miércoles, 18 de enero de 2012

Unidad de los cristianos (Domingo 22 de Enero; 3º Ord B)

Durante todo el año, y especialmente durante esta semana, la Iglesia nos invita a orar por la unidad de los cristianos. Es voluntad del Señor que todos sus discípulos sean "uno": “Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.” (Jn 17,22-23). ¿Qué justificación hay, entonces, para que los cristianos andemos divididos? ¿Cómo podemos predicar el mismo evangelio y andar cada uno por nuestro lado? No hay excusa para la división, primeramente porque con ella la predicación del evangelio se debilita, y en segundo lugar porque todos seremos transformados por la victoria de nuestro señor Jesucristo, como reza el eslogan inspirado en 1 Cor 15,51-58 que este año propone como reflexión el Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos y la Comisión Fe y Constitución del Consejo Mundial de las Iglesias. En nuestra búsqueda de la unidad es importante centrar nuestra mirada en la victoria de Cristo; si queremos ganar con Cristo hemos de situar su persona eterna por encima de ritos y formas de vida temporales que crean divisiones. Los cristianos de las distintas confesiones no debemos ser competidores entre nosotros, sino que juntos hemos de “mantenernos firmes e inconmovibles, trabajando sin descanso en la obra del Señor, sabiendo que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga” (1 Cor 15,58).

La semana de oración por la Unidad de los Cristianos parte de una realidad insoslayable: los discípulos de Jesús andan divididos en varias y variadas confesiones religiosas. Pero no sólo ahí hay división. Existen divisiones menos formales, pero no por eso menos reales, entre miembros de las mismas iglesias.

Sanar las propias divisiones.

En lo que toca a los católicos, es claro que hay rupturas internas más o menos sutiles, dato que nos obliga a saber que para poder alcanzar la unidad de las Iglesias hemos de comenzar por restañar las grietas de la propia casa. ¿Cómo aspirar a la unidad total si nos sentimos impotentes para mantener la unidad de los nuestros? Es verdad que no podemos renunciar a la pluralidad de carismas dentro de la comunidad, lo que provoca el surgimiento de diferentes ordenes religiosas y movimientos espirituales; somos diferentes en los modos y maneras de enfocar nuestra vida cristiana desde Jesús, pero esa diversidad no debe dar lugar a la competitividad sino que la diversidad ha de vivirse en la unidad de una sola Iglesia.

Si los distintos grupos o movimientos, los distintos carismas, se enfrentan entre sí en una competencia desleal que mira al propio protagonismo con menosprecio de los otros grupos, y si dentro de las mismas parroquias y diócesis (realidades eclesiales por excelencia) existen dificultades para la unidad, estamos en Nínive, necesitados de conversión personal y reforma institucional. Y todo ello desde la raíz, desde lo profundo del corazón (conciencia, sagrario) del hombre y de la comunidad. No hay unidad porque no hay conversión al Señor, porque no dejamos que Él sea el verdadero protagonista de nuestra historia y la de nuestra Iglesia. Sólo si cada cristiano y cada grupo católico deja de mirar su propio ombligo y se vuelve a Jesucristo será posible plantearse las reformas necesarias y dar el paso de acercamiento a los hermanos separados. No pretendamos arreglar la casa del vecino si nuestra casa está destrozada; ¿cómo edificar una ciudad unida si las mismas familias y los barrios están debilitados por divisiones internas? No se puede construir la unidad desde la división.

Unidad al servicio del Reino e inspirada en la Trinidad.


El Señor llamó y sigue llamando al seguimiento de su persona, para la edificación del Reino de Dios. No olvidemos que lo primero es el Reino. “Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,23). El Señor llama a convertirnos al Reino. Jonás predicó esa conversión en Nínive -prototipo de comunidad pecadora-, y al oír su predicación “creyeron en Dios”, se volvieron a Él, y Dios tuvo piedad de ellos (Jn 5,10). Jesús hace la misma llamada: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: convertíos y creed la buena noticia” (Mc 1,15). 


