jueves, 10 de diciembre de 2020

Alegría (Domingo 13 de Diciembre)


«Mirad a los cristianos. Siguen a un resucitado, pero sus caras son de muertos. ¿Cómo voy a creer a estos cristianos que, siguiendo a un salvador, no tienen cara de redimidos?». Lo dijo Nietzsche, nihilista y ateo confeso, hace más de un siglo; ha pasado el tiempo y hace u nos años esa misma idea la volvimos a ver promovida por grupos afines al nuevo ateísmo de Oxford, que hicieron campaña anti-religiosa con un eslogan que pasearon en autobuses urbanos de algunas ciudades: «Probablemente Dios no existe. No te preocupes. Disfruta de la vida». 

Estas afirmaciones esconden una concepción de Dios y de la fe como algo oscuro y triste. No son pocos los que consideran la religión como un código de prohibiciones que limitan la felicidad del adepto. Pero ¿responde esa apreciación a la realidad del cristianismo de hoy? Muchas veces hemos escuchado aquello de que un cristiano triste es un triste cristiano, bonita frase, que expone el problema y nos obliga a pensar cómo vivimos cada uno nuestra fe personal y comunitaria. Y no solo se trata de pensarlo de cara a la galería, sino sobre todo de cara a uno mismo. ¿Merece la pena engañarnos poniendo cara sonriente si de veras la felicidad no riega nuestras entrañas?

Domingo de la alegría

El domingo tercero de Adviento es conocido como el domingo gaudete o de la alegría: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios” (Is 61,10), “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1,47). “Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16) Juan “venía como testigo, para dar testimonio de la luz” (Jn 1,7). Estos textos escogidos de entre los propios de la liturgia de este domingo ponen de manifiesto que lo propio de quien cree en el Dios de Jesucristo es el gozo, la alegría, la luz. Sin embargo ¿por qué a veces damos la impresión contraria? 

Cuando nos reunimos en asamblea (iglesia) para la misa podemos observar que para muchos de los asistentes ésta no pasa de ser un acto legalista (cumplimiento de un precepto) e individualista (justificación personal).

 Aunque las normas sanitarias con motivo del covid nos exigen estar separados en el templo, lo cierto es que, antes de la pandemia, cuando la asistencia a misa no cubre ni medio aforo, la dispersión de fieles en el templo enfría los ánimos; por otro lado los rostros serios y ademanes endurecidos dan la sensación de severidad; los asistentes intercambian alguna sonrisa de cortesía, pero sin el calor propio de quienes participan de la misma alegría pascual. Recordemos cómo los primeros discípulos al encontrarse con el Resucitado "se llenaron de alegría al ver al Señor" (Jbn 20,20).  ¡Qué poco nos parecemos al  carcelero de Pedro, que tras su bautismo y el de los suyos “llevó a Pablo y Silas a su casa, preparó un banquete y celebró con toda su familia la alegría de haber creído en Dios”! (Hch 16,33-34).

Tal vez el problema de la imagen gris que mostramos venga de la educación religiosa recibida, más centrada en el cómo (moralidad, ascética) que en el qué (teología mística, experiencia viva de Dios) de nuestra fe; rfalta vivencia interior, y como no se puede dar lo que no se tiene, no hay manera de plasmar en nuestros rostros la alegría de la Pascua.

 ¿No resulta absurdo hablar de “obligación” cuando nos referimos a la participación en el gozo de la Eucaristía? ¿Tendría sentido una ley que obligara a una madre a amar a su hijo? La religión, y dentro de ella sacramentos de gozo como la Eucaristía y la Reconciliación, más que una ayuda para encarar la vida con alegría son entendidios por muchos creyentes como una sobrecarga añadida a sus múltiples quehaceres. Por eso la impresión que damos es la de personas más encadenadas a Dios que liberadas por Él. ¿Tendrá razón Nietzsche?


La alegría nace de la esperanza

Se acerca la fiesta de la Navidad. Y en estos días de Advierto, cercana ya la Navidad, se nos invita a redescubrir y vivir la alegría como regalo de Dio y virtud del creyente. Las almas sencillas saben mejor que nadie que el nacimiento de un niño no puede generar sino alegría: “el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos” (Is 61,11). Situarse en el camino cristiano es adherirse a esta espera con alegría. 

