viernes, 24 de mayo de 2019

Mirar al cielo de vez en cuando (Ascensión del Señor)


“Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso", así reza nuestro credo. ¡Subió al cielo! En la infancia me dieron a imaginar  el cielo como un lugar allá arriba, luminoso y alegre; luego me enseñaron que el cielo no es un lugar sino un estado. Se usa la palabra cielo, me dijeron, porque las limitaciones que tenemos a la hora de expresar las experiencias más profundas obligan al lenguaje a recurrir a palabras e imágenes que por su impacto emocional puedan acercarnos a las realidades inefables.

Sea como sea, lo cierto es que decir cielo es decir luz, altura, grandeza infinita, eternidad…
 
Las consecuencias de negar el cielo.
 

¿Creemos hoy en el cielo? ¿No nos hemos excedido en la importancia concedida al “suelo” en detrimento del “otro mundo”? Tras el concilio Vaticano II, una tendencia muy agudizada -y nada negativa en sí misma, dicho sea de paso- fue la de hacer una lectura “encarnada” de la fe, una religión desde abajo; el error, también hay que decirlo, es que algunos terminaron por confundir vida “encarnada” con vida exclusivamente “carnal”, ninguneando al Espíritu que ha de encarnarse. Y negada la espiritualidad del hombre el cielo quedó vacío, sin sentido, reducido a un recurso pedagógico-religioso para niños e ingenuos.

Cuando se dice que con la llegada de Cristo ya no hay distancias entre lo "profano" y "sagrado" (cf Mt 15,15-20; Hch 10,10-16), porque en Él humanidad y divinidad, espíritu y carne, se aúnan, y con y por Él las distancias han sido eliminadas (cf Col 1,15-20), muchos interpretaron que ya todo es profano (secularismo).  ¿Por qué no concluir que todo es sagrado? Porque lo que se revela en Cristo es precisamente esto, que en Cristo la historia -espacio y tiempo- se ratifica como lugar de encuentro con Dios (historia sagrada). Pero no por esto el cielo queda excluido de las realidades de la salvación,  sino que se hace más accesible al poder ser participado ya en el presente mientras se espera la posesión plena  al final de los tiempos, cuando por Cristo "Dios será todo en todos" (1 Cor 15,28).
 
Los excesos suelen tener consecuencias nefastas, y así, al negar el cielo impunemente vaciamos de sentido la tierra; porque sin trascendencia la inmanencia pierde todo su sentido, y sin inmanencia la pregunta por la trascendencia es absurda. Reducir la religión a un fenómeno que debe ocuparse exclusivamente en solucionar los problemas materiales del pueblo, reducir la religiosidad a moral, sea ésta de matiz progresista o conservadora, es hacerle un flaco favor.

Son muchos los que caen en el error de aceptar sólo un Jesús humano, un hombre excelente que murió en un acto de generosidad sin parangón; pero para afirmar su resurrección y ascensión a los cielos, su divinidad, todo son reticencias e inconvenientes. ¿Por qué? Porque para estos creyentes a ras de suelo la creencia en realidades divinas por un lado parece contradecir la mentalidad cientificista del hombre actual, y por otro parece invitar a una espiritualidad alienante de vista al cielo y golpe de pecho, corazón de la crítica marxista de la religión.
 
Ni siquiera los predicadores de sermones dominicales nos libramos  de la tentación moralista. Es más fácil y cómodo usar del púlpito para amonestar sobre la bondad o maldad de tal o cual comportamiento, -sobre todo cuando el punto de moral tratado coincide con la moral de moda- que tratar del cielo, que es la experiencia de Dios que procuran las bienaventuranzas. Lo primero es fácil por lo propensos que somos a juzgar a otros, lo segundo es más complicado, porque supone tener una experiencia de Dios que sólo es posible cuando hay de fondo una vida espiritual intensa y coherente. 
 
Creer en el cielo sin desentenderse de la tierra
 
¿Puede existir una fe religiosa sin Dios? ¿Puede haber un Dios sin eternidad? ¿Puede creerse en un Dios eterno sin esperar el don de la eternidad para uno mismo? ¿Hasta dónde nos está permitido esperar?

Por muy sorprendente que parezca, cuando a Jesús le preguntan «¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Él responde: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). ¿No hubiera sido más lógico afirmar que la obra que Dios quiere es que practiquemos la misericordia con los más necesitados? Pero no, Jesús pone la fe en Dios como la premisa para una vida cristiana profunda y comprometida de veras.

 Por muy importante que sea la dimensión moral de la fe, se comete un error de bulto si negamos la dimensión teológica (experiencia de Dios). Ser cristiano no es reducible a la simpleza de “ser buena persona”; cristiano es quien  tiene fe en el Dios de la Vida Eterna; sin fe en el mundo de lo sobrenatural e imperecedero no hay religión; sin cielo, o sin vida eterna con Cristo junto al Padre, nuestra esperanza queda frustrada por el sinsentido y la muerte.
 

 
La fiesta de la Ascensión del Señor viene a coronar la obra de la redención de Jesucristo. Su ascenso a la derecha del Padre no es una retirada, porque “no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino” (Prefacio I de la Ascensión del Señor). 
 
Nuestro credo confiesa la resurrección y la ascensión al cielo, lo cual obliga a que esas verdades sean consideradas condiciones sino qua non para merecer el apellido de cristiano. Se trata de creer en el cielo como razón para no desentendernos de la tierra. Negar la dimensión de futuro interminable, rechazar la existencia de un más allá, despreciar la esperanza en la ascensión con Cristo a los cielos, es negar a Dios, que es infinito, que está más allá de nuestras posibilidades humanas; creer en el cielo invita a pisar fuerte en la tierra esperando a vivir luego para siempre en la morada del cielo (cf Jn 14,2-4).

Implicaciones de la Ascensión

¿Qué aporta al hombre creyente la verdad cristiana de la Ascensión? Lo primero, la relativización de las realidades de este mundo, finitas y supeditadas a las realidades eternas a las que apuntan. Y contemplando a Jesucristo, que descendió del cielo enviado por el Padre (cf Jn 1,17), aprendemos de su ascensión que el camino para subir es bajar, como Jesús, que “se despojó de su rango pasando por uno de tantos, y por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (cf Flp 2,1-10); descendiendo murió, resucitó y “fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad” (Prefacio II de la Ascensión).

 El misterio de la Ascensión nos invita a no ignorar lo que llamamos la dimensión escatológica de la fe, su cumplimiento pleno en una eternidad donde todo y todos recibimos la plenitud de la Vida. Sin esa meta final (llamamos a esto "cielo") la fe queda empequeñecida y simplificada de tal modo que, con permiso del marxismo, podríamos llamarla con verdad opio del pueblo, porque sólo serviría para engañarnos con unas aspiraciones revolucionarias que quedan frustradas con la muerte.

  
* * *
 “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch 1,11). Son estas unas palabras que parecen invitarnos a mirar a la tierra. Pero ¿invitan también a no mirar al cielo? Creo que la clave está en lo de no quedarse plantado. No es bueno mirar al cielo con el embelesamiento bobalicón de las falsas místicas. Pero es bueno mirar al cielo de vez en cuando, como hacía Jesús retirándose a orar con frecuencia (cf Mc 6,46; Jn 6,15), o como hizo en Getsemaní (cf Lc 22,41-42) y en la misma cruz, momento en el que encarnado y  clavado a las realidades de la tierra, no dejó de elevar sus ojos al Padre que todo lo puede (cf Lc 23,46; Hbr 5,7).
 
Casto Acedo Gómez. Junio 2019. paduamerida@gmail.com.

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