lunes, 15 de noviembre de 2021

 Dn 7,13-14; Sal 92, 1-5; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37

 
 
El reino de Dios no es un reino político sostenido por un ejército y una fuerza policial; ni tampoco se trata de un estado mesiánico en el que hay un rey vengador que, en línea con las esperanzas erróneas del pueblo judío, vendría a mostrar su fuerza avergonzando y confundiendo a los que no creen el anuncio de su venida. El reino de Dios no tiene su fundamento ni en una idea ni en una determinada acción político-social, sino en una persona: Jesús, que no viene a establecer ningún “sistema” sino a mostrar el rostro humano y cercano del Padre.

Un rey crucificado


Contemplando la palabra y las acciones de Jesús de Nazaret podemos comprender qué clase de reino es el que predica y pretende: nace pobre y humilde en Belén, vive anónimamente en Nazaret, se vuelca en el servicio a los excluidos de su tiempo, anuncia el amor (misericordia) de Dios Padre, y termina sus días siendo contado entre los últimos, condenado a muerte y crucificado. San Pablo dirá luego que “la fuerza se muestra en la debilidad” (1 Cor, 1,25.27; 12,10). Este es el Reino que predica Jesús: el reino de los pobres, de los débiles, del amor, significado en el Rey Crucificado que a la violencia responde con el perdón y la paz.

El título de Rey aplicado a Jesús hay que leerlo contemplándolo en su pasión y muerte. La primera carta de san Pablo a los Corintios nos da una pista: “El lenguaje de la cruz es locura para los que se pierden; pero para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios… Lo que en Dios parece debilidad, es más fuerte que los hombres” (1,18.25). Mirando a Cristo mientras recibe el “homenaje” de los soldados con sus bofetadas, burlas y salivazos (cf Jn 19,1-3), viendo la escena del Ecce homo“aquí tenéis a vuestro rey” (Jn 19,5), u observando “al que atravesaron”, podemos contemplar al Rey. Por cetro: una caña; la corona: de espinas; el manto: color púrpura (ensangrentado); el trono: una cruz de tosca madera. Como fondo de la escena un enorme cartel: Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos (INRI) (cf Jn 19,19).

Lejos de ser una fiesta de triunfalismo político-social, la solemnidad de Cristo Rey es un canto al triunfo seguro del amor y el servicio generoso sobre el odio y el poder abusivo. La dignidad de Cristo en la cruz es la dignidad del amor hasta el extremo, la auténtica dignidad “real”. Sólo el amor nos hace dignos.


Con su muerte en cruz Cristo ha conseguido la bienaventuranza de los pobres. Porque sólo desde la grandeza del amor-dolor de la cruz podemos entender el sermón del monte. Los pobres, los perseguidos por causa de la justicia, los que sufren, lo que trabajan por la paz, (cf Mt 5,1-12)… son dichosos porque participan de la vida de Dios crucificado; con Cristo crucificado los últimos del mundo pasan a ser los primeros (cf Mt 20,16). 

 El reino de la verdad lucha contra el de la mentira.

 
Vivimos tiempos de relativismo en todos los sentidos: filosófico, religioso, moral… No se admiten verdades absolutas y tampoco monarcas absolutos. La verdad se ha empobrecido, se ha reducido a “racionalismo” y a “cientificismo”. La verdad está sólo en lo que podemos racionalizar o medir. ¿No es un concepto demasiado pobre esa “verdad”?¿Acaso el mucho razonar y cuantificar nos dará la vida? ¿Calmará mi dolor la explicación científica y razonable de mi enfermedad? ¿Dará solución a los problemas del mundo (norte-sur, inmigración, crisis económica, "cultura del descarte", desahucios, terrorismo y violencias de todo tipo) el estudio pormenorizado de sus causas y los proyectos de solución técnicamente perfectos? Lo dudo. Y si ahí, en las medidas, los cálculos y los raciocinios no está la verdad que nos libra de la oscuridad del túnel, ¿dónde encontrar la salida?

Pues digámoslo sin tapujos, a pesar de que los tiempos no parecen simpatizar con la palabra: "Dios" es la verdadera respuesta a nuestros interrogantes más profundos. Y con Cristo llega el Reino de Dios, Reino de la Verdad. La vida de Jesús fue una continua lucha contra la mentira de sus contemporáneosAlgunos, como Nicodemo, Zaqueo, Pedro, Mª Magdalena o Mateo, dejaron de engañarse y se pasaron a la verdad, pero otros siguieron obstinados en la mentira de sus prácticas religiosas y sociales legalistas, y, cuando les llegó la hora de enfrentarse con la verdad, quisieron aniquilarla crucificando al que la encarnaba y predicaba. Pero fracasaron en su empeño. En Cristo crucificado y rehabilitado en la resurrección podemos ver que Dios está dispuesto a todo, incluso a morir para poner en evidencia la Verdad más sobrecogedora y absoluta: Dios es amor sin límites.

