viernes, 29 de mayo de 2020

Iglesia y Pentecostés (31 de Mayo)

Existe en este blog una entrada sobre los dones del Espíritu que puedes clickar:
Dios es Espíritu (Jn 4,24)

La semana pasada el Señor nos invitaba a quedarnos en casa a la espera del Espíritu. “Les ordenó que no se alejaran de Jerusalén" (Hch 2,4). Y hoy, tras unos días de espera en oración recibimos el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es la persona más desconocida de la Santísima Trinidad. Y no sólo porque es la más difícil de imaginar mentalmente. Pintamos al Padre como un abuelo sabio, canoso e indulgente, con reminiscencias manidas adquiridas desde la parábola del hijo pródigo. Al hijo le solemos representar con el rostro de su atractiva humanidad. Pero para el Espíritu Santo nos faltan imágenes; por ello necesitamos echar mano de símbolos: paloma, agua, viento, rocío, fuego, aceite, etc.,  que evocan, pero que no logran definir por sí mismas el Misterio de Dios. Pero el desconocimiento del Espíritu no está tanto en “no saber” cuáles son los símbolos con los que se le identifica, sino en la poca relevancia que se la da a Dios en la vida de cada uno y en la vida de la comunidad.

Al Espíritu no le solemos dar culto sacando una enorme paloma en andas procesionales, ni poniendo cañones de aire que ventilen artificialmente los templos y las calles. Tampoco idolatrando un cirio, una hoguera o una pila de agua bendita; aunque algunos lo intenten. 

Una de las cosas buenas que tiene la tercera Persona de la Santísima Trinidad es que es difícil de objetivar en una imagen externa. Las representaciones materiales son fácilmente manipulables; el cuadro o imagen del santo o la santa a quien acude el devoto permanece siempre el mismo (¡que no nos cambien el santo!), los símbolos, sin embargo, se disipan o se consumen, quedando sólo la referencia a lo simbolizado; de este modo remiten siempre a un reconocimiento más espiritual que material.

Como realidad espiritual Dios nos previene de la idolatría material de las imágenes (cf Ex 20,3-4) e invita a ser conocido desde la fe que se nutre en la experiencia, y ser adorado en la vida espiritual del creyente.  “Se acerca la hora, ya está aquí, –dijo Jesús a la Samaritana- en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así.  Dios es espíritu, y los que adoran deben hacerlo en espíritu y verdad».  (Jn 4, 23-24).


Pentecostés e Iglesia

El Papa Juan XXIII invitó a celebrar el Concilio Vaticano II como una oportunidad para dejar que la Iglesia se renovara  por el Espíritu Santo. Con tal motivo se acuñó laa metáfora de “abrir las ventanas de la Iglesia para que entre el aire fresco del Espíritu”. Esa necesidad de renovación del ambiente eclesial con la apertura de puertas fue bien entendida por quienes decidieron abrir ventanas para  que el Espíritu irrumpiera con  fuerza, oxigenando espíritus y empujando a la misión. Pero también fue mal entendida la apertura por quienes confundieron la reforma conciliar  con un maquillaje de estructuras que más que devolver a la institución a su estado original, sólo buscara retocar la fachada de la casa  para dar una imagen exterior distinta, pero sin cambios interiores. 

La Iglesia ha de estar siempre en reforma. No obstante, me escandalizo cada vez que escucho eso de que la Iglesia tiene que modernizarse y ponerse al día. Quienes lo dicen suelen tener una idea muy superficial del ser de la Iglesia. La reforma que necesita la Iglesia no es la de adaptarse al relativismo filosófico y moral del mundo;  tampoco debemos confundir la reforma necesaria de la Iglesia con la restauración de viejas costumbres tradicionalistas o nuevas formas progresistas; la reforma y renovación que se necesita no es tanto sociológica o estética cuanto espiritual, en el sentido teológico del término, que no es otro que el de poner a Dios en el centro.


* * *

¿Qué ocurrió en Pentecostés? Algo  muy grande. Incomprensible. Inefable. Un grupo de personas reunidas en un mismo lugar, en oración, abiertas en fe al porvenir de una promesa. En espera. En realidad no sabían muy bien cómo continuar la obra del Resucitado, pero confiaban. Por eso oraron a pecho descubierto, vacíos de ego, abiertos al don de Dios. Y cuando retumbó el lugar, y sopló el viento y se posó en ellos el fuego, no cerraron sus ventanas por miedo a una catástrofe, sino que se dejaron invadir por esa Presencia de aire, luz y energía que cambió sus vidas y les impulsó a salir de sí e iniciar la misión.

