lunes, 24 de mayo de 2021

Santísima Trinidad (30 de Mayo)

 

 Mientras que fiestas como la Navidad o la Pascua gozan de un prestigio popular muy arraigado,  la Santísima Trinidad se nos muestra como más ajena a los sentimientos del pueblo;  tal vez tendemos a reducirla a una fiesta elitista sólo accesible a teólogos y  eruditos que se afanan por encerrar a Dios en conceptos.

Esta frialdad popular hacia la Solemnidad de la Santísima Trinidad puede tener su explicación; si prácticamente todas las fiestas del calendario litúrgico celebran acontecimientos salvadores y fácilmente se prestan a una explicación desde el imaginario del hombre: nacimiento, muerte, resurrección, ascensión, venida del Espíritu…, la mención de la Santísima Trinidad a lo más que nos lleva es a dibujarnos a las tres personas sobrevolando una nube: el padre, anciano venerable coronado con un triángulo, el Hijo triunfal con la cruz en su mano y el Espíritu Santo significado en una paloma de la que parten unos rayos divinos; de esta manera se pone de manifiesto la identidad de cada persona.  

En otros casos, el imaginario recurre a la imagen que encabeza este texto (se trata de la pintura de un retablo de la parroquia de la Candelaria de Zafra, Badajoz), donde se representa la Trinidad de Dios como tres personajes exactamente iguales, destacando así la idea de unidad. 

Nuestra retina se empapa de las tres personas, representadas de formas distintas o idénticas, pero no es capaz de visualizar el hecho de que esas tres personas sean un solo Dios; y es que la lógica matemática no encaja en este dogma de “tres personas distintas y un solo Dios verdadero”; está claro que no se llega a esa conclusión por el camino de la demostración lógica sino por el de la revelación, lo cual supone que se ha de acercar uno al  misterio desde la humildad, apoyados en la contemplación  y dejando a un lado la soberbia de la razón.


Dios es misterio y relación

No obstante la dificultad para imaginar y racionalizar un "Dios trinidad de personas y único en naturaleza", la Santísima Trinidad tiene mucho que decirnos.  Y tal vez la primera lección sea la de situarnos ante un Dios que escapa a nuestros esquemas mentales. Dios es misterio, entendido no como lo oculto e inaccesible sino como aquello que experimentado en la vida resulta luego indescriptible en palabras. Podemos decir sin caer en contradicción que Dios es misterio inefable (de lo que no se puede hablar), inabarcable, inimaginable, aquel a  quien podemos amar pero no manipular. Una primera enseñanza, pues: la humildad de aceptar la grandeza del misterio que es Dios.

Otra enseñanza digna de señalar es que por este misterio Dios nos revela su ser íntimo, que, hasta donde nosotros podemos entender, no es soledad monótona sino amor infinito. Dios es relación, comunicación, encuentro,... amor; y si esto es así, que lo es, reducir el misterio de la Santísima Trinidad a fórmula abstracta es un despropósito.

Son muchas las consecuencias prácticas que se pueden extraer de esta visión de Dios como comunidad de amor.
 
1. - La primera conclusión práctica la extraemos del hecho de que, si tal como nos dice la Escritura, hombre y mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios (cf Gn 1,26-27),  no es propio de ellos la soledad, “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18); lo propio del ser humano es la comunicación y el encuentro, el éxtasis (salir de sí mismo) hacia el prójimo y hacia Dios. La dinámica interior de la Trinidad, comunión de amor, tiene su reedición en la dinámica del corazón humano, creado para amar. "Todos los seres están ordenados según un dinamismo armonioso, que analógicamente podemos llamar "amor". Pero sólo en la persona humana, libre y racional, este dinamismo llega a ser espiritual, llega a ser amor responsable, como respuesta a Dios y al prójimo en una entrega sincera de sí. En este amor, el ser humano encuentra su verdad y su felicidad”. (Bendicto XVI, Angelus del 11 de Junio de 2006).
 
