jueves, 26 de agosto de 2021

El pecado de la hipocresía (29 de Agosto)

  Domingo 22º del Tiempo ordinario. Ciclo B. (Clickar)    

Dt 4,1-8; Salm 14,2-5; Sant 1,17-.27; Mc 7,1-8a.14-15.21-23

 

En un mundo pragmático y vitalista como el nuestro, donde lo importante son los hechos y las vivencias, tildar a alguien de “teórico” es poco menos que un insulto; lo que importa es la práctica, lo que se hace, decimos; algo que tiene sus pros y sus contras. A favor tenemos la valoración de la vida como acción; en contra la posibilidad de un activismo despersonalizante.  
 
Todos presumimos de ser coherentes, de hacer lo que pensamos y creemos que debemos hacer. Pero sabemos que no somos así. No obstante, nos obstinamos en convencernos de que sí , y para ello, cuando no hacemos el bien que pensamos, acabamos por pensar como un bien todo lo que hacemos. Maldades como la soberbia, la avaricia y el enriquecimiento desmedido, el aborto, la infidelidad, la marginación, el abandono de ancianos, las envidias, las mentiras, etc. las terminamos justificando cuando nos afectan y se nos hace difícil rechazarlas por lo que  suponen de mortificación del  ego. 
 
Hay quien ha dicho que cuando se deja de creer en Dios, se acaba  creyendo en cualquier cosa; yo añadiría que cuando se pierde la fe en poder vivir coherentemente (moral objetiva) se termina acomodando la moral al propio ego (moral subjetiva).  
 
 El pecado de hacer oídos sordos a la Palabra.

  El mensaje de fondo de la liturgia de la Palabra de este domingo  invita a huir de la hipocresía acercándonos a  la necesaria coherencia entre teoría y práctica: “Dichoso el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica” (Lc 11,28). Esta cita aúna dos elementos importantes e inseparables para el hombre de fe:

* la necesidad de la escucha de la Palabra que cimenta  una buena teoría: “escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir” (Dt 4,1);  

* y la verificación de dicha teoría por las obras correspondientes, dato en el que insiste la carta de Santiago: “Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido planteada y es capaz  de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos” (Sant 1,22).

San Marcos, en línea con  Moisés y con Santiago, viene a decir que la Palabra no puede aparcarse en la superficie, que  no bastan los cumplimientos externos (ritualismo), hay que actuar desde el corazón: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mc 7,6). ¿Quién está cerca del Señor?, pregunta el salmista; y la respuesta: “El que procede honradamente y practica la justicia” (Sal 14,2).


El pecado de la hipocresía

Amparados en un cómodo “lo importante es actuar” hay quien rehúye la autocrítica acerca de sus actos, haciendo de su propia práctica la única vara de medir; así, el hombre religioso, sin negar a Dios en teoría, tiende a erigirse a sí mismo en dios justificando sus desmanes y exigiendo a los demás lo que él mismo no estaría dispuesto a hacer (ateísmo práctico, moral farisaica,  Mt 23,4). Sordos que no quieren oír la voz de Dios o de su propia conciencia..

Me hago el sordo ante Dios cuando establezco mi ego como la medida de todo. Un pecado éste de la sordera voluntaria, que  se apoya en:


* Excusas externas tales como que “no tengo tiempo para leer el evangelio, ni para meditar, ni para hacer silencio y detenerme a escuchar”.  El ruido de los negocios no deja tiempo para abrir el oído; las ambiciones del mundo no dejan lugar para la humildad de Dios. Son obstáculos externos que impiden la escuchaPero por otro lado también hay

 * Barreras internas que no dejan que la Palabra empape el corazón; se trata de la aversión a todo lo que molesta, y la Palabra de Dios incomoda porque es profética, “viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo” (Hb 4,12); la claridad y exigencias de la palabra hieren la sensibilidad burguesa; por ello a veces huimos de la escucha. “De esto te oiremos hablar en otra ocasión”, le dijeron a Pablo en el Areópago (Hch 17,32).
 
Hay un pecado  que Jesús no soporta, y es el de los fariseos; el delito de vivir "como si fueras" oyente de  la Palabra. Con su insistencia en la justa relación entre teoría y práctica, fe y obras, decir y hacer, el Señor quiere salvar al hombre del pecado de hipocresía,  de la actitud de quien ha hecho de la ley su propia máscara, su seguridad, actitud de quien vive “como si fuera” un buen cristiano sin serlo, porque en realidad, seducido por el demonio y cegado en su egolatría, confunde al Dios Padre de Jesucristo  con otras cosas. Buenas
 
No hay pecado reprobado con más vehemencia por Jesús que el de la hipocresía: quedarse en las formas y no ir al fondo, nadar presuntuoso, ágil y superficialmente, en la superficie de la teoría sin tocar el fondo de la práctica.

