martes, 2 de agosto de 2011

En recuerdo de Antonio Paniagua

El pasado 22 de Julio fallecía en Mérida Antonio Paniagua, sacerdote que formó y desde la otra orilla sigue formando parte del grupo de presbíteros de nuestra ciudad. Al Pani, como le solíamos llamar, le conocí en mi primera estancia en Mérida, allá por el año 1982. Recién salido yo del Seminario, con sólo la experiencia de mi paso por el entonces obligatorio servicio militar, mi encuentro con Antonio fue una bendición. Tuve la oportunidad de dar clases de religión con él en lo que entonces era el Instituto de Formación Profesional, de compartir algunas convivencias con jóvenes en el albergue Virgen de la Nueva, que con tanto cariño había construido en Solana de Ávila, y de integrarme en el grupo sacerdotal de revisión de vida y proyección pastoral al que él pertenecía y al que sigo perteneciendo.

De él aprendí a inculcar a los muchachos de FP el espíritu cristiano, primeramente autocrítico y luego crítico, necesarios para vivir desde una espiritualidad real, pisando tierra. Antonio siempre fue un hombre abierto al mundo en el que vivió, sobre todo atento a las nuevas generaciones, como si esperara de cada una de ellas el paso imprescindible para que las huellas de Cristo siguieran brillando y su Reino creciera sin retrocesos. Los jóvenes y los pobres fueron siempre su pasión. Educó comprometidamente a los primeros en los tiempos difíciles de la dictadura, y siguió inculcándoles los valores evangélicos en la transición democrática. Cuando la situación se normalizó no dejó de ser crítico con los “nuevos prebostes”, como él decía, muchos de ellos hijos pródigos criados bajo sus alas. Teniendo en cuenta estos cambios no es de extrañar que se le tachara de rojo en sus primeras andanzas pastorales y de un tanto azul en su última etapa. En realidad siempre fue blanco, o mejor transparente, y repudió proféticamente a los que sólo buscan indecentemente medrar subidos a un color, sea este el que sea.

Son muchas las personas que se beneficiaron de su carisma; fue un hombre tremendamente humano, volcado en el servicio a los pobres. Me decía una vecina del barrio de san Antonio, barrio marginal de Mérida sobre todo en los años sesenta y setenta, que Antonio les había hecho descubrir su dignidad, que antes de llegar él la autoestima de los pobres del barrio estaba por los suelos, y Antonio con su cercanía y su aliento, con su predicación evangélica y su compromiso por la cultura y la formación, les había enseñado a ella y a muchos otros del barrio que no tenían porqué sentirse inferiores a nadie. Son semillas espiritules que se van dejando en el surco y que el tiempo hace germinar.

Los jóvenes, rebeldes por naturaleza, encontraron en Paniagua y en sus grupos de Acción Católica un cauce para canalizar su rebeldía y espíritu crítico. Enseñó a muchos a leer su vida y la vida social y política desde la revolución que es el Evangelio, les abrió los ojos para ver la realidad desde una perspectiva de libertad, despegada de las  miras políticas, religiosas, sociales y morales viejas. Siempre buscando nuevos horizontes. Apasionado por Jesucristo. Hubo un tiempo en que repetía que “entre lo mejor y lo más barato que hay están Jesucristo y el bicarbonato”, ambos buenísimos y poco valorados porque en una sociedad de intereses su bajo precio distorsiona la apreciación justa de su valor y eficacia. Yo solía añadirle a la frase: “Jesucristo, el bicarbonato… y los apóstoles”, y el añadía con la sonrisa inocente que nunca perdió: “eso, y los apóstoles, con reparo”.

Antonio amaba a la Iglesia, aunque muchos por exceso de laicismo o por deformación eclesiástica crean que eso no es cierto; pero lo es. Los que le tratamos de cerca sabemos que sentía como propios los aciertos y pecados de la institución. En sus escritos podemos ver cómo le dolían los ataques furibundos que recibía la iglesia desde fuera, y como también sufría la desidia e indolencia que veía dentro de ella y que causan tanto daño desde el mismo interior. Miró siempre a la Iglesia como un regalo de Dios, una prolongación de la presencia del Hijo; pero se le hacía insoportable verla secuestrada por clericales y eclesiásticos ajenos a la pasión por Jesucristo y su Reino. Ultimamente no soportaba que la Iglesia fuera ninguneada por los "nuevos clérigos" de la farándula y la progresía política posmoderna.

Acosado y vencido físicamente por una enfermedad que ha sobrellevado con paciencia ejemplar, se ha ido un hombre que vivió la obediencia evangélica en profundidad. Dócil a la voz del Espíritu. Basta hacer un recorrido por las parroquias y otros ámbitos donde ejerció su ministerio para comprobar la huella que fue dejando. Las personas que se acercaron a él buscando el consejo o la gracia de la penitencia quedaron encantadas por la acogida que recibían. Quien se acercaba a Antonio se sentía amado, escuchado, respetado, porque Él había captado de una manera especial que el reino de Dios, el mismo Jesucristo, es ante todo misericordia, y la vocación que él había recibido y aceptado era la de ser misericordioso como lo fue el Maestro. Nunca se escandalizó de las debilidades ajenas, tal vez porque él también se sabía débil, pobre entre los pobres; por eso su atención y escucha a jóvenes en su primera etapa y a los ancianos en sus últimos años de capellán en el Asilo de ancianos, no fueron impostadas sino auténticas.

Quiero terminar comparando a Antonio con otro sacerdote que fue muy querido en la ciudad de Mérida: el padre Panero, redentorista. Puede que a alguno le sorprenda la comparación. El padre Panero era un hombre en sus formas espiritualmente anclado en el siglo XIX; daba la impresión de no haber pasado en ningún momento por el concilio Vaticano II; pero ¡qué más da cuando lo importante es la coherencia de vida y la entrega! Ahí estaba el padre Panero cuando un enfermo o cualquier otro problema humano personal o familiar le reclamaban. Antonio Paniagua se formó y asimiló las directrices teológicas, litúrgicas y pastorales del Concilio, y desde esas claves practicó también la misericordia. Ambos sacerdotes son y serán recordados no por su ideología (conservador uno, progresista otro) sino por su vida. Ya lo dijo san Juan de la Cruz: “al atardecer de la vida te examinarán del amor”; te examinarán y te recordarán por tu amor, todo lo demás será accidental.

Una oración y un recuerdo para Antonio. Desde un cielo verde, luminoso, limpio como el valle de Solana de Ávila en la Sierra de Gredos nos sonríe y nos dice: “No lo olvidéis, Jesucristo y el bicarbonato … también los apóstoles … pero sobre todo Jesucristo”. ¡Descansa en paz, Pani!

Casto Acedo. Agosto 2011paduamerida@gmail.com. 7344

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