2. Podemos decir que el hombre ha de ser reflejo de la Trinidad. En Dios Trino tiene el hombre un espejo donde mirarse para unificar su vida, una vida que desde su inicio está vocacionada a relacionarse con Dios, con el hermano, con la creación y consigo misma. Una vez que el hombre descubre su identidad en Dios puede reflejar en el mundo el rostro de ese Dios que es relación (Trinidad).  Y, por otro lado, quien se adentra en el misterio del Dios cristiano unifica en su vida la acción y la contemplación. La vida profesional y familiar, las relaciones con los compañeros de trabajo o los amigos, los momentos de oración y relax, ... todo, queda enmarcado en Dios, que, a pesar de la multiplicidad, no es esquizofrénico, no está roto, sino unificado;  las propias vivencias -orar, trabajar, convivir...-, iluminadas desde Dios se enriquecen, unifican y adquieren sentido en su conjunto.


3. Si en Dios tenemos tres personas que no se anulan en su relación, ni se confunden, sino que se potencian precisamente en la cercanía, así debería ser también en las relaciones humanas: acercarse al otro sin anularlo, sin absorberlo, sino haciéndole ser y sentirse más él mismo. Un lugar donde el espíritu del amor trinitario se manifiesta de modo muy especial es en la realidad familiar.

Ya desde antiguo los santos padres echaron mano de la analogía de la familia para intentar explicar el misterio trinitario, lo mismo hace el papa Benedicto en el mismo discurso antes citado: “Entre las diversas analogías del misterio inefable de Dios uno y trino que los creyentes pueden vislumbrar, quisiera citar la de la familia, la cual está llamada a ser una comunidad de amor y de vida, en la que la diversidad debe contribuir a formar una "parábola de comunión".

 Lo que hace posible una familia son los tres elementos que están siempre en relación, formando una unidad (que no uniformidad) en la diversidad: El padre, la madre, el hijo (los hijos). El padre y la madre se aman, se conocen y reconocen. El hijo es el testimonio de la realidad de este amor ante los padres y todos ellos testifican el amor ante los demás. El Espíritu Santo es prueba de que el Padre y el Hijo se aman.

Esta imagen de la familia emanada de la Trinidad tiene mucho que decir de cara al matrimonio y la familia cristianas, donde el amor es la piedra angular de todo haciendo posible la unidad de sus miembros sin anular en nada la personalidad de cada uno de ellos; es más, potenciando la identidad personal de cada uno. Todo un programa de identidad y convivencia familiar.
 
4. Citemos finalmente, la repercusión del misterio trinitario en la Virgen María y en la Iglesia, de la cual ella es figura. Decimos de María que es hija de Dios padre, madre de Dios Hijo, y esposa de Dios Espíritu Santo, es decir, la vida de la Virgen María estuvo plenamente ligada a la vida de Dios. Sirvió y amó al Padre en la obediencia del “hágase según tu palabra” (Lc 1,38), al Hijo en el silencio del hogar de Nazaret, y colaborando con él como primera discípula y evangelizadora (“haced lo que Él os diga”, Jn 2,5), y sirvió al Espíritu dejándose poseer por Él y siendo portadora y mensajera de su poder (cf Lc 1,39-56).

Así como en María es la Trinidad en la Iglesia; reunión de hijos obedientes a la voluntad amorosa del Padre, comunidad de vida y dedicación a los pobres con el Hijo e instrumento al servicio del Espíritu. La crisis eclesial que vivimos tal vez tenga su raíz en una errada visión trinitaria de Dios. Si le concebimos como un Dios Padre solitario en sus alturas, un Hijo entregado y abandonado a su suerte en la Cruz o un Espíritu Santo intimista y absorto en su nimbo, no lograremos dinamizar nuestra vida y nuestras comunidades. Entender que, al interior de sí mismo, Dios es amor, relación, comunicación, y entendernos nosotros mismos como imágenes de un Dios así, es un buen punto de partida para renovarnos y renovar nuestras comunidades.
 

