Suelo acercarme a cualquier texto bíblico haciéndome tres preguntas básicas: ¿Qué me dice el texto sobre Dios? (Teología) ¿Qué aprendo sobre mí y mis hermanos? (Antropología) Y ¿qué me exige? (Moral). E indudablemente, la parábola de El buen samaritano (Lc 10,30-35), es muy rica no sólo porque nos enseña cómo hemos de actuar ante el prójimo necesitado, sino también por lo que nos enseña sobre el ser de Dios y el ser del hombre.
1. Dios
Lo más habitual es que tengamos a hacer una lectura moral de esta parábola. Y no cabe duda de que la enseñanza de Jesús va directamente a ello: "¿Quién es mi prójimo? ... El que practicó la misericordia ... ¡Anda y haz tú lo mismo!". Pero la tradición de la Iglesia admite también otras lecturas, como la que hace Orígenes en su comentario al evangelio de san Lucas.
Se trata de una lectura alegórica en la que el samaritano es identificado con Jesucristo, o sea, con el mismo Dios encarnado. Desde esta perspectiva puedo sacar enseñanzas más teológicas que morales, y dichas enseñanzas me servirán para encontrar una causa, un por qué, un motivo y sentido para mi deseo de ser buen samaritano. Así dice Orígenes:
"El hombre que baja representa a Adán, Jerusalén el paraíso, Jericó el mundo, los salteadores las potencias enemigas, el sacerdote a la Ley, el levita a los profetas y el samaritano a Cristo. Las heridas son la desobediencia, la cabalgadura el cuerpo del Señor, la posada abierta a todo el que quiera entrar simboliza a la Iglesia. Además, los dos denarios representan al Padre y al Hijo; el posadero al jefe de la Iglesia encargado de su administración; en cuanto a la promesa hecha por el samaritano de regresar, figuraba la segunda llegada del Salvador"
Orígenes comenta entonces abundantemente este texto, subrayando el eje cristológico de la parábola. Recuerda que los judíos en el evangelio de Juan dijeron a Jesús: «Tú eres un samaritano y poseso del demonio». Ve también en la cabalgadura una alusión a la encarnación: la cabalgadura es el cuerpo del señor, que «se dignó asumir la humanidad, y llevar nuestros pecados»... «Este guardián de nuestras almas se mostró realmente más cercano a los hombres que la Ley y los profetas, teniendo misericordia del que había caído en manos de los salteadores y fue su prójimo no tanto en palabras como en actos». (cf ORIGENES, Hom. in Lucam: SC 89, Cerf, Paris 1962,403-409)
Siguiendo esta interpretación de Orígenes, aprendo que Dios es y se revela encarnándose como buen samaritano que tiende la mano al hombre derrotado. Dios Padre, viendo como el pecado se había apoderado de la humanidad dejándola malherida, viendo mi pecado, se compadece de mí y envía a su Hijo Jesucristo (cf 1 Jn 4,7; Gal 4,4-7) que me ha curado con sus sacramentos (el vino y el aceite), carga conmigo y me ha traído a la posada de su Iglesia, donde sigo siendo atendido por los ministros y los demás hermanos mientras esperamos en comunidad su vuelta.
El buen samaritano, pues, es Jesús, Dios hecho hombre, que se detiene ante el pobre, cura a los enfermos y sana las heridas de los pecadores. Dios se ha preocupado por mí, ha lavado mi pecado en el Bautismo, me ha puesto en su Iglesia, donde me sigue cuidando con sus sacramentos, especialmente alimentándome con la Eucaristía. El Dios de Jesucristo, mi Dios, es compasivo.
2. Yo mismo
También la parábola del samaritano me enseña algo sobre el hombre, sobre mí mismo, porque desenmascara mi condición pecadora poniendo en evidencia mis argucias más o menos conscientes para dar la espalda a la realidad del sufrimiento ajeno.
