martes, 29 de septiembre de 2020

La decepción de Dios

 Ciclo AIsaías 5,1-7Salmo 79, 9.12-16.19-20Filipenses 4,6-9Mateo 21,33-43

 
Tanto el profeta Isaías con su alegoría de la viña de (Is 5,1-7) como el evangelista san Mateo con su parábola de los labradores homicidas (Mt 21,33-43), nos ofrecen un cuadro que podríamos titular la decepción de Dios. ¿Cuál sino podría ser el sentimiento de quien trabaja incansablemente mimando una tierra o a unas personas (hijos, amigos, empleados, etc.) y recibe como paga el desprecio más absoluto? La viña trabajada con esmero no fructifica, y si acaso da algún fruto, los labradores arrendatarios no sólo no pagan su renta, sino que incluso atentan contra el dueño para apropiarse el terreno.

¿Qué hacer con una propiedad así o con unos hijos, amigos o vecinos que salen respondones, maleducados, holgazanes y traidores? ¿Cómo nos sentiríamos si aquellos en quienes volcamos nuestros desvelos  respondieran con desprecio? La respuesta es: decepcionados. Tal vez por eso podemos hablar también de “la decepción de Dios” 

La viña que es el Pueblo de Israel
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Dios, en su infinita sabiduría, crea el mundo con todas sus riquezas, y se lo entrega al hombre para que lo cultive. De entre todos los pueblos del mundo, por pura gratuidad, por puro cariño, sin mérito alguno de su parte, se escogió un pueblo, Israel (cf Dt 7,7-8). A este pueblo lo mimó haciéndolo numeroso, bendiciéndolo en los hijos (Abrahán, y su descendencia), estableció con el un pacto de protección (Gn 12,1-3), lo sacó de sus penalidades haciéndoles prosperar en Egipto y liberándolos de la esclavitud a la que después fueron sometidos, les dio una tierra que manaba leche y miel, les dio jueces, reyes y profetas que les gobernaran y orientaran, ... Pero el pueblo no siempre supo responder a tanto amor. La historia de la relación de Dios con su pueblo (historia de la salvación), se vivió y se sigue viviendo como el encuentro o desencuentro entre la misericordia amorosa de Dios y la fidelidad o infidelidad de aquellos a los que ama.
 
 La parábola de los labradores homicidas que recoge san Mateo en su evangelio pone en la muerte del Hijo el punto culminante de la tragedia de la relación de Dios con la humanidad . Dios entrega al pueblo de Israel su ley, su alianza, su amor, su mismo ser; sin embargo ese pueblo orgulloso y de dura cerviz se vuelve una y otra vez contra Dios, cerrando los oídos a sus mandatos, corriendo como idiota tras los dioses extranjeros (extraños, ajenos, alienantes), matando a los profetas, y finalmente, en el colmo del desprecio, conspirando y asesinando al Heredero, pensando así que, prescindiendo de él, pueden apropiarse la herencia.
 
Los labradores asesinos son la imagen fiel de la mayoría del Pueblo de Israel, que rechaza al Dios de sus padres y certifica su rechazo conspirando y matando al Hijo. “¡Ha blasfemado! ¿Qué más pruebas queréis? Es reo de muerte!” (Mt 26,65-66). Aceptar a Jesús hubiera supuesto un cambio de actitud: acoger al Hijo pagándole las rentas que le corresponden para que las devuelva al Padre. Pero la conversión solo se dio en unos pocos, en un resto de Israel: María, José, los Apóstoles, Nicodemo, ... ellos serán el germen del Nuevo Pueblo de Dios, porque Dios “arrendará la viña a otros viñadores que le den el fruto a su tiempo” (Mt 21,41). 
 

La viña que es la Iglesia

Llegados aquí la parábola nos invita a ser leída desde la perspectiva de la viña-Iglesia; veinte siglos de historia de la institución eclesial llevan a sospechar y confirmar en muchos casos que la parábola de la decepción sigue siendo actual.