* * *
En la Solemnidad de la Santísima Trinidad párate un poco, deja que el amor infinito de Dios invada tu corazón. No pienses, no encierres a Dios en una fórmula matemática de “tres son uno”; simplemente siente que Dios es "comunión en sí mismo" y está contigo, en tu interior, y a tu lado, rompiendo tu soledad. 

Y siente también cómo tu vocación última es retornar a la Patria de la que procedes, encontrarte con Él en la creación, en los hermanos: en tu esposa, en tus hijos, en tus amigos, en tus vecinos, en tus compañeros de trabajo, ... y en tu propia interioridad. 

Donde hay comunicación, donde hay amor, ahí está Dios, porque Dios no es soledad, “Dios es amor” (1 Jn 4,8 ). Él te lleva consigo, hazle un sitio en tu vida. Déjate envolver por el misterio de Dios.

Casto Acedo. Junio 2021. paduamerida@gmailcom

miércoles, 19 de mayo de 2021

Pentecostés (23 de Mayo)

  


Ciclo C: Hch 2,1-11; Sal 103;1 Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23.
 
Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Así pues, Dios es Comunidad, Unidad de personas. Un solo Dios. 
 
Todo esto, que dicho así parece un juego de palabras y adivinanzas, es sólo un intento de definir lo indefinible, de hablar de lo inefable, de encerrar en conceptos lo inabarcable y de expresar en términos finitos lo infinito e incomprensible. Tal vez la única verdad que transmiten estas palabras sea la de que Dios es Misterio. La Solemnidad de la Santísima Trinidad, el próximo domingo, celebrará este Misterio de fe.

¿Cómo hemos podido llegar a conocer el misterio de Dios? ¿Cómo sabemos que Jesús de Nazaret es el Verbo Encarnado? ¿Quién ha llegado a desvelar que Dios es Trinidad de personas?

Desde luego no llegamos a saber de este misterio por una serie de silogismos filosóficos. Tampoco es fruto de experimentos científicos. Es una verdad que conocemos por revelación: “Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17; “Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abba, Padre!” (Rm 8,15).

 Estos y otros textos vienen a reiterar lo que san Pablo dice a los Corintios: nadie puede saber ni decir que “Jesús es Señor” sino el que lo sabe y hace movido por el mismo Dios (cf 1 Cor 12,3b).  “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Jn 16,13). 
Es el Espíritu Santo el único que nos puede acercar a la Verdad de la fe.


La experiencia personal de Dios

Después de resucitar el Señor Jesús se apareció a los discípulos en la casa donde permanecían encerrados por miedo a los judíos“Y en esto entró Jesús, se puso en medio, … exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ´Recibid el Espíritu Santo´” (Jn 19b.22). El mismo don del Espíritu se narra en el libro de los Hechos de forma más espectacular: "Estaban (los creyentes) reunidos en el mismo lugar. De repente se produjo desde el cielo un estruendo, coo de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo..." (Hch 2, 1-4).   
 
Podríamos decir que Pentecostés es la fiesta de la experiencia de Dios, del encuentro directo, de la supresión de los intermediarios. Si al Padre lo hallamos en la creación, y al Hijo en la historia, al Espíritu lo percibimos en la interioridad y cercanía del corazón; y desde el centro mismo de mi persona ilumina mi ser criatura del Padre y mi seguimiento del Hijo.

Una auténtica vida de fe no es posible sin la experiencia del Espíritu. ¿Cuándo se da esta experiencia? No hay un día y hora señalados, porque el Espíritu se da cuando y como Dios quiera.

Puedes repasar tu vida: tal vez te consideras cristiano desde niño, pero si te detienes un poco puedes recordar momentos importantes en tu vida de fe; se trata de experiencias que tuviste con motivo de un retiro espiritual, una catequesis, o cualquier otro acontecimiento feliz o doloroso que marcó tu vida. En esos momentos sentiste a Dios cerca, su Espíritu se hizo tangible a tu corazón y tu mente se abrió al conocimiento de Dios como nunca antes lo había hecho. Perdiste el miedo, rebosaste alegría y cobraste fuerzas para seguir caminando. Es el paso, la pascua del Espíritu.