Y nos alegramos porque si hay algo claro es que Jesús viene a traernos felicidad para la vida, no sufrimiento y dolor. Cuando nos invita a tomar la cruz no hace una llamada a tomar cruces extraordinarias, como si la renuncia y el dolor fuesen valores en sí mismos. Esto es falso. La cruz es para nosotros, como lo fue para Jesús, algo inevitable para quien dedicó y dedica su vida al servicio de la vida. Jesús no vivió para la cruz; si así fuera, la vida cristiana sería agobiante. La cruz de Jesús fue solo una consecuencia del mal que anida en el corazón del hombre, a la que dio respuesta el amor desbordante de Dios. El primer plano de la fe no lo ocupa la  muerte como derrota sino la resurrección como victoria.

El Adviento es tiempo de conversión a la alegría, una oportunidad para cambiar el chip de tu religiosidad rutinaria y aburrida. Puedes vivir como un legalista que hace del sufrimiento y el dolor la clave esencial para alcanzar la salvación; o bien puedes alinearte en el grupo de los que viven felices porque han entendido la venida de Cristo como un gozo inenarrable. Y desde esa experiencia hacen visible la enseñanza de san Pablo:  “en todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Tes 5,18).

La perfecta alegría

¿Cómo definir qué es la alegría? ¿No tendemos a confundirla con el placer efímero o la satisfacción espiritual ególatra? Hay una florecilla de san Francisco que me impresionó desde el momento en que tuve noticia de ella y que nos puede servir para entender cuál es la verdadera alegría. 

El bienaventurado Francisco, en Santa María de la Porciúncula, llamó a fray León, que acudió a su lado y se dispuso a escuchar y escribir:

-Héme aquí preparado.

-Escribe –dijo– ¿cuál es la verdadera alegría?.

Imagina que viene un mensajero y dice que todos los maestros de la universidad de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría. 

Y que también, todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y que también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra entran a formar parte de nuestra hermandad. Escribe: No es la verdadera alegría.

Imagina también que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; o que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.

Pero, entonces, ¿cuál es la verdadera alegría? -repuso el hermano León-.

Piensa, hermano, que volvemos de Perusa y en mitad de una noche oscura llegamos aquí, a nuestra casa. Es tiempo de invierno, de lodos y de frío, hasta el punto de que se forman canelones de agua congelada en las extremidades de la túnica que hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.

Envueltos en lodo, frío y hielo, llegamos a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, molesto por lo intempestivo de la hora, acude el hermano portero y pregunta: -¿Quién es? Yo respondo: -El hermano Francisco y el hermano León. Y él dice: Fuera; no os conozco, melindres, no es una hora decente para andar mendigando por los caminos; no entraréis. E insistiendo yo de nuevo, me responde otra vez: no os conozco, no os puedo abrir a esta hora.

Y yo de nuevo de pie en la puerta le digo: Por amor de Dios, abridnos. Y él responde: No lo haré. Iros al lugar de los Crucíferos y pedid allí.

Sigo insistiendo, y el hermano portero, perdida la paciencia, con un palo nudoso en sus manos, sale afuera y nos apalea a los dos dejándonos ensangrentados, bañados en lodo y ateridos de frío en la oscuridad de la noche.

Si en esas circunstancias, hermano, hemos tenido paciencia y no nos hemos alterado ni siquiera un ápice, y no hemos proferido palabra de reproche o deseado mal alguno al hermano portero, ahí está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la verdadera caridad.

Escribe, hermano León.
En esta florecilla queda claro que la verdadera alegría no es algo que nos pueda llegar desde fuera, sino algo que nace de dentro. Hay cierto gozo en que ocurran cosas buenas, como sería el hecho de que la orden franciscana tenga éxito o que todos los infieles se conviertan; pero a esos toques de gozo externo carecen de la firmeza que pide la perfecta alegría. ¿Qué ocurre si cambian las condiciones externas y no hay ni conversión de infieles ni éxito de la orden franciscana? Si la felicidad es causada desde el exterior la alegría mostraría su imperfección. 

