jueves, 12 de noviembre de 2020

Negociar los talentos (Domingo 15 de Noviembre)

  Proverbios 31,10-13.19-20.30-31; Salmo127,1-5; 1 Tesalonicenses 5,1-6; Mateo 25,14-30


Los últimos domingos del año litúrgico nos hablan de “las cosas últimas” (escatología), del final de los tiempos, del futuro último, de la vida del “más allá” (1Tes 4,12-17.5,1-6). Pero no lo hacen para amedrentar con lo que está “por venir” sino para dar esperanza.
 
Siguiendo la lectura continuada del capítulo 25 del evangelio de san Mateo, la semana pasada la parábola de las diez doncellas animaba a llenarnos del amor (aceite) a fin de mantener encendida la luz cuando llegue el Esposo (1-13); este domingo nos cuestiona acerca de la responsabilidad adquirida al recibir de Dios determinados talentos (14-30); y la próxima semana la fiesta de Cristo Rey nos encarará con la “realeza humilde” de nuestro Señor Jesucristo y el discernimiento necesario acerca del trato que le damos como “Dios-escondido” en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos o encarcelados (31-46). Luego iniciaremos el Adviento, tiempo de esperanza, donde seguiremos ahondando en la venida del Señor, pero más centrados en el ahora de su venida.

Talentos naturales y talentos espirituales

Cuando hablamos de talento en nuestra cultura solemos referirnos a esos dones naturales con los que nace cada uno, especialmente los intelectuales o artísticos. Se dice así que una persona tiene talento para los estudios, para la música, la pintura, el teatro, etc. En su parábola de los talentos ¿se refiere Jesús a estas dotes naturales con las que se nace? Pues no especialmente. Aunque todos tenemos ciertos talentos naturales, la parábola habría que leerla más en la línea de los talentos espirituales que hemos recibido, como lo son la Palabra de Dios, la fe, el Reino de Dios. En cierta manera habría que leer esta parábola en sintonía con aquella que nos habla del sembrador que siembra la semilla en el campo y produce frutos de diversa intensidad según es acogida (Mt 13,1-23).

Además de haber recibido un cuerpo y una mente dotados de unas capacidades más o menos de nuestro agrado, también hemos recibido unos dones espirituales. No nos hemos ganado esos talentos, no los hemos conquistado con nuestro esfuerzo; son algo inmerecido, don gratuito de Dios, y no se nos han dado para vanagloria nuestra y admiración de los demás sino para potenciarlos, para negociar con ellos; y no olvidemos que la palabra “negocio” significa “negación del ocio”, o sea, trabajo, actividad.

 ¡Hay que poner en marcha los talentos recibidos! Por lo general los talentos naturales que recibimos (capacidad física, inteligencia) solemos desarrollarlos bien, aunque las más de las veces movidos por intereses de rentabilidad económica. Tan es así que en nuestra cultura se ha acuñado la figura del cazatalentos, persona que se dedicada a buscar individuos idóneos para ser contratados por compañías necesitadas de ellos, todo en orden a la obtención de mayores beneficios. 

No se tiene en cuenta en el mundo de la economía neoliberal que los talentos físicos y mentales los hemos recibido para servicio de la humanidad, no para explotarla y servirnos de ella. Eso mo es siquiera “ser fiel en lo poco”, y quien lo hace no merece pasar “al banquete de su Señor” (Mt 25,21.23). La paga de quien esconde sus talentos es la reprobación del Señor, que le privará  del banquete: “Apartaos de mí, malditos, porque tuve hambre y no me diste de comer” (Mt 25,41-42).


¿Miedo a negociar los talentos espirituales?