Solemos considerar a Dios como "Padre del cielo", como el que está arriba y nos mira y protege; también como "Hijo encarnado" cercano en los sacramentos y en los hermanos. Sin embargo, no nos paramos tanto a considerar la presencia de Dios Espíritu Santo dentro de cada uno, en el propio corazón. Y Dios está ahí. La vida espiritual se da cuando dejamos que los dones de Dios arraiguen en la interioridad, crezcan en la interioridad y emerjan desde la interioridad.  

"Nadie puede decir "Jesús es Señor" sino movido por el Espíritu Santo" (1 Cor 12,3b).  Ser espiritual, sólo es posible desde la oración como escucha e interiorización de Dios en lo profundo de nuestro ser. La oración, entendida como un estilo de vida donde se aúna la apertura a Dios y el compromiso decidido por las tareas del Reino, es un don del Espíritu.

Hoy, más que hace unos años, necesitamos personalizar nuestra fe por medio de la oración. El ambiente de ateismo e indiferencia que nos rodea está pidiendo de nosotros una vivencia personal de todo lo que Dios significa en nuestra vida; la educación en la fe es más necesaria que nunca en una sociedad donde la socialización religiosa es muy pobre y el hombre de fe corre el peligro de dejarse llevar por el materialismo, la increencia o la banalidad de espiritualidades desconectadas del Dios de Jesucristo.
 

La experiencia eclesial del Espíritu

Importante, pues, la experiencia personal de Dios. Pero no olvidemos que el cristiano no es tal sin Iglesia. El Espíritu Santo no sólo moldea el corazón adhiriéndolo a las cosas de Dios, también  sirve de pegamento comunitario. “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (1 Cor 12,7). La unidad en la Iglesia no la consigue la uniformidad de ideas o modos de ser; es el Espíritu el que la propicia: “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13).

El Espíritu Santo nos concede sentir a los hermanos como tales, como miembros del Cuerpo místico de Cristo. “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo” (1 Cor   12,12).¡Qué otra cosa sino el Espíritu de Dios nos hace ser uno en la Iglesia! ¿Las ideologías? ¿La clase social?  ¿Las leyes?  Sólo el Espíritu de Dios, que está sobre todo lo puede hacer. Él infunde el conocimiento de Dios a todos los pueblos y congrega en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas (cf Prefacio de Pentecostés);  con su acción todopoderosa, logra que los miembros de una comunidad aún siendo muchos sean uno por la gracia de Dios. 
 
La fiesta de Pentecostés es la fiesta de quienes se han visto tocados por la experiencia personal de Dios. También la fiesta de la Iglesia a la que conduce inexorablemente esa experiencia, porque el Espíritu Santo se da para edificación de la Iglesia (cf 1Cor 14,12.26). ¡Qué importante es dejarse llevar por el  Espíritu de Dios, recibir los dones que nos da para edificación de su Iglesia, y abandonarse en manos del que es todo en todos! Porque "hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos; porque a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común"  (1 Cor 12, 4-7).
 
 
* * * * * *
Aprovecha la fiesta de pentecostés para contemplar el misterio de Dios Espíritu Santo. Pon tus sentidos, todo tu ser, en presencia de Dios, y di con san Juan de la Cruz:
 
¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma el más profundo centro!;
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.  
 
Luego de sentir cercano a Dios, siente como tuyas también estas palabras del himno de laudes de Pentecostés:
 
Ésta es la hora 
en que rompe el Espíritu
el techo de la tierra,
y una lengua de fuego innumerable
purifica, renueva,
enciende, alegra
las entrañas del mundo.
 
Ésta es la fuerza
que pone en pie a la Iglesia
en medio de las plazas
y levanta testigos en el pueblo,
para hablar con palabras como espadas
delante de los jueces.
 