Las fiesta de Cristo Rey (habría que decir mejor día del Reino de Dios) pone ante nosotros la verdad de Dios: Cristo crucificado. "Yo soy la verdad", había dicho. Se trata de una verdad de un orden distinto al racional y científico, una verdad esencial, la verdad del amor, en la que encuentran apoyo todas las demás  verdades. Porque "si conociera todos los secretos del mundo y todo el saber, si no tengo amor no soy nada" (cf 1 Cor 13,2)

 
* * *

La verdad es un estilo de vida, una persona (Jesucristo), un misterio (el misterio del Reino) que supera el conocimiento racional, pero que puedes gustar y vivir. Los hombres solemos tener miedo a “la verdad”. ¡No tengáis miedo! (cf Mc 16,6; Lc 12,4; Mt 14,17, etc).  


Dice el salmista: “El Señor reina, vestido de majestad” (Sal 92,1). A este Señor que reina, ábrele el corazón, y los oídos para escuchar su palabra. “El que es de la verdad escucha mi voz”. Tiene mucho que decirte. Mostrándote la "Verdad" te dará a conocer "tu verdad", porque sólo en Él encuentra sentido tu existir. Y te sanará con su fuerza, porque “su poder (amor) es eterno, no cesará. Su reino no acabará” (Dn 7,14).

Como anticipo de lo que te espera, como prenda del día en que lo verás todo con claridad,  te invita cada domingo al banquete de su Reino. ¿Te perderás este regalo?.
 
Casto Acedo GómezNoviembre 2018. paduamerida@gmail.com.

lunes, 20 de septiembre de 2021

El ruido y el silencio

 Incluyo en el blog este articulo de mi amigo Arturo Picazo. Él mismo lo titula El ruido y el silencio. Una breve reflexión sobre la necesidad de hablar cuando el ruido mediático saca a la luz temas escabrosos referidos a la Iglesia. 


La reflexión de Pablo en torno a la unión en Cristo de todos los bautizados, y que expresa mediante la metáfora del cuerpo y los miembros, caló muy pronto en la conciencia cristiana.

Desarrollada probablemente en exclusiva para la comunidad de Corinto, que el mismo había fundado y que vivía fuertes disensiones internas, debido, entre otros motivos, al surgimiento de diversos líderes dentro de ella, lo que había desembocado en divisiones y desencuentros, la exposición de Pablo aborda la cuestión de la unidad en Cristo sin rodeos. 

Sus palabras al respecto pronto traspasaron los límites geográficos de la ciudad griega del Peloponeso y los límites temporales del propio Pablo,  hasta el punto que su reflexión de convirtió en una de las bases de la eclesiología desde la patrística hasta nuestros días y de toda la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, concepto muy importante dentro de la teología católica. El punto álgido del pensamiento paulino sobre el tema se concreta en 1ª Cor 12, 26: Si sufre un miembro todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte de su gozo.

Desconozco el grado de penetración de esta doctrina en la teología protestante y ortodoxa. Ceñidas ambas a comunidades o iglesias autónomas, supongo que la consideración de Pablo se ceñirá al ámbito concreto de esas comunidades o iglesias, sin que ello impida cierta conciencia extensiva a otras.

No ocurre así en la iglesia católica, el sentido universal (eso quiere decir católica) ha creado una vivísima conciencia entre sus fieles, de tal manera que no es necesario que un mal o un bien ocurra en la cercanía de una comunidad o diócesis. Da igual que sea en Australia, Estados Unidos o cualquier otro país remoto: si sucede algo malo en la Iglesia,  la conciencia católica lo nota como sufrimiento en la otra parte del mundo, y si ocurre algo bueno  lo nota como gozo. La misma liturgia eucarística recoge esa conciencia al pedir por “Tu Iglesia, extendida por toda la tierra”.

Estimo que es un error de bulto destacar solo el bien y silenciar el mal. Ya sabemos que lo bueno suele ser testimonio callado y está bien que se amplifique para gozo de la comunidad.  De igual modo, sabemos que la malo, por su propia naturaleza, suele ser ruidoso y no es necesario amplificar más lo que ya de por sí está amplificado. Eso es cierto, pero es igualmente cierto que en estos casos se debería llevar a cabo una labor de modulación, buscando el punto justo e intermedio entre el ruido abrumador y el silencio desconcertante para tomar conciencia de la profundidad del mal y del daño causado.

Lamentablemente no suele ocurrir así. Lo bueno ocurrido en cualquier parte de la Iglesia se proclama y lo malo se silencia. Lo p

rimero, está bien y lo segundo puede tener una intención de no hacer ya más ruido del que hay, pero no está bien. La comunidad hacia dentro tiene que reflexionar sobre ello.


Llevamos años despachándonos con casos sonados de pederastia, de escándalos financieros, y ahora, con todo el asunto del obispo de Solsona. No es una buena decisión que el tema no se trate con toda delicadeza en cada comunidad. No es un problema de Solsona, es un problema de la Iglesia, de mi parroquia y diócesis, aunque no haya ocurrido aquí.

Hace unos días una mujer de ochenta años y de comunión diaria, refiriéndose a lo sucedido con el obispo de Solsona, nos decía a un grupo: “Ay, Señor, como está la Iglesia”.

