jueves, 11 de junio de 2020

Reflexión en la fiesta de Corpus Christi (14 de junio)


Hablar del amor y hablar de Dios es referirse a realidades que escapan a nuestra inteligencia porque la superan situándose en el ámbito del misterio. Se han escrito muchos tratados sobre el amor, unos con más y otros con menos éxito, pero ninguno de ellos ha logrado ni logrará fijar en letra muerta lo que es cambiante y vivo. ¡Gracias a Dios! Porque cuando a Dios o al amor se les reduce y encierra en estructuras mentales o institucionales, lo único que se consigue retener es una mala parodia de los mismos.


El amor ¿sentimiento o decisión?

Muchos de los que tratan sobre el amor reducen su esencia a un “sentimiento”. ¿Quién no ha caído nunca en esta tentación? El amor es un sentimiento. Y cierto es, pero ¿es sólo un sentimiento? Tal vez el amor erótico (eros), entendido como experiencia del amor con que soy amado, sí lo sea; pero ¿se puede amar cuando el sentimiento no acompaña?
Hay momentos y circunstancias en los que el sentimiento gratificante de amar o ser amado no está presente; entonces es la voluntad la que debe imponer el amor como fruto de una acción de la inteligencia que mueva a obrar el bien para el otro sin el apoyo del corazón. Podríamos hablar entonces de amor como “caridad” (ágape), totalmente gratuito, ya que ni siquiera tiene el premio de la satisfacción afectiva.



En los grupos cristianos de Encuentro Matrimonial aprendí que “amar es una decisión” radicada más allá del sentimiento espontáneo. Si bien es verdad que la relación de pareja suele comenzar con un enamoramiento, es decir, con una emotiva atracción, lo que garantiza la perseverancia y perdurabilidad del amor no son los sentimientos, que suelen ser volubles e involuntarios, sino la decisión de amar.

No hace mucho encontré un texto de J. M. Cabodevilla que expresa muy bien la idea de un amor verdaderamente humano y cristiano: 
“No hay otra posible definición del amor: el amor son las obras –no las buenas razones- que acreditan el amor. Lleva razón Sören Kierkegaard, cuando comienza su tratado sobre Las obras del amor diciendo que “estas son reflexiones cristianas, por tanto, no tratan del amor, sino de las obras del amor”. Esta será siempre la naturaleza del amor cristiano, tanto del amor a Dios como del amor al prójimo. 
Amar a Dios pertenece a la voluntad, no al sentimiento: es preferencia por Dios, dedicación a Dios, obediencia a Dios. Nunca la Escritura entiende el amor a Dios como una efusión, sino como una observancia y sometimiento cordial a su ley. 
Al hablar de este amor, en su versión más tierna, la nupcial, san Pablo considera siempre a la esposa en actitud rendida de servicio a su Señor. Nadie deberá sonrojarse de no sentir ningún amor a Dios. Si fe es creer lo que no vemos, ¿no resulta lógico suponer que el amor correlativo a esa fe será amar lo que no se siente? Lo mismo que es posible una ardiente fe con dudas, una exquisita virginidad con tentaciones, una gran intrepidez en medio del temor y del pavor, así es posible también, y frecuente, un amor muy subido acompañado de extrema aridez. Los sentimientos no califican el amor; a menudo lo traicionan; sirven para enmascarar su ausencia, satisfaciendo así al alma y manteniéndola en el engaño y la esterilidad. 
Por el contrario, las obras –no el resultado de las obras, desde luego, que escapa a nuestra voluntad: un samaritano sin cabalgadura, sin vino ni aceite, al cual se le hubiera muerto en los brazos el viajero recogido en la cuneta, hubiera demostrado la misma eminente caridad- las obras son la única prueba fehaciente del amor, y, algo más: su única sustancia, su única viabilidad. En este mundo de aquí abajo, así como el alma no puede tener vida si no es encarnada en un cuerpo, tampoco el amor puede sobrevivir si no es encarnado en obras”. (1) 
Son unas letras que hablan  de amor encarnado en actos; un correctivo necesario para quienes sólo ven en el amor evangélico un sentimentalismo intimista o un misticismo desencarnado. Qué conveniente sería aplicar una inteligencia así del amor al mundo en que vivimos y que muchos definen como tremendamente individualista (se mira todo desde y en función de uno mismo) narcisista (idolatra la propia imagen hasta ser incapaz de ver al otro), hedonista (lo primero y principal es mi propia satisfacción) e insolidario (se valora mucho la solidaridad, pero siempre que sea la del otro; y si es mía a condición de que sea indolora).

