martes, 29 de diciembre de 2020

Madre de Dios - Paz - Año Nuevo (1 de Enero)


Nm 6,22-27; Sal 66,2-8; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21

Tres celebraciones concurren en el día de hoy. Por un lado la Solemnidad de santa María, Madre de Dios, el principal motivo de fiesta cristiana en este día; por otro lado, hoy la Iglesia nos quiere situar ante un reto que va más allá de lo confesional-cristiano: la construcción de la paz; finalmente, el 1 de Enero se inicia  un nuevo año civil, acontecimiento que no puede pasar desapercibido para los creyentes, máxime cuando lo que celebramos durante todos estos días es el hecho de que Dios se ha encarnado, es decir, ha penetrado en nuestro tiempo y nuestro espacio, en nuestra historia haciéndose hombre. Además, el cariz trágico del 2020 está haciendo añorar  el nuevo año con la secreta esperanza de que sea bueno para superar la crisis de la pandemia que sufrimos. Pero vayamos por partes.


Santa María, Madre de Dios.
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Desde el siglo VI se celebra en Roma, en la Iglesia de santa María la Antigua, la fiesta de la Virgen como Theotokos, Madre de Dios. Fiesta que hacía memoria del Concilio de Efeso (año 431) en el que se definió la maternidad divina de María y que hasta el año 1930 se celebró el día 11 de Octubre, y a partir de 1931 pasó a celebrarse el día primero de Enero. El título mayor y más importante de María, del que se derivan todos los demás títulos, es el de Madre de Dios.

La proclamación de fe en que la persona del Hijo como Dios y hombre, dos naturalezas sin confusión, sin mezcla pero también sin separación, "nacido de María madre según su humanidad", conducen a la afirmación de la maternidad divina de María. Teniendo en cuenta que  "no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen" (Concilio de Éfeso).

La fe en María y sus títulos no son autoreferenciales sino referidos a Cristo. No es grande María por sus méritos, sino por Quien la ha hecho grande. "El poderoso ha hecho obras grandes por mí" (Lc 1,49). La encarnación de Dios en el seno de la Virgen es causa de gloria para ella;  y también para nosotros, ya que el hecho de que una mujer de nuestra raza sea Madre de Dios nos engrandece; además del gozo de que María sea también  “madre nuestra”, un dato más que a sumar a esta celebración.

Es hermoso que el primer día del año la Iglesia nos invite a mirar a María, a gozar de ella. ¿Qué es lo que se esconde tras la invocación “madre”? El solo hecho de pensar en una madre, de saber que está ahí, de sentirla cercana, lleva a la experiencia de una serie de sentimientos que no son sólo útiles, sino también necesarios para vivir: amor, cariño, seguridad, confianza, calor, ternura… ¡Cuántas riquezas para gozar y hallar consuelo y descanso! Contempla por tanto hoy a María, alégrate con ella, disfruta de su maternidad.

María Madre está siempre con nosotros, nos mira y nos acompaña. Y nosotros, que esperamos y recibimos tanto de ella, no podemos negarnos la pregunta recíproca: ¿Qué espera una madre de su hijo? ¿Qué espera María de mí? ¿Qué desea recibir como regalo? Sin duda alguna espera que sea feliz, que vaya por el camino correcto, camino que tiene un nombre propio: Jesús. “Yo soy el camino” (Jn 14,5). Ella nos aconseja bien, y con pocas palabras: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Nos invita esta fiesta a gozar de la Madre y a venerarla imitando sus virtudes y siguiendo su evangelio, que no es otro que el de Jesucristo, su Hijo suyo y hermano nuestro.


La paz

Otro motivo a tener en cuenta hoy: la paz. La paz no es solo el “orden establecido”; y tampoco la podemos reducir al “silencio de las armas”. Es un don mesiánico fundado sobre la justicia y la fraternidad. La bendición de Moisés que se ha proclamado en la primera lectura del libro de los Números, desea la paz: “El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Nm 6,26). La paz es, por tanto, concesión, dádiva, don, gracia de Dios.