La frase no venía de una activista de izquierda anticlerical, venía de una señora mayor católica, y lo curioso es que su pensamiento, resumido en esa dolorida frase, es el pensamiento, más o menos expresado, de millones de fieles. Solo por eso, esa mujer, y con ella esos millones de fieles, merecen aclaraciones sobre ello. Seguro que una reflexión serena no va a ir en detrimento de La Iglesia, al contrario, solo se puede esperar bien para todos.

No digo que haya que utilizar las homilías para abordar estos temas concretos, ni siquiera el tiempo dedicado al final de la liturgia eucarística para los avisos puntuales. No son espacio para ello.

Tampoco digo que haya que convocar una reunión ex profeso, aunque si se hiciese así no se podría decir que está fuera de lugar. Pero, en fin, buscando la modulación que proponía, sí se debería  aprovechar cualquier otra reunión para introducir el tema.  Creo que sería una buena oportunidad de los pastores para ahondar en el sentido de Iglesia, para profundizar en el bien y en el mal que siempre e inevitablemente nos ha acompañado a lo largo de la historia desde el mismo grupo de Jesús hasta nuestros días, y que seguirá acompañándonos, porque, en sí mismo, el mal es un misterio, en La Iglesia y fuera de ella.  La iniquidad no ha comenzado con nosotros, ni seremos nosotros quienes le pongamos fin, apuntó con sano realismo Soljenitsyn, y llevaba toda la razón.

Si en algo coinciden el ruido y el silencio es en que ambos se niegan a ahondar en la verdadera profundidad del mal. El ruido, porque se entretiene y entretiene en jalear sus consecuencias; el silencio, porque se niega a abordar su causa.

Precisamente esa reunión o reuniones, como rupturas del silencio, deberían ser una oportunidad para analizar las causas de distinto tipo que pueden llevar al desarrollo de conductas negativas tan destructivas para La Iglesia y sus posibles soluciones. En fin, lo que sea, antes que el silencio desconcertante, porque en esta situación uno se siente como Antígona cuando le dice a su hermana Ismene: este silencio me espanta, tanto como el ruido en balde.

 Arturo Picazo Bermejo

Septiembre 2021

 

jueves, 16 de septiembre de 2021

Crecer en la persecución (19 de Septiembre)


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"Dijeron
 los malos: acechemos al justo, que nos resulta incómodo… Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura…Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él
 (Sab 2,17-20). 

El justo –dicen los malos- nos resulta incómodo. La justicia incomoda a quien vive instalado en la injusticia. Y su reacción suele ser el rechazo del justo, su marginación, e incluso su eliminación. Ahí hallamos el origen y la causa de la pasión y muerte de Jesucristo. Él era justo, y su “luz” puso en evidencia la injusticia que se oculta en el corazón del malvado.

Frente a la inocente mirada del justo sólo quedan dos opciones: o aceptar la luz que irradia, y el consiguiente reconocimiento de la propia oscuridad (arrepentimiento y conversión), o tratar de huir de ella  descreditándola o, en última instancia, eliminarla. 

Los esquemas de Dios 
y los nuestros
 
La historia del “justo injustamente perseguido” que nos describe la primera lectura de este domingo es la historia de Jesús. Pero también es la historia de muchos personajes de la Biblia: Abel, acechado, envidiado y asesinado por su hermano Caín; Moisés, rechazado por el Faraón; David, perseguido por Saúl; los grandes profetas, desterrados y perseguidos por el pueblo y por los reyes; Pablo de Tarso, acusado de blasfemo y enemigo por los fariseos a los que pone en evidencia con su predicación acerca de la inutilidad de la ley como clave de la vida religiosa; etc….

La misma actitud beligerante  se da en la vida de los “justos” (santos) en la historia de la Iglesia: primeros mártires perseguidos (san Esteban, los apóstoles), grandes santos de la antigua historia de la Iglesia que han sufrido la violencia del martirio: Ignacio de Antioquia, Tomás Moro, Oscar Romero, Ignacio Ellacuría, etc. O los más recientes casos de cristianos que sufren persecución en el mundo islámico, en las sociedades consumistas occidentales, o en cualquier lugar donde se denuncian la injusticias como una ofensa al mismo Dios.

Ser "justo”, vivir en coherencia con el Dios de Jesucristo, predicar su doctrina y, sobre todo vivirla, desagrada a muchos. Podemos hablar del “Dios conflictivo”, Dios que, presente en los sencillos de corazón, entra en conflicto con el mundo, no porque los santos deseen ese conflicto, pero su forma de pensar y actuar  hallan la oposición de quienes no están dispuestos  a rendirse al bien de Dios.

El conflicto entre el bien y el mal, las tinieblas y la luz,  es  inevitable. Jesús lo da a entender en su predicación: "¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12,51-53). Quien tiene los criterios de Dios no puede menos que entrar en disonancia con quien se rige por esquemas de poder, fama y dinero. Son dos mentalidades distintas e irreconciliables: la de Dios y la mundana (cf Jn 17,13-26).

Se impone estar atentos, porque no pocas veces la mentalidad de este mundo impregna incluso a la Iglesia. Ya en sus inicios -lo veíamos el domingo pasado en el evangelio- el mismo san Pedro expresó su discrepancia con los planes de Dios al querer convencer a Jesús de que cambiara de camino, de que no se dirigiera a la cruz, que huyera de su misión; el mismo Jesús le llama la atención: “apártate, Satanás, tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mc 8,33); un poco después son los apóstoles los que manifiestan que su mentalidad, sus pensamientos, necesitan conversión: “por el camino habían discutido quién era el más importante” (Mc 9,34).


