domingo, 28 de junio de 2020

Pedro y Pablo (29 de Junio)





Celebramos en una sola fiesta a dos grandes de la Iglesia, incluso podríamos decir que “los dos más grandes” si no fuera porque hace solo unos días hacíamos fiesta con san Juan Bautista, del cual dijo Jesús que “no ha nacido de mujer uno más grande” (Mt 11,11). Sea como fuere, celebrar a Pedro y a Pablo es celebrar a dos santos que, debilidades aparte, dieron testimonio de fidelidad al Evangelio sufriendo por su causa persecuciones, cárcel y la misma muerte.


Pedro, Pablo, ... y el Espíritu Santo

De san Pedro sabemos bastante por los santos Evangelios; ahí se nos cuenta su vocación, sus dudas, su traición y su constante conversión a Jesús. Luego el libro de los Hechos, en su primera mitad, nos narra los principios de su ministerio como cabeza visible de la Iglesia. A partir del capítulo 13 este libro que cuenta los inicios de la Iglesia, cede el protagonismo a Pablo, el apóstol misionero por excelencia, que sin dejar de aceptar la primacía de Pedro, y siempre fiel a su primado, a pesar de los disensos (cf Hch 15), extendió la fe de la Iglesia Cristiana por todo el Mediterráneo.

Pero, no nos engañemos, el verdadero protagonista de la expansión misionera no fue Pedro, tampoco Pablo, sino el Espíritu Santo; la comunión eclesial y su empuje misionero sólo se pueden explicar desde Dios: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch, 1-8). La clave de la evangelización no está en el enviado (apóstol) sino en quien lo envía.  

A Pedro se le profetizó su entrega generosa a la tarea del evangelio y la que sería su muerte testimonial: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios” (Jn 21,18-19). Pablo no dudó en decir que “llevamos este tesoro –el Evangelio que predicamos- en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7). 

Con claridad vio San Lucas que Pedro y Pablo sólo fueron instrumentos en manos del Espíritu, por eso se percibe en el libro de los Hechos que el verdadero protagonista de la expansión misionera era el Espíritu que los iba llevando (cf Hch 10,19;11,12; 16,7;21,4); de hecho, ni siquiera se narran los martirios de Pedro y Pablo; el protagonismo del Espíritu en la vida de estos santos y en la de la misma Iglesia del comienzo parece decirnos que la Iglesia sigue siendo una tarea inconclusa y ha de vivir siempre entregada a la tarea de construir su unidad y completar su misión dejándose llevar por el soplo de Dios.



En el Evangelio que nos ofrece la liturgia en este día Pedro es proclamado por el Señor “mayordomo” de su Iglesia, poseedor de las llaves; el que tendrá el deber de administrar, de mantener la fe y la unidad en la casa de los cristianos. Pablo, por su parte, es elegido con miras a anunciar el Evangelio: “Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio” (1 Cor. 1,17; cf 9,16.23; Rm 1,9.14; 15,19; etc.). Unidad interna y testimonio externo de cara a la expansión del Reino de Dios y su Iglesia. Detengámonos en estos dos puntos:

Una Iglesia unida en la misma  fe (Pedro).

Cuando escuchamos eso de “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”(Mt 16,18) solemos referir esas palabras a Pedro; y no andamos desencaminados; pero no olvidemos que poco antes Pedro ha hecho una afirmación de fe trascendental para todos: “Tú (Jesús de Nazaret) eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Cristo, Dios Vivo)” (Mt 16,15). La piedra que hace posible la unidad en la Iglesia es la fe en Jesucristo, Hijo de Dios; fe que no es fruto de especulaciones ni de experiencias místicas subjetivas, sino regalo de la revelación de Dios: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso (el credo con que confiesas que yo soy Hijo de Dios) no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17). 

Así, pues, la persona de Pedro como cabeza de la Iglesia nos remite a la fe en Jesucristo como Dios. Y ahí debe ir nuestra primera reflexión: Mirar a Pedro es someter a crítica mi fe, preguntarme si es una fe soberbia que se quiere afirmar al margen o en contra de la comunidad, o si busca revisarse a la luz de la Iglesia presidida por Pedro. 

La fe, por otra parte, no es un asentimiento intelectual a verdades incomprensibles, sino una apuesta del corazón por aquel que te ha amado desde la eternidad. Mi vida cristiana tiene una roca: la fe en Cristo Jesús, cimiento donde se asienta la vida espiritual (cf 1 Cor 10,4). Cristo es la roca a la que Pedro me remite. 

No puedo creer a Pedro separado de Jesús; y teniendo en cuenta que el mérito de ser el primer Papa no se debe a sus cualidades físicas, intelectuales o espirituales (de las cuales parece ser que Pedro no hace gala en lo que de él sabemos por los evangelios), el valor de Pedro está en la elección de Dios, pura y simplemente en eso. Lo que da valor a la figura de Pedro no son sus obras sino la fe que se le encomienda conservar y cuidar como mayordomo. La unidad de la Iglesia se sostiene sobre esa fe; a Pedro se le da el poder de atar y desatar (cf Mt 16,19), es decir, de considerar si la fe y las correspondientes obras de quien se dice seguidor de Cristo, son las genuinas o no.


