Cuando la Iglesia gozaba en
España de poder e influencia social no le faltaron acólitos que se arrimaran a
ella en busca de beneficios que iban más allá de lo religioso. Los tiempos han cambiado, y la Iglesia no
goza hoy de una buena apreciación por parte de la sociedad española. El fenómeno
de la secularización, con las secuelas del ateísmo e indiferentismo religioso,
sitúan a la Iglesia en la lista de instituciones menos valoradas. Como
consecuencia de ello, son muchos los advenedizos de antes que han desertado de
sus filas. Sin embargo, no podemos ver en esto un motivo para el desánimo, sino
más bien para la reflexión y la esperanza. El Concilio Vaticano II al promover
la separación entre la Iglesia y los poderes fácticos sentó las bases para una
reforma. El primer paso es el desmonte de todo lo viejo, de lo superficial, de
lo podrido que hay en el edificio. Todo proceso de purificación trae consigo el
despojo de lo superfluo. Es condición necesaria ir ligero de equipaje para
salir de Egipto y adentrase en el desierto. Allí, en la purificación de la travesía, vive
el creyente “la noche oscura del sentido”, noche del dolor y del vacío, cuando
surgen las preguntas más dolorosas: ¿Por qué nos haces pasar por esto? ¿Nos has traído a este desierto para
hacernos morir de hambre y sed? (cf Ex 16,2). Detrás del hambre se esconde
un problema de fe.
La obra que Dios quiere es que
creais (Jn 6,29).
“Me buscáis no porque
habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta
saciaros” (Jn 6,26). Jesús conoce el corazón del hombre, sabe de su
infantilismo que le lleva buscar el placer sin esfuerzo, la satisfacción sin
mortificación. Y en la dimensión religiosa no está exento de esa tendencia a
inclinarse por un dios funcional. Dios en función de mis necesidades. Jesús sabe
de eso, y nos previene: no ha venido a darnos de comer sino a enseñarnos a
compartir; no está la fe en servirse de Dios sino en servirle. “Trabajad no por el alimento que perece,
sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del
hombre” (Jn 6,27). Jesús dará un sentido nuevo a la vida, una lección que
no conviene olvidar
A pocos meses del inicio del
“año de la fe” viene muy bien la llamada de Jesús a renovar nuestra adhesión a
su persona. Tal vez hemos caído ingenuamente en la trampa de definir nuestra
identidad cristiana con una vaga referencia al mandamiento del amor: ser un buen
cristiano es amar, obrar el bien, ayudar al necesitado, etc… palabras fáciles y
hermosas que también definen al buen musulmán, al buen judío, budista o hindú.
Con esa reducción moral del cristianismo (ser cristiano es “obrar el bien”)
hemos disuelto la identidad propia de nuestra religión. ¿No lo notáis?
Cualquiera se llama hoy cristiano apelando simplemente a lo bueno que se
considera a sí mismo. Incluso se atreve a juzgar a los que practican los ritos
católicos tildándolos de falsos.
El evangelio, sin negar la
centralidad del amor para la vida del cristiano, nos pone en guardia ante el
riesgo de querer vivir un cristianismo sin Cristo. Los que le buscaban
dijeron a Jesús: “¿Qué tenemos que hacer
para realizar las obras de Dios? (Jn 6,28). Y no les contestó que “hay que
ser buenos”, sino algo más sorprendente: “la obra de Dios es esta: que creáis en el
que él ha enviado”. Palabras que suenan un tanto extrañas a nuestra
religiosidad funcional y práctica, pero que revelan el meollo de la identidad
cristiana: ser cristiano es ante todo creer en Jesucristo, creer que es el Hijo
de Dios, Dios encarnado; lo que el Padre queire es que pongas a Jesús en el
centro de tu vida, que seas un apasionado de su persona; es desde el misterio de
Jesús desde donde ama el cristiano. La moral cristiana no viene motivada por una
imposición legal (mandamientos), ni por simple altruismo (termina uno por
cansarse de ayudar al prójimo cuando no hay reciprocidad) o empatía (“no quieras
para los demás lo que no quieres para ti”, ¿no es un poco egoísta esta
motivación?); la moral cristiana tiene su fuente en la fe; quien es cristiano es
ante todo quien cree en la persona
divina-humana de Jesús.
El sentido cristiano de la
vida
“Yo
soy el pan de vida. El que viene a mi no tendrá hambre, y el que cree en mí no
tendrá sed jamás”
(Jn 6,35). Hay un pan material, como el maná que los israelitas recibieron en el
desierto (Ex 16,12-15); pero ese pan es sólo un anuncio, un adelanto, del pan
espiritual que es Jesús. El pan material es necesario para la vida; pero no basta. La experiencia nos
dice que el hombre, amén de pan, necesita también un sentido para vivir. Y ahí
es donde entra en juego la fe. Mientras no tenemos alimentos para sostener el
cuerpo solemos vivir buscándolo desesperadamente con el trabajo o recurriendo
mágicamente a la religión para conseguirlo. Sin embargo, cuando nuestro cuerpo
está saciado -como ocurre en las sociedades desarrolladas y capitalistas-
tendemos a la soberbia de la opulencia y el derroche. Descubrimos entonces que
el pan no lo es todo.
En su travesía del desierto
los Israelitas terminaron por cansarse del maná que tanto apetecieron en un
primer momento: “Nos da nauseas ese pan
sin sustancia” (Núm 21,5). ¡Qué hermosa descripción de la vida cuando cae en
el sinsentido! La rutina de la eterna repetición de lo mismo provocan el hastío,
la depresión, la muerte interior. Harto de todo lo deseable materialmente, el
hombre sigue insatisfecho. Y es ahí donde se enraíza la importancia de la fe. “No fue Moisés quien os dio pan del cielo,
sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”. ... “Vuestros padres comieron en el desierto el
maná y murieron. … Yo soy el plan vivo bajado del cielo, el que come de este pan
vivirá para siempre” (Jn 6,32.48.51). Sin Jesús todo se dispersa y pierde
sentido, con Él como eje de la vida, todo se unifica.
"No sólo de pan vive el
hombre"(Lc 4,4). El hombre necesita
también del cariño, de la ternura, de la comprensión, del sentido de las cosas,
del amor. Leche y miel. No basta la leche, también la dulzura es imprescindible
para el desarrollo de la persona. La fe da sentido a la vida. El creyente, tan
débil y limitado como el no creyente, se puede sentir orgulloso del plus de haberes y posibilidades que le
ofrece la fe. La fe es el punto de apoyo que necesita la palanca de la vida para
desarrollar sus potencialidades (cfd Lc 17,6). Siguiendo a Jesús, poniendo su fe en Él, son
muchos los que han realizado grandes obras sin perder ellos mismos la esperanza
a pesar de las dificultades. Se acercaron a la Eucaristía, comulgaron con la Palabra y con el Pan de vida. Comprendieron que con la venida de Jesús el
Padre “hizo llover sobre ellos maná y les
dio pan del cielo”. La clave para edificar la Iglesia del futuro, ¿no está
en redescubrir la fe en Jesús como Hijo de Dios? El retorno a Jesús, la
importancia que ha adquirido la cristología en la vida de la Iglesia es un
motivo de esperanza.
Casto Acedo Gómez. Agosto 2012. paduamerida@gmail.com. 25671
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