sábado, 28 de marzo de 2020

¡Lázaro, sal fuera! (29 de Marzo)

Reflexión al hilo del Evangelio del domingo 29 de Marzo.
La resurrección de Lázaro (Jn 11)


“Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.” (Jn 11,21). La afirmación es contundente y pone en la mesa la cuestión clave de la fe ante acontecimientos luctuosos. Afirma el poder de Dios sobre todo, y al mismo tiempo resume la incomprensión de su voluntad por parte de quien vive en sufrimiento. 

En el caso de Marta, la hermana del difunto Lázaro, el duelo que vive por la pérdida se ve a su vez iluminado por la esperanza y el amor de Dios: “Pero aún sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá” (v.22). Marta y María son hoy la viva imagen de tantas personas de fe que dudan y se preguntan acerca del sentido que pueda tener la pérdida de seres queridos. Reflexionemos sobre esto.

* * *

MORIR

No hay que ser muy sagaz para ver que la vida es un combate entre la luz y las tinieblas, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte; realidades que de hecho no pueden fundirse porque son incompatibles, un drama en el que cada elemento busca subsistir a costa del otro. Hace unos días un amigo me enviaba una reflexión acerca de la pandemia del covid-19 presentando al “bichito” precisamente como lo que es, un ser que hace lo que sabe hacer, que no es otra cosa que buscar su propio medio ambiente para propagarse y permanecer. 

El virus está diseñado para vivir. Y en este caso su supervivencia supone la desaparición de otros. Estamos ante la naturaleza y su dinámica evolutiva de lucha, que elimina al débil y selecciona al  fuerte para perfeccionarse y pervivir. Es un combate que nosotros, que somos parte de la naturaleza, no podemos evitar. 

El ser, todos los seres, tiene vocación de vida. La creación toda tiende a la supervivencia, aspira a vivir. Hay como una rebelión natural ante el hecho inexorable del morir. 

Al acercarse la muerte la primera reacción es la de negarla. Personalmente  entramos en pánico y nos decimos que ¡esto no puede ser, esto no me puede suceder a mí! Socialmente creamos un tabú, escondiendo al dolor y el sufrimiento en la vida privada, la intimidad y la soledad. Pero la dura realidad se encarga de salir a la palestra con motivo de atentados terroristas, accidentes espectaculares, catástrofes naturales o epidemias inesperadas como la que vivimos estos días. Entonces renace en cada uno el miedo atávico a morir, miedo que forma parte del mecanismo de defensa ante el peligro, y que nos obliga a reconocer y aceptar nuestra naturaleza. 

Los tiempos modernos son especiales en esto. El sistema económico, mental y espiritual capitalista-consumista en que vivimos, tiene uno de sus pilares en la negación de la muerte. Mientras ésta se mantenga oculta no corre peligro el sistema. Pero cuando irrumpe con fuerza, como ocurre ahora, todo se desmorona. 

Para nuestros antepasados era familiar entender la vida como un tránsito, y los momentos de duelo en el ámbito familiar se encajaban en el día a día con cierta normalidad. Hoy, sin embargo, mostrar el dolor y la muerte es considerado de mal gusto. Hablamos de educar para la realidad, pero estas realidades no suelen ser parte de nuestra educación. Y cuando llegan, nos deprimen. ¿No es deprimente para nuestra sensibilidad esa exposición de ataúdes en el Palacio del Hielo? Por supuesto.

El dolor y la muerte nos despiertan del sueño en que vivíamos. Los proyectos, cálculos, planes, previsiones, ahorros, etc. pierden pie; y surgen preguntas que por comodidad o desidia nunca nos hicimos: ¿Hay algo después de la vida? ¿Existe Dios? ¿Merece la pena trabajar noche y día para acumular cuando de repente nos puede sorprender el final? ¿El dinero lo soluciona todo?

La sociedad consumista lo tiene todo bien calculado. Cuando la persona quiere darse cuenta de que se acerca su hora apenas queda tiempo para reaccionar. Descubre entonces los días que ha perdido inútilmente sometido a la  esclavitud de la hipoteca, el crédito instantáneo, los prejuicios sociales, etc. Nuestra cultura sobrevalora  la “sociedad del bienestar material” hasta hacer de ella un ídolo. Es deprimente que a la hora de salvar vidas en un hospital se hagan cálculos económicos y  planteamientos de edad para acceder a respiradores que puedan salvar una vida. ¿Dónde está nuestro corazón?

Con lo dicho hasta aquí parece que estoy invitando a una visión tanática de la existencia. Pero mi intención es otra muy distinta; es la de hacer ver que la vida adquiere un sentido nuevo cuando se le mira como contrapunto y valor desde la muerte.



VIVIR

Es llamativa la respuesta que Jesús daba en el evangelio del domingo pasado a quienes le preguntaban si el ciego de nacimiento lo era porque pecó él o porque pecaron sus padres. Jesús responde: “Está ciego para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). Una respuesta tan sorprendente como la que da a quienes le llevan la noticia de la postración de Lázaro:  “tu amigo, al que amas, está enfermo. Jesús al oírlo dijo: Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios. Y se quedó todavía dos días donde estaba” (Jn 11,3-4). Sólo cuando Lázaro muere se decide a ir. Da la impresión de que en el dolor y la muerte Jesús no considera  la aparente victoria del mal sino el poder de Dios sobre la muerte.