 Al hipócrita no le llega la Palabra “al corazón”. Ha hecho de la fe una “estructura” donde todo está organizado, donde todo tiene su explicación y su lugar, donde hay respuesta para todo (¡ay de quienes se las saben todas!),  pero no hay vida. ¿No damos a veces esa sensación los hombres de Iglesia? ¿No tienes a menudo ese sentimiento de que todo está fijado, calculado, estipulado,  y por tanto, muerto? ¿No embota tu mente el Código de Derecho Canónico (normas, cláusulas, prohibiciones) y la obsesión por  las rúbricas litúrgicas (lo importante es “cómo” celebrar más que el “qué” se celebra)? ¿No sientes necesidad de una comunidad que te proporcione el calor de una auténtica familia?.


Corazón que siente, corazón que ama.
 
Sin negar la validez del Código ni el de las rúbricas litúrgicas, el evangelio de Jesucristo  pone en claro que en las cosas de Dios lo primordial  no son las normas ni las formas, sino el corazón. El corazón es lo más íntimo del hombre, su conciencia, su “sagrario” (GS 16). El encuentro salvador con Dios se da ahí, en tu “castillo interior”, en tu conciencia. Es ahí donde anida la verdadera maldad y la verdadera bondad. Y es ahí, a la raíz del corazón,  adonde debe llegar la Palabra sanadora de Dios: “Arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,26).
 
Cuando la Palabra llega a la conciencia-corazón del hombre, lo ilumina con su enseñanza, sana sus heridas y  cambia  su textura, que pasa de abrupta y fría piedra a suave y cálida carne; el corazón regado con el agua que es Cristo es un corazón más humano, más capaz de sentir la injusticia infligida al prójimo, más preparado para compadecerse de las injusticias, para «visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y no mancharse las manos con este mundo» (Sant 1,27). Quien vive desde el corazón escapa a la superficialidad del activismo y al engaño de la hipocresía. El corazón es el centro que unifica una buena teoría con una buena práctica; cuando se dice de alguien que tiene corazón se está diciendo que sabe lo que tiene que hacer y lo hace. 

* * *
Revisa, tu vida, tus tradiciones, tus leyes y costumbres, y tu activismo irreflexivo. Profundiza en los principios sagrados que pueden sostenerte como hombre de fe: Dios es Padre (Amor), Jesucristo es Dios amando (mi modelo de excelencia moral), y yo soy criatura de Dios, nacido del Amor y llamado a vivir en Iglesia (comunidad del amor y de la misericordia que se recibe de Dios y se comparte con los hermanos).

Situado en la encrucijada quédate con la Palabra de Dios y relativiza tus palabras. Deja que Jesucristo, el Señor, sea eso, el Señor de tu vida, el que está en el centro de tu corazón; y meditando sus bienaventuranzas ponlas en práctica, no contentándote con oírlas engañándote a ti mismo, “porque quien oye la palabra y no la pone en práctica, se parece al hombre que se miraba la cara en un espejo, y apenas se miraba daba media vuelta y se olvidaba de cómo era. Pero el que se concentra en la ley perfecta, la de la libertad, y permanece en ella, no como oyente olvidadizo, sino poniéndola en práctica, ese será dichosos al practicarla” (Sant 1,23-25). Una vida teórica queda desacreditada si no se practica; pero no olvides que la solución no está en despreciar las buenas enseñanzas sino en aprenderlas y ponerlas por obra. ¡Danos, Señor, un corazón grande para amar! El verdadero cristiano no vive desde las normas y los ritos sino desde el corazón.
 
Casto Acedo Gómez. Agosto 2021paduamerida@gmail.com.

martes, 17 de agosto de 2021

La decisión de seguir a Jesús (Domingo 22 de Agosto)

Jos 24,1-2a.15-17.18b   *Salm 33,2-3.16-17.20-23   *Ef 5, 21-32  *Jn 6, 61-70 


Hay momentos en la vida en que nos vemos forzados a tomar decisiones importantes que pueden variar el curso de nuestra historia personal. Optamos ya en la adolescencia por estudiar o no estudiar, por escoger estos estudios o aquellos; más tarde  habrá que tomar la decisión de casarse y formar una familia, seguir la vida religiosa o simplemente mantenerse célibe; también hay que elegir lanzarse a tal o cual negocio, o seguir un estilo de vida u otro

En tiempos antiguos la religión, el trabajo, el domicilio, e incluso el esposo o la esposa, venían dados por la costumbre o la tradición; generalmente los padres, apoyados en la tradición social y familiar  determinaban la elección. 
Hoy puedes elegir tu religión, tu trabajo, tu modelo de familia,  e incluso algunos  se atreven a afirmar -en el colmo de las opciones- que también puedes elegir tu ser masculino o femenino (?). Sea como sea te encuentras ante la belleza y el riesgo de la libertad.

O Dios o los ídolos

Aunque los patrones de comportamiento paternales o sociales influyen bastante a la hora de la decisión, la elección es una tarea de  siempre. Cuando el pueblo de Israel entró en contacto con la cultura y la religión de los cananeos, al convivir con la cultura y la religión propias de esos pueblos, muchos israelitas se deslizaron peligrosamente o incluso cayeron en la tentación de seguir la práctica de sus cultos idolátricos. 