Llama profunda,
que escrutas e iluminas 
el corazón del hombre:
restablece la fe con tu noticia, 
 y el amor ponga en vela la esperanza,
hasta que el Señor vuelva.
Amén. 

 
¡FELIZ PASCUA
DE PENTECOSTÉS!
 
Casto AcedoJunio 2021paduamerida@gmail.com

miércoles, 12 de mayo de 2021

Solemnidad de la Ascensión (16 de Mayo)


No se acaban de enterar, o mejor, ¡no nos acabamos de enterar! Cuando el Señor reúne a los suyos para despedirse, éstos siguen pensando en mesianismos terrenos: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?” (Hch 1,6) Seguían esperando un Mesías victorioso según los esquemas imperialistas. Su fe seguía supeditando la religión a las conveniencias terrenas. Si seguir a Jesús no me sirve para nada práctico en este mundo, ¿para qué seguirle? La fe como negocio. ¡Qué obsesión!

Los discípulos de entonces, como muchos de hoy, se muestran incapaces de asimilar el hecho de que el mesianismo de Jesús sea de otro orden. Como consecuencia de ello se ponen en riesgo de depresión y abandono, como le ocurrió en su momento a los de Emaús. “Nosotros pensábamos que él sería el salvador de Israel, y ya ves…” (Lc 24,21). También a nosotros nos cuesta aceptar que estamos para servir a Dios, no para ser servidos por Él; y nos sorprende el hecho de que, viniendo de Dios, el Reino no se imponga con la fuerza y la espectacularidad que desearíamos; y por eso tal vez también nosotros nos sorprendemos a menudo en trance de abandonar o de sumirnos en la desesperación.

La hora de la madurez

“No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis la fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta los confines del orbe” (Hch 1,7-8), es decir, a vosotros os toca aceptar con docilidad la presencia de Dios en las cosas pequeñas, y anunciar el evangelio, sembrar la Palabra, extender el Reino de la verdad, la bondad y la justicia desde la debilidad; a vosotros os toca continuar mi obra –dice Jesús-, seguir haciéndome presente de modo sencillo en medio del mundo.

Ha llegado para vosotros la hora de la madurez, el momento en el que ya no me tenéis físicamente a vuestro lado; el cordón umbilical bien visible que os unía a mí y que os daba seguridad se rompe con mi partida; desde ahora sois vosotros los que habréis de tomar las decisiones importantes; ya no sois niños sino adultos que debéis asumir vuestras decisiones y actos responsablemente. ¡No os quedéis ahí plantados mirando al cielo! -sigue diciendo  Jesús-, yo volveré como el rey que entregó los talentos a sus empleados (Lc 19,11-27), o como el dueño de la viña que pide cuenta a los arrendatarios (Lc 20,9-18). Volveré para llevaros conmigo; tomaré en peso vuestras vidas y sabré si fuisteis misericordiosos con vuestros hermanos los hombres como yo lo he sido con vosotros (cf Mt 25,31-46).

La fiesta solemne de la Ascensión del Señor no celebra la ausencia del Señor como tragedia sino el paso del Señor a la gloria del Padre como condición para una presencia mucho más conveniente para la humanidad: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros” (Jn 16,7). Cristo ha culminado su obra.

La Ascensión al cielo es la apoteosis de Jesús. Con su partida se establece un antes y un ahora: el tiempo del Jesús histórico y el tiempo de la Iglesia. “Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a su Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Ef 1,22-23). La Iglesia, tú y yo, somos los continuadores de su misión. Pero no estamos solos en la tarea, porque el Padre y el Hijo nos dan su Espíritu que nos sugerirá en su momento lo habremos de decir o hacer (cf Mt 10,19). Después de la ascensión de Jesús a los cielos nos jugamos mucho en la recepción y escucha del Espíritu; la oración, el silencio meditativo, la reflexión evangélica, la vida espiritual, entendida como diálogo interior con Dios, cobran protagonismo en el tiempo que se inaugura con la Aascensión y Pentecostés, el tiempo de la Iglesia.