Inmersos en la niebla gris (¿es exagerado decir tinieblas?) de estos días, y buscando una salida a la cuestión de la muerte, podemos tomar como referencia las palabras de Epicuro que decía que “la muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo." Una respuesta muy ingeniosa, pero nihilista y poco convincente. No es fácil quitar de sobre nuestras cabezas la espada de Damocles que pende amenazando con descolgarse en cualquier momento. No hay filosofía ni religión alguna que haya encontrado una respuesta concluyente sobre su sentido. Y difícilmente la encontrará nadie, porque la muerte, como no-ser, ni tiene ni  puede tener sentido.

Sólo la vida tiene un sentido y, por tanto, sólo en y desde la vida se puede encajar la muerte. Esta es una convicción que se oculta en las palabras de Jesús a los suyos cuando caminan hacia Betania: “Lázaro ha muerto, y me alegro de que no hayamos estado allí para que creáis. Ahora vamos a él”. El pesimista Tomás no pudo menos que mostrar su estado de ánimo: “Vamos también nosotros y muramos con él” (vv 14-16), respuesta lógica de quién aún no mira con ojos de fe.

Contra el pesimismo ambiente nos queda el optimismo de la fe que, cuyo primer efecto es la eliminación del miedo que nos pueda embargar. El Papa Francisco, en la excelente meditación que nos dio con motivo de la bendición urbi et orbi, comentando el pasaje de la tempestad calmada (Mc 4,35-41), ponía de relieve las palabras de Jesús ante el pánico que genera la posibilidad de que la barca se hunda: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,40). La fe cristiana, y eso da a entender el pasaje de la tempestad, se consolida y adquiere solidez en la prueba.

En estos días muchos se empeñan en interpretar los acontecimientos que sufrimos  como fruto de la ira y el castigo divinos. En el río revuelto no faltarán pescadores que quieran hacer su agosto religioso. El miedo paraliza a quienes le dan cancha, y una mente asustada es más manipulable que una mente despierta y esperanzada. 

No os fiéis de quienes recurren al miedo para acercaros a Dios; no son de fiar. Os querrán sumisos y obedientes y anularán la creatividad de vuestro amor para obrar el bien. La fe genuina se expande en acciones de amor repartiendo esperanza. Lo estamos viendo. Se habla estos días de héroes, y con razón ¿qué es un héroe sino aquel que, a riesgo de su misma vida, vence el miedo y se abandona al amor?

“No tengáis miedo” (Mt 10,26.28.3; 28,5; Mc 6,50; 16,6; Lc 12,4.7). El miedo bloquea al amor. Es muy conveniente estos días recordar que el peor enemigo del amor no es el egoísmo sino el miedo que lo provoca. Acaparar alimentos, mirar con desconfianza al vecino, despreciar a quien suponemos nos puede contagiar, considerar al inmigrante como ciudadano de segundo orden en el derecho a la salud, etc., son reacciones egoístas que tienen un origen muy concreto: el miedo a la muerte. 

No tengas miedo, Marta, porque “tu hermano resucitará” (Jn 11,24). Confía, ten fe. Lázaro me importa. Tú me importas. ¡Qué hermoso comentario del Papa en la meditación citada: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?. No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: ´¿Es que no te importo?´. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie”.

A Jesús le importamos. ¡Marta, no tengas miedo, ten fe!, “tu hermano resucitará”. Y Marta responde: “Sé que resucitará en la resurrección en el último día”. Marta cree en la resurrección futura; no se percata de que para Dios no hay tiempos, el futuro es presente: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (vv23-26). El presente  de Dios obra el milagro de vivir. Cuando contemplamos su presencia todo se ilumina y cobra vida.



Cuando nos alejamos de Dios, cuando miramos los acontecimientos en perspectiva atea, sin Dios, o con un Dios nostálgico de ayer o utópico de mañana, todo se oscurece. La fe nos hace presente a Dios tanto en los momentos difíciles como en los fáciles. Cuando vivimos la realidad haciéndonos presente a ella (tomar la cruz) y sabiendo que Dios está presente y que somos importantes para Él, entonces todo se ilumina. La Presencia de Dios es la luz que nos ilumina;  parece apagada, dormida mientras nosotros bregamos y gritamos en la oración, pero Él está presente. “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” (Jn 11,40). En su momento Jesús se alza, calma la tempestad y grita: “Lázaro, ¡sal afuera!” (11,43).

Esta llamada a salir de mis miedos y oscuridades se hace apremiante en estos días. ¡Sal, echa a andar, ten fe, ponte en camino hacia la tierra que te mostraré! (cf Gn 12,1). Son muchos los que comentan que la crisis económica y social que vendrá tras la  pandemia no puede menos que generar algo mejor. Nada será como antes, oímos decir. Esperemos que sea mejor. Muchos vivimos estos días de confinamiento como tiempo de purificación, de abandono de tonterías para aferrarnos a lo esencial. Acostumbrados a que todo se nos regale habrá que entender que el único regalo será la fe que nos fortalezca, la esperanza que nos anime y el amor que nos mueva. 

En el relato evangélico de este domingo, las tres virtudes teologales provocaron la resucitación de Lázaro, que “salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús le dijo: ´Desatadlo y dejádlo andar´”. Pido y espero del Señor, que a quienes vivimos días difíciles, atados de pies y manos, impotentes y con el pesimismo en el rostro, nos desate y nos conceda andar por caminos nuevos. Porque creemos en la resurrección,  porque creemos en el poder de Dios, todo irá bien. 

Casto AcedoMarzo 2020. paduamerida@gmail.com

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