Josué, sucesor de Moisés,  viendo cercana su muerte, y consciente de la situación, convoca en  asamblea en Siquém “a todas las tribus de Israel, a los ancianos de Israel, a los jefes, a los jueces y a los magistrados” (Jos 24,1).  Allí les recuerda todo lo que Dios ha hecho por ellos desde la llamada de Abrahán hasta el momento presente (24,2-13), algo que algunos parecían haber olvidado.  Luego pone a los Israelitas en el trance de elegir: “Si os resulta duro servir al Señor, escoged a quién servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos 24,15).  ¿Dios o los ídolos? Se trata de una decisión importante para cada persona y cada tribu de Israel, porque de su respuesta dependerá su futuro.

Observemos que ante el riesgo de una pérdida de identidad como Pueblo de Yahvé, Josué invoca la experiencia histórica que les ha configurado como tal y que en cierto modo les obliga a decidir ser o no ser ellos mismos.  Y el pueblo decide seguir al Señor: “¡lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!” (Jos 24,16) Razones: su propia historia: “porque el Señor nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud, e hizo ante nuestros ojos grandes prodigios” (Jos 24,17); “también nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!” (24,18); “¡al Señor nuestro Dios serviremos y obedeceremos su voz!” (24,31). 

La experiencia de Dios que ha vivido el pueblo, la tradición propia, está en la base de la decisión. Haciendo memoria de todo lo que Dios ha hecho por ellos, los israelitas renuevan la alianza y retoman los mandamientos como clave de su vida personal y social.


Es hora de decidir

En una situación similar a la de Josué coloca Jesús a sus seguidores. Tras el largo discurso del pan de vida, dice el evangelio que “muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?" (Jn 6,60). La dureza del mensaje de Jesús hace entrar en crisis a los discípulos. 

Jesús les ha dicho que Él  es "el pan que baja del cielo", e decir, el Mesías, mayor que Moisés, porque el pan que vino con Moisés lo comieron los Israelitas y perecieron, pero este pan nuevo da la vida eterna. Jesús está diciendo  algo muy claro: Yo soy el Mesías. Jesús afirma que es el enviado de Dios que esperamos,  Dios encarnado para la salvación del mundo. Y para colmo de escándalo Jesús dice que se hace pan; que como el pan se da en comida también él se dará como alimento. Él también habrá de ser comido, y quien le siga ha de hacer lo mismo: darse como alimento, dejarse triturar por aquellos a quienes sirve. Estamos ante el escándalo de la Eucaristía, escándalo por lo que supone de abajamiento de Dios, y escándalo por lo que supone de entrega total al Padre Dios y a los hermanos. 

No es extraño que muchos abandonen a Jesús. No fueron capaces de dar el salto a la fe ante estas palabras y sus consecuencias: “Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él.” (Jn 6,66);  Otros sí. Pedro responde por todos ellos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y sabemos que Tú eres el Santo consagrado por Dios” (Jn 6,68-69).

Muchos se acercaron a Jesús esperando recibir mucho; y en un principio así fue, recibieron dones abundantes. A todos nos ha pasado: acudimos a Jesús por  lo que nos beneficia.  Pero la relación con Él no se para ahí, hay que dar el paso de discípulo a apóstol, de receptor de enseñanzas y ejemplos de vida a donantes y testigos. Con el discurso del pan de vida abre Jesús a sus seguidores una visión nueva; les invita a un  cambio  fundamental: pasar de recibir (ser sólo discípulos) a dar (ser apóstoles, testigos de lo recibido). Este será un punto de inflexión en la vida personal de cada discípulo y cada comunidad, un momento en el que, ante la persona de Jesucristo,  toca decidir si  seguir adelante con Él dándose hasta el final o echarse atrás. No valen términos medios. 
 
* * *

También tú sigues a Jesús; has sabido que Él puede colmar tus anhelos de una vida y un mundo mejores; pero llegan  momentos en que descubres que te estás buscando a ti mismo en Jesús; y eso no es lo correcto. Cuando ves eso sabes que debes darle un giro a tu vida espiritual; deberás renunciar a “tus sueños”, a “tus planes” para servir a los planes de Dios (Reino). Ante tal descubrimiento, que es una gracia de Dios, no es raro entrar en pánico por lo que supone de renuncia. La tentación de echarte no te va a faltar. 
 
Sabes que si quieres crecer en espiritualidad, es decir, en vida verdadera, ya no te puedes dejar llevar por la inercia de una religiosidad tradicional o de costumbre, una religiosidad de intereses, tienes que “optar”, elegir; hoy más que nunca sabes que no se es cristiano por nacimiento, sino por decisión. Cuando Dios te pone en esa tesitura te está llamando a revisar tu vida y a personalizar tu fe.