También se menciona en el texto el rostro de Dios, que ilumina y concede su favor (Nm 6,25). Buscar la paz, trabajar por ella, supone buscar el rostro de Dios. El salmista expresa su voluntad de conocer a Dios diciendo: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 27,8; cf 143,7). 

¿Qué rostro? El rostro del crucificado. En ese rostro contemplamos la cara de los millones de víctimas de la guerra, el terrorismo, la opresión, el desprecio; y al mismo tiempo la misericordia infinita de Dios, su perdón para los que le crucifican. Cuando con los ojos de la fe alcanzamos la visión de ese rostro, cuando logramos vislumbrar a Dios en el crucificado sufriendo y perdonando, estamos dando los primeros pasos hacia la paz; porque Él nos señala el camino de la paz, que no es la simple justicia distributiva sino la misericordia, el perdón. 

En la cruz Cristo es nuestra paz; el que respondió a la violencia con paciencia, el que aceptó morir antes que matar, el que nos enseña que vale más la paz que brota del amor que el odio que genera la violencia.

Es, por tanto, un día para dejarnos iluminar por el rostro de Dios, por su mirada, por su forma de ver el mundo y la historia; y obrar en consecuencia. Y desde ahí recibiremos la paz como un don; una paz íntegra, total. Vivir en paz no es vivir en un RIP (descanse en paz de las sepulturas), sino experimentar la propia vida como plenitud. La paz es una dimensión elemental de la vida; sin ella se pierde el sentido, porque la paz es permanecer en lo completo, lo íntegro, lo cabal, lo acabado, lo colmado… La paz es aquello que hace posible una vida lograda.

Año nuevo

Y ¿qué decir del año nuevo? Nos desearemos Feliz Año desde la experiencia de un 2020 un tanto desconcertante; pero ¿qué felicidad nos deseamos? Solemos equiparar la felicidad con la capacidad de consumo y bienestar, con el gozo de una buena salud, con la abundancia de dinero o con el hecho de que no falte el amor, entendido éste como algo “pasivo” –que se recibe-. ¿Tendremos una felicidad así de plena todo el año que ahora empieza? No somos ingenuos; sabemos que no. De momento seguiremos arrastrando la pandemia y sus consecuencias.

La felicidad no podemos reducirla a algo que nos viene de fuera. Nace de dentro. Sabemos que las cruces, los problemas, las dificultades de la vida, la crisis económica, no van a desaparecer; no viviremos un año nuevo de absoluta tranquilidad, de esa paz que hemos definido como RIP y que sólo existe en los cementerios. 

Tal vez la felicidad esté en otro lugar; no tanto en que no nos vengan problemas, sino en que sepamos encararlos con entereza, no en vernos libres de cruces sino en afrontar las que vengan con realismo y paciencia. Queda por delante un año que se presenta sanitaria y económicamente difícil. Y si en el año que se va hemos aprendido de la dificultad, tampoco el que viene dejará de invitarnos a crecer en la prueba. 

Contemplemos a Jesús, José y María como referentes para encarar este año que empieza: viven dificultades en Belén, en el templo -podemos imaginar las dificultades entre Jesús y sus padres a la hora de entenderse-, en la vida pública de Jesús, en el calvario… ¿Podemos decir que porque hubo dificultades no hubo felicidad? Por supuesto que no. “Feliz tú, que has creído” (Lc 1,45), le dijo Isabel a María. 

La felicidad no está en la ausencia de problemas sino en la fe, la esperanza y el amor que ponemos para superarlos. Esos son los mejores deseos para el año nuevo: “que el Señor se fije en ti y te conceda la paz”, que te permita no perder la fe, ni la esperanza, ni la paciencia, ni tu capacidad de amar, cuando vengan los momentos de cruz. 

Felicitémonos por María; por Jesús, príncipe de la paz; y por el año nuevo, el 2021, una nueva oportunidad para convertir nuestra vida a veces gris en arco iris de esperanza.

¡FELIZ AÑO NUEVO 2021!
Casto Acedo  paduamerida@gmail.comEnero 2021.

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