No hay duda de que el camino hacia la unidad exige responder a la llamada de Jesús haciendo cambios en nosotros y en nuestras Iglesias. Un elemento importante a transformar ha de ser el convencimiento de que el fin último de la predicación y la causa de Jesús no está en que los hombres entren a formar parte de una Iglesia determinada participando en unos actos de culto definidos y teniendo unas ideas muy concretas. Jesús no predica la Iglesia sino el Reino de Dios. La Iglesia es algo subsidiario, lo definitivo es el Reino. La Iglesia pertenece a la representación de este mundo, que se termina (cf 1 Cor 7,31). Por tanto, hemos de vivir la Iglesia como transitorio; lo apremiante es el Reino y su justicia, la unidad de todos los hombres en el amor. Mientras estamos esencialmente preocupados por la permanencia de nuestras iglesias, idolatrando las estadísticas de bautismos, primeras comuniones, bodas, etc., descuidamos lo fundamental: olvidamos a Dios; nos miramos a nosotros mismos, a nuestros grupos e iglesias, y damos la espalda a lo único definitivo: Dios y su Reino. Convertirse a la unidad no es otra sino volverse a Él, acogerse a su Misterio de amor. Para quien cree en la Santísima Trinidad vivir la unidad no es una elección, ni una obligación, sino una “necesidad”, una condición sin la que no se puede ser cristiano. 
Por mucho que nos empeñemos en poner sobre la mesa lo que nos separa, siempre será más lo que nos une; la Iglesia tiende por su misma vocación a ser “Una”. Es verdad que somos muchos, y “hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos" (1 Cor 9,4-6). Las divisiones vienen cuando nos “descentramos”, cuando Dios deja de ser el eje de nuestra vida. Caminar hacia la unidad es convertirnos a Dios, colocar a Dios en el centro, despojarnos de nuestros cargos, nuestras sabidurías, nuestros ritos, nuestras teologías, etc., y girar en torno a lo primero y principal: nuestro Señor Jesucristo y su Reino.
Estamos en el siglo XXI, en un mundo secularizado e hipersensible ante el testimonio, donde prima el gesto sobre la palabra. Con una sociedad así los que decimos que creemos en el Dios trinitario no podemos permitirnos el lujo de vivir separados. Hay que dar pasos de acercamiento ¡ya! ¿Cómo? Unos consejos:

* Tener clara la propia identidad cristiana; ahondar en la propia fe; la unidad no se construye desde la uniformidad de lo superficial sino a partir de la profundidad de las personas y las instituciones. 
* Orar por los cristianos separados, y hacerlo reunidos y unidos a ellos.
* Sentir como Cristo sintió dolorosamente la ruptura de la unidad. Nos debe doler el Cristo roto que ofrecemos.
* Entender las razones que llevaron a la separación y que la mantienen. La separación tiene una historia que hay que conocer. No podemos mantenernos separados por simple visceralismo (fanatismo). Crear ámbitos de estudio común.
* Hemos de superar los prejuicios históricos, la mayoría infundados, con relación a las otras iglesias cristianas.
* Comprender y valorar los valores positivos, evangélicos y culturales, de todas las iglesias.
* Perdonarnos mutuamente: reconociendo errores y pecados de unos y de otros.
* Amarnos como Cristo ama. Si no estamos unidos en los mismos ritos, que lo estemos en el mismo amor.
* Unirse en la acción y en el compromiso solidario a favor de los pobres. Hay necesidades tan urgentes que sería blasfemo rivalizar sobre matices doctrinales y formas de celebrar.

Son consejos que podemos resumir en uno: buscar la unidad en Dios y no en los intereses personales y de las Iglesias. En la Santísima. Trinidad tenemos el modelo de unidad. Un solo Dios, varias personas. Cuando el amor prevalece, se revela el Misterio.

Casto Acedo Gómez. Enero 2012.  paduamerida@gmail.com. 13950

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