jueves, 25 de junio de 2020

Cruz, acogida y evangelización (28 de junio)


Familia y discipulado

La lectura del evangelio de hoy es la conclusión del capítulo diez de san Mateo, que recoge el llamado "discurso apostólico", serie de consejos dados por Jesús a sus apóstoles de cara a una misión que no será fácil. 

Jesús dirá de sí mismo que no ha venido a traer paz sino espada (v.34), y avisa de que los problemas van a surgir incluso con los más cercanos, la propia familia; se enfrentarán “el hijo con su Padre y la hija con su madre, la nuera con la suegra, los enemigos de cada uno serán los de su propia casa” (vv.34-36). 

Ante las dificultades externas que encontrará el apóstol (rechazo, persecuciones) Jesús aconsejará perder los miedos, ya que el Padre no les dejará de su mano (vv. 29-30)

Al apóstol se le exige una entrega total. El amor al Señor habrá de ocupar el primer puesto en su consieración: estar incluso por encima del amor a los parientes más cercanos: "El que quiera a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi. El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, nones digno de mi" (v.17). Palabras que sin un contexto adecuado parece una suprema contradicción que hayan sido pronunciadas por quien nunca negó sino que  recapituló la validez del cuarto mandamiento, que manda amar a padre y madre (cf Mt 5,17; 19,19). 


¡Cuántos líderes de grupos sectarios veces habrán utilizado estas palabras para alejar a sus seguidores de los afectos familiares y fijarlos a la causa de la secta! Pero no es esa la intención de Jesús. Leído en su contexto y aplicando el más elemental sensus fidei Jesús no está invitando a volverse contra la familia, sólo está indicando que los problemas que por su causa puedan surgir dentro de ella, han de ser dirimidos sin renunciar a la propia libertad personal. 


Elegir ser discípulo, aunque suponga rechazo por parte de los tuyos, no exige que te separes de ellos ni que los odies por no comprender tu fe. Precisamente la adscripción a las enseñanzas cristianas te exigirá una mayor delicadeza y dedicación a la propia familia. Si, como dice la primera carta de Juan “quien no ama al hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20), ¿será esto menos cierto cuando hablamos de aquellos a quienes por lazos familiares nos sentimos obligados? 

Ser discípulo de Jesús no debe contaminar sino más bien sanar las relaciones parentales. Se pide, pues, radicalidad en el seguimiento, pero ese imperativo supone acompañado de unas actitudes positivas con los tuyos, pero sin renunciar a la fe cuando entra en conflicto con ellos. Esta es una cruz que suele aparecer en la vida del cristiano y que no debe evadir sino gestionar. “El que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mi” (v,38).


Cruz y discipulado 

Partiendo de esta concreción de la cruz  y su significado en la vida familiar, podríamos preguntarnos qué significa para el discípulo la cruz. Y lo primero es constatar que en la Iglesia se habla de ella como “la señal del cristiano”. Pero ¿no es el amor la señal que nos identifica? Pues sí. “En esto conocerán que sois discípulos míos, si os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35). Amor y cruz se identifican. Por eso podemos decir que lo propio de nuestra fe es el amor en la dimensión de la cruz, el amor ágape, que no mira a sí mismo sino a los hermanos. 

Me gusta decir que los términos “cruz” y “realidad” son equivalentes para el evangelio. Cuando Jesús dice que “el que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí” (v. 38) no hace otra cosa que invitar a tomar la propia realidad histórica personal y social, vivirla y llevarla adelante con amor. Llevar la cruz es aplicar amor a la situación personal, tal vez marcada por alguna enfermedad o limitación congénita. ¡Qué lejos está esta concepción de "cargar con la cruz" de aquella que busca cruces exóticas con el uso de cilicios y otros artilugios de tortura, prácticas supuestamente  ascéticas ya que están desligadas de un amor concreto a Dios, al que considera un tirano exigente, al hermano e incluso a uno mismo!

Llevar la cruz es vivir buscando solucionar con amor los problemas que surgen en las relaciones familiares; o luchar por arreglar las situaciones laborales complicadas a menudo por la falta de un trabajo digno o por la realidad de la explotación; o afrontar con empeño una salida justa a los problemas sociales que te toca en suerte vivir. La cruces son conflictos dolorosos  que requieren mucha purificación en quienes los afrontan para encontrar soluciones. El reto está en hacerlo todo sin perder la paciencia y el amor. La referencia la tenemos en la cruz de Jesús. ¿Cómo vivió el rechazo? ¿Cuál fue su reacción ante los problemas reales que encontró en su camino? 

Jesús dio su vida por nosotros. Antes que responder con odio y venganza -lo cual hubiera supuesto la victoria del mal- en la cruz optó por no soltar la perla que da valor al madero: el amor. Este es el camino de la cruz. “El que pierda su vida por mi, la encontrará” (v,39). 

Acogida y discipulado 

Jesús termina su discurso con unas hermosas palabras que hablan de acogida. Si quienes rechazan a los discípulos están rechazando a Jesús, la otra cara de la moneda es la gratificante experiencia de quienes son acogidos por el hecho de ser discípulos. 