Ser cristiano desconcierta 
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La Palabra nos invita a una elección: o seguir los caminos del mundo, “donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males” (Sant 3,16) o seguir los caminos de Dios: “los que siembran la paz y su fruto es la justicia” (cf Sant 3,18). 

Teóricamente lo tenemos claro; pero no nos engañemos: lo que pide el Señor a sus discípulos no es que se aprendan la lección, como los fariseos estudiosos de la ley, sino que practiquen la justicia siguiendo el estilo de vida que él propone. Y cuesta aterrizar en la realidad viviendo  según los esquemas de Dios. Cuando el evangelio entra en el mundo genera en las personas y en las instituciones un desconcierto que hay que saber discernir.

Primeramente me desconcierto y divido yo mismo. El rechazo a los  planes de Dios no se da solo entre mi yo creyente y los otros; también en mi mismo interior se da con frecuencia ese rechazo; son muchas las ocasiones en que me niego a aceptar los retos que me propone el evangelio. El evangelio tiene su grado de incomodidad. Me incomoda cuando me hace ver que soy ricos y tacaño para con mis hermanos, intolerante y soberbio, remiso a ayudar a otros si ello me supone pérdidas económicas o de consideración social, etc. 

"El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días, resucitará" (Mc 9,31). Todo crecimiento espiritual, todo seguimiento de Jesús, trae consigo la muerte del ego para que florezca el yo auténtico, el hijo de Dios que soy. Observa que no sólo desde fuera encuentro oposición a mi ser creyente; también en mi interior surge la duda acerca de si Dios, finalmente, estará conmigo. Es importante mirar dentro de mi. 

La vida  de fe tiene un enemigo oculto en mi personal visión mundana de las cosas. Recuerda Getsemaní: "no sea lo que yo quiero, Padre, sino lo que tú quieres".  El camino para ser fuertes en la persecución se fragua en el corazón. Es lo primero que hay que sanar si de veras queremos superar las pruebas que nos llegan desde el exterior.

Y si es necesario un fortalecimiento personal para mantener la calma en medio de las tormentas, no menos necesario es el fortalecimiento institucional. A nivel de Iglesia es bueno repasar si en nuestra institución los que cuenta es los más débil o lo más fuerte, lo más sencillo o lo más ostentoso. 

"Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó, y les dijo: El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mi" (Mc 9,36-37)El niño, en la cultura judía del siglo I carecía de importancia, no era tenido en cuenta. Lo que Jesús quiere decir a sus discípulos y nos dice hoy a nosotros es que hay que hacerse pequeño, y desde ahí, desde abajo, ser misericordioso y acogedor con los que menos cuentan según la escala dominante. “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35).

La defensa de los débiles siempre crea problemas. Raramente encontramos oposición a nuestras creencias a no ser que estas salgan a la calle y tomen partido por la justicia. Podemos aprender mucho sobre la grandeza e nuestra fe observando el efecto que produce en nuestro entorno. ¿Ladran? Luego cabalgamos. Si las críticas a la Iglesia son debidas a la defensa de la vida, la denuncia de la injusticia y la afirmación de Dios, ¡enhorabuena!, vamos por buen camino.

Este domingo es un buen día para preguntarte al hilo de la liturgia de la Palabra: ¿Siento en algún momento el rechazo por ser seguidor o seguidora de Jesús? ¿Cómo encajo las contradicciones que se me presentan por ser y pensar distinto debido a mi fe en el evangelio? Las situaciones de desconcierto personal y las críticas o rechazos son una oportunidad que el Señor me ofrece para crecer en fe. A la muerte de mi orgullo que suponen las humillaciones recibidas en el nombre del Señor le sigue siempre un florecimiento espiritual.

Y por otro lado debería mirar mi sentido de Iglesia. ¿Me avergüenza una Iglesia humillada y perseguida por defender la verdad del evangelio?  A nivel más concreto: ¿cómo me sitúo en mi comunidad parroquial: procuro ocupar puestos de servicio (cáritas, limpieza del templo, atención a enfermos, etc...) o aspiro a las actividades donde hay más lucimiento y consideración (protagonismo en actos litúrgicos solemnes, presidencia en  procesiones y actividades representativas, etc.)?  

A todos nos gusta una Iglesia socialmente bien considerada. Pero no siempre se da esa consideración. Y para caer bien tendemos a hacer una iglesia según el modelo del mundo, cuando su misión es precisamente la contraria: hacer un mundo según el modelo del evangelio. Si lo que ofrecemos en la Iglesia es más de lo mismo (poder, privilegios y cargos de honor), ¿para qué sirve?, eso ya lo hay fuera de ella.

Una Iglesia que  no desconcierta y crea polémica, que no suscita críticas y persecución, que no da problemas a la sociedad acomodada, una iglesia así está sobrando. Pero si su presencia desquicia a los que andan cómodamente dormidos en sus algodones, ¡alegraos!, también a Jesús lo persiguieron y condenaron; cuando ladran los perros es porque algo está vivo y se mueve. La persecución por el Reino es una señal de que se marcha por caminos de fidelidad  a Dios.


