jueves, 7 de agosto de 2014

La fe, susurro de Dios, apoyo del hombre (Domingo 10 de Agosto)

"Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. La frase es de Arquímedes, y quiere poner en evidencia la fuerza que puede llegar a desarrollar una palanca. Y es cierto, cuando encuentra un buen punto de apoyo una palanca puede mover cualquier cosa. Pues bien, trasladando la frase y su exégesis al campo de la religión, podemos decir que el punto de apoyo capaz de moverlo todo es la fe. Encontramos en los evangelios una afirmación muy cercana a la de Arquímedes: “Si tuvierais fe aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a este árbol: ‘Arráncate y trasplántate en el mar’, y os obedecería” (Lc 17, 1–10).
En Europa nos preguntamos el porqué de tanto laicismo. ¿Por qué disminuye la asistencia la misa dominical? ¿Por qué los jóvenes abandonan la Iglesia? ¿Por qué la religión baja no solo en cantidad sino en calidad (poca influencia la vida personal y social de los que se dicen católicos)? ¿Por qué el descenso tan brutal de vocaciones? ¿Qué pasa con la Iglesia que parece incapaz de mover los corazones, las conciencias y la vida? Tal vez la razón esté en que a la palanca le falta el punto de apoyo: la fe.
 
¿Qué es la fe?

La fe es capaz de mover al mundo. Pero ¿qué es la fe? Mucha gente que se considera muy cristiana dice: “tengo mucha fe en tal o cual santo”, pero eso también lo dicen los paganos que ponen su fe en amuletos, sortilegios y embrujos. Todos creen que realizando tal o cual oración o rito mágico conseguirán lo que piden. Pero ¿es eso la fe? Desde luego no es esa la fe a la que se refiere Jesús cuando habla de mover montañas, la que pide a los que le siguen y la que alaba en quienes acudieron a él pidiendo el milagro. La fe que pide Jesús no es la confianza ciega en un rito mágico que procura unos beneficios infalibles; eso no es la fe evangélica; en la fe auténtica no se trata confiar en algo (un rito, un objeto sagrado, una imagen, una doctrina, una convicción) sino en alguien, y este alguien es Jesucristo.

Ante situaciones de injusticia y sufrimiento y ante la duda que ellas provocan, la fe te dice que hay Alguien,  Jesús es el Señor, que está ahí y no te va a desamparar nunca, aunque la encrucijada en que te estés moviendo parezca no tener salida; así le ocurrió a Marta: “Jesús le dijo: tu hermano resucitará. Marta respondió: sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,23-27). Y a Pedro, que dijo de Jesús: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” (Mt 16,16). Pedro confió en Jesucristo, aunque también dudó de Él, como cuando le negó en la pasión (cf Mt 26,69-75) o aquella madrugada en la que, yendo hacia Él sobre las aguas “al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: Señor, sálvame” (Mt 14,30). La fe de Pedro fue débil también cuando quiso enmendarle la plana al Maestro; Jesús acababa de decirle “tú eres Pedro y sobre ésta Piedra construiré mi Iglesia” (Mt 16,18) y a vuelta de página el recién nombrado primer Papa se escandaliza de la cruz de Cristo y pretende disuadirle de su misión, tan es así que Jesús le recrimina: “Apártate, Satanás. Quieres hacerme caer. Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16,23). El episodio pone al descubierto que hay una distancia considerable entre como entienden los hombres la fe  y como la entiende Dios.
 