Mi experiencia como sacerdote, y la de muchos fieles que se dedican a la misión, es que generalmente somos acogidos por la gente con un cariño que está más allá de lo que merecemos. Las palabras de Jesús: “el que os acoge a vosotros, me recibe a mí” (v.40) las ve cumplidas sobradamente quien honradamente se dedica a la misión. 

La experiencia de ser acogidos nos lleva a valorar la acogida como una virtud fundamental. Se habla mucho de ella en el ámbito de la escucha y la ayuda, nosotros hablamos de ella como algo esencial en la labor de  Caritas. Acoger es recibir, dejar entrar en la propia casa, en la propia vida. Me he referido a la dicha que supone para el evangelizador “ser acogido”, aceptado, comprendido en su ministerio. El texto evangélico de hoy se refiere a la acogida que se da a Jesús en sus misioneros, actitud meritoria del “que recibe a un profeta, … a un justo,… a un discípulo” (v. 41). Anima así a los suyos. Ser misionero tiene también su premio. Pero a su vez, quien recibe al misionero no perderá su paga (v. 42).


Acogida y nueva evangelización 

Acoger y ser acogido. Amar y ser amado. En activa o en pasiva estos verbos conjugan todo el quehacer de la evangelización. Juntos. Digamos algo sobre la necesidad de una Iglesia acogedora. 

Nos quejamos a menudo de que la Iglesia no es bien recibida por el mundo contemporáneo. Ahora bien, ¿es la Iglesia acogedora con el mundo? Acoger como Iglesia es “abrir las puertas”, dejar que otros entren en la vida de la comunidad con sus realidades: sus dudas, sus tropiezos, sus peculiaridades. Acoger no es pretender que quienes vengan sean uniformes con los que ya están, no es someterlos a los cánones y rituales más allá de lo que mandan los preceptos evangélicos. 

La nueva evangelización ha de estar marcada por la acogida. ¿Acaso no nos enseñó Jesús a acoger a publicanos y pecadores? Sin embargo, parece que en la Iglesia esta virtud ha de estar precedida de una purificación especial por parte de quienes se acercan a ella. Con excesiva frecuencia se demoniza a quienes no cumplen los cánones y exigencias morales para acceder a los sacramentos, y parece que reducimos la acogida de la Iglesia a los “puros”, a los ya salvados y dignos de celebrar los Misterios . Esto no deja de ser un  refinado fariseísmo.

 En la primera Iglesia hubo simpatizantes y catecúmenos, personas no bautizadas, desconocedoras del misterio de la Cruz, a las que se recibía con los brazos abiertos; personas rotas por la vida que buscaban un poco de luz, a los que se les trataba con una predilección especial, con ternura y respeto, esperando con paciencia que Dios fuera haciendo en ellos su obra. Si se pude hablar de “opción por los pobres” en la Iglesia, esta es una de sus caras más urgentes: optar por acoger y acompañar a los que tienen hambre de Dios. 

En una encuesta realizada en Canadá hace unos años se preguntaba la razón por la que la gente no se acercaba a la Iglesia. La respuesta de muchos fue que cuando entraban en ámbitos eclesiales se sentían juzgados y señalados; poco acogidos. ¡Qué distinto de la mirada de Jesús a Zaqueo, a la pecadora pública que le lavó los pies en casa de Simón, al ciego de nacimiento, a Mateo, etc. ¡Tenemos mucho que aprender del Maestro! 

Por su parte, un evangelizador que no sea acogido no tiene por qué deducir necesariamente que lo sea a causa de su valentía evangelizadora. Hay quien confunde la parresía (valentía evangélica) con la obstinación fundamentalista. El anuncio valiente del evangelio no consiste en sacar pecho e imponer doctrinas dogmatistas y cerrados criterios morales, sino en defender la causa de Dios, su amor misericordioso, por encima de cualquier otro valor. 

Si la persecución viene causada por un exceso de amor en defensa de los pobres, los débiles y los pecadores (que no es defensa de la miseria, el poder y el pecado), enhorabuena. Forma parte de la dinámica del profeta el ser perseguido y marginado por los poderes instituidos. Pero seamos cautos y no confundamos algo tan serio como el martirio con la parodia de “hacerse el mártir”. Jesús murió crucificado, pero nunca se quejó de la realidad-cruz que le tocó vivir en su momento histórico. Éste es el camino, vivir con brazos abiertos hacia todos, y, con permiso del Maestro, poner la otra mejilla cuando, ya sea desde dentro o desde fuera, vengan los palos. Mucho valor, mucho amor, mucha humildad, mucha paciencia. Cargar la cruz. Cualidades del apóstol.

* * *
Un domingo éste para evaluar nuestro discipulado desde la aceptación de la cruz según la enseñanza y la vida de Jesús. ¿Acepto la realidad de mi cruz diaria? ¿Hasta qué punto me siento acogido por Jesús? De este sentimiento depende la acogida que haces a los demás; y de la acogida que hago al hermano puedo deducir mi fe en el Dios de la misericordia. 

Casto Acedo.  Junio 2020
paduamerida@gmail.com.

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