XIX
Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo A
1Re 19,9-13 - Rom
9,1-5 -
Mt 14,22-33
Jesús pasó aquel
día sanando a los enfermos y compartiendo el pan. Después,
obliga a sus discípulos embarcarse y pasar a la otra orilla, mientras
Él despide a la gente y, luego, sube a
la montaña a orar. Jesús
ruega a Dios por sus seguidores de todos los tiempos, para que: -sepan
compartir los bienes de la creación…
-pasen a la otra orilla llevando
el mensaje del Reino de vida a los excluidos y marginados… -no tengan miedo ante las dificultades,
conflictos, persecuciones…
Pasar
a la otra orilla
Pasar a la otra
orilla no es fácil, sobre todo, cuando es de noche,
con
las olas del mar que sacuden la
barca y con el viento en contra.
El
contraste es grande: Jesús junto a su Padre orando en la montaña,
y
sus discípulos temerosos en medio de un mar embravecido.
Pasar
a la otra orilla es todo un aprendizaje de fe y solidaridad,
pues,
tratándose de tantos Lázaros excluidos de la mesa de los ricos,
no
basta hablar de los pobres sino hacer obras, como hace Jesús
que
manda a la multitud sentarse en la hierba
para compartir el pan.
Pasar
a la otra orilla significa que los gozos
y las esperanzas,
las tristezas y
angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo,
sobre
todo de los pobres y de cuantos sufren,
son también gozos
y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (GS,1).
Pasar
a la otra orilla es estar presente y actuar solidariamente allí
donde
los trabajadores son explotados con bajos salarios, y donde
hermanos
nuestros sufren pobreza, miseria y hambre: La
Iglesia
está vivamente
comprometida en esta causa, porque la considera
como su misión,
servicio, y verificación de su fidelidad a Cristo,
para poder ser
verdaderamente la Iglesia de los pobres (LE, n.8).
Pasar
a la otra orilla para que el Evangelio,
anunciado por Jesús,
se encarne en
las diversas culturas de nuestra sociedad.
Para
ello, debemos adentrarnos en dichas culturas: descalzos…
en silencio…
escuchando… respetando… valorando…
¡No
tengan miedo!
A la madrugada,
Jesús va al encuentro de sus discípulos.
La
barca/comunidad es agitada por la tormenta pero no se
hunde.
Jesús
se acerca caminando sobre las aguas, pero no le reconocen
y,
pensando que es un fantasma, se
asustan y gritan de miedo.
Jesús
los tranquiliza diciéndoles: ¡Ánimo, soy
yo, no tengan miedo!
Sobre
el miedo, San Juan Crisóstomo (350-407) en su homilía
antes
de partir al exilio, dice: Díganme, ¿qué podemos temer?
-¿La muerte?, para mí la vida es Cristo
y una ganancia la muerte.
-¿El destierro?, del Señor es la tierra
y cuanto lo llena.
-¿La confiscación de los bienes?, sin
nada venimos al mundo
y sin nada nos
iremos. Yo me río de todo lo que es temible en este
mundo y de sus
bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas.
No tengo deseos
de vivir, si no es para el bien espiritual de ustedes.
Hoy,
es preocupante que muchos creyentes llevan todavía el peso
de
una evangelización deficiente: el miedo a
un Dios castigador.
Ellos,
motivados por la oferta y la demanda, es decir, dar para recibir,
hacen
promesas o realizan ceremonias costosas para evitar castigos.
¡Muy
diferente el Dios, Padre misericordioso,
anunciado por Jesús!
Jesús
extiende la mano a Pedro
Pedro le pide a
Jesús ir hacia Él caminando sobre el agua.
Camina
un trecho, pero al sentir la fuerza del viento, tiene miedo,
y,
como empieza a hundirse, grita: ¡Señor, sálvame!
Esta
petición de ayuda parece estar inspirada en el Salmo 69:
Sálvame, Dios
mío, porque estoy a punto de ahogarme.
Me hundo en un
pantano profundo y no tengo donde apoyar los pies.
Jesús
le tiende la mano y le dice: Hombre de
poca fe, ¿por qué dudas?
Si
optamos por la mediocridad, sin hacer nada por cambiar las cosas
y
si nos fijamos solo en la fuerza del mal, podemos hundirnos.
En
cambio, si sabemos levantar hacia Dios nuestras manos vacías,
y
si sabemos gritar a tiempo como Pedro: ¡Señor,
sálvanos!,
viviremos
una experiencia de fe; pues Jesús que es Dios-con-nosotros,
está
a nuestro lado con la mano extendida
pronto para salvarnos.
Luego,
Jesús sube a la barca, el viento se calma, y sus discípulos
se
postran ante Él y le dicen: Verdaderamente eres el Hijo de Dios.
Se
trata de Jesús de Nazaret,
despreciado y perseguido por unos,
pero
reconocido como el Hijo de Dios por
otros (cf. Mt 27,54).
J. Castillo A.
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