Es hora de renovar la Alianza, de dotar de sentido tu bautismo. Es tiempo de aligerar tu ego, de desmontar lo que de farisaico hay en tu religiosidad, de vaciarte y decidirte por un seguimiento más auténtico. La decisión de seguir a Cristo no es una opción intrascendente ni un mandato imperativo, es una decisión personal. Y sabes que si no te decides por Él, con todas las consecuencias que implica, irás perdiendo fuelle, te irás muriendo interiormente y caminarás sin remedio hacia atrás, a una vida gris e insípida.

* * *

Romper la dinámica del escándalo

La experiencia y el conocimiento personal de Jesús, la personalización de la fe, es hoy más necesaria que nunca, porque los parrones religiosos familiares y sociales ya no tienen poder de convicción que tuvieron en otros tiempos. 

Es verdad que  el pluralismo cultural y religioso en que estamos inmersos hace más complicado el arraigo y desarrollo de la vida cristiana; lo hace más difícil, pero también más apasionante. El hecho de convivir con otras creencias religiosas pone en jaque mi fe y me obliga a profundizar en mi propia identidad si quiero seguir siendo católico. Porque es muy común entre nosotros querer ser  cristianos, pero condicionales, "a condición de" poder mantener la adhesión a Jesús sin renunciar a nuestros ídolos particulares. Nadar y guardare la ropa. 

Como a los judíos del tiempo de Jesús, nos escandaliza la pretensión de absoluto que reclama Jesús. Lo pide todo, lo exige todo, y yo sólo estoy dispuesto a darle una parte. Me niego a aceptar que quien me ha dado todo tenga ahora derecho a exigirme el todo.

En tiempos de relativismo tanto “todo” resulta escandaloso. ¿Cómo romper la dinámica del escándalo?

- Primero recurriendo a la experiencia: haz una lista, como hizo Josué, de todo lo que el Señor ha hecho contigo, todo lo que te ha dado, tus  momentos de encuentro con el Señor, las veces que te ha tomado de la mano y te ha librado del dolor y el sinsentido; las veces que ha alegrado tu corazón con su presencia y su amor. Sólo desde la memoria de tu experiencia de Dios podrás decir con Israel: lejos de mí abandonar al Señor, porque Él me sacó de la esclavitud e hizo ante mí  grandes prodigios” (cf Jos 24,16.17). ¡Conecta con tu  tradición cristiana! Rememora tu historia personal de fe. 

En segundo lugar convéncete de lo que dice san Juan de la Cruz: “para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada”. Jesús es el “Todo”. Merece la pena dejarlo "todo" por Él. Decídete por su seguimiento; a fin de cuentas: ¿hay quien dé más que él?


-Finalmente, reza con Pedro y con toda la Iglesia. A los apóstoles  les mantuvo en fidelidad la experiencia de  vida con Jesús. Pedro nos da una oración magnífica que ensalza los tesoros recibidos de Dios. Una vez que se ha probado la miel ¿merece la pena volver a la hiel?  Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).  Repite estas palabras a Jesús en el silencio de tu meditación y afianza con ellas tu pertenencia a Jesús.
 
Casto Acedo. Agosto 2021paduamerida@gmail.com

jueves, 12 de agosto de 2021

¡La grandeza de María! (15 de Agosto. Asunción)

¡Eres grande, pequeña! Un piropo para la Virgen  María. Porque ella fue grande cuando se reconoció esclava del Señor, cuando gritó con júbilo que “Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 2,52) grande cuando insiste ante su Hijo en las bodas de Caná: “no tienen vino” (Jn 2,3); cuando, asunta al cielo, coronada de estrellas, sigue abajándose a escuchar la plegaria de sus hijos.

La grandeza de la pequeñez de María

La grandeza de María no es suya, es participada. Quien es realmente grande es el Padre, y su Hijo Jesucristo. Ella no se proclama importante, no hace un elogio de sí misma, sino que su grandeza la pone en el Todopoderoso “que ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo”  (Lc 2,49). 

La fe hace que María se evalúe y considere a sí misma en su justa medida: como criatura, pequeña. Cumple ella lo que san Ignacio de Loyola enseña en el principio y fundamento de sus ejercicios espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor“. En todo amar y servir. Ella, mujer de nuestra raza, tuvo muy claro que su realización personal sólo era posible por el servicio a Dios, inseparable del servicio a la humanidad. Entendió con claridad María  la paradójica Palabra de su Hijo: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10, 43-44).

La auténtica grandeza no está fuera del hombre, sino dentro, en su corazón. A veces sólo Dios ve esa grandeza. Por eso, como enseña san Agustín -“yo te buscaba fuera y tú estabas dentro”-, no busques la vida fuera de ti  sino en tu interior; serás grande si tienes un corazón grande, serás grande no por tu ciencia sino por mantener la humildad cuando todo invita a engrandecerte, serás grande no por tener autoridad sino por ejercerla como un servicio a la justicia, no por lo que haces -una obra de arte, un premio  literario, una investigación científica de alto nivel-,  por muy importante que sea,  sino por hacerlo con sencillez y generosidad, con corazón  de niño.