Amar en la dimensión de la cruz

En otro movimiento de Iglesia, en este caso las Comunidades neocatecumenales, oí decir que al amor vivido en la aridez, en la noche oscura de los sentidos, bien se le puede llamar “amor en la dimensión de la cruz”. ¡Buena apreciación! Porque ¿quién se atrevería a creer que el amor que Jesucristo muestra en los momentos de la pasión y la cruz es un amor emotivo y gratificante para sus sentidos? Jesús no fue un masoquista. No disfrutó el momento álgido de su entrega, sino que lo sufrió. Su amor fue un amor de decisión: “Padre mío, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Jesús decide ser fiel a la voluntad del Padre sin ignorar que dicha decisión le supondría  pasar por un dolor no deseado. 

En la solemnidad de Corpus Christi la Iglesia nos quiere recordar que el hecho de la Encarnación de Dios en Jesucristo no es un misterio para sólo contemplar, sino también un camino a seguir. El hecho de que Dios se adentre en la historia de los hombres tomando un “cuerpo” (entended cuerpo como palabra abarcadora de toda la realidad del hombre) supone que habrá de pasar por los mismos avatares por los que pasamos nosotros, los humanos. Y en el lote de inconvenientes humanos entra la incertidumbre del futuro, el dolor físico y espiritual, el ocasional vacío de sentido, la muerte, ...

¿Qué sintió Jesús en los momentos de su pasión? ¿Qué le movió a no desertar cuando la lógica sentimental le hablaba de ausencia o no-existencia del Padre? Desde luego no fueron los efluvios místicos de una oración gratificante, ni el apoyo unánime de los suyos (muchos de los cuales le abandonaron). Cuando el sentimiento me falla, cuando todos me abandonan,  cuando incluso Dios parece estar ausente, ¿qué me queda? Sólo la "necedad" de una voluntad que se obstina en ser fiel llevando a cabo la misión para la que en su momento me sentí llamado o llamada y asentí a ello. 

En estos días de crisis sanitaria y económica se nos invita a tomar conciencia de la situación de estrechez que viven muchas familias. La mayoría estamos mental y sentimentalmente concienciados del problema, pero falta la decisión firme de actuar. Nuestros pensamientos y emociones son compasivos, pero si no llegan a la voluntad, que es el motor de la acción, ¿de qué sirven nuestras geniales ideas y nuestros golpes de pecho?

¿Quién se está moviendo de verdad ante la crisis? ¿Quién está dando pasos decisivos –“decisivo” viene de “decisión”- hacia un compromiso social serio de compartir partiendo de la propia austeridad personal? En estos días han aumentado las familias que acuden a Cáritas solicitando ayuda primaria: pan, leche para los niños, pago de recibos de luz, gas, medicinas, etc. Los voluntarios, personas sencillas y sin grandes recursos, hacen lo que pueden, pero “hacen”. Eso es amar: obrar. 

Sin embargo, aunque imprescindible, no basta la buena voluntad de algunas personas para poner en obra el mandato del amor. La situación está pidiendo una respuesta social general a la situación generada por la crisis. Estos días nos alegramos por la aprobación de la Renta mínima vital. En verdad que lo ideal es caminar hacia la erradicación del paro laboral. Trabajo para todos a fin de dignificar a la persona. Pero cuando esto no es posible, no cabe duda de que la solidaridad social tiene en el ámbito político un excelente campo de trabajo. Sin detrimento de las ayudas puntuales que presta Caritas, como cristianos no podemos renunciar a la participación en agrupaciones políticas, sindicales, culturales,  o de cualquier orden, desde las que poder actuar el amor en el mundo. 

Vivimos bajo el imperio del individualismo. Parece como si los bancos, las grandes empresas de comunicación y los propagandistas del hedonismo hubiesen anestesiado las conciencias impidiéndoles ver la injusticia de las desigualdades. Es hora de despertar a un cristianismo antisistema cuando el sistema favorece al abstracto estado-nación o al capital en detrimento de las personas.   Amar es actuar; y no sólo como individuos sino también como ciudadanos y como Iglesia, en común.


Ver, iluminar con el evangelio y actuar.