Pero ¡vayamos a los talentos espirituales! ¿Acaso no recibiste el don de Dios en el Bautismo? ¿No es tu conversión a Dios y su conocimiento un don e iniciativa de Dios? ¿No han sido la fe, la eucaristía, la confirmación, el matrimonio, el sacerdocio, e incluso la Iglesia, dones que el Señor te ha dado? ¿No eres portador de una vida en libertad, amor y esperanza? Estos talentos que has recibido en su momento son gracias sobrenaturales que Dios ha repartido “a cada cual según su capacidad” (Mt 25,15). 

Y podrías preguntarte: ¿Qué uso estoy haciendo de ellos? ¿Cómo los estoy poniendo en juego? ¿Se deja ver en mi vida la Palabra de Dios, la fe, el orgullo de ser hijo de Dios,  u oculto mi fe por vergüenza, miedo o temor a perderla si la embarro con los problemas del mundo? ¿Me da miedo abandonarme a la  libertad (que no es "hacer lo que me da la gana" sino "lo que creo en conciencia que debo de hacer")  , al amor y a la esperanza del Reino? ¡Ay, el miedo! ¡Cuánta libertad, esperanza y amor perdemos por su causa! 

Poner en juego mis talentos es amar, y el mayor enemigo del amor no es el odio sino el miedo. El miedo retrae, paraliza, desactiva las fuerzas (gracia) que Dios nos da. “Sabía que eres exigente, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra” (Mt 25,24-25). Hay muchos miedos -¿vergüenzas?- que nos llevan a esconder nuestros talentos en un hoyo: miedo al fracaso porque no creemos en el poder de la Palabra que nos dice que quien lo da todo recibe el ciento por uno (Mt 10,29-30), miedo a no ser capaz de darlo todo, como aquel joven rico que no quiso arriesgar y “se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mt 19,22), o miedo a perder la posición social o económica, como le ocurrió a los fariseos y saduceos del tiempo de Jesús, que escondieron su talento bajo los mantos, las filacterias, los ritos y los preceptos de la ley (Mt 23,13-32). No fueron éstos malas personas por sus acciones, pero sí por su inactividad.
 
Critica Jesús con dureza a  quienes "dicen y no hacen", a quienes han hecho del pecado de omisión una forma diabólica de justificación. ¡Yo no he hecho nada malo! ¡Ni robo ni mato ni hago mal a nadie! No podemos discernir nuestro progreso espiritual por lo que no hacemos, en este caso los más santos serían los que nos e mueven y estarían en el cementerio; la clave de un buen examen de conciencia está en preguntarte cada día ¿qué he hecho hoy por y por mi prójimo? Porque a la tarde de la vida no te examinarán de lo que no hiciste, sino de lo que hiciste. Pierde, pues, el miedo a ser "cristiano en salida" que pone en juego sus talentos.
  
Del criado negligente no se dice que fuera malo por acción sino por omisión; no hace mal, pero deja de hacer el bien debido; y Dios no soporta a los conservadores, a los que no arriesgan: “Aquí tienes lo tuyo” (Mt 25,25). La parábola llama hoy a la puerta de tu conciencia y la mía: hay muchos miedos en nuestra vida que nos llevan a abrir hoyos donde enterrar los talentos que Dios nos ha dado; y a menudo enterramos el don de Dios en hoyos tan cínicos como son  la oración desencarnada, la liturgia ritualista, las devociones interesadas o el amor frío y legalista. El empleado negligente se contentó con estar en regla; su negligencia legalista le llevó a la muerte.



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La matemática espiritual descoloca al calculador. Invertir en amor tiene siempre sus réditos, reservar el capital recibido conduce a la ruina. “Al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 25,29). En versión de Antonio Machado: "Moneda que está en la mano / quizá la puedas guardar; / la monedita del alma / se pierde si no se da". Y es que, cuando hablamos de bienes espirituales no vale el “hasta aquí llega mi inversión, ya no arriesgo más”, porque quien no sigue subiendo acaba necesariamente bajando; es la dinámica del Reino. Dice Jesús: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).


Casto Acedo Gómez. Noviembre 20120. paduamerida@gmail.com 

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