Yo soy, como casi todos los hombres, un levita que ha hecho de su vida cristiana una cuestión de leyes y doctrinas (credo). Mientras discuto sobre las cualidades de Dios, sobre los términos más adecuados para referirse a la Trinidad, sobre dónde están los límites o los matices morales de tal o cual situación, mi hermano se desangra a mi lado. Soy parte de un mundo enfermo, mentiroso, que predica la solidaridad mientras contempla impasible el sufrimiento de millones de personas del tercer y cuarto mundo, es "la globalización de la indiferencia", en palabras del papa Francisco; estamos más cerca de la indiferencia del escriba y el fariseo que de la solidaridad del samaritano.
Sentada en su cátedra, nuestra sociedad hace del racionalismo y de los análisis psicológicos, sociológicos y económicos, la vaca sagrada que lo arregla todo sobre el papel y justifica la inacción esperando que comiencen a compartir los otros. Tiempos de voluntad débil. Dando un sutil rodeo retórico justificamos lo injustificable alejándonos de los lugares donde se encarna el sufrimiento. Nuestra actitud de falsos sacerdotes (a Dios rogando y con el mazo dando) y orgullosos levitas (políticos de oficio) pone al descubierto la hipocresía de nuestra civilización.
Cuentan que algún intelectual de izquierdas acusó en su día a la madre Teresa de Calcuta de dedicarse a poner parches a la herida de la pobreza pasando por alto el análisis detallado de sus causas y la consiguiente lucha contra ellas; y dicen que ella, con su habitual sabiduría respondió: «Mientras vosotros (los políticos, los hombres de letras) buscáis soluciones al problema -algo por su parte muy digno- yo me dedicaré a recoger moribundos y a salvar las vidas de los niños que son arrojados a la basura». Buena samaritana que comprendió que Dios se hace “prójimo” en los pobres (más técnicamente dicho: comprendió que el pobre es lugar teológico, sacramento de Dios).
Yo soy, como casi todos los hombres, un levita que ha hecho de su vida cristiana una cuestión de leyes y doctrinas (credo). Mientras discuto sobre las cualidades de Dios, sobre los términos más adecuados para referirse a la Trinidad, sobre dónde están los límites o los matices morales de tal o cual situación, mi hermano se desangra a mi lado. Soy parte de un mundo enfermo, mentiroso, que predica la solidaridad mientras contempla impasible el sufrimiento de millones de personas del tercer y cuarto mundo, es "la globalización de la indiferencia", en palabras del papa Francisco; estamos más cerca de la indiferencia del escriba y el fariseo que de la solidaridad del samaritano.
Sentada en su cátedra, nuestra sociedad hace del racionalismo y de los análisis psicológicos, sociológicos y económicos, la vaca sagrada que lo arregla todo sobre el papel y justifica la inacción esperando que comiencen a compartir los otros. Tiempos de voluntad débil. Dando un sutil rodeo retórico justificamos lo injustificable alejándonos de los lugares donde se encarna el sufrimiento. Nuestra actitud de falsos sacerdotes (a Dios rogando y con el mazo dando) y orgullosos levitas (políticos de oficio) pone al descubierto la hipocresía de nuestra civilización.
Cuentan que algún intelectual de izquierdas acusó en su día a la madre Teresa de Calcuta de dedicarse a poner parches a la herida de la pobreza pasando por alto el análisis detallado de sus causas y la consiguiente lucha contra ellas; y dicen que ella, con su habitual sabiduría respondió: «Mientras vosotros (los políticos, los hombres de letras) buscáis soluciones al problema -algo por su parte muy digno- yo me dedicaré a recoger moribundos y a salvar las vidas de los niños que son arrojados a la basura». Buena samaritana que comprendió que Dios se hace “prójimo” en los pobres (más técnicamente dicho: comprendió que el pobre es lugar teológico, sacramento de Dios).