Pide lo que nunca 
te has atrevido a pedir

Entra  hoy en oración ante el Señor y su Palabra con toda sinceridad. Contempla en tu interior la voluntad de Dios, su opción por los últimos, y trata de ver cuán lejos estás de ella. Atrévete a reconocer que el primer "impío" que te acecha y persigue lo tienes en ti mismo. Cuídate de no escucharle. Pide perdón y la gracia de la conversión. Convertirse es cambiar tu mente. Acostúmbrate a ver en las persecuciones un desafío para crecer y afróntalas con gallardía.  

¡Trabaja en ti las virtudes cristianas! Soportar la persecución sólo es posible dejándote curtir por la fuerza de las virtudes divinas. ¡La fuerza me viene del Señor! 

No me resisto a no transcribir hoy el texto completo de la carta de Santiago (3,16–4,3) que hoy propone la liturgia; es un buen programa para matar el ego y resucitar a Cristo; con Él lo puedo todo:
"Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males. La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera. Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia. ¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra. No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones".   
Cuando pidas algo a Dios piensa más en los demás que en ti. Y pídele al Señor sufrimientos, persecuciones y desprecios si son convenientes para tu madurez cristiana; esas son las cosas que reza una oración litúrgica que "no nos atrevemos a pedir". Cuando  pierdas el miedo a la pasión y la muerte hallarás la resurrección y la vida, la verdadera alegría. 

Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros”. (Mt 5,11-12) 

Casto Acedo Gómez. Septiembre 2021paduamerida@gmail.com.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Convertirse

En unos días de retiro espiritual cerca de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a los suyos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Tras varias respuestas en las que  le identifican con Juan Bautista o algún profeta esperado, en un arranque de lucidez espiritual (iluminación), Pedro proclama la divinidad de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y Jesús confirma su fe otorgándole un lugar de preeminencia en la Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra -la piedra de la fe en Cristo proclamada por Pedro- edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18).
 
Es importante entender que lo que hace grande a Pedro no es su persona sino la fe que confiesa  y es depositada en sus manos. Pedro es débil,  la fe que se le transmite es fuerte.

 Apoya esta tesis de la primacía de la fe sobre la persona de Pedro el hecho de que el mismo Pedro no tarda en recibir un buen varapalo del mismo Jesús: “Quítate de mi vista, Satanás; tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16,23). La osadía de Pedro al corregir al Maestro nos muestra que aún no estaba madura su respuesta de fe; aún no entraba en sus cálculos aceptar la cruz como camino para la glorificación.
 
La fe se confirma en la prueba
 
Aquello de ser la “piedra” donde se edifica la Iglesia debió parecer a Pedro algo maravilloso. Lo que no debió gustarle tanto es asumir que ser creyente y jefe de los creyentes llevara consigo sufrimientos; le costó entender que ser Papa más que un privilegio es una carga, una tarea que no siempre resulta agradable. Todavía Jesús no había “ofrecido su cuerpo como hostia (ofrenda) viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1), mostrando así, como dice el prefacio en la fiesta de la Transfiguración, que “la pasión es el camino para la resurrección”. Al final de sus días, tras una vida de conflictos y persecuciones, también Pedro pudo finalmente confirmar su fe con el martirio.
 
El pecado de Pedro, que podríamos decir que, para bien y para mal, es figura de la Iglesia -de todo discípulo-, nos viene a recordar que aunque seamos cristianos confesos no estamos exentos de ceder terreno al maligno en nuestra vida personal, social y eclesial. En una palabra: no debemos caer en la trampa de creernos convertidos del todo; y por supuesto hemos de evitar caer en la tentación de enmendar la plana al mismo Dios cuando no comprendemos su voluntad o no la queremos comprender porque no responde a nuestros intereses o expectativas.

A este respecto, conviene  revisar nuestra vida cristiana cada día, porque ésta no se da para siempre en el momento del bautismo sino que, como dice san Pablo, se ha de reafirmar día a día “por la renovación de la mente” (Rm 1,2), expresión que encierra una invitación a la conversión, una llamada propia del tiempo de Cuaresma que resuena para nosotros también en los días finales del verano. 

El camino cristiano no es de subir y nunca bajar; que lleguemos a un punto de experiencia y a la confesión de fe no implica que ya esté todo hecho. La llamada a conversión es una constante en la vida. Quien crea que ya ha llegado a la "inmovilidad", es decir, a un momento en que no tiene que cambiar nada en su vida, es que está muerto. La tarea de la conversión o cambio de mentalidad  ha de ser una contante en la vida. 
 
 
¿Qué es convertirse?
 
1.- Entender la fe como algo que está más allá de las ideas. No se trata de idealizar la vida, sino de vivir en la dimensión de la cruz; no consiste en ser fiel a la liturgia (el culto) cristiana, en ofrecer sacrificios, hacer o dar cosas para justificarnos ante Dios. No se trata de dar algo a Dios, sino de dar-me (yo mismo): “Os exhorto a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). Jesús propone esto a sus discípulos con otras palabras: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
 
2.- Convertirse es adoptar la mentalidad de Dios, mirar las cosas desde su punto de vista. “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 1,2). Envueltos por un ambiente cultural donde prima el culto al “yo”, convertirse es dar pasos hacia el Tú (con mayúsculas), algo que posibilita entender y comprender a los otros “tú” (con minúscula) que son los hermanos.