La verdadera grandeza no está reñida con la humildad, ni con la obediencia, ni con la vocación de servicio; al contrario,  en todo esto  encuentra el cristiano su grandeza. La humildad vivida y ejercida como servicio es la base de la fe; asentada en la humildad se sabe sólida y fuerte. ¿No es María, asunta al cielo, un magnífico ejemplo de que a la verdadera grandeza se asciende bajando? ¿Acaso María, coronada reina del universo, ha renunciado a ser la esclava del Señor? María es la síntesis más perfecta de grandeza en la pequeñez y de pequeñez en la grandeza.

 

La Asunción de María, el triunfo de la pequeñez

La asunción de María es la fiesta que canta con ella y en ella la alegría de los cristianos que siguen los pasos de Jesús, siervo de la humanidad. El triunfo de la Asunción es la victoria de los que siguen los pasos del Maestro: “ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la Asunción). Mirar a María en esta fiesta, celebrarla, es afianzarnos en el optimismo cristiano, convencernos de que merece la pena ser el último de todos, porque la humildad  es la virtud primera, y "el que se humilla será ensalzado" (Lc 14,11). 

Los cristianos sabemos lo bueno que es imitar a María para alcanzar con ella su mismo destino glorioso. Tal vez la vida no nos dé la oportunidad de realizar obras espectaculares; pasarán nuestros días en el anonimato de un trabajo poco relevante socialmente y en la rutina de una vida sin publicidad. Pero si en la sencillez de todo eso ponemos amor, habremos encontrado el quid, la esencia de la vida. ¿Qué otra cosa hizo María que poner el amor (Dios) en el centro de todos sus actos?


A santa Teresa de Lisieux la solemos citar como  “santa Teresita” (Teresa la pequeña), para diferenciarla de la otra, la gran mística y escritora:  santa Teresa de Ávila; pues bien, santa Teresita no se consideraba ella misma digna de grandes obras misioneras como la de san Francisco Javier, ni de grandes obras teológicas o doctrinales  como san Agustín o santo Tomás de Aquino. No se creyó nunca en posesión de la elocuencia de san Francisco de Sales o de san Antonio de Padua. Tampoco se veía a sí misma merecedora de  entrar en la lista de los grandes mártires de la Iglesia.  Y pidió a Dios en la oración que le indicara el camino de santidad que había elegido para ella; y lo encontró
“Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia… Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo… Entonces, ene l exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío! … por fin he hallado mi vocación: ¡mi vocación es el amor! … ¡en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!”.
 La mayoría de la gente de Iglesia no tendrá nunca la oportunidad de hacer  “grandes cosas” que le den reconocimientos mundanos, aunque estos sean religiosos, pero nadie les impedirá  poder amar, caminar por las sendas del amor día a día, con sencillez. ¿Acaso no fue eso lo que hizo María? Porque supo ser la última es ahora la primera, “la primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (Prefacio de la fiesta).

Casto Acedo Gómez. Agosto 2021 paduamerida@gmail.com.

martes, 10 de agosto de 2021

 Ap. 11,19a; 12, 1-6a.10ab; 1 Cor. 15,20-27ª; Lc. 1,39-56



El libro del Apocalipsis

Hay quienes consideran el libro del Apocalipsis como libro esotérico, es decir, unos escritos que contienen enseñanzas ocultas reservadas sólo a unos pocos. Craso error, porque el Apocalipsis no es en libro que contenga la revelación de las calamidades futuras de la humanidad mientras regresa Jesús al final de los tiempos. Se trata más bien de un libro que, recurriendo a una amplia símbología, narra la lucha entre el bien y el mal, las dificultades que encontrará el cristianidmo naciente, quedando claro que la victoria final es la del bien, la de los santos.

En la solemnidad de la Asunción de María esa lucha y victoria última está simbolizada, entre otras, en una figura portentosa que aparece en el cielo: “una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Estaba encinta, le llegó la hora y gritaba entre los dolores del parto”. ¡Hermosa imagen de lucha la del parto como momento que apunta al nacimiento de algo nuevo! ¿No nos recuerda este dolor al de la Cruz?  

Por otra parte, en el mismo texto, se habla de “un dragón rojo... que estaba enfrente de la mujer dispuesto a tragarse al niño en cuanto naciera”, dragón que representa al demonio, al mal, que quiere devorar el bien, que no es otro que el niño, figura e imagen del Mesías, “un varón, destinado a gobernar con vara de hierro a los pueblos”.

La visión apocalíptica habla de que el niño es “arrebatado y lo llevaron junto al trono de Dios” (ascensión de Jesús a los cielos), “Mientras tanto, la mujer escapaba al desierto”. Otra imagen para interiorizar: el desierto como retiro de la humanidad y lugar para activar la esperanza en la victoria de Cristo, sumo bien:  “Ya llega la victoria, el poder y el reinado de nuestro Dios, y el mando del Mesías”.

Cristo, María y la Iglesia 

Podemos decir que esa mujer de la que habla el Apocalipsis es la Virgen María. Así lo ha reconocido la tradición cristiana. ¡Cuántos artistas la han pintado y esculpido así: nimbada de luz, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas!; tras la ascensión de su Hijo ella espera también su propia asunción.