Estamos hablando del un encuentro real y vivo con el Espíritu; o sea,  de una experiencia de Dios. Aquellos hombres y mujeres no fueron motivados a evangelizar partiendo de unos planes pastorales o ideas geniales acerca de Dios (teologías). Salieron llenos de Espíritu y de vida. No supieron como decir lo que estaban viviendo, pero todos comunicaban y a todos se les entendía como si hablaran la lengua materna de los oyentes. Muchos se reían de ellos, pero no les importaba, porque habían dejado atrás el culto al qué dirán. 

Pedro da la razón de todo lo que les estaba ocurriendo: Dios ha resucitado a Jesús, al que matasteis, y "ha derramado su Espíritu, tal como vosotros mismos estáis viendo y oyendo" (Hch 2,33).   La promesa del Nazareno, que había dicho que “cuando sea levantado (crucifixión, ascensión) sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32) se estaba cumpliendo.

Había en el lugar gente "venidas de todos los pueblos que hay bajo el cielo. ... acudió la multitud y quedaron desconcertados, estupefactos y admirados, diciendo: ¿No son galileos todos estos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestra lengua nativa?" (Hch 2,5-8).  Se refieren a  la lengua del Espíritu Santo, lengua nativa, maternal, universal: lenguaje del amor experimentado. 

En medio del desconcierto, el estupor y la admiración que produce la pluralidad y diversidad de modos y maneras, hay un punto de unidad: un mismo Espíritu, "un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos" (Ef 4,5-6). Cuando Dios, "luz que ilumina a todas las naciones" (Lc 2,32), es recibido, todo se unifica. 

 Que todos sean uno

En el origen histórico de la Iglesia se da la confluencia de todos en Uno. Algo importante para hablar de reforma y unidad en la Iglesia. Muchos miembros pero un solo cuerpo. Un Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y una sola alma, el Espíritu Santo.

Muchas singularidades y particularidades había entre los oyentes del discurso de san Pedro el día de Pentecostés; y ninguno dejó de ser él mismo; no se produjo uniformidad entre ellos, sino unidad. Es la grandeza del Espíritu, capaz de crear unidad sin eliminar la singularidad de cada uno. "Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu" (1 Cor 12,4). El Espíritu hace posible el modelo eclesial que emana del Misterio de la Santísima Trinidad, tres personas y una sola deidad. Ser todos en Uno.

Una renovación auténtica de la Iglesia sólo es posible desde el Espíritu Santo, es decir, desde el mismo Dios. No en nosotros, sino en Él, está la clave de "unas iglesias nuevas”. Lo digo en plural porque la "Iglesia una" desde su origen se configuró en distintas comunidades con características propias que enriquecían el todo [1], pero con un denominador común: la fe, la esperanza y el amor puestos en un mismo Señor. 

Desde las limitaciones propias del lugar y la época en que vivimos tenemos muchas iglesias (diócesis, parroquias, grupos), como somos muchos los cristianos; desde la mirada católica (universal) de Dios, somos una Iglesia en virtud del vínculo que establece entre nosotros el Espíritu del Dios Único revelado en Jesucristo. Quiero destacar esto, porque entiendo que renovar la Iglesia no es uniformarla en ritos y cánones sino unirla en torno al Espíritu del Resucitado.

La creación entera sigue expectante aguardando la salvación (cf Rm 8,19). Cuando la barca se tambalea renace la inquietud y el desasosiego. En tiempos de ahogo, oscuridad e indecisión, muchos esperan una respuesta a sus inquietantes preguntas. Y si no la encuentran en la Iglesia Católica la buscan en otros sitios.

 Son muchas personas buscan estos días una clave espiritual que les dé luz en la noche de la fe. Podemos intuir que a la conmoción social y económica que ha provocado el Covid-19 hay que añadir una conmoción espiritual. El confinamiento, con su exigencia de reclusión y la reducción de relaciones sociales, ha obligado necesariamente a estar con uno mismo, a entrar dentro, a buscar respuestas en el propio espíritu sin posibilidad de evadir las preguntas en una huida hacia afuera. Ni siquiera el practicante religioso ha podido echar mano del recurso sacramental ordinario para saciar su sed de entender y vivir la situación. 

Por el impacto que han producido las dramáticas vivencias de estos días se ha llegado a decir que marcarán un antes y un después. En el ámbito de la fe algunos pastoralistas se atreven a augurar un regreso de muchos al mundo de la religión. No dejará de haber pastores que esperen la recuperación de ovejas perdidas para el redil de la parroquia, algo que se puede dar de manera puntual, pero no nos engañemos ilusamente con lo que sería un regreso a la espiritualidad miedo. Si en su tiempo se sostuvo ésta fue por la ayuda de una cultura que favorecía ese sistema. Pero hoy la fe ciega en la ciencia ha desactivado el recurso pastoral (?) del miedo al infierno.

