lunes, 15 de junio de 2020


"Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte”. (1 Jn 3,14).











Te educaron en religión con una perspectiva eminentemente moral. Desde la infancia pesó sobre ti la gravedad de los diez mandamientos como seña de identidad cristiana, ¿qué es un buen cristiano sino una persona que considera a Dios como lo más importante, no blasfema, asiste a misa cada domingo y demás días de precepto, respeta y honra a sus padres, no mata, no se ensucia con actos impuros, no roba, no miente, y vive acolchado en limpios pensamientos y buenas intenciones? No cabe duda de que el decálogo es un buen programa de vida, un código moral divino; pero también es susceptible de definirse como un catálogo de imposibles. No te extrañe que tuvieras que confesarte por sistema cada vez que ibas a misa y querías comulgar. Y aún así ¿quién te garantizaba que no habías pecado en el breve intervalo de tiempo que media entre confesión y comunión?. Bastaba la distracción en la homilía, el despiste en el momento de la consagración, el pensamiento inadecuado, la duda de si declaraste todos y cada uno de tus pecados detallando género, número y especie. ¿Quién puede soportar una espiritualidad tan exigente y estresante? ¿Cómo seguir persiguiendo un imposible? Por eso, finalmente, decidiste abandonar. ¡Lástima que no meditaras con detención la epístola y el evangelio de este domingo!

El hombre se salva por la fe.

"Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús". Ésta afirmación no no es de Lutero, el hereje de la sola fides (sólo la fe salva), sino de san Pablo, que repite: “Por eso hemos creído en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley”, y reitera: “Porque el hombre no se justifica por cumplir la ley” (Gal 2,16-18). Resulta que ahora lo definitivo no va a ser la perfección de las obras sino la fe; esa fe capaz de mover montañas (cf Mt 17,20) tan grandes como la soberbia. Apartando el engreimiento la fe engendra la humildad (de humus, tierra), virtud que se asienta en la convicción de que sin Dios no soy nada, no puedo nada, estoy muerto. Porque solo cuando te crees que el “Hijo de Dios te amó hasta entregarse por tí” (Gal 2,20) (¡qué inmenso el amor que Dios nos muestra en Jesucristo crucificado!), sólo entonces, comprendes que no habías entendido nada, como los apóstoles (cf Lc 18,39), o como Simón, el fariseo, que había invitado a Jesús a su casa.
Como buen fariseo Simón era amante de la ley, y no comprendía que la pecadora que se arrodilló a los pies de Jesús, y que muestra así su mucha fe, iba más adelantada que él en el camino de la perfección del Reino; no porque fuera pecadora sino porque confiaba más en la misericordia de Dios que en sus propios méritos (cf Mt 21,31-32). Simón pensaba: “si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora” (Lc 7,39); se creía perfecto, justificado por el cumplimiento estricto de la ley, y por ello capacitado para juzgar al prójimo. Ignoraba que “si la justificación fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil” (Gal 2,21).
Jesús, en un gesto poco elegante por parte de un invitado, pone en evidencia a su anfitrión: “¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies; no me ungiste la cabeza; ella en cambio me ha ungido los pies con perfume” (Lc 7,44-46). Me ama más que tú, Simón; y si tú te crees justificado, ¿no lo estará ella con más razón? “Sus muchos pecados están perdonados”. El amor lo cura todo; el amor de la pecadora “porque tiene mucho amor”, y el amor de Dios, porque “al que poco se le perdona, poco ama” (Lc 7,47), dicho en positivo: al que mucho se le perdona, mucho ama. Ésta mujer ha reconocido sus muchos pecados; y Dios le ha perdonado mucho; por eso su amor es mayor.
Pasar del cansancio de la ley a la gracia de la fe.
Hay quien pone sus ilusiones en la ley y no da pasos hacia una espiritualidad menos centrada en la observancia y más abierta a la gracia de la fe. Cuando nos instalamos en las normas el cansancio no tarda en hacer mella y es fácil el abandono de las prácticas litúrgicas ritualistas y la moral legalista que le acompaña, porque con el paso del tiempo se van haciendo insoportables. No caigas en la trampa del ritualismo y el moralismo que te engañan haciéndote creer que eres mejor que los ladrones y las prostitutas porque vas a misa el domingo y fiestas de guardar, porque rezas al amanecer y al terminar el día o porque cumples puntualmente con la confesión sacramental antes de comulgar. Ser cristiano exige dar de lado a los preceptos vacíos de amor y volver la mirada a Cristo Jesús, a su corazón humilde, misericordioso, tierno, amable, acogedor. Él sabe que no hay quien cumpla la ley: ¿quién ama a Dios sobre todas las cosas?, ¿quién puede decir que en verdad Dios es lo primero en su vida?, ¿quién está dispuesto a renunciar a bienes, casa, privilegios, fama y honores para servir sólo a Dios desde la pobreza, humildad y obediencia radical a su voluntad? Sólo Él lo hizo. Para los hombres, sin Dios, es imposible (cf Mt 19,25-26).

Descansa, pues, en Jesús: “venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré -nos dice-; aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). El precepto del amor, agrio y áspero cuando se le considera como una obligación de ley, se hace dulce y suave cuando lo anima la fe en el Señor; porque la ley mata, condena a muerte poniendo en evidencia la imposibilidad de alcanzar la vida por uno mismo; sin embargo, la fe en Cristo,  da la vida. “Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Gal 2,19-20). Muerto por la ley, el hombre vive por la fe en el amor que Dios le ha regalado en Jesucristo. Dios ama al hombre aunque éste no merece su amor; quien lo sabe lo goza e incendia el mundo con el amor del Dios en quien cree.
Tú, que abandonaste la Iglesia porque no veías en ella más que las cadenas, la oscuridad y las cargas pesadas del “hay que” o “no se puede” hacer esto o lo otro; y también tú que, insatisfecho, sigues en ella por inercia, obsesionado por la pureza legal, tanto que ni siquiera eres capaz de amarte a ti mismo, porque no te miras con los ojos limpios de Dios sino con la mirada turbia del fariseo, ¡párate a gozar y disfrutar sin miedo del banquete de la de la Palabra que la Iglesia te sirve este domingo! Reconoce tu equivocación, abandona tu vida farisaica, vuélvete al Padre y escucha su llamada en la liturgia de hoy: “El Señor perdona tu pecado. No morirás” (2 Sam 12,13). “Propuse: Confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado” (Sal 31,6). “El hombre no se justifica por la ley, sino por creer en Cristo Jesús” (Gal 2,16). “Tus pecados están perdonados… Tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 7,48.50). Los fariseos no creen en el poder sanador de la fe en Jesús: “¿Quién es este, que hasta perdona pecados”? Lc 7,49), pero tú sí crees. Con los Doce, con María Magdalena, Juana, Susana, y otros muchos (Lc 8,1-3), déjate amar y sigue ilusionado los pasos del Maestro.
Casto Acedopaduamerida@gmail.com. Junio 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario puede ayudar a mejorar este blog