No ajustarse al mundo es una tarea ardua. Es más fácil, placentero y descansado dejarse llevar por la corriente imperante. Pero el discípulo de Jesús no vive ávido de novedades, ni busca “lo que se lleva”, busca la verdad de Dios manifestada en Jesucristo. A la hora de actuar el buen cristiano se preguntará siempre cómo habría obrado Jesús (Dios) en cada situación concreta; y siempre buscará agradar a Dios antes que a los hombres (cf Hch 5,29), aunque ello suponga contratiempos y sufrimientos.
 
3.- Convertirse es optar por la vida misma de Jesús. En Él tenemos la garantía de la victoria, la ganancia de todo. “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26) ¿Dónde está la vida? En el poder, en las riquezas, en el prestigio personal,... nos dicen. Y los hombres del siglo XXI seguimos perdiendo la vida ofuscados en el culto a esos ídolos. ¿Encontramos ellos la vida? ¿Somos realmente tan felices como pretendemos aparecer en facebook? Parece ser que no, que malogramos la vida embarcados en la alienación y el estrés que genera la carrera por “tener más”,  “ser más” y “aparentar más”; llevamos una vida acelerada que nos conduce a un inmenso y creciente vacío existencial, una vida –en definitiva- “sin Dios (Amor)”, una vida que revelará su tremenda fealdad en la hora de la muerte, porque habrá sido una vida perdida en superficialidades.

Una vida "plena", “ganada”,  es una vida “con Dios”, una vida que realiza su vocación de servicio a Dios y los hermanos. “Si uno quiere salvar su vida la perderá” (Mt 16,24). Perder la vida por Cristo y su evangelio es el signo de la identidad cristiana; el “martirio” entendido como testimonio es la prueba definitiva de la conversión. En el martirio muestra la vida cristiana toda su belleza.


 
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En la Eucaristía el Señor se ofrece por ti y para ti como “hostia viva, santa, agradable a Dios”. Cuando participas en la mesa del altar comulgas la misma vida de Cristo, te haces uno con él muriendo en obediencia al Padre. Vivir la misa y seguir los pasos de una espiritualidad eucarística (“presentar vuestros cuerpos como ostia viva, santa, agradable a Dios” Rm 1,1) no es perder la vida, aunque los paganos digan lo contrario, es ganarla viviendo día a día en la belleza del amor. 

No olvides lo que dijo Jesús a Pedro: sobre esta "piedra" edificaré mi Iglesia. La piedra es Jesús, el  Cristo: "la piedra que desecharon los arquitectos es la piedra angular" (Mt 21,42); "la roca era Cristo", (1 Cor 10,4). La Iglesia se edifica sobre esta Roca; firmeza de fe que encuentras proclamando y viviendo la fe en Cristo, hijo de Dios, Verbo encarnado,... fe que proclama para ti la Iglesia de Pedro, pecadora como él, y también santa. 

No olvides que tu también eres roca, piedra que edifica la Iglesia. También depende de ti la solidez del edificio. Toca hoy de rezar  por la Iglesia y por el papa Francisco, sucesor de Pedro, débil como él, pero garante del camino que te lleva a Jesucristo. "La fuerza se muestra en la debilidad" (2 Cor 12,9). Y también, en lo personal, contempla cómo en tu debilidad arraiga la fuerza de la fe en el Evangelio. No temas. Comulga con Cristo en su Iglesia y sigue adelante.
 
Casto Acedo GómezSeptiembre 2021.  paduamerida@gmail.com.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Éffetá, ¡ábrete! (Domingo 5 de Septiembre)



En el colmo del asombro decían: todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37). 

Hacer hablar y oír a un sordomudo es sacarlo del aislamiento social.  La experiencia de encuentro del sordomudo con Jesús (Mc 7,31-37) aparece como horizonte deseable para todos, porque todos adolescemos de cierta sordera. No puede ser feliz un hombre encerrado en sí mismo, incomunicado, sordo a la Palabra y los signos de Dios, o física, psicológica o espiritualmente aislado de los demás. Jesús actúa eficazmente sobre esas barreras. 

El ritual del Bautismo, tiene un rito denominado Éffetá (ábreteinspirado en la curación del sordomudo: tocando con el dedo pulgar los oídos y la boca del niño o niña, el ministro dice: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda a su tiempo escuchar su palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén".

Mantenerse abiertos a Dios

El hecho de que “éffeta” sea una invitación a abrirse sugiere que todo cristiano debe ser una persona abierta

Cuando invitamos a alguien a participar en una tanda de ejercicios espirituales, un retiro espiritual o cualquier otra experiencia formativa o de oración, solemos recomendarle que tenga una actitud de apertura; sin ella todo será inútil, porque, como dijo san Agustín, “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti” es decir, Dios no fuerza ni violenta la libertad del hombre. Cuando la persona está cerrada a lo espiritual, y me atrevo a decir que es una situación muy común en nuestra cultura de la sospecha, es como si llevara puesto un impermeable, de manera que  por mucha agua que caiga sobre él no se empapará.
 