Pero también podemos ver en esa mujer a la Iglesia, que, con dolores y sufrimientos –martirio- testimonia, da a luz, a Jesucristo; la Iglesia  que lucha contra el mal en el mundo, que sigue en el desierto a la espera de la victoria definitiva de nuestro Dios. En la Asunción celebramos la glorificación de María, pero no la celebramos desconectada de nuestra realidad, sino como “primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (prefacio de la solemnidad).

Ahora bien, a María hay que contemplarla siempre unida al misterio de Cristo. La carta primera de san Pablo a los Corintios nos viene a recordar, eso, que el primero de todos es Cristo “resucitado, primicia de todos los que han muerto”. Que en esta fiesta mariana se proclame tan claramente la resurrección de Cristo es una manera directa de indicarnos que la figura de María, su importancia en la devoción y de la Iglesia no se comprende desligada del del HIjo.

En última instancia, lo que celebramos en la Asunción es la victoria de Nuestro Señor sobre el mal y la muerte. No olvidemos que Cristo “ascendió” a los cielos (Él mismo realiza activamente ese acto, porque tiene poder para ello; en otros textos se dice que “fue elevado” por el Padre; de todas formas es una acción sólo posible por el poder de Dios) mientras que la Virgen María “fue asunta” (asunción; no asciende por su poder sino por el poder de otro: Dios).

En la Asunción de María se nos muestra el destino de la Iglesia. Si ella, la primera cristiana, la Madre de la Iglesia Santa, el modelo de los creyentes, ha llegado a la meta de la salvación, ¡Alegrémonos porque, hacia Cristo y hacia ella también nos dirigimos los creyentes confiados en participar como María de la victoria de Cristo!




Al cielo desde la tierra

La victoria es de nuestro Dios, pero no se realiza sin nosotros. Es gracia actuada por Dios, pero también aceptada y respondida por la persona. Algo que el recientemente fallecido místico, poeta y obispo Pedro Casaldáliga daba a entender diciendo que "la tierra es el único camino que nos puede llevar al cielo".

María alcanzó la gloria de la incorrupción. Ella fue la elegida del Señor. Pero tuvo conciencia de que no son sus grandezas las que hay que cantar sino las de Dios (cf. Magníficat). Dios es el único que salva. Ella sólo fue elegida y acompañada. ¿Quiere decir esto que María no tuvo que poner nada de su parte para alcanzar el cielo? ¡De ninguna manera! María tuvo que responder con sus actos ante Dios, como tú y como yo. Y mostró una responsabilidad ejemplar. Imitó a su Hijo con una vida de servicio total a Dios en los hombres. Subió al cielo desde la tierra. "Dios ha mirado la humildad de su sierva". No olvidemos que humildad viene de humus, tierra. Qué bien entendió esto el obispo de la Amazonia brasileña que, misionero del Corazón de María (claretiano), amó la tierra, se hizo humus con los humildes de este mundo.

En esto imitó a María, entrega generosa en la pobreza de Belén, en el servicio escondido de Nazaret o en la disponibilidad para atender a Isabel. María entendió perfectamente la predicación de Jesús, que dijo que “no he venido a ser servido sino a servir” (Mt 20,28) y que “el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23,12). No me cabe duda de que estas enseñanzas las s en el libro abierto que fue para Él su Madre. El mismo evangelio lo deja entrever; ante la alabanza a María que surge de la multitud Jesús responde de manera insospechada: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Bien vista tenía Jesús esta bienaventuranza en el día a día de la madre que le amamantó, acunó y educó en su infancia y juventud. 

María tuvo vocación de tierra, “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), y con pies bien asentados en la tierra mereció el cielo. No se podría esperar otra cosa de quien llevó en su seno al mismo Verbo encarnado, Dios hecho tierra para salvar a la tierra.


* * *

María es modelo e imagen de la Iglesia, comunidad de discípulos de Jesús por su actitud oyente (obediente) y comprometida frente al evangelio de Jesús. 

Tú también eres llamado o llamada también a responder a Dios como María, y como ella estás destinado o destinada al cielo. Para ello no necesitas elevarte, solo descender a tu realidad, mirarte y sentirte tierra. parte de en la debilidad del mundo, sentirte tierra. El Dios de los pobres mirará tu humus y te elevará. No te eleves tú, deja que sea Él quien te de alas. El cielo no es para los soberbios y avariciosos que se atan a la gravedad de sus cargos y riquezas. El cielo es para quien asume su fragilidad y se sabe pobre con los pobres, ligero de equipaje, desatado para volar con los ángeles. Y con María. 

En la fiesta de la Asunción tienes un motivo para alegrarte y alimentar tu esperanza, porque en ella celebras todo lo que ella esperó y mereció alcanzar y todo lo que tú puedes esperar y alcanzar. Tú, hijo o hija de la Iglesia de Jesús, también gozas de su elección y quieres vivir en obediencia y servicio viviendo para los demás antes que para ti; has escogido el camino del descenso y humillación del Hijo y de la Madre; así también, con cuerpo y alma (con todo tu ser) puedes gozar la visión beatífica. 