La Iglesia está llamada a alabar y adorar a Dios con sus palabras, con sus celebraciones, con los dones que ella misma ha recibido de Dios, con su entrega al servicio del mundo. No obstante y con frecuencia se vende a dioses extraños como lo son el éxito temporal, la autosatisfacción, el triunfalismo, el dominio sobre las instancias sociales o la acomodación al sistema imperante. Con sus idolatrías la Iglesia revive hoy la tragedia de volver la espalda a Dios, de no dejarle hueco, de “matar al Hijo” y querer quedarse la viña en propiedad cuando  le ha sido dada sólo para que la administre (servicio).
 
Mantenemos no obstante la esperanza. También en la Iglesia encontramos un resto santo, un rosario de buenos cristianos  que con su historia de santidad se han hecho merecedores del aplauso de Dios. El mismo Papa Francisco, con su decir y hacer proféticos muestra, junto a tantos y tantos fieles cristianos, que han entendido que no son los propietarios de la viña, sino labradores, obreros de Dios, administradores de sus misterios; son muchos los que han entendido que en la viña del Señor ha brotado una vid: Jesucristo, y que es posible la regeneración de la viña manteniéndose unidos a él como sarmientos suyos (Jn 15,4-6). 
 
La viña que es el mundo.
 
Pero no solo a la Iglesia podemos aplicar la parábola. También podemos hacer desde ella una lectura del mundo; éste es creación de Dios, donación amorosa a los hombres. Somos administradores de los bienes que Dios ha creado y nos ha entregado para nuestro beneficio (cf. Gn 1,27-31; Salmo 8). Meditando la parábola de los viñadores homicidas podemos preguntarnos sobre nuestra actitud ante los bienes de la tierra: cómo los percibimos: ¿conquista o don?, cómo los usamos: ¿uso sostenible o abuso destructivo?, cómo los integramos ¿bienes para “mi” disfrute individual o para el disfrute de todos en solidaridad y fraternidad?

Desde hace más de un siglo se viene hablando de la muerte de Dios; del olvido y marginación de Dios. No queremos que intervenga en la viña de nuestra historia contemporánea. Y sin Dios la persona y su quehacer en el mundo acaban por torcerse y perderse. ¿No son las guerras la consecuencia del olvido del amor de Dios? ¿No es la tremenda desigualdad entre los pueblos el fruto amargo de unos labradores que se niegan a pagar a Dios la renta de sus tierras? ¿No es la crisis de valores humanos consecuencia del rechazo de los valores divinos? La crisis económica ¿no es la consecuencia lógica de la ambición descontrolada de unos pocos que han idolatrado el dinero y matan al hermano para apropiárselo todo? ¿No están muchos de nuestros males en la no aceptación de Dios como dueño y señor? El mundo ha sido escrito (creado) en clave de amor; interpretarlo en clave de odio, ambiciones y egoísmo es un latrocinio, un crimen que acarrea su desgracia, un pecado que crea su propio infierno. Los labradores homicidas matando al Hijo pretendieron quedarse con la viña; y lo único que consiguieron fue su ruina. 

La parábola de los viñadores homicidas se sigue actualizando, porque los hombres siguen despreciando la sabiduría de Dios y se creen dueños cuando solo son administradores de los bienes de la creación; la historia no deja de repetirse: “los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: "Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia. Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron.” (Mt 21:38-39). 


La muerte de Dios

¡Matemos a Dios! Las consecuencias de la muerte de Dios han sido trágicas en los últimos cien años: dos guerras mundiales de una brutalidad desconocida hasta ahora, innumerables conflictos armados (Corea, Vietnam, Balcanes, Golfo Pérsico, Siria, Afganistán, Irak...), ascenso del comunismo y el capitalismo salvajes, genocidios sistemáticos, pérdida de valores esenciales para la convivencia y el progreso, desorientación moral y vital, etc.

