miércoles, 12 de mayo de 2021

Solemnidad de la Ascensión (16 de Mayo)


No se acaban de enterar, o mejor, ¡no nos acabamos de enterar! Cuando el Señor reúne a los suyos para despedirse, éstos siguen pensando en mesianismos terrenos: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?” (Hch 1,6) Seguían esperando un Mesías victorioso según los esquemas imperialistas. Su fe seguía supeditando la religión a las conveniencias terrenas. Si seguir a Jesús no me sirve para nada práctico en este mundo, ¿para qué seguirle? La fe como negocio. ¡Qué obsesión!

Los discípulos de entonces, como muchos de hoy, se muestran incapaces de asimilar el hecho de que el mesianismo de Jesús sea de otro orden. Como consecuencia de ello se ponen en riesgo de depresión y abandono, como le ocurrió en su momento a los de Emaús. “Nosotros pensábamos que él sería el salvador de Israel, y ya ves…” (Lc 24,21). También a nosotros nos cuesta aceptar que estamos para servir a Dios, no para ser servidos por Él; y nos sorprende el hecho de que, viniendo de Dios, el Reino no se imponga con la fuerza y la espectacularidad que desearíamos; y por eso tal vez también nosotros nos sorprendemos a menudo en trance de abandonar o de sumirnos en la desesperación.

La hora de la madurez

“No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis la fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta los confines del orbe” (Hch 1,7-8), es decir, a vosotros os toca aceptar con docilidad la presencia de Dios en las cosas pequeñas, y anunciar el evangelio, sembrar la Palabra, extender el Reino de la verdad, la bondad y la justicia desde la debilidad; a vosotros os toca continuar mi obra –dice Jesús-, seguir haciéndome presente de modo sencillo en medio del mundo.

Ha llegado para vosotros la hora de la madurez, el momento en el que ya no me tenéis físicamente a vuestro lado; el cordón umbilical bien visible que os unía a mí y que os daba seguridad se rompe con mi partida; desde ahora sois vosotros los que habréis de tomar las decisiones importantes; ya no sois niños sino adultos que debéis asumir vuestras decisiones y actos responsablemente. ¡No os quedéis ahí plantados mirando al cielo! -sigue diciendo  Jesús-, yo volveré como el rey que entregó los talentos a sus empleados (Lc 19,11-27), o como el dueño de la viña que pide cuenta a los arrendatarios (Lc 20,9-18). Volveré para llevaros conmigo; tomaré en peso vuestras vidas y sabré si fuisteis misericordiosos con vuestros hermanos los hombres como yo lo he sido con vosotros (cf Mt 25,31-46).

La fiesta solemne de la Ascensión del Señor no celebra la ausencia del Señor como tragedia sino el paso del Señor a la gloria del Padre como condición para una presencia mucho más conveniente para la humanidad: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros” (Jn 16,7). Cristo ha culminado su obra.

La Ascensión al cielo es la apoteosis de Jesús. Con su partida se establece un antes y un ahora: el tiempo del Jesús histórico y el tiempo de la Iglesia. “Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a su Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Ef 1,22-23). La Iglesia, tú y yo, somos los continuadores de su misión. Pero no estamos solos en la tarea, porque el Padre y el Hijo nos dan su Espíritu que nos sugerirá en su momento lo habremos de decir o hacer (cf Mt 10,19). Después de la ascensión de Jesús a los cielos nos jugamos mucho en la recepción y escucha del Espíritu; la oración, el silencio meditativo, la reflexión evangélica, la vida espiritual, entendida como diálogo interior con Dios, cobran protagonismo en el tiempo que se inaugura con la Aascensión y Pentecostés, el tiempo de la Iglesia.


Tiempo de la Iglesia

Cuando un hijo se marcha de la casa para vivir su vida los padres guardan el recuerdo de todo lo que han vivido con él; también quien se ha marchado lleva en su corazón la memoria de lo que sintió y aprendió en el hogar paterno. Las despedidas son dolorosas, pero también necesarias; sin ellas no seríamos nunca independientes permaneciendo en el estado de infantilismo e inmadurez permanente de quien lo recibe todo sin dar nada.

