a sí misma merecedora de entrar en la lista de los grandes mártires de
la Iglesia. Y pidió a Dios en la oración
que le indicara el camino de santidad que había elegido para ella; y lo
encontró: “comprendí que la Iglesia tenía
un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el
amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia… Comprendí que
el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo… Entonces, ene
l exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío! … por fin he
hallado mi vocación: ¡mi vocación es el amor! … ¡en el corazón de la Iglesia,
mi Madre, yo seré el amor!”. La mayoría de la gente de Iglesia no tendrá nunca
la oportunidad de hacer “grandes cosas”
que le den reconocimientos mundanos, aunque estos sean religiosos, pero nadie
les impedirá poder amar, caminar por las
sendas del amor día a día, con sencillez. ¿Acaso no fue eso lo que hizo María?
Porque supo ser la última es ahora la primera, “la primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (Prefacio
de la fiesta).
Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 26222
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