¿Qué es “estar abierto”·? Pues primeramente liberarse de los  patrones mentales adquiridos. Si miras la historia de tu vida de fe, o tus ideas sobre la religión o sobre Dios, seguro que ves en ellas acontecimientos e imágenes que, aunque tú consideras que son Dios, en realidad  no  lo son.  Hay quienes confunden a Dios con un ideal de persona (excelencia moral), otros con la perfección que un dia será juzgada (Dios juez); tal vez haya quien piense en Él como el vengador de nuestros enemigos, aunque sea en la otra vida condenàndolos al infierno ("el que no se consuela es porque no quiere", les diría a estos); no pocos creen que Dios es el recurso para alcanzar lo humanamente imposible (Una especie de gran conseguidor).

Finalmente he de decir que en las instituciones religiosas suele ser común la sutil confusión de Dios con la propia experiencia religiosa; no es raro encontrar hombres de Iglesia que nunca hablan de Dios, pero sí te  cuentan aquél momento, aquellos días de retiro, esa vivencia en  "Ejercicios espirituales", en "Cursillos de cristiandad",  o  en "Emaús", etc., que -dicen- cambiaron su vida. Sordos y mudos. Ya no escuchan nada más, ya no hablan de otra cosa. En realidad, el fuego primero se apagó. ¡Fué tan hermoso!. Para estos Dios se quedó en el pasado, y se confunde con  aquella experiencia;  se quedaron atascados en ella como principiantes y cerraron la puerta a la constante novedad  de  Dios; un cierre que se ha convertido en el mayor obstáculo para su madurez espiritual.


Las vivencias espirituales y las ideas  que dichas experiencias de Dios han generado en nosotros, se transforman con frecuencia en prejuicios sobre Él, en ídolos hermosos pero inertes; y esto determina  nuestro modo de estar en religión como embobados, pero sin esperanza. Cerrados y pasivos, con miedo a perder el ensueño de "lo que fue".

Son muchos los hombres que huyen de Dios, aunque diría que el dios del que  huyen es el poco amable o desagradable que ha fabricado su mente, que coincide a veces con su propio modo inconsciente de pensar, o con el Dios que les predicamos o les mostramos no pocos  creyentes con nuestra vida de ambigüedad o  fanatismo. Por ese equívoco hay quien rehúye el encuentro, como hizo en un primer momento la mujer samaritana; luego Jesús le advierte de su error "Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber, le pedirías tú y él te daría agua viva" (Jn 4,9).

Así pues, la condición previa para el encuentro es liberarse de prejuicios, vaciarse de ideas y temores, partir de "la nada" de san Juan de la Cruz ("para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada"), quedarte vacío de ideas y creencias sobre Dios, esperarlo todo de Él, tener apertura total a lo que Él quiera darte a experimentar y entender hoy, aquí y ahora.  
 
Éffetá , ¨¡ábrete!”.
 

El pasaje de la curación del sordomudo que se proclama este domingo nos ofrece el ejemplo de un hombre que pasa de la cerrazón a la apertura. “Le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar” (Mc 7,32). 

Se trata de alguien que no oye y a causa de ello no puede hablar con corrección; en su soledad e incomunicación se limita a gritar y hacerse notar. Está incapacitado para oír a Jesús, por tanto no muestra ningún interés en acercarse a Él; su prejuicio: lo mío no tiene remedio. Son otros los que toman la iniciativa y lo presentan. Quieren que Jesús le toque, que le imponga las manos, que le haga saber que Dios está con él. ¡Qué importante el papel de estos mediadores -sacerdotes, catequistas, animadores- para poder iniciar en la fe a los sordomudos de hoy!
 
Jesús no realiza el milagro enseguida, realiza previamente unos trámites “Apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua” (Mc 7,33)Comienza por apartar al que le presentan; no hay prisas; es importante que sepa por qué y para qué lo han llevado allí. Superar prejuicios. Imagino la expectación reflejada en los ojos de aquel hombre que es llevado ante Jesús. La mirada como única comunicación entre ambos. Paciencia. Hasta alcanzar un grado de confianza y apertura interior que facilite la curación. Luego Jesús da un giro a su mirada, y con la imagen del hombre doliente aún grabada en sus ojos reza y pide al Padre que manifieste su gloria: Y mirando al cielo suspiró y le dijo: “Effetá”, esto es, ´¡ábrete!´” (Mc 7.34).
 
"Y al momento se le abrieron los oído, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad” (Mc 7,35). Se ha producido el milagro. El encuentro con Jesús ha dado un resultado positivo.  

¿Qué hubiera ocurrido si el sordomudo se hubiera resistido a los que le querían llevar a Jesús? ¿Y si ante Jesús le hubiera entrado el pánico, o la sensación de estar haciendo el ridículo, y hubiera echado a correr? ¿Y si se hubiera vuelto desconfiado al ser tocado con los dedos, o se hubiera negado a ofrecer su lengua para el contacto? Cuando la cultura de la sospecha entra en juego no hay milagro. El sordomudo mantuvo una actitud de apertura, de confianza, hubo de apartar sus prejuicios dejándose llevar pacientemente por Jesús.
 
