jueves, 12 de agosto de 2021

¡La grandeza de María! (15 de Agosto. Asunción)

¡Eres grande, pequeña! Un piropo para la Virgen  María. Porque ella fue grande cuando se reconoció esclava del Señor, cuando gritó con júbilo que “Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 2,52) grande cuando insiste ante su Hijo en las bodas de Caná: “no tienen vino” (Jn 2,3); cuando, asunta al cielo, coronada de estrellas, sigue abajándose a escuchar la plegaria de sus hijos.

La grandeza de la pequeñez de María

La grandeza de María no es suya, es participada. Quien es realmente grande es el Padre, y su Hijo Jesucristo. Ella no se proclama importante, no hace un elogio de sí misma, sino que su grandeza la pone en el Todopoderoso “que ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo”  (Lc 2,49). 

La fe hace que María se evalúe y considere a sí misma en su justa medida: como criatura, pequeña. Cumple ella lo que san Ignacio de Loyola enseña en el principio y fundamento de sus ejercicios espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor“. En todo amar y servir. Ella, mujer de nuestra raza, tuvo muy claro que su realización personal sólo era posible por el servicio a Dios, inseparable del servicio a la humanidad. Entendió con claridad María  la paradójica Palabra de su Hijo: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10, 43-44).

La auténtica grandeza no está fuera del hombre, sino dentro, en su corazón. A veces sólo Dios ve esa grandeza. Por eso, como enseña san Agustín -“yo te buscaba fuera y tú estabas dentro”-, no busques la vida fuera de ti  sino en tu interior; serás grande si tienes un corazón grande, serás grande no por tu ciencia sino por mantener la humildad cuando todo invita a engrandecerte, serás grande no por tener autoridad sino por ejercerla como un servicio a la justicia, no por lo que haces -una obra de arte, un premio  literario, una investigación científica de alto nivel-,  por muy importante que sea,  sino por hacerlo con sencillez y generosidad, con corazón  de niño.

La verdadera grandeza no está reñida con la humildad, ni con la obediencia, ni con la vocación de servicio; al contrario,  en todo esto  encuentra el cristiano su grandeza. La humildad vivida y ejercida como servicio es la base de la fe; asentada en la humildad se sabe sólida y fuerte. ¿No es María, asunta al cielo, un magnífico ejemplo de que a la verdadera grandeza se asciende bajando? ¿Acaso María, coronada reina del universo, ha renunciado a ser la esclava del Señor? María es la síntesis más perfecta de grandeza en la pequeñez y de pequeñez en la grandeza.

 

La Asunción de María, el triunfo de la pequeñez

La asunción de María es la fiesta que canta con ella y en ella la alegría de los cristianos que siguen los pasos de Jesús, siervo de la humanidad. El triunfo de la Asunción es la victoria de los que siguen los pasos del Maestro: “ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la Asunción). Mirar a María en esta fiesta, celebrarla, es afianzarnos en el optimismo cristiano, convencernos de que merece la pena ser el último de todos, porque la humildad  es la virtud primera, y "el que se humilla será ensalzado" (Lc 14,11). 

Los cristianos sabemos lo bueno que es imitar a María para alcanzar con ella su mismo destino glorioso. Tal vez la vida no nos dé la oportunidad de realizar obras espectaculares; pasarán nuestros días en el anonimato de un trabajo poco relevante socialmente y en la rutina de una vida sin publicidad. Pero si en la sencillez de todo eso ponemos amor, habremos encontrado el quid, la esencia de la vida. ¿Qué otra cosa hizo María que poner el amor (Dios) en el centro de todos sus actos?


A santa Teresa de Lisieux la solemos citar como  “santa Teresita” (Teresa la pequeña), para diferenciarla de la otra, la gran mística y escritora:  santa Teresa de Ávila; pues bien, santa Teresita no se consideraba ella misma digna de grandes obras misioneras como la de san Francisco Javier, ni de grandes obras teológicas o doctrinales  como san Agustín o santo Tomás de Aquino. No se creyó nunca en posesión de la elocuencia de san Francisco de Sales o de san Antonio de Padua. Tampoco se veía a sí misma merecedora de  entrar en la lista de los grandes mártires de la Iglesia.  Y pidió a Dios en la oración que le indicara el camino de santidad que había elegido para ella; y lo encontró
“Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia… Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo… Entonces, ene l exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío! … por fin he hallado mi vocación: ¡mi vocación es el amor! … ¡en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!”.
 La mayoría de la gente de Iglesia no tendrá nunca la oportunidad de hacer  “grandes cosas” que le den reconocimientos mundanos, aunque estos sean religiosos, pero nadie les impedirá  poder amar, caminar por las sendas del amor día a día, con sencillez. ¿Acaso no fue eso lo que hizo María? Porque supo ser la última es ahora la primera, “la primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (Prefacio de la fiesta).

Casto Acedo Gómez. Agosto 2021 paduamerida@gmail.com.

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