De otro movimiento eclesial, la Acción Católica, aprendí que no basta analizar las causas que están en el origen de los  problemas; tampoco se solucionan éstos simplemente haciendo una crítica evangélica de los mismos. Sólo cuando al ver y al enjuiciar evangélico prosigue una acción adecuada para solucionar las situaciones de injusticia (pecado) habremos cerrado el círculo de la vida cristiana auténtica.

Nuestro mundo ha expulsado de su vocabulario la palabra “sacrificio” como sinónimo de amor, algo que las viejas generaciones tuvieron siempre muy presente. Nuestros mayores tenían asumido que el amor es algo más que un sentimiento gratificante. El amor supone sacrificios. La capacidad de sacrificio y entrega es lo propio de la madurez humana; se es maduro cuando se comienza a entender que la vida, y todo lo que de bueno trae consigo, no se te da gratis sino que tienes que trabajarlo tú mismo. Una persona alcanza la madurez humana y cristiana cuando abandona el infantilismo de un amor de conveniencia (eros) y empieza de veras a vivir el amor de donación (ágape), a pesar de los inconvenientes, a menudo dolorosos y molestos, que éste tiene.

Cuando en algunos foros se dice que nuestra crisis económica es una crisis de valores espirituales tal vez se esté apuntado a esto: que hay crisis de amor maduro. Y puede que la renovación de nuestra Iglesia y la renovación de la sociedad no consista más que en adquirir un sentido auténtico del amor.

En Jesús de Nazaret tenemos un modelo de amor plenamente maduro. Los evangelios dan a entender que Jesús nunca usó de su poder a favor suyo, ni en los momentos más críticos de su vida: “Que baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mt 27,42). Vivió desviviéndose por los necesitados, ricos y pobres, sin tener en cuenta su propia comodidad. Su realización personal la puso en juego del único modo posible según los planes el Padre: procurando la realización de los otros. Un revulsivo para nuestra cultura de solidaridad indolente que justifica su negativa a ayudar al prójimo amparándose en aquello de "no voy a echar a perder mi vida".

Con su vida entregada al servicio de Dios y del prójimo (amor a Dios y al prójimo) Jesús dio a entender que mientras vivamos preocupados solo por nuestros intereses particulares, no tenemos remedio; hasta que no comprendamos que "quien quiera ganar su vida ha de perderla antes" (cf Lc 17,33), que el bien de los hermanos es nuestro propio bien, que ayudar al otro es ayudarse a sí mismo, hasta que no pongamos en práctica el verdadero amor de donación, no tenemos futuro.

* * *
Basten estas reflexiones acerca del amor para iluminar el día del Corpus Christi. Jesús, pan encarnado para alimento del mundo. Día del amor fraterno. Las palabras Jesucristo, Eucaristía y Amor, sólo tienen significado bajo el adjetivo "encarnados". "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?" (Jn 6,52). Los judíos se escandalizan de la necedad del sacrificio-amor  de Dios en la cruz. "Mi cuerpo entregado, ... Mi sangre derramada por vosotros" (1 Cor 23-25).

Sigue siendo piedra de escándalo quien, despreocupado de sí mismo, hace de su vida alimento para los pobres. Pero éste es el único camino decente para una nueva evangelización y una reforma verdadera de la Iglesia. ¿Qué mejor formación cristiana que ser catecismos vivientes que enseñen la prioridad del Dios-amor sobre todas las cosas? ¿Qué mayor celebración de la vida que ofrecer el propio cuerpo (ser) en el altar de la voluntad divina? ¿Qué mejor y mayor amor hay que dar la vida por los hermanos? 

El camino es hermoso. Consiste en llevar adelante la tradición del vivir eucarístico que hemos recibido, conscientes de que sólo el amor es digno de fe.  La palabra encarnada, la celebración eucarística, el amor fraterno de una iglesia que participa del mismo pan, la caridad universal como decisión y acción al servicio de Dios,  son el fruto más granado de nuestra identidad cristiana, que podríamos definir como vida eucarística, vida entregada, sacrificada, vivida desde dentro hacia fuera, ofrecida en el altar de la historia que Dios nos va dando. Todo ello es hoy motivo de fiesta. Todo junto: decisión, valentía y acción. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

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Nota: (1) (La impaciencia de Job, ed. BAC, -Madrid, 1967- 458-459).

Casto Acedo. paduamerida@gmail.com. Junio 2020.

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