La explicación de Francisco va más a la raíz. La perfecta alegría no se escandaliza por las dificultades, los rechazos, las tribulaciones, porque su fuente no está en nuestros deseos sino en la adhesión a la cruz de Cristo, en la búsqueda y aceptación de la voluntad de Dios. "Considerad como perfecta alegría, hermanos -dice la carta de Santiago- el estar rodeados de pruebas de todo género. Tener en cuenta que al pasar por el crisol de la prueba vuestra fe produce paciencia, y la paciencia completará la obra de Dios, de manera que seáis perfectos y cabales, sin deficiencia alguna" (Sant 1,2-4) 

Referida esta florecilla franciscana no podemos dejar de mencionar el evangelio de las bienaventuranzas, que culmina con una afirmación aparentemente contradictoria  "Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos" (Mt 5,11-12). Ésta, como las demás bienaventuranzas, canta la perfecta alegría evangélica. ¿Cómo se puede estar alegre y feliz al tiempo que se sufren persecuciones y calumnias? Es la paradoja de la cruz; nunca se entenderá, y vivirla es un don de Dios. Quien recibe esta gracia permanece firme en las tribulaciones, su firmeza no la puede derribar ni entristecer ninguna tragedia humana, por dolorosa que sea. Quien vive en la perfecta alegría no está libre del dolor, pero el sufrimiento que pueda conllevar es absorbido por la serena alegría interior.  


"Si en esas circunstancias, hermano Leon, hemos tenido paciencia y no nos hemos alterado ni siquiera un ápice, y no hemos proferido palabra de reproche o deseado mal alguno al hermano portero, ahí está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la verdadera caridad". La alegría cristiana está arraigada en el corazón y es el fruto del abajamiento a una humildad extrema capaz de perdonar al hermano portero que te apalea en su ignorancia, y que ve en ese suceso incluso un motivo para dar gracias a Dios, que da en estas cosas la oportunidad para crecer en bondad y misericordia.



No os dejéis robar la alegría del evangelio

La alegría que el Adviento predica es la alegría abierta a la promesa de que Dios siempre está, aunque en ciertos momentos se camine por cañadas oscuras (cf Salmo 22). La alegría y la cruz caminan unidas. El misterio de Jesús en el establo y en el calvario no se puede desligar de la verdadera alegría; esa alegría que sólo es posible en el despojo de todo. "Felices los pobres" (Mt 5,3), los que han renunciado a todo para quedarse con el tesoro del Reino (cf Mt 13,44). 

Ahora bien, la cruz adquiere su sentido en la resurrección. Y la Navidad dice mucho de este misterio de vida y alegría. ¿Qué son los evangelios de la infancia sino anuncios de la resurrección? Las palabras del ángel a los ángeles Belén: “No temáis, os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo. Os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador” (Lc 2,10-11) no son el eco de otro anuncio que explica la razón última de la alegría?: “No temáis. ¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado” (Mc 16,6). 


La Navidad es fiesta de gozo y alegría porque conecta la experiencia de los magos y de los pastores en Belén con la de los apóstoles en Jerusalén; todos se llenaron  “se llenaron de alegría al ver al Señor” (Mt 2,10; Lc 2,20; Jn 20,20).

El papa Francisco, en Evangelii Gaudium habla de la tristeza que arrastra  a muchos hijos de la Iglesia a un estado de tibieza (acedia), a una "tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio". Es una realidad que debemos mirar y corregir entre nosotros. Las críticas que se hacen a la Iglesia de ser aguafiestas chocan con el carácter de su misión que es la de anunciar una buena noticia (evangelio). ¿Qué estamos haciendo mal? Hay una desgana, un desencanto, que nos está privando del gozo de ser cristianos.  ¡Es hora de despertar! Adviento nos dice con el papa que "no nos dejemos robar la alegría del evangelio! (cf EG,83). 

Contra el ateísmo e indiferentismo ambiente que mencionábamos al principio de este escrito no hay mejor arma que el testimonio del amor total y la perfecta alegría. Ese es el fruto que se espera de nosotros en Navidad, a esa meta apunta el tercer domingo de Adviento, "domingo de la alegría". Con armas de amor y alegría, y solo con éstas, podemos responder a los que hablan de un cristianismo aguafiestas y decirles:“¡Es seguro: Dios existe. Alégrate y disfruta de la vida”!.


Casto Acedo. Diciembre 2020paduamerida@gmail.com.

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