Tiempo de la Iglesia

Cuando un hijo se marcha de la casa para vivir su vida los padres guardan el recuerdo de todo lo que han vivido con él; también quien se ha marchado lleva en su corazón la memoria de lo que sintió y aprendió en el hogar paterno. Las despedidas son dolorosas, pero también necesarias; sin ellas no seríamos nunca independientes permaneciendo en el estado de infantilismo e inmadurez permanente de quien lo recibe todo sin dar nada.

Pues bien, a pesar de las lágrimas de la despedida, la primera Iglesia, la de aquellos que tuvieron contacto directo con Jesús, entendió bien la necesidad de la partida de su fundador y se embarcó en la tarea de madurar en su fe y en su vida personal y comunitaria. La experiencia del encuentro con Jesús les sirvió de palanca para el anuncio misionero, como hace saber san Pedro en casa de Cornelio: Jesús se manifestó “a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Él nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos” (Hch 10,41-42).

Si antes de Jesús el pueblo judío vivía sometido a los mandamientos de la ley y a las promesas de los profetas, y si con Él pudieron los hombres escuchar directamente la voz de Dios, en el tiempo nuevo de la Iglesia los discípulos han de vivir en la libertad interior, abiertos al poder del Espíritu, en diálogo con Él y desde ahí impulsados al servicio del Reino: "Recibiréis la fuerza y seréis mis testigos” (Hch 1,8) .

No nos alegramos en la Ascensión porque Jesús se haya ido, como tampoco un padre se alegra porque un hijo o una hija abandonen el hogar que les vio crecer para buscar su propia vida; estamos alegres porque al marcharse Jesús se cumple nuestro destino de mujeres y hombres libres que ya no necesitan la tutela paterna. Celebramos la madurez del discípulo, que no quedará huérfano porque Dios enviará el Espíritu de la verdad (Jn 15,26).

El tiempo de la ley ha pasado. En la nueva era no se nos dan las cosas hechas; sería humillante  el Espíritu, con sus dones, que son “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo” (Gal 5,22-23), nos ayuda a realizarnos en libertad, no por la imposición de ley sino por la seducción de su su amor. El cristiano adulto y la comunidad cristiana madura no es la que permanece estática mirando al cielo a la espera de que Dios lo de todo acabado; es la que se pone en marcha adentrándose en el mundo, al que  considera como un inmenso campo de trabajo donde ejercitarse. “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).

Con la Ascensión llega el tiempo del Espíritu y la Iglesia; toca ahora ser eslabones de transmisión. Pero ¿qué hemos de transmitir? Desde luego no una ley moral, ni los esquemas de una institución eclesiástica, tampoco se trata de ser transmisores de unos ritos y unas instituciones más o menos eficaces; se trata de transmitir la "Buena Nueva" del amor de Dios, ser portadores de un mensaje de misericordia y compasión; al servicio de este fin, que es hacer presente al Dios del amor, han de estar los sacramentos, las normas y los organigramas eclesiales.


Si me limito a especular sobre la ausencia del Jesús histórico, o sobre cómo y cuando debería ser la segunda venida del Señor, acabaré poniendo mis esperanzas y mi ánimo en esas especulaciones fruto de mi imaginación interesada. Me tallaré un dios a mi medida. Me habré equivocado. A mí no me toca especular con mesianismos de tres al cuarto, ni preguntarme sobre cuándo volverá el Señor; sólo sé que vendrá, eso basta a mi esperanza.

El tiempo de la Iglesia, tras la marcha de Jesús, es tiempo de cultivar la fe por el acercamiento al Misterio, la escuchaa y meditación de  la  Palabra y la práctica de la caridad.  "A los que crean les acompañarám estos signos: echarán demonios en mi nombre, es decir, serán resilentes a la seducción del mal y podrán liberar a quienes hayan caído en su trampa; hablarán lenguas nuevas, porque su idioma será el lenguaje universal del amor, que todo el mundo entiende;  cogerán serpientes en sus manos, porque no temerán por sus vidas;  y si beben un veneno mortal no les hará daño, porque han sido vacunados en la resurrección. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos". La fuerza de Dios no les faltará. 