No quiero terminar sin recordar nuevamente a Pedro Casaldáliga. Como misionero del Corazón de María siempre tuvo a la Madre en su trasfondo espiritual. Vaya como ejemplo uno de sus poemas:

Tengo tres amores, tres: 
el Evangelio, la Patria Grande 
y el Corazón intacto de una mujer: 
la llena de Dios, 
tan nuestra, 
María de Nazaret. 

Toquen o no las campanas 
-que el computador es ley-, 
todavía sigue hablando 
el arcángel Gabriel, 
y le responde María 
con un colectivo amén. 
Y el Verbo se hace carne 
en el vientre de su fe. 
Pasan, iguales, las horas 
sobre el serrín de José. 

La Biblia y los periódicos, 
juntos, se han puesto a leer. 
Y crece el Niño y el Reino 
y crece el Pueblo también. 
Pasan romanos y gringos 
y en ese imperial vaivén 
se llevan sueños y vidas, 
al Calvario, del Quiché. 

Pero María y las madres 
rumian la paz de Belén, 
el polvo de Galilea, 
el sol de Genesaret, 
el gusto del pan partido 
y el ausente amanecer 
de la mañana de Pascua 
que siempre está por volver.(1)

 
Hermoso canto. María como amor y bandera junto con el Evangelio y el amor al Cielo en la tierra. Amar a María es amar el cielo al que fue asumpta sin dejar de pisar la tierra. Da gracias a Dios por su Hijo Jesucristo, resucitado y ascendido al cielo, y por María, madre de Dios y madre tuya. Su asunción te llene de alegría y esperanza. “Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar y gozar, como tú, las promesas de nuestro Señor Jesucristo”. Amén.

Nota (1), Más poemas marianos de Pedro casaldáliga en 
http://www.servicioskoinonia.org/Casaldaliga/poesia/antologia.htm


Casto Acedo Gómez. Agosto 2020. paduamerida@gmail.com.

jueves, 5 de agosto de 2021

"Yo soy el pan de vida" (Domingo 8 de Agosto)

 1 Re, 19,4-8; Sal 33,2-9; Ef 4,30-5,2; Jn 6,41-51

He de confesar que cuando me veo en la necesidad de comentar textos como el discurso del pan de vida (Jn 6) me siento un tanto azorado; y me da que tal cosa les suele ocurrir a quienes, debido a la educación moralista recibida, tendemos como por inercia a extraer pistas de comportamiento de los pasajes evangélicos, considerando su mayor o menor valor sólo a partir de su funcionalidad moral. Es como si sólo nos interesase extraer pautas sobre qué quiere Dios que hagamos para ganar la vida eterna, minimizando lo que en estos textos se puede aprender sobre Dios y la condición humana.

El pasaje evangélico de hoy parece ser de esos que se prestan menos al consejo moralizante y más a la contemplación espiritual. De fondo está la discusión acerca de si Jesús es Dios o no lo es. Lo que el evangelista pretende es adentrarnos en el misterio de la persona de Jesús, incidir en la importancia de la fe en la Encarnación como condición indispensable para comprender el cristianismo e iniciarse en el seguimiento de Jesús.

A Jesús los judíos le critican porque lo consideran como un maestro o profeta entre muchos, pero no llegan a aceptar el misterio de su divinidad. Sólo conocen de él su origen terreno: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” (Jn 6,42). 

La pretensión inaudita de Jesús, su insistencia en igualarse a Dios, les resulta escandalosa a los judíos; están dispuestos a transigir con un Jesús profeta de la misericordia pero se muestran reacios y hostiles a postrarse ante Él. Y mucho menos ante su presencia misteriosa en el Pan Eucarístico. Dios no puede caer tan bajo, piensan.

¿Es de cuerdos de arrodillarse ante el Sacramento Eucarístico? ¿Está Dios en el pan y el vino? ¡Escándalo también para el hombre contemporáneo! Es una suerte haber sido elegido por Dios para ser introducidos en este misterio del Dios humanado: “Nadie puede venir a mi, si no lo trae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). Ninguno de nosotros celebraría la Eucaristía si Dios no nos llevara a ella; tampoco creeríamos en la divinidad de Jesús, ni en su presencia en el Sacramento, si él mismo no se nos hubiera revelado, porque “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mt,11,27; cf Mt 16,17).


¡Levántate, come! (1 Re 19,5)

Tres son los alimentos de los que habla san Juan en su evangelio: la voluntad del Padre (“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Jn 4,34), la Palabra de Dios ("Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él". Jn 14,23) y la Eucaristía (“Mi carne es verdadera comida” Jn 6,55), tres realidades tan íntimamente unidas entre sí que no pueden separarse y que cada domingo se actualizan para nosotros en la misa. Se trata de alimentar nuestra vida de fe.

