sábado, 7 de julio de 2012

Nadie es profeta en su tierra (Domingo 8 de Julio)

Hace dos domingos, al narrarnos el evangelista Marcos el milagro de la tempestad calmada, concluía la narración con esta enigmática pregunta “¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4,41). Hoy, la liturgia nos presenta en el evangelio la misma reacción de sorpresa; esta vez en boca de sus paisanos: ¿Quién es este? ¿De dónde ha salido esa sabiduría que muestra? ¿No es el hijo de José, el carpintero, y de de María? ¿No ha vivido y se ha criado entre nosotros? (Mc 6,2-3).
¿Quién es este?
Los paisanos de Jesús pasan del asombro (reconocimiento de la sabiduría de sus palabras en la sinagoga) a la desconfianza (¿qué nos puede enseñar el hijo de un artesano?). Si en multitud de pasajes evangélicos podemos observar cómo la fe propicia el milagro -recordemos la curación del a hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, el domingo pasado-, también en otros lugares se nos ofrece la otra cara de la moneda: la desconfianza del hombre bloquea la eficacia del amor de Dios: “No pudo hacer ningún milagro por su falta de fe” (Mc 6,5). Sin el concurso de la fe del hombre a la Palabra de Dios no hay salvación (milagro).

Jesús resume la actitud de sus paisanos echando mano de un dicho, de un refrán corriente en su tiempo y que ha pasado desde el evangelio hasta nuestros días: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre los suyos y en su casa" (Mc 6,4). Nadie es profeta en su tierra. Sus paisanos se habían acostumbrado a él. Le habían visto crecer, conocían a sus padres y parientes. ¿Qué se puede esperar de este carpintero?

Es la actitud de ceguera para ver la realidad fruto de la rutina que va empañando los ojos y tergiversando la visión clara de las cosas. Nos acostumbramos de tal manera a las cosas, incluso a las de Dios, que nos cuesta verlo aunque lo tengamos delante. Por eso, tal vez la primera enseñanza de este evangelio sea la de no acostumbrarnos nunca a nada. Es triste encontrar un marido que se ha acostumbrado a su mujer, o la esposa que se ha acostumbrado a su marido (¿qué me va a enseñar? ¿qué voy a esperar ya de él?), o un sacerdote acostumbrado a su oficio (¿no percibes su rutina y frialdad celebrativa?), o el cristiano que se ha acostumbrado a la misa, a la participación rutinaria en los sacramentos, a la doctrina bien estudiada o a la teología perfectamente estructurada, de forma que ya no se encuentra novedad alguna en las cosas y las personas. Es el pecado de los fariseos, tan seguros ya de estar en el buen camino y en la posesión de la verdad que sus oídos y sus vidas quedan impedidos para percibir la presencia de Dios en su historia.

Ser en la vida “romero”.

Dios no admite “acostumbrados”. El acostumbrado es un muerto a la fe. Ya no espera nada, todo lo tiene situado en su lugar. No es capaz de ver la “novedad” de Dios, su profecía, su milagro, que le llega a través de la naturaleza, de la historia, de los acontecimientos que vive con parientes y vecinos. ¡Cuántos profetas nos manda el Señor! Cada consejo de un buen amigo, cada verdad que nos dicen con ánimo de convertirnos, de que cambiemos nuestras actitudes negativas, cada testimonio de paciencia, de entrega al enfermo, al abandonado, cada gesto de solidaridad son voces proféticas que nos llaman a descubrir la fuerza de Dios escondida en la debilidad de los hombres (cf 2 Cor 12,9-10).
El remedio está en romper esquemas, en esquivar la tentación de la “costumbre”, del acomodo en lo fácil, en abrir la mente para superar el "escándalo de Dios". El poeta León Felipe canta que hay que ser “romeros”, peregrinos que no se instalan en un lugar apacible, que no dogmatizan su fe, sino que se ponen cada día en marcha no dejando que el alma sientan la tentación de instalarse en ideas e imágenes prefabricadas y fijas de Dios y de la vida. Cuando hacemos de Dios una idea lo transformamos en un ídolo. El Dios verdadero no se deja encerrar ni en ideas ni en imágenes. Para acercarnos a Jesús, para crecer en la fe, para no perder la sorpresa de Dios, hay que ser romero que busca siempre caminos nuevos, romero con el corazón abierto a la noticia de Dios.
Ser “romero” es todo un estilo vida que facilitará el reconocer a Jesús entre nosotros y alimentará la fe. A Jesús le sorprende el rechazo de sus vecinos, “y se extrañó de su falta de fe” (Mc 6,6). Los más cercanos, los más allegados, los más seguros de sí, fueron incapaces de ver al “profeta” que vivió entre ellos; estaban hechos a una imagen concreta de Jesús (¡qué nos vas a decir que ya no sepamos de ti, carpintero!) y de Dios (¿cómo Dios se va a rebajar tanto como para colocarse al nivel de los hombres?) difícil de desmontar.
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No es fácil asimilar el hecho de que Dios se haga presente en la debilidad de la carne. Se es Dios o se es hombre, ¿acaso se pueden ser las dos cosas a la vez? Con la encarnación, y más aún, con la muerte en cruz, el escándalo está servido. Los paisanos de Jesús se escandalizaron de él. Esperaban un Mesías más divino, no tan humano como el hijo de María y José. Esperaban que la fuerza de Dios se revelara de manera portentosa y espectacular. Pero Dios no usa del poder y el espectáculo para imponerse, sino que muestra su fuerza en la debilidad (cf 2 Cor 12,9-10). ¿Quién creerá en un Dios así?
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Casto Acedo. Julio 2012. paduamerida@gmail.com24325

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