 Ya nadie puede echar la culpa de estos males a instancias religiosas o eclesiales, porque al dar la espalda a Dios el mundo pone al descubierto que estos males son el producto de un mundo ateo y secularizado que ha ninguneado al Creador y Redentor. Ya son muchos los que lo reconocen abiertamente: la muerte de Dios en el corazón del hombre desemboca en la muerte del hombre: “Esperando que diese el fruto dulce de las uvas, dio el fruto amargo de los agrazones” (Is 5,2), en vez del paraíso comunista el Archipiélago Gulag, en lugar del hombre nuevo de raza aria el monstruoso genocida de Auschwitz; en lugar del respeto a la vida, la maquinaria genocida del aborto a gran escala; en lugar del hombre (espíritu), el capital (la materia); en lugar de un mundo abierto y sin fronteras, una suma de nacionalismos excluyentes; en la tierra donde debería crecer la generosidad, la cordura, la confianza y el amor entre los hombres, han crecido la avaricia, la locura, la sospecha, la conspiración, el robo y el crimen.

¿Qué hacer con unos labradores improductivos?
 
¿Qué hacer con unos labradores así? ¿Qué queda cuando se les ha mimado hasta la saciedad, se han esperado frutos hasta la última hora y no hay respuesta?: “Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le dijeron: `A esos miserables les dará una muerte miserable arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo´.” (Mt 21,40-41). La decepción de Dios parece dar lugar a su venganza, pero de hecho no es así; la viña sigue siendo para los labradores, aunque serán unos arrendatarios nuevos (renovados, convertidos) ya que los viejos se han buscado su propia ruina.  

El olvido de Dios se convierte en un cáncer para quienes lo permiten. Hay un efecto bumerán cuando se rechaza a Dios; quien le da la espalda, él mismo se hace víctima de su pecado y se acarrea la ruina; le sucede  como a la viña que no da fruto: “Haré de mi viña un erial que ni se pode ni se escarde. Crecerá la zarza y el espino, y a las nubes prohibiré llover sobre ella” (Is.5-6). No es que Dios se olvide de hecho de sus hijos, algo que sería incompatible con su ser padre  y madre (cf Is 49,15); son los hijos los que libremente al repudiarle,  al negarse a aceptar el proyecto (plan) de vida que tiene para ellos, rechazan su futuro, su realización plena. 
El Hijo murió en la cruz. Y, ¡oh paradoja divina!: “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular; es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Mt 21,42). El rechazado, el condenado, el crucificado, es ahora la fuente de la vida. “Vosotros le matasteis colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó y lo exaltó a su derecha como Príncipe y Salvador, para dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados” (Hch 5,30-31). Por sus buenas obras, por su vida hecha amor, Jesucristo es la vid, el vino bueno, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su muerte a manos de los labradores pone en evidencia tu vida de pecado, pero su paciencia y misericordia te salvan si crees y te acoges a Él. 

La parábola de los viñadores homicidas, como imagen de la pasión y muerte de Jesús, no viene a condenarte sino a pedirte que te conviertas por la contemplación del amor de Dios. Pregúntate hoy por tu propia vida y la del mundo que habitas: 
*como persona ¿das buenos o malos frutos?; 
*como criatura: ¿haces un buen uso de la naturaleza o la explotas y esquilmas sin escrúpulo?; 
*como Iglesia ¿das amor o amargura, esperanza o desesperanza?; 
*como ciudadano ¿trabajas con conciencia de que la viña es del Señor y los frutos de todos sus hijos, o te crees con derecho a todo tipo de abusos y privilegios, derrochando mientras otros no tienen nada, explotando y manipulando al pobre? 

Una última pregunta: ¿vives de cara a Dios o te has olvidado de Él? ¿Eres de los que se sienten decepcionados por Dios o de los que sienten que le decepcionan? Toda una reflexión que te puede llevar de vuelta a la casa del Padre.

Casto Acedo GómezOctubre 2020.  paduamerida@gmail.com.

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