Todos sabemos que una buena teoría sin práctica es fariseísmo, pero también es verdad que una práctica sin buena teoría que la discierna y alimente puede ser nefasta. Decía Sócrates que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”; también una vida cristiana sin inteligencia a la luz de la Palabra y sin el merecido disfrute de la celebración eucarística y los demás sacramentos carece de sentido y está abocada al fracaso.

El creyente necesita alimentar constantemente su espíritu y su inteligencia espiritual. Sin ese ejercicio de manducación (rumia de la Palabra) se le hace imposible el Camino y tiende a caer en el desánimo y la desesperación.

Ésa fue la situación a la que llegó Elías en el desierto cuando huía de la reina Jezabel; llegado un punto su interioridad pierde fuerza y confiesa su abatimiento: “Basta ya, Señor, quítame la vida” (1 Re 19,4). Pero aunque el sentimiento de abandono de Dios abata a la persona, la revelación deja entender que Dios no la abandona nunca. Podemos verlo en cómo restaura las fuerzas de Elías ofreciéndole pan y diciéndole: "Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas" (1 Re 19,5).

Son numerosos los textos evangélicos que contienen una invitación a levantarse. ¡Levántate! Así invitaba Jesús al paralítico que le llevan para ser curado (Lc 5,24), al hombre que tenía la mano seca (Lc 6,8), al ciego Bartimeo (Mc 10,49), al difunto hijo de una viuda (Lc 7,12), al leproso agradecido de su curación (Lc 17,19) o a la fallecida hija de Jairo (Mc 5,41). ¡Levántate!

Cuando una persona acude a Jesús en situación de abatimiento Jesús le da ánimos, alienta su caminar, infunde fuerzas a su espíritu. Hay en este hombre de Nazaret una personalidad excepcional que va más allá de las palabras, un poder que trasciende lo humano, hay en él una fuerza que no es de los hombres sino de Dios.


Espiritualidad eucarística

Hoy puedes aprovechar tu oración para afianzar la fe en Jesucristo, "pan vivo que ha bajado del cielo". Para ello basta que releas el texto subrayando alguna de sus frases, poniendo luego sin prisas tu mirada en cada subrayado y repitiendo interiormente el texto elegido: “Yo soy el pan bajado del cielo” … “Nadie pude venir a mi si no lo trae el Padre que me ha enviado” … “Yo lo resucitaré en el último día” … “El que cree tiene vida eterna” … “Yo soy el pan de la vida” … “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” ( Jn 6, 41.44.47.48.51).

Más allá de su alto contenido espiritual, o precisamente por ello, el mensaje del evangelio invita hoy a la radicalidad en la entrega. Jesús es el pan que se da para la salvación del mundo. ¿Qué pasos concretos tengo que dar en mi vida para seguir a Jesús? Es la pregunta que dirigieron varios oyentes al Bautista (Lc 3,10-14), la misma que el joven rico hizo a Jesús (Lc 18,18). ¿Qué tengo de hacer?

La respuesta es tan complicada y tan simple como lo es el signo del pan. Puesto en la mesa tiene como función el servir de alimento para los comensales, sin ese pan morirían. El destino del pan es ser engullido, desaparecer para que otros sigan viviendo. Ese mismo fue el destino de Jesús: morir para dar vida. Y ese es el Camino cristiano: ser pan con Cristo, hacerse Eucaristía con Él, darse como alimento a los demás.

Contemplar a Jesús como pan de vida, celebrar la misa y comulgar con Cristo es, pues, un deleite porque comemos un alimento inmerecido, y una responsabilidad porque al participar del “cuerpo de Cristo” nos hacemos uno con él y aceptamos el seguirle en su destino de amor.

La carta de san Pablo a los Efesios (4,30-5,2), proclamada también hoy, concreta más el amor cristiano: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.

Se describen en este texto dos modos de enfocar la existencia muy distintos y opuestos: el primero, repudiado por el evangelio, viene dado por el deseo de imponerse a los demás, y conduce a la amargura, la violencia y la maldad, a la excomunión con Cristo y la muerte; el segundo, acorde a las enseñanzas de Jesús, invita a la comprensión y el perdón mutuo, y lleva a la felicidad, la comunión con Cristo y la vida.

Hay que elegir. Vivir en comunión, comulgar con Cristo en el amor o darle de lado arrojándonos al fango del mundo. Para esto último basta con dejarnos llevar por la corriente de las pasiones -ira, gula, soberbia, lujuria, avaricia, pereza, envidia-, tan humanas que en cierto modo incluso las consideramos justificables. Pero si queremos seguir los pasos de Jesús podemos hacerlo. Y no estamos solos para ello. A Elías le socorre Dios: “Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re 19,8).

La Iglesia, desde antiguo, ha visto en la comida ofrecida a Elías una imagen de la Eucaristía. En ayuda nuestra viene nuestro Señor Jesucristo, Palabra y Pan de Vida. Con Él podemos ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,1-2). Con Él. Sin Él lo veo difícil, por no decir imposible.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2021paduamerida@gmail.com.