Pues bien, a pesar de las lágrimas de la despedida, la primera Iglesia, la de aquellos que tuvieron contacto directo con Jesús, entendió bien la necesidad de la partida de su fundador y se embarcó en la tarea de madurar en su fe y en su vida personal y comunitaria. La experiencia del encuentro con Jesús les sirvió de palanca para el anuncio misionero, como hace saber san Pedro en casa de Cornelio: Jesús se manifestó “a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Él nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos” (Hch 10,41-42).

Si antes de Jesús el pueblo judío vivía sometido a los mandamientos de la ley y a las promesas de los profetas, y si con Él pudieron los hombres escuchar directamente la voz de Dios, en el tiempo nuevo de la Iglesia los discípulos han de vivir en la libertad interior, abiertos al poder del Espíritu, en diálogo con Él y desde ahí impulsados al servicio del Reino: "Recibiréis la fuerza y seréis mis testigos” (Hch 1,8) .

No nos alegramos en la Ascensión porque Jesús se haya ido, como tampoco un padre se alegra porque un hijo o una hija abandonen el hogar que les vio crecer para buscar su propia vida; estamos alegres porque al marcharse Jesús se cumple nuestro destino de mujeres y hombres libres que ya no necesitan la tutela paterna. Celebramos la madurez del discípulo, que no quedará huérfano porque Dios enviará el Espíritu de la verdad (Jn 15,26).

El tiempo de la ley ha pasado. En la nueva era no se nos dan las cosas hechas; sería humillante  el Espíritu, con sus dones, que son “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo” (Gal 5,22-23), nos ayuda a realizarnos en libertad, no por la imposición de ley sino por la seducción de su su amor. El cristiano adulto y la comunidad cristiana madura no es la que permanece estática mirando al cielo a la espera de que Dios lo de todo acabado; es la que se pone en marcha adentrándose en el mundo, al que  considera como un inmenso campo de trabajo donde ejercitarse. “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).

Con la Ascensión llega el tiempo del Espíritu y la Iglesia; toca ahora ser eslabones de transmisión. Pero ¿qué hemos de transmitir? Desde luego no una ley moral, ni los esquemas de una institución eclesiástica, tampoco se trata de ser transmisores de unos ritos y unas instituciones más o menos eficaces; se trata de transmitir la "Buena Nueva" del amor de Dios, ser portadores de un mensaje de misericordia y compasión; al servicio de este fin, que es hacer presente al Dios del amor, han de estar los sacramentos, las normas y los organigramas eclesiales.


Si me limito a especular sobre la ausencia del Jesús histórico, o sobre cómo y cuando debería ser la segunda venida del Señor, acabaré poniendo mis esperanzas y mi ánimo en esas especulaciones fruto de mi imaginación interesada. Me tallaré un dios a mi medida. Me habré equivocado. A mí no me toca especular con mesianismos de tres al cuarto, ni preguntarme sobre cuándo volverá el Señor; sólo sé que vendrá, eso basta a mi esperanza.

El tiempo de la Iglesia, tras la marcha de Jesús, es tiempo de cultivar la fe por el acercamiento al Misterio, la escuchaa y meditación de  la  Palabra y la práctica de la caridad.  "A los que crean les acompañarám estos signos: echarán demonios en mi nombre, es decir, serán resilentes a la seducción del mal y podrán liberar a quienes hayan caído en su trampa; hablarán lenguas nuevas, porque su idioma será el lenguaje universal del amor, que todo el mundo entiende;  cogerán serpientes en sus manos, porque no temerán por sus vidas;  y si beben un veneno mortal no les hará daño, porque han sido vacunados en la resurrección. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos". La fuerza de Dios no les faltará. 

Todas estas promesas garantizan que tras la subida de Jesús a los cielos, la fe en la resurrección dará paso a una vida nueva donde el poder y la misericordia de Dios se sigue haciendo presente en los discípulos. 

Termina diciendo el Evangelio que "después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que les acompañaban". Jesús sigue vivo cooperando y confirmando con sus signos la palabra predicada por la Iglesia. En la misión no estamos solos. Jesús lo ha dicho: "yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos" (Mt 28,20)

Casto Acedo Gómez. Mayo 2021. paduamerida@gmail.com.

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