Hace dos
domingos, al narrarnos el evangelista Marcos el milagro de la tempestad calmada,
concluía la narración con esta enigmática pregunta “¿Quién es este que hasta el viento y el mar
le obedecen?” (Mc 4,41). Hoy, la liturgia nos presenta en el evangelio la
misma reacción de sorpresa; esta vez en boca de sus paisanos: ¿Quién es este?
¿De dónde ha salido esa sabiduría que muestra? ¿No es el hijo de José, el
carpintero, y de de María? ¿No ha vivido y se ha criado entre nosotros? (Mc
6,2-3).
¿Quién
es este?
Los paisanos
de Jesús pasan del asombro (reconocimiento de la sabiduría de sus palabras en la
sinagoga) a la desconfianza (¿qué nos puede enseñar el hijo de un artesano?). Si
en multitud de pasajes evangélicos podemos observar cómo la fe propicia el
milagro -recordemos la curación del a hemorroísa y la resurrección de la hija de
Jairo, el domingo pasado-, también en otros lugares se nos ofrece la otra cara
de la moneda: la desconfianza del hombre bloquea la eficacia del amor de Dios: “No pudo hacer ningún milagro por su falta
de fe” (Mc 6,5). Sin el concurso
de la fe del hombre a la Palabra de Dios no hay salvación
(milagro).
Jesús
resume la actitud de sus paisanos echando mano de un dicho, de un refrán
corriente en su tiempo y que ha pasado desde el evangelio hasta nuestros días:
“No
desprecian a un profeta más que en su tierra, entre los suyos y en su
casa"
(Mc 6,4). Nadie
es profeta en su tierra.
Sus paisanos se habían acostumbrado a él. Le habían visto crecer, conocían a sus
padres y parientes. ¿Qué se puede esperar de este carpintero?
Es
la actitud de ceguera para ver la realidad fruto de la rutina que va empañando
los ojos y tergiversando la visión clara de las cosas. Nos acostumbramos
de tal manera a las cosas, incluso a las de Dios, que nos cuesta verlo aunque lo
tengamos delante. Por eso, tal vez la primera enseñanza de este evangelio sea la
de no
acostumbrarnos nunca a nada.
Es triste encontrar un marido que se ha acostumbrado a su mujer, o la esposa que
se ha acostumbrado a su marido (¿qué me va a enseñar? ¿qué voy a esperar ya de
él?), o un sacerdote acostumbrado a su oficio (¿no percibes su rutina y frialdad
celebrativa?), o el cristiano que se ha acostumbrado a la misa, a la
participación rutinaria en los sacramentos, a la doctrina bien estudiada o a la
teología perfectamente estructurada, de forma que ya no se encuentra novedad
alguna en las cosas y las personas. Es el pecado de los fariseos, tan seguros ya
de estar en el buen camino y en la posesión de la verdad que sus oídos y sus
vidas quedan impedidos para percibir la presencia de Dios en su
historia.
Ser en la vida “romero”.
Dios
no admite “acostumbrados”. El acostumbrado es un muerto a la fe. Ya no espera
nada, todo lo tiene situado en su lugar. No es capaz de ver la “novedad” de
Dios, su profecía, su milagro, que le llega a través de la naturaleza, de la
historia, de los acontecimientos que vive con parientes y vecinos. ¡Cuántos
profetas nos manda el Señor! Cada consejo de un buen amigo, cada verdad que nos
dicen con ánimo de convertirnos, de que cambiemos nuestras actitudes negativas,
cada testimonio de paciencia, de entrega al enfermo, al abandonado, cada gesto
de solidaridad son voces proféticas que nos llaman a descubrir la fuerza de Dios
escondida en la debilidad de los hombres (cf 2 Cor 12,9-10).
El
remedio está en romper esquemas, en esquivar la tentación de la “costumbre”, del
acomodo en lo fácil, en abrir la mente para superar el "escándalo de Dios". El
poeta León Felipe canta que hay que ser “romeros”, peregrinos que no se instalan
en un lugar apacible, que no dogmatizan su fe, sino que se ponen cada día en
marcha no dejando que el alma sientan la tentación de instalarse en ideas e
imágenes prefabricadas y fijas de Dios y de la vida. Cuando hacemos de Dios una
idea lo transformamos en un ídolo. El Dios verdadero no se deja encerrar ni en
ideas ni en imágenes. Para acercarnos a Jesús, para crecer en la fe, para no
perder la sorpresa de Dios, hay que ser romero
que busca siempre caminos nuevos, romero con el corazón abierto a la noticia de
Dios.
.
No es fácil
asimilar el hecho de que Dios se haga presente en la debilidad de la carne. Se
es Dios o se es hombre, ¿acaso se pueden ser las dos cosas a la vez? Con la
encarnación, y más aún, con la muerte en cruz, el escándalo está servido. Los
paisanos de Jesús se escandalizaron de él. Esperaban un Mesías más divino, no
tan humano como el hijo de María y José. Esperaban que la fuerza de Dios se
revelara de manera portentosa y espectacular. Pero Dios no usa del poder y el
espectáculo para imponerse, sino que muestra su fuerza en la debilidad (cf 2 Cor
12,9-10). ¿Quién creerá en un Dios así?
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