La fe  es susurro de Dios al corazón del hombre

A los hombres nos gustan los triunfalismos; y a esta tendencia no escapa la fe. Nos contagiamos de la farándula política y mediática e imitando sus métodos nos obsesionamos por poner en escena la fe recurriendo a las masas.  ¡Que se vea! Nos sorbe el seso la obsesión por celebrar grandes y ruidosos eventos que hagan visible la presencia de Dios. ¿Son buenas estas dramatizaciones religiosas? Yo diría que ni tan buenas como dicen los que las promueven, ni tan malas como denuncian los que las proscriben; la bondad o malicia está en el lugar que le asignemos. Cuando Elías fue iniciado en la fe se le ordenó aguardar en el monte Horeb; refugiado en una gruta fueron pasando ante él fenómenos naturales espectaculares: un viento huracanado (no olvidemos que el viento es signo del Espíritu), un terremoto (signo de presencia de Dios en algunos salmos), fuego (como el de la zarza ardiendo, o la columna que acompañaba a los israelitas en su camino). Todos estos signos magníficos fueron precursores de la llegada de Dios, pero no su presencia misma. “Allí no estaba el señor” (1 Re 19,11-12). Dios llegó luego, en el susurro, en el silencio, en la “música callada” diría san Juan de la Cruz. La brisa es signo del Mesías, el Siervo, que “no gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará” (Is 42,2-3). El susurro es el Siervo de Dios que viene, Jesucristo; en Él pone el Padre su complacencia (fe), y en él también nosotros hemos de poner la confianza (fe).

Pedro se dejó fascinar por lo extraordinario que supone el hecho de poder andar sobre el agua. Asustado por la presencia extraordinaria de Jesús pidió un signo para creer: “Si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Y, sin dejar de fijar sus ojos en Él se echa al agua; pero cuando el ruido y la fuerza del viento distraen su atención empieza a hundirse, y grita: “Señor, sálvame”. Su oración es un retorno a la mirada de Jesús, que enseguida extendió la mano, lo agarró y le dijo: “¡Qué poca fe!”. ¡Qué poca confianza tienes en mí! ¿De veras creías que iba a dejar que te hundieras? Cuando Jesús, con Pedro de su mano, subió a la barca, amainó el viento. (Mt 14,28-31). ¡Que magnífica imagen de la Iglesia! A los que se amedrentan por las tormentas que envuelven y amenazan hundir la barca de la Iglesia, decirles que la barca se hundirá si no va Cristo en ella; o en otros términos: las cosas no marcharán bien para la Iglesia si no hay fe, si no escuchamos confiados la voz de Dios (“¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” Mt 14,27) y si no nos postramos ante Jesús como los de la barca haciendo una profesión vital de fe: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14,33).

La fe es el susurro de Dios al corazón del hombre. Si has sentido que Jesús está ahí, a tu lado; si te ha fascinado su forma “callada” de hacer las cosas, si tu dicha está en ver cómo crece su presencia, su sabiduría, su Reino, mientras tú disminuyes, es que tienes fe. Estás en el desierto, esperando en la gruta del Horeb. Asómate con Elías a la salida de la cueva y mira. Delante ti han pasado hoy muchas cosas, muchos acontecimientos. Revisa tu vida y pregúntate dónde y cuándo hoy Dios te ha susurrado su Palabra: en tu trabajo, en el encuentro con tus amigos o vecinos, en tu familia, en el rato de oración, en tu tarea y compromiso parroquial o social, en el servicio concreto que has prestado…. Los sucesos más puntuales, espectaculares y ruidosos han cautivado más tu atención; otros hechos de vida fueron más silenciosos, más cotidianos, aparentemente más insignificantes e intrascendentes, pero no por ello menos significativos. Si descubres la presencia de Dios en alguno de ellos, si al caer en la cuenta nacen en ti deseos de cubrirte el rostro y de póstrate ante Él diciendo ¡qué grande eres, Señor!, felicítate porque tienes fe. No sabrás explicarla, pero al sentirla advertirás que los vientos y tormentas que amenazaban tu vida han perdido peso y ya no ocupan el centro de la barca. Has encontrado el punto de apoyo que necesitaba la palanca de tu vida para poder moverse ella misma y mover el mundo.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2014 paduamerida@gmail.com 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario puede ayudar a mejorar este blog