Una Iglesia capaz de salvar (sanar)

Sea como sea, surgen preguntas que esperan respuestas. ¿Dónde hallarlas? Si nos fiamos de las estadísticas, pocos  buscarán en la Iglesia las claves de interpretación de lo ocurrido estos días.  Dice el cardenal Paul Poupard en un  documento eclesial [2], que "da la sensación de que las religiones tradicionales o institucionales no pueden dar lo que antes se creía que podían dar; y algunas personas no logran encontrar espacio para creer en un Dios trascendente personal". 

Aparte de una Caritas muy bien organizada, ¿estamos dando respuestas a quienes buscan alimentar el sentido de sus vidas más allá de una ayuda económica puntual? Me atrevo a decir que vivimos tan volcados en la exterioridad de las ayudas y de nuestra justificación,  que ni siquiera vemos que existe una hambre de espiritualidad.  Nos sorprendería el saber cuánta gente que sigue considerándose formalmente católica está buscando satisfacer su sed de Dios en ámbitos ajenos a la Iglesia. Pentecostés está clamando al cielo por ello.

La Iglesia, tal como pidió el Concilio Vaticano II,  necesita abrirse al mundo, pero antes que nada necesita abrirse al Espíritu. Tal vez hemos entendido el mensaje conciliar que subyace en la Gaudium et spes (sentir y vivir como propios las gozos y preocupaciones del mundo), pero se nos ha escapado el de la Lumen Gentium (ser Luz del Espíritu de Dios en el mismo mundo). ¿Qué hacer? Tal vez deberíamos corregir unos grados el rumbo poniendo a Dios en el centro de nuestra vida personal y eclesial, rezumando Reino de Dios en nuestra casa y en nuestro entorno social, siendo así luz desde nuestro ser cristianos por la santidad personal y el testimonio comunitario. Con esto estaría todo hecho; todo lo demás vendría por añadidura (cf Mt 6,33).  

Dentro y fuera de la Iglesia se habla de un retorno actual a la espiritualidad. Para nosotros esta valoración de lo espiritual no deja de ser una llamada a colocar el Espíritu del Dios Trino en el centro de todo. Para ello necesitamos despojarnos de prejuicios y visiones subjetivistas. "El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adonde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu" (Jn 3,8). ¿Dónde está soplando el Espíritu hoy? Nos hemos aprendido la jerga: “pobres”, “nueva evangelización”, “periferia”, etc., pero son solo palabras; sólo si doy paso al Espíritu en mi vida seré capaz de reconocer su presencia en otros lugares. “Tu luz, Señor, nos hace ver la Luz” (Sal 36,10).

Sólo el Espíritu de Dios puede hacer que mi espíritu supere su tendencia al particularismo, a la estrechez de miras, a la soberbia espiritual. La purificación de la Iglesia solo se dará si yo mismo me dejo invadir por el Espíritu y éste me deja ver que soy el pobre necesitado de evangelización que vive en la periferia de la ciudad de Dios. Tenemos la tendencia a creernos buenos samaritanos, cuando la realidad es que, de momento,  nuestro puesto en la historia es el del hombre que, desnudo de pretensiones, herido por la soberbia y la vanidad, quedó  tirado al borde del camino. 

Necesitamos el Paso de Dios por nosotros, su Verdad espiritual, los dones del Espíritu que nos sana, nos aconseja, nos enseña. Se me hace necesario volver una y otra vez a Pentecostés. Sólo así sanará mi alma y con ella la de la Iglesia y sólo así estaremos capacitados para llevar la sanación a tantos como la reclaman.

Devolvamos al Espíritu Santo, Señor y dador de vida,  el protagonismo que le corresponde. Dejemos abierta la puerta de la Iglesia a todos los que buscan saciar su sed y alumbrar sus pasos. No pongamos puertas al campo. El Espíritu es altura, profundidad, amplitud de miras. 

El Concilio Vaticano II tuvo un interés enorme por la tarea unificadora del Espíritu. Prueba de ello fue el Decreto sobre el ecumenismo  (Unitatis Redintegratio ) y la declaración sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra aetate), donde se da a entender que vivimos en una época donde a la globalización económica y mediática no le es ajena la globalización de la vida espiritual; ante los posibles conflictos que pudieren darse entre espiritualidades o religiones  diversas se aboga por trabajar la fraternidad universal (hijos de un mismo Dios) y la exclusión de toda discriminación como premisa necesaria para el encuentro. “La relación del hombre para con Dios y la relación del hombre para con los hombres sus hermanos, están de tal forma unidas que, como dice la Escritura, el que no ama no ha conocido a Dios (1 Jn 4,8)” (NE,5).

Necesitamos del Espíritu Santo. Sin él nada es posible. Con Él lo podemos todo.  No pases te cierres a Dios. Pide incansablemente la venida del Espíritu a la Iglesia. ¡Lo estamos necesitando tanto...!


¡Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno!

Amén.

Casto Acedo. Mayo 2020



[1] cf el excelente tratado de R. Brown,   Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron. 
[2] CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA – CONSEJO PONTIFICIO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”. (Informe provisional, 2003).

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