La parábola del samaritano bueno no sólo pone en evidencia a la sociedad, también, particularizando, desenmascara al falso “hombre religioso”, el hombre sacerdotal que me habita y reduce mi vida espiritual a rito. Mientras presumo de dedicar tiempo a la oración, mientras me angustio por cumplir puntualmente con mis ayunos y abstinencias, y mientras hago de los pequeños detalles de la liturgia una cuestión de vida o muerte, me olvido de los problemas que oprimen a aquellos con los que vivo. Como el sacerdote de la parábola, dando un rodeo litúrgico justifico mi indiferencia ante el sufrimiento ajeno.
Es curioso que en las parroquias andemos más preocupados por horarios de misas, rúbricas, modos de celebración o devociones, que por el hecho de que no haya comunión entre los parroquianos. Es mal síntoma que encontremos fácilmente colaboradores para la liturgia y la catequesis –aunque para esto cada vez con más dificultad-, pero resulta más dificultoso encontrar colaboradores para una Caritas liberadora que se baje de la cabalgadura, se detenga ante el pobre, lo sane, cargue con él y le lleve a la posada para que tenga una vida digna. Dedicar tiempo al pobre no es humanamente tan gratificante como subir al presbiterio en una celebración solemne, o recibir parabienes al final de un proceso catequético bien llevado, pero "si no tengo amor no soy mas que un metal que resuena o un címbalo que aturde" (1 Cor 13,1), si olvido la caridad no habré entendido nada.
3. Mi Dios, mi prójimo
Nos falta mirar el evangelio de hoy desde la perspectiva moral: ¿Qué me exige la parábola del samaritano? Lo primero: un cambio de mentalidad en mi concepto de Dios. La conducta del ser humanos para con el prójimo depende mucho de su imagen de Dios. Solemos tener una imagen más o menos opresora de Él. Pero si el mandamiento principal de la ley de Dios es “amar a Dios” y “amar a tu prójimo”, la única imagen de Dios que puede armonizar ambos mandamientos es el amor y la bondad. Dios es “amor en acto”.
También debo matizar mi idea de prójimo, que es cualquiera que está cerca de mí y tiene una necesidad (cualquier necesidad); ahora bien, la proximidad no se mide por los metros sino por la capacidad de aproximación solidaria a las víctimas. “No se trata saber quién es mi prójimo sino de (saber) si yo soy capaz de mostrarme como prójimo” (Bernard Sesboüe). El prójimo es “el que practicó la misericordia con él”. Ponerme de parte de las víctimas me hace “prójimo”, me convierte en sujeto moral y responsable, me hace más humano. No hay más “humanidad” que la que se compadece del sufrimiento de todos.
El comportamiento del samaritano pone ante mis ojos el hacer de Dios, que es misericordia; "el mirar de Dios es amar", dice san Juan de la Cruz. Esta es la primera lección que me da el evangelio de este domingo: Dios es amor, y el que le conoce es porque lo ha sentido así; como un Dios buen samaritano que, compadecido de su desdicha se le ha acercado y le ha sanado. Un Dios “prójimo” que se revela en la acción: curando heridas.
Si esto es así, si Dios es amor; y si he sido creado "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 1,27), he de asumir que mi ser original -mi identidad antes de ser herido por el pecado- es también amor. Sólo amando puedo recuperar el paraíso perdido donde vivir en armonía con Dios y con el prójimo:
- viviendo en el amor llegaré al conocimiento de Dios, “quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4,9);
-al amar me conozco a mí mismo en mi ser más profundo, porque he sido creado para amar, y solo amando soy yo mismo, me encuentro conmigo, vivo centrado en mi ser; cuando no amo no sólo me alejo de Dios y del prójimo, también estoy descentrándome, abandonándome, perdiéndome a mí mismo.
-y también amando conoceré a mi hermano, porque el amor me acerca al verdadero conocimiento del prójimo, al que veo y siento como hermano.
* * *
Dios se ha cruzado en tu camino, Jesucristo es el buen samaritano en el que puedes ver a Dios y te puedes ver a ti mismo, síguele; no busques excusas ni en tus filosofías ni en tus rezos, Él “pasó haciendo el bien curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38). “Anda, ¡haz tú lo mismo!” (Lc 25,37).
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