Todas estas promesas garantizan que tras la subida de Jesús a los cielos, la fe en la resurrección dará paso a una vida nueva donde el poder y la misericordia de Dios se sigue haciendo presente en los discípulos. 

Termina diciendo el Evangelio que "después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que les acompañaban". Jesús sigue vivo cooperando y confirmando con sus signos la palabra predicada por la Iglesia. En la misión no estamos solos. Jesús lo ha dicho: "yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos" (Mt 28,20)

Casto Acedo Gómez. Mayo 2021. paduamerida@gmail.com.

jueves, 6 de mayo de 2021

¡Hemos creído en al amor! (6º de Pacua B; 9 de mayo)


Hch 10,25-26.34-45.44-48; 1 Jn 4,7-10; Salmo 97,1-4; Jn 15,9-17

La carta encíclica del Papa Benedicto XVI: Deus Caritas est (25 de Diciembre de 2005),  comienza con estas palabras de san Juan: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16b). Este texto expresa con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana en lo referente al ser de Dios (Dios es amor) y a la vocación del hombre (creado para amar). La primera parte del mismo versículo nos da la clave del origen de la fe: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él" (1 Jn 4,16a).
 
 ¡Hemos creído en el amor de Dios!, así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que me ama, que le da un nuevo horizonte a mi vida y, con ello, una orientación decisiva.
 
El mandamiento del amor nos muestra el rostro de Dios y al mismo tiempo la vocación del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios-amor y llamado a unirse plenamente con Dios-amor, así en la tierra como en el cielo. Pasado (origen), presente y futuro del hombre son referidos a Dios-Amor.
 
Dios es amor (1 Jn 4,8),
“amaos unos a otros como yo” (Jn 15,12)
 
Los hombres, a la hora de definir el amor, no encontramos palabras adecuadas; por eso buscamos en la creación o en las propias experiencias palabras para expresar lo inefable. Así decimos de Dios que es Padre, Sabiduría, Luz, Fortaleza... o, como san Juan en su carta, “Dios es amor” (1 Jn 4,8).

Pero ¿qué quiere decirnos al respecto san Juan? Desde luego mucho más de lo que nosotros entendemos comúnmente por amor. Porque nosotros solemos reducir el amor a tarea y esfuerzo por alcanzar el objeto amoroso, sin embargo, san Juan aclara: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). No es Amor (con mayúsculas) el amor con que amamos, que no deja de ser siempre imperfecto, sino el Amor con que Dios nos ama. Dios se da a sí mismo, se autocomunica gratuitamente, en su Ser-Amor. Este amor no se merece por la práctica de determinadas obras, como pago por nuestros esfuerzos. Inmerecido por el hombre, el Amor es puro don de Dios.

 

Amor a Dios y amor al prójimo forman una unidad indivisible. Porque “Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo... Ahora ya el amor no es sólo un ´mandamiento´, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Deus Charitas est,1). El amor es el punto de referencia tanto para la contemplación como para la acción cristiana, que ha de ser siempre caritativa (cf Lc 10,25-37: el Buen Samaritano; Mt 25,31-46: parábola del Juicio final).
 
Extrayendo criterios de discernimiento
 
Yendo más a lo concreto: ¿cómo ha de ser en la práctica el amor cristiano? ¿qué criterios seguiremos para discernir cuándo es auténtico amor? Aportamos algunos detalles a partir del evangelio de san Juan 15,9-17.