Recuperar nuestra vida sacramental
 
Permitidme un poco de teología para invitar a la práctica de los sacramentos, porque este milagro tiene una clara referencia sacramental. Hemos dicho que ha pasado a ser el origen de uno de los ritos del bautismo. Un sacramento es un “signo visible de la gracia invisible”, así lo define el concilio de Trento, aunque me gusta más la definición de sacramento como "encuentro con Dios".

En el pasaje que comentamos se ve claramente el significado de estas dos definiciones. El sacramento por excelencia es Jesucristo, y lo que cura al sordomudo es el cruce de su historia con la de Jesús que pasó por él; sacramento es también la Iglesia, porque por ella, por aquellos que nos animan y presentan ante Jesús como al sordomudo, también nos viene la sanación; y sacramentos son finalmente  los siete sacramentos de la Iglesia -Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de enfermos, Matrimonio, Orden-, en la celebración de todos ellos encontramos, como en el milagro referido, gestos, oraciones y  palabras que sanan. Y para recibir estos sacramentos se requiere también una preparación, un apartarnos a un lado pera personalizar nuestra confianza en Dios.
 

Jesús pudo prescindir de trámites para la curación de aquel hombre. Pero no fue así. En este caso, como en otros tantos casos de curaciones, echa mano de gestos y de palabras. Recordemos como unta con barro los ojos del ciego de nacimiento (Jn 9,6), o como toma de la mano e invita a levantarse a la hija de Jairo (Mc 5,41). La Iglesia ha visto en esos gestos y palabras signos sacramentales. Así actúa Jesús. Y así acerca la gracia de Dios a los hombres. Dios invisible se hace visible en los signos. 
Dios se acerca a los hombres mediante signos; pues bien, el hombre se puede acercar a Dios por esos mismos signos (sacramentos). 

Ahora bien, la práctica de los sacramentos no es lo definitivo en la vida del cristiano. La vida del sordomudo no se consumó en su curación; el mismo evangelio nos dice que los que vieron el signo lo proclamaron con insistencia, y muchos, entre ellos, es de suponer, estaba el que había sido curado,  se sumarían a los seguidores del Maestro.
 
 Así, partiendo del acontecimiento se produce un cambio en la vida de los afectados que luego se extiende al ambiente. Todos se hacen eco de lo ocurrido. La fe en Jesús, que “todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37), dará lugar a comunidades que supondrán un nuevo milagro para muchos, porque en ellas encontrarán la clave para sus vidas. 

Repetimos: la práctica sacramental no es lo definitivo para el cristiano, pero es un paso esencial. Sin encuentro  no hay cambio; los sacramentos son una oportunidad de acercarnos a Dios con la seguridad de que su mano nos tocará, y cambiará nuestro destino.

Dios, que se hizo visible en la historia por la encarnación de Jesucristo, se sigue haciendo presente en sus sacramentos. Cuando se recibe el bautismo, la confirmación, o cualquier otro sacramento, y ponemos como ejemplo eminente el Sacramento de la Eucaristía, tenemos la garantía de que Dios se adentra en nuestra historia.
 
 

Concluyendo.

El Evangelio de hoy te invita a curar tu sordera.

Eres sordo cuando no escuchas la Palabra de Dios incumpliendo así el mandato fundamental del Señor: “¡Escucha, Israel!” (Dt 4,1); lo eres cuando elevas tus ideas preconcebidas (pre-juicios) de Dios a la categoría de ídolo, porque los ídolos  "tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen"(Sal 115,5) ; también  eres sordo cuando cierras el oído al grito de los que sufren, algo que Dios nunca hace (Dt 3,9);  o cuando das un rodeo para no ver, como hicieron el sacerdote y el levita de la parábola del samaritano (Lc 10,25-37); sordo eres cuando te aíslas en tu casa, en tus ideas y creencias, en tus esquemas mentales, en tus manías, y no te abres a los signos de los tiempos que te hablan de Dios.

Mudo eres cuando tu boca no proclama la alabanza y gloria de Dios, cuando te sumes  en un silencio cobarde ante la injusticia, o te muestras esquivo ante quien está pidiendo tu comprensión y tu perdón; eres mudo cuando el temor a ser rechazado silencia tu testimonio de fe.

Si eres sordo y mudo acércate a Jesús en la Iglesia, escuchando en ella la palabra y recibiendo con buena disposición de ánimo los sacramentos. Entonces “¡los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mundo cantará!” (Is 35,5-6) ¡Proclamarás luego tu alegría y la grandeza de Dios!

Al acercarte a la comunión siente cómo Jesús toca hoy tul engua y te dice: ¡Effetá, ábrete! Déjate llevar por su tacto y su poder. Comulgar no es un rito, es un acto de sanación. Dile a Jesús: ¡No soy digo de Ti, pero sé que una palabra tuya, un toque tuyo, de Tí, Palabra  hecha carne en la Eucaristía, bastará para sanar mi sordera y mi mudez!
 
Casto Acedo Gómez. Septiembre 2021.  paduamerida@gmail.com.