Quien cree que Jesús es el Mesías acepta también que Pedro ha sido el elegido para mantener viva la unidad del grupo de los Doce. Y Pedro no defrauda; más allá de sus debilidades fue y sigue siendo signo de unidad y motor de la evangelización. ¿Se hubiera mantenido unida la Iglesia sin una cabeza visible que aglutinara a todos como antes hizo Jesús? ¿Habría llegado a nosotros la Palabra de Dios si no hubiera sido por la Iglesia presidida por Pedro? 

Es verdad que la Iglesia es débil y está constantemente necesitada de reforma, lo que dice san Pablo del evangelizador podemos decirlo de la Iglesia toda: “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7). Son las cosas de Dios, que de la debilidad real de una Iglesia pecadora saca fuerzas para hacerse presente; lo que se dice de los mártires lo podemos decir de la Iglesia toda: “has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio” (Prefacio de los mártires).

Cale, pues, en nuestro corazón la figura de Pedro como símbolo de la unidad de la Iglesia en la misma fe. El mismo Pablo, más culto y preparado que Pedro, no dejó de acudir a Él y de someterse a sus orientaciones. Pablo tuvo claro que el ministerio de Pedro trascendía la persona misma del pescador y le acercaba a la verdad de Dios, oculta a los sabios de este mundo y manifestada a los pobres y sencillos (cf Mt 11,25). En el colegio apostólico, presidido por Pedro, veía Pablo la garantía de la fe y la de la unidad de la Iglesia: “Un Señor, una fe, un bautismo” (Ef 4,5). 

Una Iglesia misionera (Pablo)

Pablo ha pasado a la historia como el gran misionero, aquel que logró sacar al cristianismo de los estrechos lazos del judaísmo. Y no hay duda de que su aparición en escena, llevado por san Bernabé a presencia de Pedro, fue providencial. Proveniente del judaísmo fariseo más recalcitrante, tras su conversión Pablo se volvió un defensor acérrimo de la nueva doctrina. Si a Pedro le hemos mirado como garante de la fe, a Pablo lo miramos como misionero de esa fe.


A Pablo le tocó inculturar el Evangelio en un ambiente ajeno a la cultura judía en que se había gestado; pero supo hacerlo bien, y acercó la Palabra echando mano a los recursos que la misma cultura griega le ofrecía. ¡Cuánto tendríamos que aprender de él! En estos tiempos en los que Europa parece culminar el proceso secularizador iniciado con la Ilustración ¿no es hora de aprovechar todo lo que la modernidad tiene de evangélico para acercar el mensaje del Reino a los hombres de hoy?

 Tal vez la clave de la evangelización sea, como siempre ha sido, poner a Cristo y su Evangelio en el centro; todo lo demás queda supeditado a ello (cf Mt 6,33); obrando desde este presupuesto Pablo relativizó las estructuras judías (no sin las consecuentes disputas con Pedro y los judaizantes) y abrió las puertas de Cristo a los paganos. Con Pablo la Iglesia se hace universal (católica), como Cristo fue universal.

Convendría en nuestro tiempo seguir los pasos del apóstol de los gentiles, dejar a un lado la espiritualidad legalista y hermética que los siglos han ido incrustando en la barca de la Iglesia, y lanzarse a predicar un cristianismo de rostro nuevo, el mismo rostro de Cristo que predicó san Pablo: “Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,22-25). 

Conviene a la causa del Reino dejar a un lado la idea de una Iglesia poderosa y triunfalista -hay quien confunde evangelizar el mundo con dominarlo-, y volver con san Pablo a la Iglesia de los pobres: “fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor” (1 Cor 1,26-29). Poner a Cristo en el centro de todo; “abrid de par en par las puertas a Cristo”, decía el Papa Juan Pablo II. La centralidad de Cristo y su Cruz en la predicación de Pablo debería ser para todos nosotros un referente esencial para evangelizar nuestro tiempo.

Se trata de pasar de una Iglesia acomodada a una Iglesia en diáspora, siempre en camino, resuelta a hacer presente la soberanía de Dios y del hombre sobre cualquier cosa que le oprima. Iglesia de tránsito, de debilidad, de libertad ante los ídolos de este mundo: "Para la libertad nos ha liberado Cristo" (Gal 5,1).



* * *
Celebremos a san Pedro y a san Pablo congratulándonos de la unidad y la pujanza misionera de la Iglesia, pero sin olvidar que vivimos en el “ya, pero todavía no”; ciertamente que ya hay unidad en la Iglesia, Pedro (el papa) la garantiza, pero todavía nos queda mucho por hacer al respecto, porque las divisiones internas existen en mayor o menor grado; también son muchos los esfuerzos que se hacen para seguir extendiendo el Evangelio de Dios por el mundo, y muchos son los signos que atestiguan la fuerza del Reino, pero todavía queda mucho por hacer. 

¡Que Pedro y Pablo, la unidad interna de la Iglesia y su proyección exterior, sean para nosotros motivo de alegría y compromiso misioneros! Es un deseo y una oración para este día de los santos apóstoles Pedro y Pablo. 


Casto Acedo Gómez. Junio 2020
paduamerida@gmail.com.

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