El amor es humildad, servicio: Dios se abajó a nosotros y “envió a su Hijo” (Gal 4,4). Por tanto, si el camino de Dios-Amor es el de encarnarse en los problemas-situaciones humanas para dar vida, así ha de ser nuestro amor. El amor de Dios se hace disponibilidad, como ama Dios, que “mandó su hijo al mundo para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,9). Nuestro amor será más cercano a Dios, más auténtico en tanto que también nosotros vivamos ese abajamiento de Dios, esa encarnación y servicio a los más pobres, para que también ellos vivan por el amor de Dios que nosotros le acercaremos con nuestra caridad.

* El amor es alegría. Cuando una persona ama vive en la alegría. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros” (Jn 15,11). ¿No hemos notado la alegría que transpiran esas personas que son testigos paradigmáticos del amor de Dios hoy? Personas como Oscar Romero, o Teresa de Calcuta, o personas que conocemos ya pulidas por el cincel del amor, se nos muestran siempre alegres, serenas, maduras. Nuestra sociedad depresiva, crispada, triste, está necesitada del amor como remedio a tanta desesperanza. Donde hay amor hay alegría. En nuestros tiempos sí hay muchas risas, pero ¿hay alegría? Si no hay alegría es que falta el amor.

* El amor es comunidad (Iglesia)“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15,11). Vosotros, vuestra. Jesús gusta de usar el plural. Todos estamos llamados al amor; y ese amor crea comunidad, la de los que han creído en el amor que Dios nos tiene: nosotr@s. “Dios no hace acepción de personas” (Rm 2,11). El amor no es un don para la privacidad, porque en esencia el amor tiende a entrelazar, a “enredar” a unos con otros creando lazos de amor. ¿Qué es la Iglesia sino la comunidad de los que viven unidos en una misma fe-contemplación de Dios amor, y unidos entre ellos por los lazos del amor que ese mismo Dios da a los que le conocen?

* El amor es un mandato. Para el cristiano, amar no es una opción, sino una condición sin la cual no se puede ser auténtico cristiano. “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Se acepta el precepto del amor, se es cristiano; no se acepta, no se es cristiano. El amor no es una opción. La “opción preferencial por los pobres”, expresión nacida en Latinoamérica y muy repetida en todo el orbe cristiano, hay que entenderla como una llamada a todos los cristianos para que retomen el camino que nunca debieron dejar, es decir, el camino del amor, que no es optativo sino obligado para ser cristiano de hecho. El Señor no nos da un consejo: “si os parece bien, amaos”, sino un mandato inexcusable. Quién no ama no es de Dios.

* Concretando aún más el mandato del amor, nos limitamos a recordar las obras de misericordia (siete corporales y siete espirituales) que aprendimos en el catecismo tradicional y que el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica anota así: “Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58,6–7; Hb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31–46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5–11; Si 17,22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6,2–4)” (CATIC 2447).
 

Las obras de misericordia, contempladas desde los relatos evangélicos, nos ofrecen un retrato-robot de Jesús. Para Él la práctica del amor no fue un ejercicio de abstracción mística, ni de paternalismo, sino de justicia, virtud inseparable de la caridad-amor que identifica a los cristianos auténticos. Amar no es sentir como el corazón palpita sumergido en dulces y románticos sentimientos de bondad,  no es secar con paternalismos las lágrimas del que llora la pérdida de su hogar expropiado por el banco, ni dar un toque en el hombro al que ha perdido su empleo; tampoco es amar rezar devotamente por la paz mientras me cruzo de brazos ante unas leyes  injustas que penalizan al  inmigrante y recorta prestaciones a los más pobres; amar no es un sentimiento, sino la decisión de trabajar por la justicia, virtud que es inherente a la caridad. 

El amor efectivo, más que afectivo, en línea con Jesucristo es la piedra angular de la identidad cristiana. Siendo así: ¿Te puedes considerar cristiano? ¿Ocupa la misericordia (generosidad, amor, perdón, respeto,... activos) para con tu prójimo el centro de tu corazón? ¿Qué tienes que cambiar en tu vida para ser en verdad discípulo de Jesús?

Casto Acedo Gómez. Mayo 2021. paduamerida@gmail.com.